LA VÍSPERA DEL DÍA en que el caballero de Pardaillán salió de la Bastilla gracias a su astuto plan, y en que, a pesar de su firme resolución, se halló ante el hotel de Montmorency, tuvo lugar una interesante escena en la iglesia de Saint-Germain-L’Auxerrois.
Eran casi las nueve de la noche. El predicador había terminado su sermón ante una multitud enorme que invadiera la vieja basílica, multitud compuesta en gran parte de mujeres elegantes, cuyos ricos tocados se distinguían apenas en la sombra. Aquel predicador era un fraile elegante y de alta estatura. Vestía con distinción teatral el traje blanco y negro de los carmelitas. Lo llamaban el reverendo Panigarola.
Aquel fraile, a pesar de su juventud, producía una impresión de ascetismo severo que corregía oportunamente el entusiasmo muy poco religioso que producía en sus hermosas oyentes. Este hombre de notable belleza; poseía el arte del gesto, aquel gran gesto de los brazos, levantados hacia las bóvedas lejanas, que dejaba caer de pronto para amenazar o bendecir. Su voz era áspera y se desencadenaba a veces con un furor que estremecía al auditorio. Pero lo que más se admiraba de él era la vehemencia de sus ataques, que no respetaban ni al mismo rey.
Panigarola predicaba abiertamente la guerra contra la herejía y la exterminación de los hugonotes. Englobaba en el mismo odio a la reina de Navarra, Juana de Albret; a su hijo Enrique, al príncipe de Condé, al almirante Coligny y, en fin, a todos los hugonotes y a todos los que, como el rey Carlos IX, tenían la debilidad de tolerarlos.
Panigarola inspiraba la curiosidad apasionada a las mujeres que lo escuchaban. Para algunas, y sobre todo para las mujeres del pueblo, era un santo hombre que la reina Catalina de Médicis había traído de Italia para salvar a Francia y rescatar sus pecados. Pero, para la mayoría de las nobles damas que escuchaban sus sermones, era más y mejor que un santo: era un hombre. Un hombre que había pecado mucho y a quien, siguiendo el precepto del Evangelio, ellas perdonaban también mucho.
Poco tiempo antes habían tratado al brillante marqués de Panigarola. Asistía a todas las orgías; era entonces un terrible espadachín que tenía sobre la conciencia media docena de muertes. Un perdonavidas, un vicioso insolente, cuyo lujo y cuya fuerza asombraban al mundo. Más de pronto desapareció y he aquí que lo hallaban de nuevo bajo el hábito de carmelita, más gallardo que nunca, más elegante, pero con el anatema en les labios que antes sabían sonreír graciosamente.
Aquella tarde, cuando después de una tonante invocación cayó de rodillas y pareció entregarse a profundas meditaciones, hubo entre la multitud rumores y exclamaciones ruidosas que no fueron lo bastante moderadas para guardar el respeto debido al santo lugar. Luego la concurrencia salió lentamente a la calle gritando:
—¡Mueran los hugonotes!
Quedaron solamente una quincena de mujeres hermosas que se pusieron a rezar arrodilladas ante un confesonario. Pero el sacristán fue a avisarles de que aquella noche el reverendo estaba muy fatigado y no oiría en confesión a ninguna de sus penitentes. Entonces, llenas de desencanto, salieron a su vez, a excepción de dos que se obstinaron en permanecer allí.
Una de ellas, joven y hermosa a juzgar por lo que podía notarse e través de los negros velos que le cubrían, se había acurrucado en un reclinatorio y de vez en cuando un estremecimiento agitaba su cuerpo. Cuando el fraile atravesó la iglesia deslizándose silenciosamente a través de la oscuridad, su compañera le dio un golpe con el codo y murmuró:
—Ahí viene, Alicia.
Alicia de Lux levantó la cabeza y se estremeció. La gran nave de la iglesia estaba a la sazón sumida en profunda oscuridad. A lo lejos, cerca del altar mayor, iba y venía una luz llevada por el sacristán que arreglaba el coro. En lo alto desaparecían las bóvedas entre las sombras, y los menores ruidos resonaban extrañamente. En aquel gran silencio, Panigarola pasó cerca de la penitente y se encerró en el confesonario.
—¿Qué hacéis ahí quieta? —dijo en voz baja la compañera de Alicia.
—Laura, no me atrevo —contestó la joven con temblorosa voz.
—Vamos; he obtenido para vos un favor extraordinario; han despedido a las demás penitentes…
—Espero que no habrás pronunciado mi nombre —exclamó Alicia sordamente.
—El reverendo os espera. —Contestó la vieja encogiéndose de hombros.
Alicia se acercó al confesonario y se arrodilló en el lugar reservado a las penitentes. Estaba separada del fraile por una reja de madera y además los velos ocultaban su semblante, sin contar que la oscuridad era bastante grande para que no pudiera divisar claramente al confesor. Se tranquilizó, pues, al comprender que no podría ser conocida, entretanto el fraile murmuraba oraciones, y una vez las hubo terminado, dijo con voz indiferente:
—Os escucho, señora.
«No sabe que soy yo» —pensó Alicia—; «trataré de sorprenderle».
Luchó unos instantes consigo misma y de pronto exclamó:
—Marqués de Panigarola, soy Alicia de Lux, la mujer a quien habéis amado y a quien tal vez todavía amáis…, y esta mujer viene a vos suplicante.
—Os escucho, señora —dijo el fraile con la misma voz indiferente.
Alicia sintió un gran terror al observar que tras aquella frágil reja no la escuchaba un hombre, sino una estatua impasible.
—Clemente —dijo con vehemencia—. ¿No reconocéis mi voz?
—Clemente ya no existe, ni tampoco el marqués de Panigarola —contestó el fraile—. Ante vos sólo hay un hombre de Dios que os escuchará en Dios y que suplicará a Dios que tenga piedad de vos si lo merecéis. Hablad, señora, os escucho.
—¡Oh! —balbuceó Alicia—. Es imposible que hayáis olvidado nuestro amor.
—Si me habláis así, señora, me veré obligado a retirarme.
—¡No, no, quedaos! Es necesario que os hable.
—Hacedlo, pues, como si hablarais a Dios, señora, porque el hombre que acabáis de nombrar ha muerto.
—Sea; escuchadme, reverendo padre, y cuando os haya hablado como si fuerais Dios mismo, me diréis si he expiado bastante mis faltas y mis crímenes y si el brazo de Dios no me ha castigado ya bastante.
—Os escucho, hija mía —dijo el monje con el mismo acento de absoluta indiferencia.
—Antes os referiré mi falta y luego mi expiación y así podréis juzgar. Yo tenía apenas dieciséis años y era muy hermosa. Todos me adulaban. Una gran reina me distinguía con su benevolencia y me había nombrado su doncella de honor. Y como yo era huérfana y no tenía familia, aquella reina me aseguró que sería mi madre y cuidaría de mi porvenir.
Alicia de Lux guardó silencio unos instantes y luego continuó:
—En aquella época muchos jóvenes señores me declararon su amor, pero yo no amaba a nadie. Únicamente me seducían el lujo, los trajes y las joyas, y era pobre. La reina de que os he hablado me prometió no solamente el lujo, sino la riqueza y la opulencia, si cumplía sus órdenes y yo prometí obedecerla ciegamente. Este fue mi primer crimen. La contemplación de algunos estuches llenos de diamantes me enloqueció, y para poseerlos y poderme adornar con ellos a mi antojo hubiera firmado un pacto con Satanás… y, ¡ay!, el pacto fue firmado. Un día la reina me hizo entrar en su oratorio y abrió ante mí un cajón lleno de perlas, esmeraldas, rubíes y diamantes… y me dijo que todo sería mío si quería obedecerla. Alocada, ardiéndome la sangre en las mejillas y con el alma trastornada, exclamé:
—¿Qué debo hacer, Majestad?
La reina, sonriendo, me tomó de la mano y me condujo a una pieza que precedía a su oratorio. Una vez en ella alzó una colgadura, tras de la cual estaba la galería contigua a las habitaciones del rey. Por ella se paseaban varios gentilhombres, a todos los cuales conocía. Ella me señaló uno con el dedo y me dijo:
—Hazte amar de ese hombre.
La penitente se calló entonces, esperando tal vez un gesto, una palabra, un movimiento…, pero tras la celosía de madera, el monje permaneció inmóvil y silencioso, como si el hábito del Carmen hubiera sido tallado en dura roca y el reverendo fuera solamente una de aquellas estatuas que en sus hornacinas guardan eterna insensibilidad. La voz de Alicia fue más temblorosa al proseguir la confesión.
—Un mes más tarde —continuó en voz tan baja que el fraile la oía apenas—, yo era la querida de aquel gentilhombre.
Entonces, sin hacer el menor gesto, el fraile preguntó:
—¿Cómo se llamaba aquel hombre?
Alicia se estremeció. Comprendió el ultraje, y palpitante contestó:
—Sí… Queréis decir que he tenido tantos amantes, que es necesario precisar, ¿no es esto? Pues bien, se llamaba Clemente Jacobo de Panigarola. Era marqués, llegaba de Italia. Creo que lo habéis conocido, padre mío.
—Continuad, hija mía —dijo tranquilamente el fraile—. ¿Vos amabais, sin duda, a aquel hombre? Si es ésta vuestra falta, os puedo asegurar que Dios os perdonará, como yo, pues ¿qué no va a perdonarse a una mujer que ama?
—La joven se indignó y estuvo a punto de levantarse y salir, pero sin duda se asustó al pensar en las consecuencias de su marcha, porque se calmó y dijo:
—Os burláis de mí, pero escuchadme; yo no amaba a aquel gentilhombre.
Entonces llegó la vez al fraile de estremecerse. Ahogó un suspiro. Los sentidos exasperados de la joven percibieron aquel estremecimiento y aquel suspiro por débiles que hubieran sido.
—No lo amé jamás —continuó diciendo con voz suave— y, sin embargo, nunca caballero más brillante apareció ante mis ojos. Tenía algo más de diecinueve años y su figura era graciosa en extremo. Su altivez, la nobleza de sus modales, su temerario valor, su magnificencia, todo hacía de él un ser destinado al amor… Pero yo no lo amaba.
—¿Y él? —preguntó sordamente el fraile.
—Él me amó, me adoró. Por lo menos así lo creo. Sea lo que fuere, reverendo padre, un año después de haber recibido de la reina la orden que os he referido fui madre. El niño vino al mundo en una casita de la calle de la Hache que la reina me había regalado. Aquel nacimiento permaneció secreto y el padre se llevó al recién nacido.
Al llegar a este punto de su relación, los sollozos impidieron que Alicia continuara.
—Ya comprendo —dijo el monje rechinando los dientes—. Un tardío sentimiento maternal ha florecido en vuestro corazón, os remuerde la conciencia y queréis saber lo que ha sido de vuestro hijo. Puedo informaros sobre este asunto, porque lo veo cada día.
—¡Vive! —gimió Alicia en un espasmo de espanto. ¿Habíais, pues, mentido? Hablad, o de lo contrario amotino al barrio con mis gritos y os denuncio de escándalo público.
—¡Silencio! —contestó Panigarola—. Silencio u os abandono para siempre.
—No, no, perdón. Tened piedad de mí. ¡Hablad!
—Dios permitió que el niño viviera; quería hacerlo instrumento de su justa cólera. El padre, aquel marqués, aquel brillante y engañado gentilhombre, se lo llevó, como decís, lo confió a una nodriza y le dio un nombre.
—¿Cuál? —preguntó Alicia.
—El que lleva él mismo. El niño se llama Jacobo Clemente.
—¿Dónde está? —preguntó la madre con vehemencia.
—Se educa en un convento de París. Ya os lo he dicho, es un hijo de Dios y tal vez el Señor lo reserva para alguna heroica aventura. ¿Es esto lo que queríais saber? —continuó el monje con ardiente curiosidad—. ¿Es este remordimiento el que os ha hecho caer a mis pies? Ya veis que tengo piedad de vos, pues os digo la verdad. Ya sabéis ahora que el crimen no fue cometido y que el niño no murió.
Alicia guardó silencio. Y aquel silencio era tal vez más terrible de lo que podía sospechar el confesor. Tal vez Alicia de Lux interrogaba su corazón en aquel momento en que se le afirmaba la existencia del hijo que creyera muerto y quizá en vez de la alegría de la madre no hallaba en su corazón más que un nuevo motivo de espanto.
El monje, con voz áspera, como mellada por las poderosas emociones que se desencadenaban en él, continuó dejando esta vez de lado la ficción que había querido adoptar, cesando de ser el confesor para convertirse en el hombre.
—¿Habéis querido hablarme; Alicia? Ahora vais a oírme a vuestra vez. Habéis venido a turbar la paz que empezaba a extenderse como un sudario sobre mi corazón miserable… Habéis removido las amarguras los dolores las desesperaciones y todas estas heces suben a mi alma. ¡Ah!: ¿Creísteis que el niño estaba muerto y, arrepentida quizá, habéis venido a implorar la absolución de un crimen que no se cometió?
No vio el gesto de negación desesperada que hizo Alicia, y prosiguió.
—¿Os habéis preguntado por qué fue meditado este crimen? Decid. ¿Habéis adivinado nunca las causas profundas de mi actitud hacia vos? ¿Habéis tratado de averiguar por qué después de haberme llevado el niño no reaparecí al lado de la madre y por qué me hundí en el torbellino de las fiestas y descendí al infierno de la orgia, y por qué, en fin, me he echado en este abismo sin fondo llamado convento?
—Clemente —dijo la joven con palabras apenas inteligibles—, no solamente me lo he preguntado, sino que como lo he sabido, y esto es lo que me trae a vuestros pies, y vengo a suplicaros que suspendáis vuestra venganza. ¡Ah, creedme, he sido muy desgraciada he sufrido mucho, mucho! —El monje se estremeció.
—¡Venid, hablad! —dijo—. Contadme lo que habéis averiguado. Decidme, sobre todo, los orígenes del crimen, si queréis que mida el mal y la expiación.
Entonces Alicia de Lux, Con voz entrecortada y apenas perceptible, empezó a decir:
—La reina suponía que el partido de Montmorency había buscado alianzas en Italia. Supo que vos habíais pasado por Verona, Mantua, Parma y Venecia. Se os había visto con Francisco, mariscal de Montmorency. La Reina quiso tener la prueba de esta conspiración y por tal causa fui vuestra querida. He aquí el origen del crimen.
—Ahora decidme cuál fue este crimen —exclamó el monje—. Decidlo todo.
—Una noche en que dormíais profundamente enervado por mis caricias… ¡yo!… ¡Clemente, no me obliguéis a soportar tamaña vergüenza!
—La vergüenza es una expiación como otra cualquiera. Hablad.
—Pues bien —balbució la desgraciada—, me aproveché de vuestro sueño para…
—No os atrevéis a concluir —interrumpió el fraile—. Ya lo haré yo. Os aprovechasteis de mi sueño para robarme los papeles y al día siguiente estaban en manos de Catalina de Médicis.
Alicia, anonadada, guardó profundo silencio.
—Me percaté enseguida de lo sucedido —continuó el monje, y pocos días después tuve la certeza de que la mujer que amaba era una miserable espía.
—¡Perdón! —gimió Alicia—. Os juro que me he arrepentido de ello.
—Felizmente, aquellos papeles eran insignificantes, pero, no obstante, el mariscal de Montmorency tuvo que huir y la vida de una docena de hombres se vio en peligro. No os hablo de la mía, porque habría muerto gustoso si hubiera tenido la seguridad de que lo sucedido solo había sido una pesadilla.
—¡Perdón! ¡Callaos!
—Un mes después dabais a luz un niño, Yo, entre tanto, durante aquellos días mortales había estudiado mi venganza.
—¡Venganza espantosa —dijo la joven—, que os ha puesto a mi nivel! Os aprovechasteis del estado de debilidad en que me hallaba y del delirio de mi fiebre para hacerme escribir y firmar una carta que me dictasteis palabra por palabra en la que me acusaba a mí misma de haber dado muerte a mi hijo.
—¿No estaba acaso convenido? —dijo el fraile—. ¿No habíais consentido en que me llevara al niño para matarlo? Sois una amante pérfida, sin corazón, y ahora ¿os atrevéis a acusarme?
—¡No, no! —exclamó aterrada—. No acuso, suplico. Vuestra venganza fue justa, pero no por eso menos terrible… Hacerme escribir al dictado aquella carta que me condena a muerte… ¿La habéis entregado a Catalina de Médicis?
—Sí —dijo el monje con terrible frialdad. Alicia clavó sus uñas en la celosía de madera que la separaba del confesor.
—¿Y sabéis lo que ha resultado? Decid. ¿Lo sabéis? Ha resultado que en las manos de la reina soy ahora un instrumento de infamia y que gracias a ello paso la vida temblando. Debo sufrir los abrazos de todos aquéllos de quienes Catalina sospecha. Me he visto obligada a tratar de conquistar a Francisco de Montmorency, y no habiéndolo conseguido, no habiéndome sido posible seducir a este hombre que pasa en la vida como espectro helado, tuve que seducir a su propio hermano Enrique. No hablo de otros amantes que he tenido, pero os aseguro que vivo en la abyección más baja y que ya no puedo resistir por más tiempo.
—Pues bien —dijo el monje con siniestra sonrisa—. ¿Quién os impide libraros de vuestro sino? Ya sabéis ahora que el crimen no fue cometido y que el niño vive…
—¿Y cómo voy a probarlo? —exclamó la espía con desaliento.
La sonrisa del monje fue entonces triunfal.
—¡Oh, vuestra venganza es horrorosa! —dijo sollozando la pobre mujer.
—Habíais adoptado un oficio y he buscado el medio de obligaros a continuarlo. Esto es todo.
—¡Oh, no tenéis piedad!
—¿Quién os dice que no tengo lástima de vos? —exclamó Panigarola—. ¿Acaso me habéis pedido nunca nada? Alicia se estremeció. Una esperanza hizo irrupción en aquella alma. Sus manos se estrecharon convulsivamente una con otra.
—¡Oh! —dijo—. ¿Sería, pues, posible? Me posternaría ante vos como ante un Dios salvador. Besaría el polvo de vuestros pasos. Clemente, Clemente, repetidme que vais a sacarme de mi infierno. Decidme otra vez que, en adelante, no seré una de aquellas condenadas cuyos instantes de vida son otras tantas horas de desesperación. Decidme que vais a perdonarme.
La sonrisa que vagaba por los labios del monje desapareció. Punzante sufrimiento crispó sus facciones. Con el dorso de la mano enjugó el sudor que bañaba su frente y lentamente exclamó:
—Decidme lo que puedo hacer por vos.
—¡Ah, estoy salvada! —gritó Alicia con voz que repercutió en la grande y silenciosa nave de la iglesia.
El eco la espantó y miró a su alrededor llena de pánico pero no vio a lo lejos más que la sombra imprecisa de la vieja Laura, que la esperaba arrodillada en un reclinatorio. Entonces, con voz queda y vehemente, murmuró:
—Clemente, podéis salvarme y arrancarme a la vergüenza, a la desesperación y a la muerte. Para esto os basta una sola palabra. Esto es todo lo que he venido a pediros, Clemente. Al saber que os habíais consagrado a Dios, he creído que tal vez el perdón estaba en vuestra alma, y me he dicho que aquel corazón feroz aspiraría ahora a la misericordia. Clemente, he hecho mucho mal, pero sed grande y generoso. ¡Perdonadme, perdonadme!
—¿Qué puedo hacer para salvaros? —repitió el monje.
—Lo podéis todo. He venido, Clemente, en son de súplica. Recordad que me habéis amado. Escuchad: no sé qué pacto os liga ahora con Catalina, pero yo la conozco muy bien y sé muchos secretos, Sé que, tanto como antes sospechaba de vos, ahora os admira. No puede rehusaros nada, Clemente, Decid una palabra y os devolverá la carta fatal.
—¿Esto es lo que habéis venido a pedirme? —dijo Panigarola casi con amabilidad.
—Sí —contestó ella esperanzada.
—No os engañáis —dijo el monje con gravedad—. Tengo bastante influencia sobre la reina, y para recobrar la carta bastaría, en efecto, que se la pidiera. Dentro de algunas horas estaría en vuestras manos; vos la echaríais al fuego y recobraríais vuestra libertad.
—¡Oh! No en vano había confiado en la nobleza de vuestro corazón. Me dais una alegría inmensa.
—Pediré, pues, esa carta…
—¡Bendito seáis, Clemente!
—Con una condición —acabó diciendo el monje.
—Hablad todo lo que queráis; vuestros deseos serán órdenes.
—No quiero más, sino que me probéis la utilidad que os reportará recobrar esta carta.
Un espanto repentino agrandó los ojos de Alicia, que balbuceó:
—¿Pero no os he dicho ya todo lo que sufro?
—Ésta no es ninguna razón válida. Algunos amantes o traiciones más o menos en vuestra vida no es cosa de importancia para vos. Decidme cuál es la verdadera razón.
—Os juro…
—Vamos, veo que será necesario que os arranque la confesión y que pruebe sin ayuda vuestra cuán necesario os es libraros. Si deseáis la libertad, Alicia, si sufrís en vuestro corazón anegado por la vergüenza, es que por fin amáis. ¿No es cierto? ¿Será necesario que os diga también el nombre de vuestro amante? Se llama el conde de Marillac. Si es así, precisais realmente libertaros.
—Pues bien, sí, es verdad —exclamó la espía uniendo las manos—. Amo por primera vez en mi vida, amo con todo mi corazón y con toda mi alma. Dejadme amar, y ¡qué os importa lo que será de mí! Os habéis vengado. He sufrido, expiado mi falta… Desapareceré. ¡Oh Clemente! ¡Recordad que me habéis amado y que mi indigno corazón se ha conmovido por vos! ¡Salvadme! ¡Dejadme revivir, dejadme renacer a una existencia de amor y pureza!
Panigarola permaneció silencioso. Aquel grito de amor escapado a la penitente desencadenó en él una tempestad que en vano trató de calmar.
—¿Os calláis? —imploró la joven.
—Voy a contestaros —dijo el carmelita con voz tan ronca y quebrantada que Alicia apenas la reconoció—. Me pedís que vaya a visitar a la reina Catalina y que le pida la devolución de la carta acusadora que le entregué. ¿No es así? Pues bien tal cosa es imposible, porque no gozo del favor de la reina como os figuráis y como os dije antes para que me expresarais todo vuestro pensamiento. Hace mucho tiempo que no he visto a la reina y, probablemente, no la veré más. Os aseguro que lamento mucho mi impotencia.
El acento del monje era triste. Hablaba con voz pálida, si puede permitirse la expresión. Evidentemente su pensamiento se hallaba en otro lugar. Tal vez trataba de obtener mayor ventaja en el duelo que sostenía con su penitente o de tranquilizarse por la aparente calma de las expresiones. Alicia estaba estupefacta, aniquilada, sin comprender las palabras que oía.
—¿No queréis salvarme? —murmuró.
Una exclamación brusca resonó en el fondo del confesonario.
—¡Salvaros! —exclamó el monje, incapaz de contenerse por más tiempo—. Es decir, desde el fondo de mi desgracia contemplar vuestra felicidad, que sería obra mía. Es decir permitiros que améis a ese Marillac. ¡Vamos, estáis loca!
Alicia profirió un gemido ahogado. El monje se revelaba a ella demostrando que no era el confesor Panigarola, el hombre templado por las oraciones, el religioso lleno de misericordia, sino que aún vivía en él el marqués de Panigarola, aquel gentilhombre de furiosas pasiones que ella conociera.
Sintió entonces que la invadía la desesperación. ¿Cómo sabía Panigarola el nombre de su novio? ¿Quién le había revelado aquel amor? El monje se lo explicó, pues lleno de furor por la desbordante pasión y sin preocuparse de que lo oyeran, continuó hablando violentamente y llenando el silencio de la gran basílica con su voz de extrañas sonoridades.
—¿Creéis que os he perdido de vista un solo instante? Desde el fondo de mi claustro os he seguido paso a paso. He visto vuestros gestos y oído vuestras palabras. No hay ni uno de vuestros actos, es decir, ni una de vuestras traiciones, cuya historia no pueda relataros. Podría citaros todos vuestros amantes uno después del otro. Más no creáis que he sentido celos, pues era yo quien entregaba vuestra carne, como carne de ramera. Por mi voluntad descendisteis uno a uno los escalones de la infamia. Entregándoos a la reina yo supe lo que hacía. Ésa era mi venganza. Me complacía observar cómo vuestro cuerpo, que yo había adorado, se encenagaba cada vez más, y yo, que fui el primer traicionado, os condené a la eterna traición. Pero no supe que mi venganza sería más completa y mejor.
»Cuando fuisteis arrojada de la corte de Navarra, supe cuáles fueron vuestros actos y vuestras palabras, cuales son vuestros pensamientos, y me he enterado de vuestro amor, bendiciendo al conde de Marillac, pues gracias a él mi venganza ha sido más perfecta. ¡Ah, lo amáis! Tanto como es posible que améis vos. Pues bien, ahora vais a conocer la desesperación que da el amor no satisfecho ni correspondido. ¡Ojalá que este hombre sea digno de una gran pasión, pues entonces conoceréis en todo su horror los sufrimientos que me habéis infligido!, y soltó una carcajada mientras la espía, caída sobre sí misma, temblaba de espanto.
»Os atrevéis a venir a mí para que sea el artífice de vuestra felicidad. Os he revelado la existencia de vuestro hijo, tratando de despertar en vos un sentimiento humano que os hiciera digna de olvido cuando no de lástima, y vos, en cambio, no pensáis más que en vuestro amor. ¡Insensata! Decís haber venido a buscar la absolución de vuestros crímenes. Decid mejor una maldición. Dios nos ve, y si oye el ardiente ruego que sale de mi corazón arriesgando mi salvación eterna, oirá cómo le pido vuestra desgracia, vuestra vergüenza y vuestra desesperación.
El monje se levantó, salió del confesonario y se fue, deslizándose como un fantasma sacudido por roncos sollozos y desvaneciéndose en las tinieblas, mientras Alicia yacía desmayada al lado del confesonario. Entonces la vieja Laura, sonriendo con sus delgados labios, acudió al lado de la joven y le hizo respirar un violento revulsivo. Inmediatamente la joven volvió en sí. Alocada y asustada se levantó; miró a su alrededor con extravío, y luego, cogiendo el brazo de Laura, dijo:
—¡Huyamos, huyamos!