EL CABALLERO DURMIÓ dos o tres horas sobre el mal colchón que la dueña de la taberna, algo inclinada a las exageraciones sentimentales, llamó cama suntuosa, y el tal colchón estaba en un cuartucho indecente que ella denominaba «La habitación de los Príncipes».
—¿Cómo serán las habitaciones de los marqueses barones o caballeros? —se preguntó el joven echándose sobre el colchón.
No obstante, se durmió tranquilamente sobre el catre como si se humera tendido sobre el lecho más blando y cómodo. Además soñó en el objeto de su amor como si los azares de la Vida no lo hubieran separado de cuajo, quizá para Siempre. Pero en la feliz edad de los veinte años la ilusión es más fuerte que la triste realidad. Hacia las nueve de la mañana, el caballero se levantó y marchó directamente al palacio de Montmorency, en donde habitaba el mariscal, que lo esperaba con sombría indiferencia.
Montmorency habla pasado aquella jornada reflexionando profundamente, y tan pronto se arrepentía de no haber seguido su primera inspiración de ir al encuentro de su hermano, como se convencía de que el joven caballero tenía razón, pues la astucia era a la sazón más poderosa que la fuerza; otras veces pensaba en su hija Luisa, a la que no conocía, y entonces a su pesar, se le llenaban los ojos de lágrimas, en otros momentos pensaba en Juana, la heroica madre, víctima de tan largo martirio. Juana se le aparecía como la vio la última vez en el bosque de castaños, radiante de juventud y de hermosura y entonces un terrible problema se planteaba, y aun cuando él hiciera esfuerzos para no examinarlo no podía menos que recordar que estaba casado con Diana de Francia, la cual a la sazón trataba de intimar con él. La imposibilidad de una separación que hubiera inflingido terrible insulto a la familia real, era evidente a todas luces. Hallose un Papa bastante complaciente para anular el casamiento con Juana más no se hubiera hallado otro dispuesto a hacer lo mismo con Diana de Francia. Y no obstante comprendía la imposibilidad de vivir lejos de Juana y perpetuar su matrimonio, una vez ya convencido de su inocencia.
Y cuando pensaba en que su vida estaba condenada, que era demasiado tarde para ser feliz y que había vivido desesperado durante diecisiete años, en los cuales habría podido llevar una vida dichosa, formidables juramentos de venganza subían a sus labios. Así oscilaba el pensamiento de aquel hombre digno y desgraciado.
El caballero, al llegar, no se atrevió a dirigirle ninguna pregunta, pues se asustó al contemplar los estragos de aquel rostro que la víspera le había parecido tan imponente por la natural majestad del mariscal, por su gran renombre y por la grandeza y noble origen del nombre de Montmorency. A la sazón no era más que un hombre desgraciado. Todo Su prestigio se había desvanecido y el humilde caballero, el pobre paria, pudo tener lástima del poderoso señor.
—Monseñor…, no me había engañado. Ellas estaban, realmente, en el palacio de Mesmes.
—¡Estaban! —exclamó sordamente el mariscal—. Esto significa que ya no se encuentran allí.
—¡Ah, monseñor, hay en todo ello una fatalidad inconcebible! He estado a punto de libertarlas. Un tiro mal dirigido, mi brazo tembloroso, han sido la causa de que sea preciso empezar de nuevo.
—¿Os habéis batido? —exclamó Francisco.
—Si monseñor, pero sin éxito. ¿Qué queréis? Hay momentos en que la audacia, la astucia, la fuerza y la prudencia, todos los elementos que deben asegurar la victoria, son inútiles para conseguirla.
—¿Os habéis batido por mí? Caballero, siento por vos tal gratitud que no sé cómo expresaros mi amistad. Ha sido para mí una gran suerte el hallar un hombre de vuestro temple, tan fiel y desinteresado.
El caballero se ruborizó ligeramente y por un momento sus labios se contrajeron con expresión de lástima, porque el mariscal le parecía tan desgraciado y tan digno de simpatía que, en aquel momento, lo hubiera servido de todo corazón aun cuando su amor por Luisa no lo obligara a sentir interés por ella.
—Así —dijo Montmorency apretando los puños— es mi hermano quien se encarniza en ella. ¡Es decir, uno de mi familia por cuyas venas corre mi sangre! Veamos, contadme todo lo que sabéis. ¿Habéis Visto a ese tigre? ¿Os ha visto él?
—Monseñor, calmaos. El odio es una cosa excelente si se sabe dirigir y no dejarse dominar por él. No he visto a monseñor de Danville y él tampoco a mí. Voy a referiros lo sucedido.
El caballero hizo entonces el mismo relato que hiciera a su padre. Inútil es decir que entonces fue más lacónico y que guardo para sí ciertos detalles con que había salpicado la conversación con su padre. Además, no citó para nada el nombre del viejo Pardaillán. No Obstante, la relación de sus aventuras, interesó grandemente al mariscal, que sentía gran admiración por el caballero.
—¿Habéis hecho todo esto? —exclamó.
—Sí, monseñor —contestó sencillamente el caballero—. Desgraciadamente todo ello sólo ha servido para convencernos, según nuestras sospechas, de que el mariscal de Danville es el raptor. No obstante, dentro de poco espero saber a dónde fue la, silla de posta.
Francisco cogió con violencia la mano de Pardaillán y dijo:
—Y yo, joven, quiero saberlo inmediatamente.
—¿Qué queréis hacer, monseñor?
—¿Sois capaz de repetir ante mi hermano lo que me habéis contado, aun cuando el hacerlo pueda acarrearos algún peligro?
—¡Ya lo creo! —dijo Pardaillán con gran frialdad—. Y en cuanto al peligro, monseñor, creo haberos probado que me divierte. Un pobre como yo, que no tiene otra cosa que su piel para arriesgar, no teme a la estocada más que por el desgarrón que pueda hacer en su traje.
—En tal caso, ¿queréis ir conmigo al Louvre?
—Inmediatamente —dijo el caballero sintiendo que ligero temblor corría su cuerpo.
—Bueno, pues nos vamos al Louvre y pediré al rey que haga justicia…, y si el rey no lo hace…
—¿Qué? —preguntó el caballero con ansiedad.
—Entonces —contestó el mariscal con sombría voz—. Si el juicio de los hombres no me nace justicia, apelare al juicio de dios.
Y el Mariscal se fue a su habitación.
—¡Pardiez! —Se dijo Pardaillán—. ¡Acudir a palacio! Es decir, a ver a la Reina Catalina, esa mujer que me quiso encerrar en la bastilla y que no desperdiciará un momento en hacerme prender de nuevo. Decididamente estoy destinado a vivir bajo la tutela del peligro. Pero ya no puedo volverme atrás. Iré al Louvre.
Un cuarto de hora más tarde reapareció el mariscal vistiendo su traje de gala con el que lucían sus insignias. Llevaba un Collar de oro con larga cadena que le rodeaba el cuello, birrete negro con pluma blanca, jubón y calzas de seda negra, capa cortada de seda gris adornada de amarillo, y botas altas, pero en lugar de la espada de gala con puño enriquecido de brillantes, había ceñido la tizona, cuyo puno era de hierro y en forma de cruz.
La blanca gorguera hacía resaltar su extrema palidez y vestido con aquel traje que armonizaba perfectamente con su alta estatura y robusta constitución se advertía en él algo de aquella majestad ruda que había sido la característica del difunto condestable. Era a la sazón un verdadero Montmorency, es decir, un gran señor de su época, lleno de orgullo y capaz de tratar con el rey sobre un pie de igualdad.
El mariscal hizo a Pardaillán seña de que lo siguiera. En el patio esperaba una carroza que había dado orden de preparar, a la cual iban enganchados cuatro caballos negros que conducían el picador y los postillones. Cuatro lacayos iban encaramados en la trasera y todos llevaban vestido de gala con las armas de Montmorency.
El mariscal y Pardaillán tomaron asiento en el interior. Ante ellos se sentaron cuatro pajes jovencitos, vestidos de satén blanco y en la parte delantera del jubón bordadas las armas de los Montmorency. El suntuoso vehículo salió del palacio mientras los doce guardias presentaban las armas. Lentamente se dirigió hacia el Louvre y a su paso las gentes se decían:
—El señor mariscal va a cumplimentar a Su Majestad.
Durante el camino, Francisco de Montmorency y Pardaillán no cambiaron una sola palabra. El primero estaba sumido en sombrías reflexiones y el caballero, impresionado por aquel aparato majestuoso, pensaba, con cierta emoción, que pronto se hallaría en presencia del rey de Francia.
Por fin llegaron al Louvre y la noticia de la visita que el mariscal de Montmorency hacía al rey cundió inmediatamente en aquella ciudad del rey de Francia llena de intrigas. Efectivamente, el enorme coloso de piedra guardaba en su seno una población numerosa, fastidiada por la etiqueta y agitada por pasiones de toda clase. Dramas, comedías, amores violentos o poéticos, adulterios, duelos, asesinatos e intrigas se elaboraban en aquel vasto horno.
Los rostros pintados, según la moda de la época, guardaban su artificial rigidez e impasibilidad que constituían otra capa de pintura, una especie de curiosidad inquietante y sorda que daba a los ojos extraños resplandores. La llegada del mariscal de Montmorency que, desde hacía muchos años, vivía alejado de la corte, causó viva impresión en el palacio. Aquella mañana había habido recepción en las habitaciones del rey. Es decir, que Carlos IX había recibido la visita de sus cortesanos a la hora de levantarse.
El joven rey parecía estar de muy buen humor y con la alegría que le era peculiar cuando se encontraba bien, había llevado su corte a visitar un nuevo gabinete que se había hecho arreglar en la planta baja, precisamente debajo del lugar que ocupaban sus habitaciones.
Era una estancia bastante grande en realidad, pero muy pequeña comparada con las inmensas salas del Louvre. Carlos IX quería instalar allí su gabinete de armas y de caza y a tal efecto había hecho transportar todas las espadas, pesadas tizonas que sus débiles manos no habrían podido manejar, espadas damasquinadas, cimitarras, dagas italianas, arcabuces, pistolas, cuchillos de caza, cuernos y trompas, y ni un solo cuadro, estatua o libro. La ventana de aquel gabinete daba al Sena a una altura de siete u ocho pies. No había en aquel lugar muelle alguno; el Sena corría libre y caprichoso, bordeando la fina arena de la orilla.
Veíase a poca distancia un bosquecillo de árboles centenarios que inclinaban sus copas al soplo de la brisa como si fueran otros tantos señores que se saludaran mutuamente. La masa blanca del Louvre, nuevo aún, el verde agradable de los árboles, el glauco Sena y más lejos el amontonamiento de techos agudos sobresaliendo de las casas, hacían el lugar encantador. Tal vez Carlos IX había querido instalar allí su pequeño museo, seducido por el panorama que se desarrollaba ante sus ojos.
La ventana estaba completamente abierta, y un hermoso sol de abril esparcía sobre París oleadas de luz. En el momento en que penetramos en aquel gabinete en que estaban reunidas unas quince personas, el rey Carlos IX tenía en las manos un arcabuz que le acababa de entregar su orfebre y armero Crucé y dirigía alegres miradas al paisaje que tenía ante los ojos.
Rogamos a nuestros lectores que no olviden que Carlos IX, que lleva ante la posteridad el peso formidable del crimen de la noche de San Bartolomé, tenía entonces veinte años y estaba en la edad de las ilusiones, de las generosidades, y amaba la caza por el placer de hallarse entre la Naturaleza. Era, además, sencillo en sus gustos y en su traje y adoraba a una mujer encantadora graciosa y amable, que lo amaba con el mismo ardor.
—Señor —dijo Crucé—, el nuevo sistema de este arcabuz permite apuntar con precisión extraordinaria.
—¿De veras? —dijo el rey, examinando el arma.
—Sin duda alguna —contestó Crucé—. Así, por ejemplo, supongamos que un enemigo de Vuestra Majestad pasa en este momento ante la ventana. Supongamos Que es uno de estos árboles. Disparando desde aquí, Vuestra Majestad lo heriría sin duda y al mismo tiempo estaría al abrigo de los ataques del enemigo. ¿Queréis, señor, hacer la prueba?
—¿Para qué? No tengo enemigos, me parece —dijo Carlos IX.
—Indudablemente. Vuestra Majestad no tiene enemigos —dijo Crucé—, pero el arma es tan precisa…
—Bueno, la probaré —dijo el rey bruscamente y apuntó a uno de los árboles mientras los cortesanos se acercaban para presenciar el ensayo.
—Duque —dijo el rey—, mirad Que no pase nadie. Sería espantoso que probando esta arma matara a alguien.
El duque de Guisa, a quien iban dirigidas estas palabras, se apresuró a mirar por la ventana.
—Nadie, señor —dijo.
Entonces el rey apuntó a un árbol que se hallaba a treinta pasos de la ventana. El joven duque de Guisa se acercó con la mecha encendida.
—Ya —dijo de pronto el rey.
El duque acercó la mecha, resonó la detonación y la estancia se llenó de humo.
—¡Tocado! —exclamó Crucé—. Ved, señor; desde aquí se divisa el agujero hecho al árbol. Es un arma admirable.
—Pero también —dijo uno con voz gangosa— mi hermano es un tirador de primera fuerza.
El duque de Anjou era el que acababa de pronunciar estas palabras, y entonces los cortesanos hicieron coro y algunos aplaudieron.
—El ojo del rey es infalible —dijo Quelus.
—El rey es el primer cazador del reino —añadió Maugiron.
Y, de pronto, un personaje de rostro bastante sombrío que estaba muy apartado, dijo riendo:
—Si por azar en vez de un árbol hubiera sido un hugonote, ya estaría ahora en el otro barrio.
—¡Bravo, Maurevert! —exclamó otro cortesano, Saint-Megrin, que desde hacía algunos días pasara del servicio del duque de Guisa al del duque de Anjou.
Mientras se cruzaban estas palabras, el rey, pálido y agitado por estremecimientos convulsivos, miraba la «herida» hecha al árbol. Puso de pronto el arcabuz en un rincón y dijo con gravedad:
—¡Quiera el Cielo que nunca tengamos que tirar sobre árboles humanos!
Los cortesanos se inclinaron silenciosamente, y Carlos, llamando al viejo Ronsard, que hablaba con Dorat en un rincón, le preguntó:
—¿Y vos qué pensáis?
Fue necesario repetir la pregunta a Ronsard, el cual, como ya saben nuestros lectores, era perfectamente sordo, hasta el punto de que apenas había oído la detonación. Le enseñaron el arcabuz, el árbol, y cuando por fin hubo comprendido la pregunta, contestó:
—Digo, señor, que es una lástima estropear de esta manera un hijo de la Naturaleza. Este árbol se desangra, llora y, no lo dudéis, señor, se pregunta con tristeza qué mal os ha hecho para verse así tratado.
—Bueno —dijo burlonamente Enrique de Guisa—. He aquí el poeta que quiere hacernos creer que las plantas tienen alma. Esto es una herejía.
Ronsard no lo oyó, pero comprendió la intención irónica de la fisonomía de Guisa. Sus blancas cejas se fruncieron y exclamó:
—Diría lo mismo del cazador que mata al ciervo, al gamo: Es un crimen. Y todo el que por placer mata a un animal inofensivo, cuyos hermosos ojos piden gracia inútilmente, es capaz también de matar a un hombre. El cazador es feroz por naturaleza y en vano disfraza su ferocidad con el barniz superficial que le da la educación. Si mata, es que tiene el instinto del asesinato.
Tales palabras pronunciadas ante un rey cazador no dejaban de ser muy atrevidas, pero Carlos IX se contentó con sonreír, murmurando:
—¡Poeta!
En aquel mismo instante la atención general fue distraída por la entrada de un criado del rey, especie de personaje oficial que en ciertas ocasiones servía de introductor. El criado se detuvo a dos pasos del rey.
—¿Qué hay? —preguntó Carlos IX.
—Señor, el mariscal de Montmorency solicita el honor de saludar a Vuestra Majestad.
—¡Montmorency! —exclamó Carlos IX como si le costara creer las palabras del criado—. Habrá oído hablar de la paz que va a convenirse. ¡Qué entre!
Carlos IX se sentó enseguida en un gran sillón de ébano ricamente esculpido, y todos los presentes, de pie, se colocaron en fila a derecha e izquierda del sillón. Entonces se abrió completamente la puerta y los cuatro pajes del mariscal entraron de dos en dos, con el puño cerrado apoyado en la cintura, y se colocaron dos a la derecha y dos a la izquierda de la puerta, en ceremoniosa actitud. Luego entró el mariscal seguido por el caballero de Pardaillán.
Francisco de Montmorency se detuvo a tres pasos del sillón, se inclinó profundamente y luego, irguiéndose, esperó que el rey le dirigiera la palabra. Carlos IX contempló un instante en silencio la noble cabeza del mariscal, que expresaba admirablemente la fuerza y la dignidad. El rey, que era de salud delicada, admiraba con amargura la alta estatura y las anchas espaldas de su vasallo. Los cortesanos presentes esperaban a que el rey hablara, para abandonar su envarada actitud, y se preparaban a sonreír a Montmorency, o mirarlo con insolencia según el monarca lo acogiera bien o mal. Únicamente Enrique de Guisa dirigía al mariscal una mirada desdeñosa y llena de odio.
—¡El amigo de los hugonotes! —dijo por fin Carlos IX—. Desde hace tanto tiempo que habéis desertado de la corte de Francia, se podría creer que habíais muerto y muchas veces nos preguntamos si fue vuestro padre o vos el que pereció en la batalla de Saint-Denis, Felizmente os veo vivo y sano.
Y habiendo satisfecho su ligero rencor con esta burla insulsa, Carlos IX añadió con tono más serio:
—Lo esencial es Que habéis vuelto, y por lo tanto sed de nuevo, bienvenido.
Entonces los cortesanos, exceptuando a Guisa, dirigieron al mariscal sus más amables sonrisas, y un murmullo de alegría recorrió la reunión, como si todos experimentaran júbilo por su vuelta:
—Señor —dijo Montmorency—, he venido a suplicar a Vuestra Majestad Que me conceda audiencia. Señor, solicito el honor de una audiencia particular.
—¿Queréis hablarme a solas?
—Si Vuestra Majestad lo permite…
—Pues bien, sea.
Apenas el rey hubo pronunciado estas palabras, todos los cortesanos, incluso el duque de Anjou hermano de Carlos IX, se inclinaron a la vez y salieron de la estancia.
—¿Por qué se queda este joven? —dijo el rey señalando a Pardaillán.
El caballero se estremeció y dirigió la mirada a Carlos IX. Acababa de tener lugar una escena muda mientras el mariscal y el rey cambiaban las palabras que hemos citado.
Al entrar en el gabinete, el caballero se fijó enseguida en Quelus, Maugiron y Maurevert y les dirigió una sonrisa como sabía hacerla cuando quería molestar a alguien.
Sin duda los cortesanos de Anjou lo reconocieron también, porque se pusieron a mirarlo con gran insolencia. El caballero, con gran disimulo, se rascó el brazo derecho mirando a Maugiron. (Ya recordará el lector que en el encuentro nocturno de la calle de San Dionisio Pardaillán hirió a Maugiron en el brazo derecho). El cortesano comprendió perfectamente el gesto y dirigió una feroz mirada al joven, el cual le contestó con otra llena de cándido asombro, como diciéndole:
«¿Por qué os enfadáis así?».
Entonces se volvió hacia Maurevert y como éste lo miraba con aire provocativo, el caballero se acarició suavemente la mejilla. (Ya se recordará que Pardaillán había cruzado la cara de Maurevert con la hoja de su espada y éste a la sazón tenía aún un cardenal en la mejilla). El espadachín cerró los puños y palideció de rabia.
—Ya nos encontraremos —dijo en voz baja.
—Cuando tú quieras —contestó Pardaillán en el mismo tono.
Al salir del gabinete, Quelus y Maugiron empezaron a hablar en voz baja con el duque de Anjou, y éste, volviéndose hacia Pardaillán, le dirigió tan amenazadora mirada, que el joven se dijo:
«¡Caramba! Ahora sí que estoy perdido. El hermano del rey me ha reconocido y es seguro que no salgo de aquí a no ser para ir directamente al Temple o a la Bastilla».
Por esta razón ante la pregunta del rey, Pardaillán se asustó. Montmorency se apresuró a contestar:
—Señor, el caballero de Pardaillán, aquí presente, es un testigo de lo que voy a decir. Solicito para él el mismo honor que para mí. Carlos IX hizo con la cabeza una señal de asentimiento.
—Esto no es todo, señor —prosiguió el mariscal—. Ya que Vuestra Majestad se digna hacerme objeto de su benevolencia, os suplico que mandéis a buscar al instante al señor mariscal de Damville.
—¿Queréis celebrar un consejo de familia en nuestra presencia?
—Sí, señor —dijo Francisco con voz singular—. Un consejo de familia. Y como el rey de Francia es el padre de todos sus súbditos, es razonable que este consejo se celebre en presencia del padre.
Carlos IX conocía el odio que separaba a los dos hermanos, pero ignoraba las causas. Tuvo el presentimiento de que por fin iba a conocerlas y, sintiéndose impresionado por la actitud de Francisco, resolvió acceder a lo que de él solicitaba. Golpeó, pues, con un martillo de plata una campanilla que estaba a su alcance e inmediatamente apareció un ayuda de cámara, a quien ordenó que fuera en busca del señor de Cosseins, su capitán de guardias.
—Vuestra Majestad concedió un permiso de tres días al señor de Cosseins —dijo el ayuda de cámara.
—Es cierto. ¡Pardiez!
—Pero ahí está el capitán de guardias de Su Majestad la Reina y si Vuestra Majestad lo desea…
—Nancey. Sí, me es igual.
Un minuto más tarde el capitán Nancey entraba en el gabinete. A pesar de la etiqueta, en cuanto Nancey divisó al caballero de Pardaillán, que había conducido por sí mismo a la Bastilla, se detuvo lleno de estupor. Pardaillán parecía examinar con atención profunda un arcabuz colgado en la pared, pero como Nancey continuara mirándolo, como hipnotizado, el caballero se decidió a dirigirle una sonrisa y a hacerle con la mano una seña amistosa, casi de protección.
—¿Qué os pasa, Nancey? —dijo el rey frunciendo el entrecejo.
—Perdón, señor, perdón mil veces, —balbució el capitán—. He tenido un deslumbramiento.
«Si esto continúa» —pensó Pardaillán—, «la cosa se pondrá tan complicada, que aumentarán las probabilidades de no salir con bien».
—Bueno —dijo el rey—. Id ahora mismo al palacio de Mesmes y decid al señor de Damville que quiero hablarle.
—¿Vuestra Majestad ordena que vaya solo o con algunos guardias?
—¡Solo, Pardiez, solo! No se trata de ningún arresto. Siempre os figuráis estar en el gabinete de mi madre.
Carlos IX tenía a menudo exabruptos como éste, y cuando Catalina se enteraba de ellos se ponía furiosa. Es verdad que entonces tenía el recurso de consolarse con su segundo hijo, el duque de Anjou, e idear con él toda suerte de intrigas. El capitán se inclinó profundamente y salió.
—Y ahora, señor —dijo Francisco de Montmorency—, debo decir a Vuestra Majestad que he venido a pedir justicia y que ante vos acusaré al mariscal de Damville de felonía, traición y rapto violento.
»¡Ah! Señor —añadió con vehemencia viendo los movimientos que hacía el rey—. Adivino vuestro pensamiento. Queréis decirme que hay jueces en París y que ante ellos debo exponer mis quejas, pero vos sois el primer juez del reino, señor, y no solamente apelo a vuestra justicia soberana, sino también a vuestro honor. Las terribles cosas que voy a relataros, deben permanecer secretas, señor, y antes que darlas como pasto a los jueces, promoviendo con ello un escándalo que llenaría de lodo para siempre mi nombre glorioso, por el cual tantas veces me he sacrificado, antes de hacer tal cosa, señor, tomaría la justicia por mi mano. Vuestra Majestad va a comprenderme con pocas palabras. Se trata de dos mujeres, mejor dicho, de dos mártires, una de ellas, la hija herida desde su nacimiento por la desgracia, puesto que su padre la abandonó antes de nacer, y la otra, la madre, digna de lástima por un largo suplicio injusto, sufrido en silencio y digna de admiración por este mismo silencio.
—Señor mariscal —dijo el rey con emoción que no pudo dominar—, ya que lo queréis seremos árbitros en este asunto. Vuestras palabras y la agitación que en vos se advierte, nos hacen comprender que se trata de un asunto de familia muy grave que no debe traslucirse. Hablad, pues, sin miedo, y os aseguramos justicia y discreción.
—Vuestra Majestad me colma de bondades y, realmente, no sé cómo podré corresponder a ellas. Pero precisamente a causa de las graves acusaciones que he de hacer contra mi propio hermano, ¿no convendrá esperar que venga para entrar en detalles?
—Tenéis razón, mariscal —dijo el rey.
Largo y embarazoso silencio siguió a estas palabras, y casi transcurrió medía hora distrayéndose el rey con su curiosidad excitada. Pardaillán se preguntaba cómo acabaría todo aquello, y el mariscal, impaciente, tenía los ojos fijos en la puerta.
—Entre tanto, podríais referirme quiénes son esas mujeres.
—Sí, señor, dos simples obreras.
—¿Obreras? —exclamó lleno de asombro Carlos IX—. ¿En qué trabajo?
—Señor, hacían bordados y tapicerías y con ello subvenían a su pobre existencia.
—¿Y dónde vivían? —preguntó el rey—. Algunas veces he mandado hacer bordados y creo conocer a las cinco o seis obreras de París capaces de hacer bien estos trabajos.
—Habitaban en la calle de San Dionisio, señor.
—¿En la calle de San Dionisio? —exclamó Carlos IX con viveza—. ¿Delante de una posada?
—Ante «La Adivinadora», señor.
—Eso es —exclamó el rey—. Ya las conozco. Es la mejor bordadora que hay en París.
Y con tierna sonrisa, Carlos IX recordó la escena en que había ofrecido a María Touchet el tapiz hecho por la bordadora de la calle de San Dionisio y que llevaba la divisa «Je charme tout». El mariscal estaba estupefacto.
—¿Esto os sorprende? —dijo el rey con alguna melancolía—. No he de ocultaros que algunas veces paseo por París disfrazado de burgués. También se conoce el aburrimiento en el Louvre, señor mariscal. Si vos tenéis vuestras cuitas, también tenemos aquí las nuestras y entonces buscamos, en donde nos es posible hallarla, una sonrisa franca, una acogida cordial labios que no mientan y frentes en las que podamos leer como en un libro. En uno de estos paseos tuve ocasión de buscar una obrera hábil para un trabajo que… me era agradable, y la encontré como la buscaba: discreta, poco amiga de hacer preguntas, diligente y una verdadera hada para bordar divisas. Habitaba en el lugar que decís, de modo que, sin duda alguna, se trata de ella.
Francisco de Montmorency se puso pálido de emoción pues el rey acababa de confirmar con sus palabras; que Juana había debido subvenir a sus necesidades con un trabajo penoso y mal retribuido. El remordimiento, la desesperación y la venganza llenaban su espíritu. Y cuando Carlos IX, pensativo evocaba el recuerdo de la Dama Enlutada, relacionado con el de María Touchet, diciendo:
—La llamaban la Dama Enlutada.
El mariscal ya no pudo contenerse y con voz ronca por los sollozos, exclamó:
—¡La Dama Enlutada, porque le habían arrebatado su fortuna y su situación! Un maldito y un criminal la condenó a tan triste suerte. Fue mi hermano señor, mi hermano, que la hizo aparecer a mis ojos como culpable, yo le creí ciegamente y durante diecisiete años no he tratado de averiguar si estada muerta o viva. La Dama Enlutada, señor, se llama Juana de Piennes y de Margency y se ha llamado duquesa de Montmorency.
El rey, ante esta revelación, se puso sombrío. Sus cejas se fruncieron. Conocía de Juana de Piennes lo que corrientemente sabía todo el mundo: es decir, que, casada secretamente con Francisco de Montmorency, había sido repudiada, gracias a la insistencia que en lograrlo puso el condestable y gracias también a las gestiones de Enrique II en la corte de Roma.
Sabía, además, que Diana, su hermana natural y esposa de Francisco, había vivido siempre separada del mariscal y, por lo tanto, se vio ante uno de esos terribles problemas de corazón y de familia que las conveniencias sociales son incapaces de resolver. El mariscal, observando la fisonomía del rey, comprendió lo que pasaba en su cerebro.
—Señor —dijo con vehemencia—, no se trata ahora de anular o confirmar ningún matrimonio. Únicamente vengo para apelar a vuestra justicia. Justicia para dos desgraciadas que, después de tantos infortunios, han sido privadas de la tranquilidad, única cosa que les restaba. Señor, al enterarme de que tenía que reparar una gran injusticia, supe, al mismo tiempo, que mis esfuerzos serían vanos, porque la madre y la hija han desaparecido. Han sido raptadas y únicamente pido justicia para este crimen. Vengo a acusar al raptor, y al raptor es ése…
Francisco de Montmorency tendió violentamente su puño cerrado hacia la puerta que se abría en aquel instante para dar paso al mariscal de Damville. Enrique estaba lívido. Los dos hermanos se miraron un instante, y si el odio hubiera podido matar, ciertamente los dos hombres habrían caído muertos por las miradas que se dirigían mutuamente. Enrique de Montmorency, después de haber cerrado la puerta, se apoyó en ella como si le faltaran las fuerzas. No obstante, al dirigirse al Louvre sabía que iba a encontrar a su hermano y estaba, por lo tanto, preparado para ello.
Sin duda había previsto todo lo que Francisco podría decir, pero su fértil imaginación le había sugerido alguna terrible respuesta para confundir a su hermano, porque en el momento en que abrió la puerta, una sonrisa se dibujó en su rostro. Pero al ver a Francisco, aquella sonrisa desapareció. Quedose estupefacto como si Nancey no le hubiera prevenido de la visita de su hermano. Hacía diecisiete años que no se habían visto, pues su última entrevista tuvo lugar en el bosque de Margency, donde se batieron ferozmente. Durante este lapso, siempre que Enrique pensaba en su hermano, se lo imaginaba inclinado sobre él e iluminado por la rojiza luz de la antorcha de los leñadores. Lo veía de nuevo desconocido por el furor que lo animaba, levantando el puñal y luego, arrojándolo lejos de sí, para huir a toda prisa.
Al entrar en el gabinete real, recordó de nuevo aquella escena, pues el rostro de Francisco expresaba igual desesperación y el mismo odio que diecisiete años antes. Hizo un violento esfuerzo para recobrar la serenidad, y mirando luego a Carlos IX, avanzó hacia él. Y desde entonces la sonrisa triunfal que se dibujaba en sus labios al entrar, volvió a animar su semblante.
—Señor —dijo con la voz áspera y metálica que le era peculiar cuando estaba fuertemente emocionado—, me habéis hecho el honor de llamarme. Heme aquí, pues, a las órdenes de Vuestra Majestad.
Ante aquella escena en que cada gesto y cada palabra eran un drama, el caballero de Pardaillán había retrocedido a un ángulo como para ocultarse. Y por esta razón, Enrique no lo había visto, cosa que, por otra parte, no hubiera sido fácil, dada la atención con que observaba a su hermano, que, sin duda, le preparaba la ruina.
La principal cuestión para él era adelantarse y tratar de aplastar a Francisco con sus palabras. ¿Y qué diría? ¿Qué había imaginado no sólo para impedir que Francisco lo acusara, sino para perderlo y mandarlo a la Bastilla o tal vez al cadalso? Su plan era sencillamente espantoso. Proponíase denunciar el secreto que sorprendiera en casa de Alicia de Lux, a pesar de su promesa de no hacer uso de él. Iba a decir que el rey de Navarra, el príncipe de Condé y Coligny estaban en París; que Francisco de Montmorency había celebrado una entrevista con ellos y que habían acordado secuestrar al rey. He aquí la causa de su diabólica sonrisa.
—Señor de Damville —dijo el rey al hallarse delante de aquella tragedia—, os he hecho venir cediendo a los ruegos de vuestro hermano. Escuchad, pues, si os place, con la paciencia y la dignidad convenientes, lo que el señor mariscal de Montmorency quiere decir… Luego contestaréis. Hablad, mariscal.
—Señor —dijo Francisco—, tened la bondad de preguntar al señor de Damville qué ha hecho de Juana de Piennes y de Luisa, mi hija.
Hubo un momento de silencio y el mariscal añadió:
—Si quiere contestar de buena fe y comprometerse a no seguir persiguiendo a estas desgraciadas mujeres, le perdono todo lo demás.
—Contestad, mariscal de Damville —dijo el rey.
Enrique se irguió y mirando a Francisco repuso:
—Señor, para contestar dignamente a Vuestra Majestad, quisiera antes que el señor mariscal me dijera para qué fue a cierta casa de la calle Bethisy, qué personas vio allí y lo que convino con ellas.
Francisco se puso pálido como un cadáver, sintiendo vacilar su cabeza como si ya el verdugo lo hubiera tocado. Buscó una respuesta, pero las palabras se detuvieron en su garganta.
«¡Miserable!» —se dijo.
—Ya que el mariscal no contesta —dijo Enrique— voy a hacerlo en su lugar.
—Un momento, monseñor —dijo de pronto una voz tranquila y apacible que tuvo el privilegio de despertar en Francisco la esperanza, en el rey la curiosidad y en Enrique el furor.
El caballero avanzó hasta el sillón interponiéndose así entre los dos hermanos, y antes de que nadie hubiera pensado en imponerle silencio, antes de que Enrique se repusiera del asombro que le causó oír aquella voz, el caballero dijo:
—Señor, pido perdón a Vuestra Majestad, pero llamado como testigo, debo hablar, y me permito decir al señor mariscal de Damville que la contestación a su pregunta no es interesante para Vuestra Majestad.
—¿Y por qué? —Dijo Enrique—. ¿Quién sois vos que osáis hablar ante el rey sin ser interrogado?
—Poco importa quién soy; lo esencial es que no vale la pena de hablar de la calle de Bethisy si antes no hablamos de una hostería de la calle de San Dionisio en una de cuyas salas se reúnen algunos poetas.
—¿Qué significa esto? —exclamó Carlos IX.
—Sencillamente, que la pregunta del señor mariscal de Damville era ociosa y nada tiene que ver con el asunto que aquí nos ha reunido. Apelo a su propio testimonio. Y el caballero dio un paso hacia atrás, mientras el rey, al observar su inteligente y simpática fisonomía, le dirigía una sonrisa.
—¿Es cierto, Damville? —preguntó Carlos IX—. ¿Confesáis que vuestra pregunta nada tiene que ver en el asunto que en nuestra presencia os ha reunido a vos y a vuestro hermano? Enrique dio un suspiro de rabia y contesto:
—Es cierto, señor.
Francisco dirigió al caballero una mirada de elocuente gratitud.
«Acabáis de salvarme la vida» —decía aquella mirada—, «y nunca lo olvidaré».
Pero a la sazón habíase despertado la curiosidad del rey y tal vez sus sospechas. Rodeado de emboscadas y conspiraciones y acostumbrado a buscar en cada palabra el plan de un asesinato y en cada mano el puñal que iba a herirlo, Carlos frunció el entrecejo y su frente amarilla se arrugó…
—No obstante —dijo con sorda cólera—, habéis hablado así con alguna intención. Mencionasteis la calle de Bethisy. ¿De qué casa se trata? ¡Hablad, os lo mando!
Era evidente que el rey pensaba en el hotel de Coligny, lugar de reunión de los hugonotes, y Enrique comprendió que de su prontitud dependía su vida. Si no encontraba una respuesta inmediata, su hermano estaba perdido, pero el maldito desconocido, que lo miraba con ojos ardientes, denunciaría la escena de «La Adivinadora»; y si la conspiración de Francisco no era segura, la suya, en cambio, era cierta. Con esfuerzo sobrehumano reunió sus ideas. Y lleno de rabia al pensar que se veía obligado a mentir para salvar a su hermano, contestó:
—Señor, quise referirme al hotel de la duquesa de Guisa. Es asunto de mujeres.
—¡Ah! —dijo Carlos IX sonriendo.
—Y confieso, señor, que me sería penoso contaros esta historia, pues soy amigo del duque de Guisa.
Carlos IX detestaba cordialmente a Enrique de Guisa, en el cual adivinaba un temible competidor. Conocía además, la conducta de su mujer, que en aquellos días estaba en muy buenas relaciones con el conde Saint-Megrin. Se echó a reír y dijo en voz alta:
—Hablad más bajo, Damville, porque Guisa y Saint-Megrin están allá tras de la puerta.
—¿Comprendéis, señor?
—Ya lo creo. ¡Pardiez! —exclamó el rey riéndose—, pero y «La Adivinadora» ¿qué significa eso?
Pardaillán dirigió a Enrique una mirada que significaba:
«Ya que nos habéis salvado os salvaré también».
Y contestó:
—Señor, si os dignáis permitirlo, diré a Vuestra Majestad que la posada de «La Adivinadora» es el lugar en que se reúnen algunos poetas para hablar de poesía y también damas de noble cuna van a hablar de lo mismo o de cosas poéticas. Únicamente, a veces, el poeta lleva jubón de satén de color malva capa de seda de color violeta y calzas con cintas y lazos.
Era el retrato de Saint-Megrin, y el rey entonces soltó una carcajada y dijo:
—Por Dios, que daría cien escudos porque Guisa se hubiera enterado.
De este modo la comedía se mezcló con el drama, si bien para hacerlo más trágico. En efecto, Enrique, asustado aún por la perspectiva del cadalso, sonreía para sostener su mentira, y Francisco, por su parte, que tenía la muerte en el alma, trataba también de sonreír ante el soberano. Carlos IX reía asimismo con aquella risa nerviosa que a veces se convertía en una crisis de la enfermedad que le aquejaba. Únicamente Pardaillán permanecía serio. Cuando el rey hubo acabado de reír, Francisco, secándose el sudor que inundaba su frente, dijo:
—Señor, me atrevo a recordar a Vuestra Majestad que he venido, confiando en vuestra justicia, a reclamar la libertad de dos desgraciadas que han sido raptadas y que están encerradas contra su voluntad.
Carlos IX miró a Montmorency con aire de asombro. Así era como el rey, que, sin duda, había heredado alguna espantosa enfermedad, salía de la atonía a que estaba condenado. Una contrariedad, la alegría, la tristeza o la risa, cualquier cosa servía para llevarlo al borde del abismo en que su espíritu estaba a punto de naufragar a cada instante. Hizo un esfuerzo y pasándose una mano por la frente como acostumbraba hacer cuando temía la Crisis, dijo:
—Sí, es verdad. Hablad, Montmorency.
—Señor, como ya he dicho a Vuestra Majestad, Juana de Piennes y su hija han sido raptadas de su casa de la calle de San Dionisio y reducidas a Prisión. Sostengo que el señor de Damville, aquí presente, es el culpable.
—¿Oís, Damville? —dijo el rey—. ¿Qué contestáis?
—Lo niego rotundamente —dijo Damville—. No sé de lo que se trata, pues hace diecisiete años que no he visto a las personas de que me hablan. Yo soy el que debería pedir justicia, pues el odio que se me tiene estalla, y como no se atreve nadie a atacarme cara a cara, se toma este pretexto para acusarme de una felonía imaginaria.
—Señor —dijo otra vez Francisco con voz firme—, la petición que he dirigido a Vuestra Majestad sería incalificable si no tuviera la prueba de lo que digo. He aquí al señor caballero de Pardaillán, que pasó el día de ayer y una parte de la noche, hasta las once, oculto en el palacio de Mesmes. Si Vuestra Majestad lo autoriza, el caballero está pronto a decir lo que vio y lo que oyó en el palacio.
—Acercaos y hablad, caballero —dijo el rey.
El caballero dio dos pasos y saludó graciosamente. Damville no pudo menos que estremecerse. Su hábito de juzgar rápidamente le hizo observar que el caballero era uno de esos hombres que van siempre sin vacilar hacia el objetivo que se proponen. No obstante, su aire apacible y su juventud lo tranquilizaron.
«¡Ah!» —se dijo—. «¿Éste es el hijo? No creo que valga tanto como su padre».
—Señor —dijo el caballero—. ¿Queréis permitirme preguntar al mariscal de Damville por dónde quiere que empiece mi relato?
—No comprendo, señor —dijo Damville.
—Pues es muy fácil; en toda historia hay el principio, el medio y el fin, y, según os plazca, monseñor, empezaré por el fin, es decir, por la silla de posta que sale misteriosamente del palacio de Mesmes, o por el principio, o sea por la complicidad de vuestro intendente Gil, o, si lo preferís, por el medio, o sea la conversación en que se trata de muchas cosas y personas, especialmente de vuestro servidor el caballero de Pardaillán, conversación en la que desempeñó importante papel alguien que fue a vuestra casa desde la Bastilla, expresamente para hablar con vos.
Al oír estas últimas palabras que le probaban claramente que el caballero conocía la conversación que sostuvo con Guitalens, Damville vaciló y se puso lívido, como cuando Pardaillán había hablado de «La Adivinadora».
«¡Miserable!» —se dijo, y luego, en voz alta añadió:
—Empezad por donde queráis, caballero.
«La victoria es nuestra» —pensó Pardaillán y seguro de que con la amenaza disfrazada que acababa de hacer obtendría todas las confesiones que deseaba.
Abría ya la boca para empezar su relato cuando se abrió la puerta del gabinete. Detúvose enseguida y dirigió la mirada a la persona que entraba en aquel momento.
—¿Quién se atreve a entrar sin ser mandado? —exclamó Carlos IX—. ¡Cómo! ¿Sois vos, señora?
Era Catalina de Médicis, que avanzó dejando la puerta abierta. En la habitación inmediata estaban el duque de Anjou, sus favoritos, el capitán Nancey y una docena de guardias.
«Me parece que va a tronar» —pensó Pardaillán mirando rápidamente a su alrededor.
La reina madre avanzaba con aquella sonrisa que daba a su rostro cruel expresión.
—¡Pero señora! —dijo Carlos IX palideciendo de cólera—. He dado audiencia particular al señor mariscal de Montmorency y nadie, ni vos…
—Ya lo sé, señor —dijo tranquilamente Catalina—, y por lo tanto ha sido necesaria una circunstancia grave en extremo para decidirme a cometer una infracción que estoy segura me agradeceréis, cuando os haya dicho que aquí hay un enemigo de la reina, vuestra madre, del duque de Anjou, vuestro hermano y de vos mismo.
Damville, comprendiendo que estaba salvado, respiró a plenos pulmones, y Francisco, en tanto, esperando ser acusado levantó su cabeza con altivez. Únicamente Pardaillán permaneció tranquilo.
—¿Qué queréis decir, señora? —exclamó Carlos IX, que al oír la palabra «enemigo» miraba a su alrededor con inquietud.
—Quiero decir que hay aquí uno, lo bastante audaz para haber penetrado en el Louvre, después de haber insultado al duque de Anjou y de haberlo atacado con su espada y, por fin, después de haberse burlado de mí misma.
—Nombradle, ¡por todos los diablos!
—Es un tal Pardaillán. Ahí lo tenéis.
—¡Hola! —dijo el rey levantándose—. ¡Guardias! ¡Capitán! ¡Prended a este hombre!
Antes de que el rey hubiera acabado de hablar, los favoritos del duque de Anjou se adelantaron a los guardias y penetraron en el gabinete gritando:
—¡Ahora vas a morir!
Y al mismo tiempo habían desenvainado sus espadas. Quelus iba ante todos y lo seguían Maugiron, Saint-Megrin y Maurevert. Más atrás, Nancey y sus guardias.
Francisco y Enrique estaban llenos de asombro y mientras Francisco pensaba ya en interceder para salvar al caballero, Enrique pensaba con alegría que aquel incidente lo salvaba.
En cuanto a Pardaillán, se había puesto en guardia desde la entrada de la reina.
Su mirada, que, en ocasiones, adquiría gran intensidad, observó los menores detalles de la escena que entonces tenía lugar. Vio al rey en pie y a la reina que lo señalaba con el dedo. Oyó la orden de arresto; vio cómo Francisco de Montmorency hacía un gesto como para hablar al rey, a Enrique de Damville que retrocedía para dejar sitio a los asaltantes y a Quelus con la espada en alto que se dirigía hacia él. Vio todo esto al mismo tiempo, como en ciertos sueños en donde personajes de extraño relieve ejecutan mil gestos, todos perceptibles a un tiempo.
Inmediatamente se vio cómo el caballero cogía la espada de Quelus, se la arrancaba, la rompía en sus rodillas y arrojaba sus restos a la cara de los asaltantes, los cuales, al presenciar cosa tan enorme e inaudita, como una rebelión en presencia del rey, se detuvieron mirándose embobados, si bien inmediatamente reanudaron el ataque.
Aquella pequeña tregua, por rápida que hubiera sido, bastó a Pardaillán para concebir y ejecutar una de aquellas bravatas en que parecía complacerse.
Quelus llevaba puesto el birrete.
Se oyó entonces una voz pasmosamente tranquila, que profería estas palabras:
—Saludad a la Majestad del rey.
Quelus, al mismo tiempo, dio un grito de dolor, porque Pardaillán acababa de arrancarle su birrete, rompiéndole al mismo tiempo los largos alfileres de oro que lo retenían, y arrancando, de paso, algunos mechones de cabellos.
El birrete cayó a los pies de Catalina. En aquel momento todos los asaltantes se echaron sobre el caballero y cinco o seis espadas redirigieron furiosas estocadas que dieron en el vacío. Entonces Pardaillán, echándose hacia atrás, se encaramó en el antepecho de la ventana gritando:
—Hasta la vista, señores —dijo… Y saltó.
La ventana era poco elevada, pero había un foso, lleno de agua, ancho y profundo.
«Si caigo al agua» —pensó Pardaillán— «me cubro de ridículo». —Otro hubiera pensado—: «Estoy perdido».
Pardaillán, antes de saltar el foso lo midió con la mirada, y reuniendo sus fuerzas, saltó en el preciso instante en que Maurevert y Maugiron iban a cogerlo.
Lo vieron caer con los pies juntos en la orilla opuesta del foso y volverse, mientras que ellos, aullando, le enseñaban los puños. Entonces el caballero, gravemente y sin prisa, se quitó el sombrero, y después de haber saludado, se marchó sin apresurar el paso.
—¡El arcabuz! ¡El arcabuz! —gritó el duque de Anjou.
Pardaillán lo oyó, pero no se dignó volverse.
Maurevert, que gozaba fama de buen tirador, cogió un arcabuz cargado y apuntó al caballero. Sonó la detonación, pero Pardaillán no fue herido.
—¡Maldito sea! —exclamó Maurevert—. He errado el tiro.
Y los bateleros que bajaban por el Sena vieron con asombro que en aquella ventana del Louvre estaban cinco o seis gentilhombres asomados enseñando los puños y profiriendo apocalípticas amenazas. En aquel instante el caballero de Pardaillán doblaba la esquina y entonces echó a correr. Durante algunos minutos siguientes a la escena que acabamos de relatar, en el gabinete real todo fue confusión, y sin parar mientes en la etiqueta, cada uno daba su opinión sin escuchar la del vecino.
—¡Caramba! —exclamó el duque de Guisa—. Es el espadachín del Puente de Madera y para su sayo dijo:
«¡Qué lástima que no quiera servirme! ¿Quién será el que utiliza sus servicios?».
—Si se me da la orden —exclamó Maurevert— esta misma noche entregaré el rebelde a Su Majestad.
—Yo os la doy —dijo Catalina.
Maurevert, seguido de algunos de sus compañeros, salió del palacio. Quelus, que se quejaba de la cabeza, no lo acompañó. Al mismo tiempo el rey, dando puñetazos en el brazo del sillón en que estaba sentado, decía:
—Quiero que se registre todo París y que se le encierre en la Bastilla. Mañana mismo debe empezarse su proceso. Señor de Montmorency, os felicito por las gentes que me traéis.
—El señor mariscal ha tenido siempre el defecto de no escoger sus amistades —dijo Catalina con voz melosa—. El mariscal viene raras veces al Louvre y elige a sus amigos en la calle.
Enrique de Damville sonreía con gran satisfacción, mientras Francisco dejaba pasar la tormenta.
—El señor de Montmorency tiene tratos con los enemigos del rey —dijo rencorosamente el duque de Guisa.
—Tened cuidado, duque —contestó Francisco—. A vos puedo contestaros, pues no sois el rey ni la reina.
Y en voz baja, tocándole el pecho con el dedo y mirándole a los ojos, añadió:
—Por lo menos no sois todavía rey a pesar de vuestros deseos.
Guisa, asustado, retrocedió.
—Señor —continuó Catalina—, el caballero de Pardaillán me insultó en una circunstancia que ya referiré a Vuestra Majestad. Además se atrevió a levantar la mano a vuestro hermano, ¿no es verdad, Enrique?
—Sí, ciertamente —contestó el duque de Anjou con displicencia, alisando su barba rala con un peine y volviéndose hacia Quelus, le preguntó:
—¿Cómo está tu pobre cabeza, amigo?
—Monseñor, mal, muy mal. Aquel bandido me ha arrancado un puñado de cabellos.
—Tranquilízate, te daré un ungüento que es milagroso. Mi madre lo hizo ayer expresamente para mí.
Entre tanto, Catalina de Médicis decía al rey:
—Señor, ese hombre es un enemigo peligroso para mí; el duque de Anjou…
—Esto basta —dijo Carlos IX—. Quiero que lo prendan y que instruyan su proceso. Quiero hacer un escarmiento. Y sonriendo añadió:
—Así se verá que amo a mi familia tanto como ella a mí.
Satisfecho con esta pulla que lanzaba a su madre y a su hermano, el rey se puso muy alegre y manifestó deseos de quedarse solo. Los cortesanos se retiraron también, pero Francisco de Montmorency se quedó firme en su puesto y viéndolo Enrique, hizo lo propio.
—Me figuro haber dicho que la audiencia estaba terminada —exclamó.
—Señor —dijo Francisco con firmeza—. Vuestra Majestad me ha prometido hacer justicia y espero…
—Es verdad —dijo Carlos IX—. Hablad.
—Ya que no está aquí el señor Pardaillán —dijo Francisco— diré lo que él vio y oyó. Una silla de posta salió la noche pasada a las once del palacio de Mesmes llevando secretamente a dos mujeres. Inútilmente lo negaría el señor de Damville.
—No lo niego —dijo fríamente Enrique.
Francisco cerró los puños, y una oleada de sangre subió a su rostro.
—Ya Que se me obliga a ello —continuó Damville— haré aquí una confidencia que no hubiera hecho ante nadie. Y mirando con inquietud hacia la puerta dijo misteriosamente.
—Señor, una joven duquesa y su dama de compañía vinieron a pedir hospitalidad a mi casa y me rogaron que las hiciera acompañar a su palacio. ¿Quiere Vuestra Majestad que le diga el nombre de esta alta señora?
—No, a fe mía —exclamó Carlos IX riendo.
Francisco, lleno de desesperación, comprendió que no podría convencer al rey. Además él era mal visto en la corte y en cambio su hermano gozaba de gran favor. No teniendo a su lado a Pardaillán, que hubiera podido proporcionarle pruebas irrecusables, había perdido al mismo tiempo toda esperanza de éxito.
—Vamos, ya veis que estáis equivocado —dijo el rey—. Idos, señores. Pero quiero deciros que vemos con gran pesar a la casa más noble de Francia dividida por querellas intestinas. ¡Espero y quiero Que todo esto tenga pronto fin! ¿Me entendéis señores?
Los dos hermanos se inclinaron y salieron. Enrique radiante y Francisco con la rabia en el corazón. Una vez en la estancia vecina, el mariscal de Montmorency apoyó pesadamente su mano en el hombro de Enrique.
—Veo —dijo con voz ronca— que vuestras armas son siempre las mismas; mentira y calumnia.
—Tengo otras a vuestro servicio —contestó Enrique. Francisco dirigió a su hermano una mirada colérica y su mano se crispo en el mango de la daga Pero se contuvo, pensando que si hería a su hermano enseguida; le sería imposible saber lo que había sido de las que buscaba.
—Escucha —le dijo—. Quiero darte tiempo para reflexionar; pero cuando me presente en el palacio de Mesmes, todo habrá concluido. Si en aquel momento no me entregas las dos infelices que has raptado, ¡ay de ti, porque en tu casa, en el Louvre, en la calle, o donde te encuentre, te mataré! ¡Espérame!
—Te espero —contestó Enrique.