XXX - Las prisioneras

EN LOS PRIMEROS DÍAS de abril, es decir, cuando Pardaillán padre, vestido de nuevo y transformado de pies a cabeza, se acercaba a París, y cuando su hijo trataba de ponerse en relación con Francisco de Montmorency, penetraremos en el palacio de Mesmes, en donde Juana de Piennes y Luisa eran prisioneras hacía cosa de doce días.

El mariscal de Damville se paseaba sombrío y agitado por una gran sala del primer piso.

Estaba trastornado, y al encontrar de nuevo a Juana, Enrique se sintió nuevamente llevado hacia los sentimientos de su juventud.

En el capítulo anterior ya hemos visto que, poco a poco, sus pasiones se habían atenuado hasta el punto de que no dirigió ni una palabra de reproche a Pardaillán.

Enrique había conseguido olvidar a Juana, o por lo menos, así lo creía, pero en cuanto la vio de nuevo y se apoderó de ella, comprendió que la amaba aún. Tal vez su amor tomaba distinta forma, pues a la sazón era más bien orgullo; pero veía claramente que si antaño, para satisfacer sus pasiones, había sido capaz de un crimen, ahora no vacilaría en cometer toda clase de Violencias y atentados.

«Antes» —pensaba—, «cuando yo la observaba a través de los setos, en la cabaña en que se había refugiado, cuando sentía mi corazón latir con fuerza y mis sienes palpitar sordamente, me decía que nunca tendría atrevimiento para acercarme a ella».

«Mis deseos eran tan sólo que Juana no perteneciera a otro…, a “él”, al hipócrita dulzón que la sedujo con hermosas palabras que yo nunca he conocido».

«Sí, estaba entonces conforme con no verla nunca más, con tal que “él” tampoco la Viera. Recuerdo que en el momento en que me hirió y fui llevado al castillo por aquellos leñadores, mi dolor más atroz era el de pensar que iban a reunirse los dos y que todo lo que yo había hecho hasta entonces sería inútil».

«Felizmente, nada de esto sucedió, y cuando supe que mi padre habla dispuesto su separación definitiva, tuve inmensa alegría y esto me bastó. ¿De dónde viene, pues, el amor que ahora siento? ¿Por qué no traté de buscarla si la amaba?».

El mariscal se detuvo pensativo y se contestó:

«Es que odiaba más a mi hermano de lo que la amaba a ella. He aquí por qué los años consiguieron borrar el amor, en tanto que el odio era el mismo. Y era a impulsos del Odio, para domarlo y para aplastado, por lo que me metí en esta formidable aventura de la que tal vez no saldré con vida».

Y siguió su agitado paseo, prosiguiendo el monólogo.

«Entonces ¿por qué me turba tanto el hecho de haberla encontrado? ¿Por qué experimento una pasión que creía ya apagada? ¿Voy a amarla ahora más que nunca? ¿Dónde estará él? Lejos de París, sin duda alguna. ¡Cuánto me gustaría informarlo de que tengo a Juana en mi poder!».

Mientras Enrique pronunciaba estas palabras, llamaron a la puerta, y dando permiso para que entraran, apareció el escudero que le había acompañado a la posada de Pont-de-Cé.

—Monseñor —dijo sin esperar a ser interrogado—, tengo que daros una noticia grave.

—Habla.

—El hermano de monseñor está en París.

Damville palideció.

—Lo he visto con mis propios ojos —continuó diciendo el escudero— y lo he seguido. Ahora está en su palacio.

—¿Estás seguro de no haberte engañado?

—Lo he reconocido perfectamente, monseñor.

—Está bien, déjame.

Una vez que salio en el castillo, Montmorency se dejó caer en el Sillón, y aun cuando pocos instantes antes expresaba el deseo de hallar a su hermano, a la sazón recorría su cuerpo fuerte temblor.

Y ya buscaba el medio de huir de su hermano, porque personificaba la venganza que a cada momento podía caer Implacablemente sobre él.

«Presiento que el encuentro es inevitable, es en vano que, desde hace dieciséis años, hayamos interpuesto grandes distancias entre nosotros. Lo inevitable va a llegar. Dentro de ocho días, tal vez mañana, nos encontraremos cara a cara, y entonces ¿qué nos diremos uno a otro?».

Se levantó, dio algunos pasos con el rostro contraído, tratando de componerse o excusar ante sus propios Ojos el espanto que le causaba el solo anuncio de que su hermano había llegada a París.

«¡Ah! ¡Si yo estuviera Solo!» —dijo dando un puñetazo sobre una mesa—. «Cómo iría a buscarlo y desafiarlo, gritándole a la cara: ¿Es a mí a quien buscáis en París? ¡Aquí me tenéis!: ¿Qué queréis? Pero no estoy solo, porque ella está allí y la amo. No quiero que la encuentre ni que se vean. ¿Quién sabe si él ya no la ama? ¿Qué haré? ¿Dónde voy a esconderla?».

Durante una hora, Enrique de Montmorency continuó su paseo y poco a poco se calmó. Pero una sonrisa apareció en sus labios. Tal vez por haber hallado lo que buscaba, porque murmuró:

—Sí. Allí estará con seguridad. Tengo un buen medio para asegurarme de la fidelidad de esta mujer.

Inmediatamente se dirigió a la habitación en que estaban encerradas Juana de Piennes y su hija Luisa. Una vez hubo llegado a la puerta, escuchó un instante, y no oyendo ningún ruido, abrió despacio con una llave que llevaba colgada; luego empujó la puerta y se detuvo. Juana y su hija se hallaban ante él estrechamente abrazadas, como si quisieran protegerse mutuamente y mirándolo con indescriptible espanto. Durante el primer instante no vio más que a Juana. ¡Qué hermosa estaba todavía! Dio un paso, cerró cuidadosamente la puerta y avanzó diciendo:

—¿Me reconocéis, señora?

Juana de Piennes se colocó resueltamente ante Luisa y dijo:

—¿Cómo os atrevéis a presentaros ante esta niña? ¿Por qué osáis hablar en su presencia?

—Ya veo que me reconocéis —dijo el mariscal con ruda ironía—. Me felicito de ello, pues veo que no he envejecido, como me decía poco tiempo ha, uno de vuestros antiguos conocidos, el señor de Pardaillán.

El amor maternal dio audacia a Juana que exclamó con tranquila voz:

—¡Caballero! Hacéis mal evocando ante mi hija tan odiosos recuerdos. Idos, creedme. Habéis cometido otra infamia destruyendo la pobre felicidad que nos quedaba, pero una felonía más o menos no tiene importancia en vuestra vida. Somos vuestras prisioneras, pero os juro que estoy decidida a evitar que mi hija oiga vuestras infames alusiones.

Montmorency se enfureció y estuvo a punto de dejarse llevar de su violento carácter, pero se contuvo y dijo:

—Os vuelvo a ver como siempre os he visto, pues tantas veces como me he hallado ante vos, sólo he visto retratado en vuestro semblante el odio o el temor. Y hoy, después de tantos años, que debieran haberos inspirado el olvido, hallo de nuevo en cada una de vuestras palabras y en todos vuestros gestos el odio y el terror. Más esto os importa poco, sin duda. Pero he de hablaras, señora. Y como vos creo conveniente que nuestra conversación sea tan sólo entre los dos. Ruego, pues, a vuestra hija que tenga la bondad de retirarse.

Luisa se abrazó a su madre exclamando:

—Madre, no quiero dejarte.

—No, hija mía —dijo Juana—. No nos separaremos. Quiero estar a tu lado para defenderte.

Enrique palideció. Su designio de aislar a Juana fracasaba. Por un instante inclinose a pensar que lo mejor sería emplear la violencia, pero vio a Juana tan decidida, que tuvo miedo. Y, no obstante, era preciso hablar con ella.

—¿Qué teméis? —dijo por fin en voz alta—. Si hubiera querido separaros de vuestra hija ya lo habría hecho con la mayor facilidad, pero no he querido tal cosa. Decid y pensad lo que queráis, pero no podréis quitarme el mérito de la franqueza. Sí he obrado violentamente y tal vez obraré en adelante del mismo modo. Soy fiel a mí mismo. No soy como esos miserables que, una vez casados, repudian a su mujer. ¿Protestáis, eh? ¿Y a mí qué me importa? No podéis alterar las cosas que han sido, y la verdad es que Francisco os abandonó cobardemente y yo soy fiel conmigo mismo.

Un grito de horror e indignación salió de los labios de Juana. Sin pensarlo, Enrique había hallado el mejor medio para obligar a Juana a contestarle. Por un momento olvidó a Luisa para no pensar más que en Francisco.

—¡Miserable! —gritó con vehemencia en la que puso todo su amor de antaño—. ¡Miserable! Tu felonía y tu infamia fueron las causas de nuestra, separación, pero sabe que Francisco, lejos de mí, me llora como yo lo lloro a él.

Juana rompió entonces a sollozar amargamente.

—¡Madre, madre! Me tienes a mí —gritó Luisa…

Estas palabras devolvieron a Juana su presencia de espíritu, y estrechando a su hija entre sus brazos, le dijo:

—Sí, hija mía. Te tengo a mi lado, y tú eres ahora mi único tesoro.

Enrique contempló irritado el grupo que formaban abrazadas madre e hija y comprendió entonces cuán grave error había cometido al no separarlas. Comprendió que todas sus palabras serán vanas y que únicamente la violencia podía darle resultado.

—Bueno —dijo tratando de dar a su voz un tono conciliador—. Más tarde me haréis justicia, y cuando sepáis a qué peligro os he substraído, tal vez me miraréis con menos horror. Ahora es necesario que sepáis lo que venía a deciros… No podéis continuar en este palacio, porque el mismo peligro que os amenazaba en la calle de San Dionisio, os amenaza todavía. Hacedme el favor de prepararos, porque dentro de una hora una carroza os transportará a una casa en la que estaréis en perfecta seguridad. Adiós, señora.

Un imperceptible movimiento de alegría se le escapó a Juana, pero la desconfiada mirada de Enrique lo observó.

—Debo añadir —dijo tranquilamente— que toda tentativa de evasión y cualquier grito durante el camino serían por lo menos inútiles, pero muy bien pudieran convertirse en peligrosos para esta niña.

Y salió murmurando:

«Por lo demás, ya escogeré yo el momento conveniente».

Después de la salida de Enrique de Montmorency, las dos mujeres permanecieron algunos minutos silenciosas y estupefactas. La fuerza ficticia que había sostenido a Juana en presencia de su temible enemigo, la abandonó de un golpe. La pobre experimentaba uno de esos terrores que paralizan el pensamiento.

—No hay remedio —se dijo—. Mi hija y yo estamos perdidas.

En efecto, la conversación que acababa de sostener con Enrique —si conversación puede llamarse a un cambio de amenazas y desafíos— le probaba que aquel hombre era todavía el mismo de antaño. En los días que acababan de transcurrir, aun sabiendo que se hallaba en poder de Enrique de Montmorency, la desgraciada se había atrevido a esperar.

Juana, que había esperado que el remordimiento hubiera modificado el carácter del mariscal de Damville, tuvo ocasión de observar que su pasión era más violenta que nunca. Su esperanza se había, pues, desvanecido porque el Enrique que acababa de presentarse ante ella era el mismo que antes había conocido, si bien menos violento y más hipócrita.

—¿,Qué va a hacer con nosotras? —se preguntó.

—Valor, madre —dijo Luisa—. Lo principal es que no nos separen. Aquella noche las dos pobres mujeres no se acostaron, pero las horas transcurrieron sin que hubieran ido a buscarlas, a pesar de lo dicho por Enrique, y hacia el alba se durmieron una junto a otra, muertas de fatiga.