XXXIV - El primer amante

EL CONVENTO DE FRAILES CARMELITAS de la montaña de Santa Genoveva comprendía diferentes edificios: un convento, una capilla y grandes jardines. Estaba miserablemente organizado y como todos los conventos, tenía frailes mendicantes que iban por las calles pidiendo limosna para su convento, mezclando su voz con la de los vendedores ambulantes.

Un convento era tanto más rico cuantos más frailes mendicantes tenía, y los carmelitas disponían de una docena.

En aquel convento había iluminadores de libros piadosos que se vendían muy caros a las grandes damas; Sabios que se ocupaban en descifrar antiguos pergaminos: predicadores que iban por las iglesias a amenazar con las llamas eternas a los malos cristianos que, apenados, miraban perecer en la hoguera a los condenados hugonotes: tenía además un abad y, en fin, todo lo que poseían los demás conventos.

Pero lo que no tenían éstos y en cambio tenían los carmelitas eran dos seres excepcionales para un convento. El primero era un niño y el segundo un fraile encargado de impetrar oraciones por los muertos. El niño tenía cuatro o Cinco años. Era pálido y pequeño. No le gustaba jugar en los jardines y tampoco la compañía de los frailes. Lo llamaban tan pronto Jacobo como Clemente. Era miedoso, un poco sombrío y muy arisco.

Un solo fraile era el que merecía las simpatías del niño. Era el que una vez dado el toque de queda en Nuestra Señora y cuando las otras iglesias hablan repetido al pueblo de París que era llegada la hora de apagar el fuego y la luz, él tenía por misión pasearse por las calles negras y silenciosas. Toda la noche iba errante, completamente solo, como alma en pena. En una mano llevaba un farol para alumbrarse y en la otra una campanilla que agitaba de vez en cuando y entonces con voz lúgubre exclamaba:

—¡Hermanos, rogad a Dios por el alma de los difuntos!

Aun cuando este encargo era de los más humildes, el hermano que lo ejercía era muy considerado y hasta temido en el convento. El abad lo llamaba a menudo para conferenciar con él, y además de estas consultas oficiales, tenía con el muchas entrevistas particulares. Era opinión entre los monjes de que aquel hermano había llegado al convento provisto de grandes poderes otorgados por el Papa. Por otra parte era un predicador de gran elocuencia y su extraño atrevimiento confirmaba los rumores que corrían sobre los poderes ocultos de que estaba investido.

Había solicitado y obtenido enseguida el cargo de ir de noche por las calles, para recomendar a las gentes que rogaran por los difuntos. Lo llamaban el reverendo Panigarola, a pesar de que no tenía aún los titulas necesarios para merecer tal tratamiento. Es de creer que le gustaba aquel lúgubre y modesto cargo, porque al cerrar la noche, Panigarola, si no tenía ningún sermón que pronunciar, se cubría con una capa negra y tomando la campanilla y la linterna, íbase por las calles para no volver hasta la mañana extenuado de fatiga por su triste paseo.

Entonces se encerraba en su celda. ¿Para dormir acaso? Tal vez, porque, en fin, por ascético que fuera, el reverendo Panigarola estaba sometido al sueño, como el resto de los hombres, animales y hasta las plantas. Pero algunos jóvenes frailes pretendían que Panigarola no dormía nunca y que muchas veces al acercarse a su celda, en horas en que debería haber dormido, oían sollozos y fervientes súplicas.

Panigarola no hablaba a nadie en el convento, exceptuando al abad o al prior. No porque fuera orgulloso, pues, por el contrario, exageraba su humildad, pero sin duda tenía sobradas cosas en que pensar para gustarle la conversación. Parecía aún muy joven, pero los pesares o preocupaciones habían impreso en su semblante precoces arrugas. No obstante, tal como era Panigarola gustaba al niño Jacobo Clemente. Era el único que podía acercarse a él, y el niño, a no ser por Panigarola, habría vivido abandonado.

Después de comer se les veía ir siempre juntos por el jardín y la mayor parte del tiempo se paseaban silenciosos. El fraile trataba de provocar las preguntas de Jacobo, excitando su curiosidad, y le enseñaba a leer en un libro lleno de imágenes. Por otra parte, el niño era en extremo precoz, y si su cuerpo no se desarrollaba en el convento, su inteligencia, en cambio, aumentaba de un modo asombroso.

El fraile llamaba al niño: «hijo mío», y el niño le daba al fraile el tratamiento de «amigo». Había entre ellos una intimidad monótona, al parecer sin ternura. Aquel día el monje y el niño, hacia las dos de la tarde, estaban sentados en un banco, mientras la comunidad cantaba un oficio en la capilla. Panigarola, por favor especial, asistía a los oficios cuando le parecía bien.

El fraile tenía sobre las rodillas un misal escrito en grandes caracteres y en idioma latino, pero el libro tenía también algunas oraciones en la lengua que entonces se llamaba vulgar y que era el francés. El niño Jacobo Clemente estaba de pie, a su lado y no se apoyaba en su maestro, como hubiera podido hacerlo otro niño, sino que parecía guardar actitud desconfiada, medrosa. En una palabra, consentía en hablar con Panigarola, pero no lo admitía en su intimidad.

A la sazón, el fraile parecía haber olvidado a su discípulo. Miraba ante él con ojos vagos y las facciones contraídas; y el pequeño se callaba, no porque se asustara de aquel silencio al cual estaba acostumbrado, sino esperando con paciencia que se continuara la lección. Por fin un profundo suspiro hinchó el pecho del fraile y sus labios se movieron como si fueran a balbucear algunas palabras. De pronto su mirada cayó sobre el niño, y pasándose la mano por la frente, dijo:

—Vamos, hijo mío, vamos y señaló una línea con el dedo.

El niño, deletreando, leyó:

—«Padre nuestro… que estás en los cielos…». ¿Quién es este padre, amigo mío?

—Es Dios, hijo mío. Dios es el padre de todos los hombres. Dios, hijo mío, es nuestro padre en los cielos, como nuestro padre visible lo es sobre la tierra.

—De modo —dijo el niño pensativo— que tenemos dos padres. Uno está en el cielo y es el padre de todos; y además todos los niños tienen un padre en la tierra.

—Sí, hijo mío, así es —dijo el fraile asombrado de que tal pregunta hubiera podido germinar en la inteligencia de aquel niño. Y un sentimiento de orgullo brilló en sus ojos al decir—: Continuemos, niño.

—«Padre nuestro que estás en los cielos».

Pero el niño estaba obsesionado por un pensamiento.

—¿Tú tienes padre, amigo mío?

—Sin duda, hijo mío.

—¿Y el hermano guardián? ¿Y los dos chantres que son tan feos? ¿Y el hermano jardinero? ¿Todos tienen padre?

—Claro —dijo el fraile mirando atentamente al pequeño.

—¿Y los niños que, a veces, pasan por la calle también tienen padre?

—Sí, hijo mío —contestó el fraile con voz ahogada.

—Entonces —dijo el pequeño—, ¿por qué yo no tengo padre?

El fraile palideció y con voz sorda preguntó:

—¿Quién te ha dicho que no tienes padre?

—Así lo veo —dijo el pequeño—. Si tuviera padre, estaría conmigo. Yo veo a los demás niños cuando vienen a la capilla el domingo, que todos van acompañados por su padre o por su madre. Y yo no tengo ni uno ni otra.

Panigarola se quedó sombrío, perplejo, sin atreverse a contestar. El niño continuó:

—¿No es verdad, amigo, que no tengo padre ni madre y que estoy solo, completamente solo?

—¿Y yo? —dijo el fraile con voz que hubiera asustado a otro niño—. ¿Quién soy yo?

Jacobo Clemente miró a su amigo con atención y asombro.

—¿Tú? —dijo—. Tú no eres mi padre.

El fraile sintió terrible impresión al oír las palabras del niño, y por un momento luchó contra el deseo furioso de coger en sus brazos al hijo de Alicia.

—¡Ah, miserable corazón! —se dijo—. Tomo como pretexto la paternidad. Confiesa que sobre las mejillas de tu hijo buscarías algo de la mujer adorada.

Y se reconcentró en feroz silencio; recogido sobre sí mismo y apoyada su cabeza en su mano crispada, recordó, con horror y delicia, la radiante visión de la mujer que era su ídolo. Viendo su inmovilidad Y comprendiendo que no continuaría la lección, el niño preguntó:

—¿Puedo jugar?

—Sí, juega, hijo.

Jacobo Clemente se retiró a pocos pasos de distancia, se sentó en el suelo, apoyó su barba en las dos manos y con su clara mirada se fijó sobre cosas vagas que entreveía. Éste era su juego y nadie hubiera sabido decir cuál de los dramas era más digno de lástima: el que furiosamente se desarrollaba en el corazón del padre, o el confuso y doloroso que tenía lugar en el alma del niño. Lo que el niño trataba de evocar era una imagen de mujer que hubiera sido su madre; y lo que el monje evocaba plenamente era aquella madre que realmente existía.

De pronto, levantándose del banco en que estaba sentado, y olvidándose del niño, el monje, sombrío y meditabundo, se dirigió hacia una escalera que conducía a su celda. Las paredes estaban blanqueadas con cal y por todo mobiliario había una estrecha y dura cama, una mesa y dos escabeles. Sobre la mesa, arrimada a la pared, y enfrente de la cama, había algunos libros. En uno de los muros Veíase el crucifijo. Panigarola se sentó apoyándose de codos en la mesa. A la sazón pensaba:

«¡Ah! ¡Cuánto sufrí al verla llorando a mis pies, en el confesionario! ¿Cómo he podido resistir a la tentación de romper la celosía que nos separaba y estrecharla en mis brazos? ¡Oh, la tentación de verla de nuevo me persigue y acabará por dominarme! ¡Pobre de mí, que en la religión no he encontrado el consuelo que mi alma deseaba! No hay remedio, siento necesidad absoluta de verla otra vez, pues desde la escena del confesonario, mi pasión ha tomado nuevos bríos, Es una mujer infame, pero, no obstante, me veo arrastrado a ella. ¿Qué me importa que haya tenido amantes y que se haya prostituido al servicio de Catalina?».

Así se desesperaba el desgraciado y así transcurrió aquel triste día. Cuando se dirigió al refectorio, con los ojos bajos y los brazos cruzados, los monjes observaron su palidez cadavérica. Llegó la noche y entonces Panigarola se echó sobre los hombros una capa negra y se dirigió a la puerta del convento. El hermano portero, grueso fraile de rubicunda faz, encendió una linterna y se la entregó, así como la campanilla.

—¿No tenéis miedo —dijo riendo— de pasearos así de noche y de hallar un truhan o algún demonio?

Panigarola meneó negativamente la cabeza, y tomando silenciosamente la linterna y la campanilla se echó a la calle, gritando:

—¡Hermanos, rogad a Dios por el alma de los difuntos!

Habitualmente iba al azar sin camino fijo, pero aquella noche atravesó el Sena y penetró en las callejuelas que rodeaban el palacio real.

Pronto llegó a la calle de la Hache.

Se detuvo casi enfrente de la casa de la puerta verde y se ocultó bajo un soportal, confundiéndose con la obscuridad reinante, y allí esperó.

No era la primera vez que iba a refugiarse en aquel sombrío lugar, pues muchas noches, después de haber andado errante por París, acababa por llegar allí como ave nocturna que después de haber trazado grandes círculos, acaba por posarse en la punta de la roca que la atrae, para lanzar allí su grito fúnebre.

Ordinariamente se esforzaba por evitar los caminos que podían llevarlo a la calle de la Hache y la mayor parte de las veces conseguía vencerse, pero ¡cuántas, también, después de haberse resistido largo rato, abandonaba su itinerario y se encaminaba allí por el camino más corto!, y cuando llegaba anegado en sudor se preguntaba, desesperado, qué había ido a hacer allí. Por fin, comprendiendo que era inútil su loco empeño, marchábase agitando la campanilla y gritando:

—¡Rogad por los difuntos!

Aquella noche, como se ha visto, el monje encaminose directamente a la calle de la Hache, aliviado moralmente por haber tomado una resolución. Apagó entonces la linterna y la dejo en un rincón junto con la campanilla para tener libertad de movimientos, Panigarola había ido allí con la determinación de entrar enseguida en la casa; pero al llegar ante ella, comprendió cuán difícil le era hacer una cosa tan sencilla como es levantar el aldabón para hacerse abrir la puerta. Por fin se decidió. Más al decirse a sí mismo «vamos», se ocultó de nuevo bajo el soportal, al observar que se abría la puerta y sé oían algunos murmullos.

Entonces el monje oyó el ruido de un beso que resonó en su alma con el estampido del trueno. Quiso lanzarse contra la puerta, pero el hombre entonces se marchó rápidamente y aquélla se cerró.

Era el conde de Marillac que se alejaba, y Panigarola lo Siguió un instante con la mirada, lleno de envidia y furor. Inmóvil, en el mismo sitio, el monje luchó largo rato contra el dolor de los celos, como si los hubiera sentido por vez primera. Más, por fin, al cabo de una hora de espera, se dirigió nuevamente hacia la puerta.

En el momento en que iba a llamar, se abrió de nuevo y el fraile tuvo el tiempo preciso para adosarse a la pared. Salió otro hombre que también se alejó rápidamente. Aquella vez era el mariscal de Damville.

El monje no lo reconoció y no prestó tampoco gran atención al hecho de que hubieran Sido dos los hombres que se hallaban dentro de la casa, dio un empujón violento a la puerta que se cerraba y entró en el jardín. La vieja Laura, que había acompañado a Enrique, no era mujer que se asustara por poca cosa pues siempre estaba prevenida para todo lo que pudiera suceder a la honrada dueña, una mujer tal como Alicia de Lux. A la primera mirada reconoció a Panigarola y sonrió, pero, queriendo cubrir las apariencias, fingió oponer alguna resistencia a que entrara.

—¡Silencio! —dijo el monje cogiéndole el brazo.

Y seguro de que la vieja no le Impediría el paso, penetró en la casa de la que acababan de salir, uno después de otro, el conde de Marillac y Enrique de Montmorency. Después de la partida del mariscal, la espía, llena de vergüenza, había caído de rodillas preguntándose:

—¿Quién me sacará de este abismo de ignominia?

Panigarola oyó estas palabras llenas de desesperación y presentándose en el umbral contestó:

—Yo.

Alicia se levantó de un salto, estupefacta y asustada de tan inesperada aparición: pero se calmó enseguida al reconocer a su primer amante, al marqués de Panigarola. Creyó de pronto que el monje, después de la escena de la confesión, se había arrepentido y, apiadándose de ella, había arrancado de Catalina de Médicis la carta acusadora para entregársela. Dominó su emoción, forzó su rostro para sonreír y con dulzura exclamó:

—¡Vos, Clemente! ¿Vos aquí? ¿Habéis oído lo que decía, no es cierto? Ya habréis visto la desesperación que me tortura. Espero que la severidad que mostrasteis en la iglesia se habrá convertido en piedad. ¿No es así? Vuestra contestación a mi desesperada pregunta me lo prueba. ¡Ah, Clemente! Si existe un hombre que pueda salvarme, sois vos únícamente.

Mientras hablaba así, con humilde dulzura, Panigarola había entrado y cerrando tras sí la puerta escuchaba inmóvil y frío en apariencia, pero en realidad devorado por el fuego de la pasión.

—¿Quién es ese hombre que acaba de salir? —preguntó.

Imperceptible sonrisa de triunfo animó el semblante de Alicia al comprender que el fraile estaba celoso, y viéndolo así a su merced:

—Ese hombre —contestó acercándose al monje— me ha infligido una de las humillaciones más terribles de mi vida.

—¿Cómo se llama?

—El mariscal de Damville.

—¿Es alguno de vuestros amantes? —dijo con sorda rabia.

—¡Clemente, sed generoso! —contestó la joven.

El monje la contemplaba extasiado, pareciéndose más hermosa que nunca.

—Clemente —continuó ella atreviéndose a cogerle la mano, cosa que hizo estremecer al monje—. Clemente, habéis vuelto, tal vez, para apiadaros de mi desgracia. ¿Queréis saber lo que ha venido a pedirme el mariscal de Damville?

El monje miraba con ojos extraviados, y como si no hubiera oído lo que Alicia acababa de decir, murmuró:

—He venido a proponeros un trato.

—¿Un trato? —exclamó la joven con cierta desconfianza.

—¿Un trato he dicho? Perdonadme, estoy turbado, tengo muchas cosas en la cabeza que no quisiera decir. ¡Soy muy desgraciado, Alicia!

Pero reponiéndose enseguida, al ver que iba a hacerse traición, añadió:

—Hoy mismo he visto a nuestro hijo, Alicia.

La joven palideció y exclamó fuera de sí:

—¡Mi hijo! ¿Dónde está?, ¡oh, decídmelo! Dejadme abrazar a mi hijito.

—Ya os dije que se educa en un convento.

—Los conventos de París son innumerables e impenetrables como ciudadelas —contestó la joven amargamente—. Si no me dais más que esta indicación, vale tanto como decirme que habéis venido a atormentarme. ¡Ah, caballero! ¡El otro día no tuvisteis piedad de la amante y hoy sois igualmente cruel para la madre!

—¿Acaso amará realmente a su hijo? —exclamó el fraile estremeciéndose de alegría.

Y, lentamente, en voz alta, añadió:

—Hoy lo he visto, Alicia, ¿y sabes lo que me decía? Me preguntaba por qué todos los niños tienen padre y él no.

—¿Y habéis podido escuchar tal pregunta sin que estallara vuestro corazón? —dijo Alicia enfurecida—. ¿Habéis podido resistir al deseo de decirle que erais su padre? ¡Ah, marqués de Panigarola! Me figuraba que no teníais de fraile más que el hábito, pero veo que también tenéis el alma negra.

—No sólo me preguntaba esto —continuó el fraile con indiferencia—, sino también por qué no tiene madre. Os aseguro que al decir esto el pobre niño era digno de lástima. Esto me ha hecho reflexionar, pues si bien había proyectado contra vos terribles venganzas, me he dicho que no tenía derecho a herir a nuestro hijo. Por fraile que me haya vuelto, queda todavía en mí algo del marqués que conocisteis y ya sabéis que era naturalmente inclinado al perdón y tal vez se ha conmovido, pues viene a deciros: ¿Alicia, queréis ver a vuestro hijo?

—¡Oh! ¡Si hicierais esto, diría que sois un santo y os veneraría como a tal!

—¡Un santo! —murmuró el monje con amargura—. En efecto, es todo lo que puedo esperar ahora.

—¿Qué queréis decir, Clemente? Os conjuro a que me habléis con claridad. Estoy cansada de adivinar el pensamiento de los que me hablan. ¡Ah! ¡Qué felicidad la mía si las gentes dijeran lo que piensan!

—¿De modo —dijo el monje— que queréis conocer mi pensamiento?

—Sí —exclamó Alicia temerosa, pero resuelta.

—¿Y tenéis real y sinceramente deseos de ver a vuestro hijo?

—Moriría a gusto para que fuera feliz y mis faltas no recayeran sobre él.

Alicia fue sincera al decir estas palabras.

—He aquí, pues, mi pensamiento —dijo Panigarola—. Os confesasteis a mí y ahora yo voy a hacerlo con vos y os juro que jamás director de conciencia alguno habrá oído verdad más completa. En lo que voy a deciros, ciertas cosas os sorprenderán tal vez, pero escuchadme con paciencia hasta el fin y luego juzgaréis. Creo no deciros nada nuevo al manifestaros que os amo todavía. ¿Lo sabéis, no es cierto?

—Lo sé —dijo Alicia con firmeza.

—Bueno, esto nos evitará explicaciones inútiles y dolorosas, La escena de Saint-Germain-L’Auxerrois necesita una explicación. En poco estuvo, Alicia, Que aquella noche no os matara, pues varias veces tuve que resistir al deseo furioso de hundir mis dedos en vuestro cuello. Y tened la certeza de que, de haberos matado, hubiera sido a impulsos de mi amor. He aquí, la explicación de mi conducta, que seguramente debió pareceros extraña.

Alicia escuchaba atentamente.

—Debo advertiros, Alicia —continuó el monje—. Que todo lo que un hombre puede hacer para olvidar su amor, lo he hecho. Se ve que os amaba mucho, pues no he conseguido olvidaros. Os he odiado, es verdad, con odio tan extraordinario que no podéis imaginároslo. Así, Alicia, el odio disfrazó la realidad de mi amor, y yo, pobre tonto, pude creer que había muerto. Cuando reapareció más violento que nunca, blasfemé en mi interior. He de añadir, Alicia, que he luchado terriblemente contra este amor, más fuerte que el desprecio y el odio, pero he sido vencido y heme aquí —dijo Panigarola avanzando un paso.

La joven comprendió Que había llegado el momento en que iba a revelarse el verdadero pensamiento de su antiguo amante.

—Al entrar —dijo el monje— he visto cuán desgraciada sois. La situación es, pues, terrible, porque hay tres seres que sufren mucho: Yo, vos y el niño. La madre estremeciose al oír nombrar a su hijo.

—Yo —continuó el monje—, que he comprendido la imposibilidad de vivir sin vos, el niño que languidece por falta de las caricias de su madre y vos que, según vuestra propia expresión, rodáis por abismos de ignominia. He venido, pues, a deciros lo siguiente: ¿Queréis que vuestro hijo viva? ¿Queréis que yo salga del infierno en que vos me habéis encerrado? Decid. ¿Lo queréis?

—¿De qué modo?

—Partiendo con el niño y conmigo. Soy rico. En Italia soy hombre considerado tanto por mi fortuna como por mi familia. Italia es el país del amor y del ensueño, pero si Italia no os gusta, iremos a otro país.

El silencio de Alicia daba ánimos al monje, el cual lleno de esperanza le cogió la mano.

—Escucha —dijo dando rienda suelta a su Pasión—: iremos adonde quieras. Podemos ser felices todavía. Soy capaz de hacer un esfuerzo tal, Que borraré de mi espíritu el pasado, el desprecio de mi alma y llegaré a considerarte como la virgen que fuiste en otro tiempo.

Alicia continuaba silenciosa, mientras el amante, ebrio de esperanza, creyendo que iba a ceder, continuó con voz ardiente:

—Me habéis hecho traición, pero lo olvidaré, y también olvidaré que has entregado tu cuerpo a varios amantes. Te daré mi amor, mi fortuna y mi vida, y en mí tendrás un esposo amante y fiel. ¿Aceptas, no es cierto? Acepta por mí, por nuestro hijo y por ti misma. ¿Quieres?

—No —contestó Alicia.

—¿No? —repitió el monje lleno de desesperación.

—Escuchad, Clemente —dijo con gravedad—. Me torturáis haciéndome estas proposiciones, producto de un sueño irrealizable.

—¿Por qué? ¿Dudas de mi amor? ¿Quieres que los celos retrospectivos hagan tu desgracia y la mía? Escucha: ¿Quieres que te jure que si algún día un espectro del pasado se levanta en mi corazón, me mataré antes que dirigirte un reproche?

—No dudo de tu amor, Clemente, ni tampoco del poder que tienes sobre ti mismo. Te creo capaz de olvidar, pero en cambio yo no olvidaré nunca.

—¿Qué quieres decir?

—¡Qué amo a otro! Que amo hasta el punto de ser criminal. Amo verdaderamente y el día en que me despida de mi amado, me despediré también de la vida. Clemente, para hacerte olvidar mi crimen, pídeme la sangre; estoy pronta a verter hasta la última gota. Para asegurar la felicidad de mi hijo abandonado, consentiría en ser víctima del tormento. ¡Paro olvidar a Diosdado! No es mi amante, ¿entiendes? No es ni será jamás mi esposo, pero yo soy su prometida y para decirle que lo amo sería capaz de bajar al infierno.

»Siendo amante infiel te rechazo, y madre infame, me niego a partir con mi hijo. Todo lo que Quieras, Clemente, pero olvidar mi amor, ¡jamás! Y aun cuando él debiera abofetearme con su desprecio y hacerme víctima de su odio, moriría satisfecha por su mano y en cambio acabaría mi vida en la desesperación si moría lejos de él.

Alicia estaba como loca al decir estas palabras. Atontado por el dolor, Panigarola comprendió que había concluido y maquinalmente levantó los brazos al cielo como para implorar. Pero sus brazos cayeron enseguida lentamente, y silencioso salió de la casa, se desvaneció en la noche como un espectro y a los pocos instantes Alicia oyó la campanilla y su voz lejana que gritaba:

—¡Rogad por los difuntos!

Y la pobre mujer cayó al suelo desvanecida.