XXIII - En el calabozo

CUANDO EL CABALLERO DE PARDAILLÁN oyó cerrar, comprendiendo que la puerta de aquel calabozo era inquebrantable, cayó sobre las losas casi desvanecido. Bajo su aspecto despreocupado, Pardaillán ocultaba una naturaleza impresionable en extremo. Su cólera y su alegría, aun cuando no se traslucían al exterior, no por eso eran menos violentas. En cuanto volvió en sí trató, antes que nada, de recobrar su sangre fría, procurando domar el furor que lo animaba. Entonces examinó la habitación en que estaba encerrado, Era una estancia bastante grande cuyo suelo estaba formado por losas de piedra. Únicamente en un ángulo las losas habían sido reemplazadas por ladrillos ordinarios. Los muros y el techo bajo eran de piedra ennegrecida por el tiempo; pero no estaban húmedos gracias a que el calabozo se hallaba situado en uno de los pisos altos de la torre. No obstante, debido sin duda al espesor de los muros, la habitación era muy fría, tanto como pudiera serlo una bodega. Un estrecho ventanillo, practicado a bastante altura dejaba entrar un poco de luz y aire. Pero subiendo sobre un escabel de madera, único asiento que había en la prisión, era fácil llegar a aquella ventana. Un haz de paja, un cántaro de agua y encima de éste un pan, completaban el mobiliario de la estancia, en la cual reinaba una tristeza abrumadora que acentuaba el silencioso ambiente, pues solamente se oía en el pasillo el paso lento y sonoro de un centinela, y los ruidos de París llegaban allá muy debilitados por la distancia. Pardaillán se echó sobre la paja bastante limpia que debía servirle de cama, cubierta por una manta agujereada y deshilachada. En favor de nuestro héroe es preciso decir que en aquel momento de angustia terrible para un hombre que sabía perfectamente que no se salía de la Bastilla más que muerto, en aquel momento, repetimos, su pensamiento se concentró en Luisa y lamentaba su arresto sobre todas las demás consideraciones, porque le había impedido acudir en socorro de Su vecinita.

«No hay duda de que me llamó» —se decía—, «y que al verse en peligro pensó en mí. Y ahora heme aquí preso, o, mejor dicho, en una tumba. ¿Qué va a decir? ¿Qué pensará de mí? Y lágrimas de rabia y de dolor se deslizaron de sus ojos».

Durante largo rato revolvió en su mente esta idea, pensando que había sido una desdichada casualidad el ser detenido precisamente en aquel instante. Y cuando todo había concluido, comprendía el lugar que Luisa ocupaba en su corazón. Hasta entonces Pardaillán no se había confesado a sí mismo que amaba a la joven, pero el dolor que sintió al verIa en peligro fue para él una revelación, pues le dio a entender el amor que por ella sentía. ¿Pero le sería dado volverIa a ver? ¿Se sale acaso de la Bastilla? Y aun admitiendo que un milagro lo sacara de la sombría fortaleza después de largos años, ¿encontraría de nuevo a Luisa? ¿Y cuál sería el peligro que le había amenazado para que la joven se decidiera a llamar en su socorro a un hombre que apenas la conocía?

Pardaillán pensó en el duque de Anjou. Sin duda éste y sus acólitos habían vuelto por la mañana… o, tal vez, no se habían alejado… Con desesperación inmensa, Pardaillán se dijo que de haber pasado la noche en la calle, como se lo propusiera un instante no solamente habría estado allí para proteger a Luisa, sino que tal vez no lo hubieran arrestado, y al pensar que la joven estaba entonces en poder del duque de Anjou rompió en amargos sollozos.

Tal estado de desesperación retrospectiva, por decirlo así, duró cuatro días. Durante este lapso, el desgraciado apenas durmió, ni comió como no fuera de vez en cuando algún pedazo de pan. En cambio, el cántaro siempre estaba vacío tres o cuatro horas antes de que el carcelero fuera a renovarle la provisión de agua; una sed ardiente lo devoraba; tenía fiebre.

Para fatigarse, para poder conciliar el sueño, andaba durante todo el día con paso ligero y rápido alrededor de su calabozo. No se percataba de que pensar así en Luisa, concentrando su desesperación sobre aquel punto, era un consuelo y que tal idea le impedía caer en una desesperación mayor.

A fuerza de pensar en la terrible ironía de su destino, que lo suprimía del mundo de los vivos cuando podía ser tan feliz, llegó a preguntarse por qué había sido detenido. Adivinaba vagamente que su encarcelamiento era debido a la reina Catalina. Y, no obstante, durante la entrevista que con ella sostuvo, la reina se mostró tan buena, tan franca y le dio cita en el Louvre con tal naturalidad, que el joven casi no acertaba a considerar cierta su sospecha.

«Pero, entonces, ¿quién sería el causante de su desgracia? Acaso el complot que he sorprendido… Tal vez el duque de Guisa…; pero no, ¿cómo lo habría sabido?».

En breve el asunto fue para él una obsesionante tortura. Al cabo de cinco o seis días nadie lo hubiera reconocido. A fuerza de querer resolver problemas insolubles, su rostro había adquirido una especie de inmovilidad dolorosa, en la cual solamente se advertía el centelleo sombrío de sus ojos. En la tarde del sexto día no pudo resistir ya más y resolvió saber por lo menos de qué crimen lo acusaban. El desgraciado a quien se encierra en un calabozo o en un presidio para cinco años, para veinte, puede, no obstante, entrever una resurrección por lejana que sea, y no conoce los límites de la desesperación. Aun el que sabe que está condenado a prisión perpetua conoce, por lo menos, cuál será su porvenir y halla una especie de amargo consuelo en la misma certidumbre de su desgracia. Pero ser encarcelado en plena vida, cuando el cuerpo es fuerte y la juventud ardiente, sin saber por qué, sin entrever los límites del encierro, como tampoco, en una noche profunda, se puede entrever el fondo de un precipicio, no teniendo por horizonte más que cuatro muros negros, sin que se sepa la causa de haber sido arrancado de la contemplación del cielo y de la tierra, ignorando que se muere a los veinte años y que continuará muriéndose, en interminable agonía, durante cuarenta o cincuenta más, esto fue el dolor que experimentó Pardaillán. ¡Oh, era necesario saber a toda costa! Cuando, por la tarde, entró el carcelero en el calabozo, Pardaillán le dirigió la palabra por vez primera.

—Amigo mío… —dijo con amable voz al guardián.

El carcelero lo miró con el rabillo del ojo.

—Quisiera haceros una pregunta… Os suplico que me la contestéis.

—No me está permitido hablar, con los presos —contestó rudamente el carcelero.

—Una palabra, una sola. ¿Por qué estoy aquí? No os marchéis. Habladme. El carcelero se dirigió hacia la puerta y volviéndose hacia el joven lo vio tan trastornado, tan pálido y tan miserable, que, sin duda, tuvo compasión de él.

—¡Oídme! —dijo con voz más amable—. Os lo advierto por última vez. Me está prohibido hablar con vos, y si persistís en dirigirme la palabra, me veré obligado a dar parte al gobernador.

—¿Y qué sucedería entonces? —preguntó el caballero con ansiedad.

—Pues que os encerrarían en un calabozo peor que éste.

—Bueno, tanto me importa —rugió Pardaillán—. Pero quiero saber. ¡Lo juro! ¿Oyes? ¡Habla, pues, miserable, o te juro que voy a estrangularte! Y dio un salto hacia el carcelero. Pero éste esperaba sin duda la agresión, pues con gran agilidad salió, cerrando la puerta violentamente. Como lo hiciera el primer día, Pardaillán se echó entonces sobre aquella puerta y apenas consiguió moverla; pero entonces su impotencia, lejos de calmarlo, no hizo más que exasperar su furor. Durante toda la noche y el día siguiente hizo tal ruido en su calabozo, dio tales alaridos y asestó a la puerta tales golpes, que el carcelero no se atrevió a entrar. Pero habiendo dado cuenta al gobernador de la conducta del preso, el primero tomó consigo a diez soldados armados hasta los dientes, y así escoltado se encaminó al calabozo.

—El señor gobernador viene a visitaros —gritó el carcelero a través de la cerradura del calabozo de Pardaillán.

—Por fin voy a saber de qué me acusan —murmuró el preso. Y como por ensalmo se calló y se tranquilizó. Se abrió la puerta y los soldados cruzaron sus alabardas. Pardaillán, como impulsado por un acceso de locura, hizo ademán de arrojarse contra ellas, pero de pronto se detuvo en su movimiento y una extraña expresión de asombro se retrató en su rostro. Había divisado al gobernador entre los soldados y lo reconoció. Era uno de los conspiradores de «La Adivinadora».

—¡Ah! —dijo el gobernador—. Parece que las alabardas os han producido el mismo efecto que a todos los rabiosos de vuestra ralea. ¿Retrocedéis? Bueno, bueno. ¿No decís nada? Escuchad: tengo buen carácter, pero que no vuelva a repetirse este escándalo, ¿oís? Porque, de lo contrario, a la primera reincidencia, el calabozo; a la segunda, la privación de agua y a la tercera, la tortura. Ahora ya estáis avisado. Si no podéis dormir, dejad, por lo menos, que los demás duerman.

Pardaillán, en efecto, había retrocedido dos pasos. Luego se inmovilizó tratando de descubrir en las palabras del gobernador la causa de su desgracia. Y su rostro no expresaba más que el estupor. El gobernador, convencido de que solamente con su presencia había domeñado al preso, se encogió de hombros con indulgente lástima.

—Ver a estos enfurecidos —dijo desdeñosamente.

Pardaillán continuaba guardando silencio. Con sus cejas fruncidas, los puños crispados y todo su cuerpo envarado, reflexionaba.

—Vamos —continuó el gobernador—. ¿Ya estáis tranquilo y advertido? ¡Cuidado con la tortura! A ver si ahora os portáis bien, y dadme las gracias por mi bondad. E hizo un movimiento para retirarse, pero entonces Pardaillán avanzó con vivacidad.

—Señor gobernador… —dijo con voz cuya tranquilidad hubiera admirado al que conociera lo que en él pasaba—. Señor gobernador, tengo que haceros una petición… ¡No, no tengáis miedo! No me encolerizaré más, pues me habéis convencido.

—Es natural, exclamó el gobernador.

—Una sencilla pregunta —continuó Pardaillán.

—Yo sé cuál es. Queréis preguntarme por qué estáis aquí. Pues bien, amigo mío. Os advierto que nunca me preocupo por saber el crimen de mis presos. Me entregan un hombre, lo encierro y nada más. Únicamente puedo advertiros que, según todas las posibilidades, no saldréis nunca de la prisión, Así, pues, tratad de resignaros y de no odiar a vuestros carceleros.

—No deseo otra cosa, señor gobernador, y agradezco vuestros consejos.

—¿Qué queríais, pues?

—Sencillamente, pediros papel, una pluma y tinta.

—Está prohibido. Ya comprenderéis que el Estado se arruinaría si permitiese a los presos escribir sus memorias. Vamos, ¡hasta la vista, amigo mío!

—Señor gobernador, se trata de una revelación de la mayor importancia.

—¿Una revelación?

—Sí; y quiero hacérosla por escrito. Por casualidad he descubierto un complot.

—¿Un complot? —exclamó el gobernador palideciendo.

—Un complot de hugonotes, señor gobernador. Se trata nada menos que de asesinar a monseñor de Guisa y otros personajes adictos a nuestra religión.

—¡Ah, caramba! ¿Habéis descubierto eso? —Sí, y os daré por escrito el medio de hacer detener a los condenados hugonotes y también la prueba del complot. Espero que se me agradecerá y que tal vez se me perdonara el crimen que haya podido cometer. Una vez la haya escrito y vos poseáis ya mi revelación me quitaréis la tinta, pluma y papel, y no os pediré nada más. Entonces esperaré con paciencia que se recompense mi buena voluntad, pues realmente se trata de un servicio muy importante.

—En efecto —dijo el gobernador—. Si es tal como decís.

—Mucho más terrible todavía.

—¡Diablo!

—Más terrible de lo que podéis imaginar.

—Pues si es así, os prometo hacer todo lo que pueda para conseguir vuestra libertad.

El digno gobernador había formado su plan. Dejaría que el preso escribiera su denuncia y luego, aprovechando un pretexto cualquiera, lo haría encerrar en uno de los calabozos subterráneos, en donde un hombre moría al cabo de pocos meses. Armado con tales revelaciones sería entonces no solamente el salvador de Guisa, futuro rey de Francia a su juicio, sino también el salvador de la santa Iglesia.

Se retiró radiante de júbilo, y un cuarto de hora más tarde el carcelero llevó a Pardaillán dos hojas de papel, tinta y plumas cortadas de antemano. El caballero cogió el papel con avidez, y extraordinaria alegría brilló en sus ojos.

—Dentro de algunos días estaré libre —exclamó.

El carcelero le dirigió una burlona mirada.

—El mismo gobernador me abrirá las puertas de la Bastilla —continuó Pardaillán.

—¿El gobernador? —exclamó el carcelero, que no creyó violar la consigna.

—Sí, el gobernador, el señor de Guitalens.

—¿Decís que el gobernador os abrirá las puertas?

—El en persona.

El carcelero movió la cabeza y se retiró pensando:

—Éste es otro género de locura, paro, por lo menos, ahora está tranquilo.

Al día siguiente, por la mañana muy temprano, llegó al calabozo diciendo:

—¿Qué? ¿Ya habéis escrito vuestra revelación? ¿Puede venir a recogerla el señor gobernador?

—Aún no. Ya comprenderéis que es necesario recordar detalles.

—Daos prisa, porque el señor gobernador está impaciente.

—Bueno, decidle que no perderá nada por esperar. Os aseguro que estará contento.

—¿Hasta el punto de abriros él mismo las puertas de la Bastilla? —dijo burlonamente el carcelero al marcharse.

Una vez que Pardaillán estuvo solo acercó el escabel a la ventana, subió sobre él y aproximó su rostro a los barrotes. ¿Qué esperaba? ¿Qué pensamiento había iluminado de pronto su desesperación? Durante todo el día inspeccionó los alrededores de la Bastilla y dos o tres veces divisó a su perro, que por allí andaba errante. Pardaillán, al verlo, exclamó enternecido:

—¡Pobre Pipeau!

De pronto, al acabar de pronunciar esta palabra, ahogó un grito de loca alegría.

—¡Ya lo tengo! —exclamó bajando del escabel y se echó a correr locamente alrededor de su calabozo. Entonces entró el carcelero.

—¿Y la revelación? —dijo sin gran fe en que Pardaillán llegara a escribir, pues cada vez se convencía más de que el preso estaba loco.

—Mañana por la mañana estará lista —contestó Pardaillán.

El carcelero renovó la provisión de agua, colocó sobre el cántaro la ración de pan y se retiró. Entonces Pardaillán tomó una de las dos hojas de papel que le habían dado y escribió en ella una docena de líneas. Luego dobló cuidadosamente el papel y lo ocultó en su jubón. Hecho esto, rompió con el tacón de su bota uno de los ladrillos que estaban en un rincón del suelo del calabozo, tomó un cascote bastante grueso y lo ocultó también en el jubón. Después se tendió sobre la paja, cerró los ojos y permaneció inmóvil para obligarse a estar tranquilo y poder perfeccionar su plan.

En esta posición pasó el resto del día y toda la noche, pero aun cuando tuvo constantemente los ojos cerrados no durmió un instante, y si guardó la inmovilidad de una estatua, su cerebro, en cambio, trabajaba activamente.

Al día siguiente por la mañana, Pardaillán, en extremo tranquilo en apariencia, tomó la hoja de papel que le quedaba, es decir, aquélla en que nada había escrito. Envolvió con ella el trozo de ladrillo que rompiera, subió en el escabel y con el corazón: palpitante se puso a mirar a través del ventanillo. En seguida su mirada cayó sobre Pipeau, que también a su vez daba guardia melancólico y fiel, como de costumbre.

—Ha llegado la ocasión, —murmuró Pardaillán temblando de angustia y con voz sonora gritó—. ¡Pipeau!

Desde el sitio en que se hallaba Pardaillán podía entrever un extremo de la puerta de entrada. Al dar el grito, vio que los centinelas levantaban la cabeza.

—Esto marcha, —se dijo y con mayor fuerza todavía repitió—: ¡Pipeau, atención!

En el mismo instante, retrocedió para tomar impulso y lanzó a través de la ventana el trozo de ladrillo envuelto en el papel blanco.

El instante que siguió fue para él de espantosa angustia. Lívido, con la frente sudorosa, vio cómo el papel caía en el suelo, cómo Pipeau lo cogía y cómo los guardias emprendieron la persecución del perro. Al cabo de un rato los vio volver y entonces abandonó su observatorio. Se sentó, pasó las manos por su frente y murmuró:

—Si el perro ha soltado el papel ante los guardias, estoy perdido.

Su libertad, su amor y su vida dependían de aquella circunstancia. Pronto resonó en el corredor un ruido de pasos. Pardaillán estaba pálido como un cadáver. La puerta se abrió con violencia y apareció el gobernador rodeado de guardias. Pardaillán se suspendió, por decirlo así, de sus labios, y esperó sus primeras palabras con ansiedad extraordinaria.

—Caballero —exclamó el gobernador—. Vais a indicarme inmediatamente lo que decía la carta que habéis arrojado a la calle, o, de lo contrario, os hago torturar.

Pardaillán dio un suspiro de alegría delirante.

«¡Estoy salvado!», —se dijo.

—En vano lo negaréis —continuó Guitalens—. Os han oído cuando llamabais al perro y también os han visto. ¡Contestad!

—Estoy dispuesto a hacerlo —dijo Pardaillán con voz vibrante—. Interrogadme.

—¿El perro es vuestro?

—En efecto, es mío.

—Le habéis echado un papel y el animal se lo ha llevado. No lo neguéis.

—No lo niego, y añadiré que desde hace mucho tiempo había amaestrado a mi perro a esta clase de ejercicios.

—¿Sabe, pues, a dónde debe llevar el papel que vos le echasteis?

—Ha estado cien veces allí.

—¿De modo que con el pretexto de la revelación destinabais a este empleo el papel que os he entregado? Os aseguro que me lo pagaréis caro. Y a menos que me lo confeséis todo…

—¿Qué?

—Todo lo que habéis escrito. Decidme primero a quién.

—A una persona cuyo nombre diré sólo a vos.

—¿Y el perro llevará la carta a esa persona?

—No, pero la llevará a uno de mis amigos, el cual esta noche entregará la carta a la persona que debe leerla. He de añadir que mi amigo puede entrar en el Louvre a cualquiera hora.

El gobernador Guitalens se echó a temblar.

—Así, pues, ¿la persona a quien va dirigida la carta vive en el Louvre?

—Sí.

—¿Cómo se llama?

—En seguida os lo diré.

Guitalens reflexionó unos instantes. El preso contestaba con tal franqueza y aplomo que el gobernador no pudo menos de sentirse algo inquieto.

—Perfectamente —continuó—. Ahora decidme cuál era el contenido de la carta.

—No tengo inconveniente, señor de Guitalens —contestó Pardaillán con gran tranquilidad—, pero valdría más que os lo dijera a vos solo. Os lo aseguro.

El gobernador dirigió una mirada al prisionero, e inquieto por las intenciones que éste pudiera tener, le dijo con severidad:

—Exijo que habléis ahora mismo.

—Como queráis, caballero. He escrito a la persona en cuestión, diciéndole que no hace mucho tiempo estaba yo en una hostería de París…

—¿Una hostería? —preguntó Guitalens.

—Sí, una hostería situada en la calle de San Dionisio.

—¡Silencio! —exclamó el gobernador palideciendo.

—Una hostería —continuó Pardaillán— a la que van a beber poetas y otros personajes…

Guitalens se puso lívido.

—¿Me aseguráis, caballero —dijo con temblorosa voz— que el asunto de que trata vuestra carta es lo bastante grave para hablar de ello a solas?

—Es un secreto de Estado, señor —dijo Pardaillán.

—En tal caso, vale más, como decís, que yo solo os oiga.

E hizo un gesto a los que le acompañaban. Soldados y carceleros salieron al instante, Guitalens los acompañó hasta el corredor.

—¡Más lejos, más lejos! —les dijo.

—Pero, señor gobernador —observó un carcelero—, ¿y si este hombre tuviera malas intenciones?

—¡Oh, no hay peligro —contestó febrilmente Guitalens—, y además se trata de un secreto de Estado! Al primero que se acerque a esta puerta le hago encerrar en un calabozo.

Al oír esta amenaza todos se alejaron apresuradamente. Guitalens entró de nuevo en el calabozo, cerró la puerta para mayor precaución y se dirigió apresuradamente hacia Pardaillán. Temblaba de un modo extraordinario, pero no le fue posible articular ni un sonido.

—Señor —dijo Pardaillán—, creo que no os sorprenderéis al saber el nombre de la persona a quien va dirigida mi carta…

—Más bajo, más bajo —exclamó Guitalens.

—Es el rey de Francia —acabó diciendo Pardaillán.

—¡El rey! —murmuró el gobernador dejándose caer sobre el escabel.

—Ahora, si queréis saber lo que he escrito a Su Majestad, podréis leerlo en la copia que, para mostrárosla, he hecho de mi carta. Aquí la tenéis.

Pardaillán sacó de su jubón el papel que escribiera la víspera y lo tendió al gobernador. Éste, presa de un terror extraordinario, lo cogió y, después de haberlo desplegado, lo leyó de una ojeada, profiriendo luego un gemido de espanto.

He aquí el contenido del papel:

Se previene a Su Majestad que algunos conspiradores han decidido asesinarlo, Los señores de Guisa, de DamvilIe, de Tavannes, de Cosseins, de Sainte-Foi y de Guitalens, gobernador de la Bastilla, han conspirado para dar muerte al rey y coronar en su lugar al señor duque de Guisa. Su Majestad tendrá la prueba del complot sometiendo a la tortura al fraile Tribaut o al señor de Guitalens.

La última reunión de los conspiradores tuvo lugar en una sala de la hostería de «La Adivinadora», situada en la calle de San Dionisio.

—¡Estoy perdido! —murmuró Guitalens y medio desvanecido habría dado en el suelo si Pardaillán no lo hubiera sostenido.

—¡Valor, qué diablos! —dijo el caballero en voz baja. Al mismo tiempo oprimía enérgicamente el brazo de Guitalens.

—¿Valor? —exclamó el pobre gobernador.

—Sí, pues en vez de buscar la salvación os desmayáis como una mujerzuela.

—¡Miserable! —exclamó Guitalens, perdida ya la fuerza moral—. Después de haberme perdido, todavía me insultas con tus burlas. ¿Quieres comprar tu libertad de esta manera, eh? ¡Pues espera!

—Caballero —le interrumpió Pardaillán con voz solemne—. Tened cuidado con lo que vais a decir o hacer. No me acuséis. Soy un inocente arrojado en esta espantosa prisión para toda mi vida, y busco mi libertad. He aquí todo, pero puedo salvaros.

—¿Vos? ¿Vos me salvaréis? ¿Y cómo? ¡No es posible! —dijo retorciéndose las manos lleno de desesperación—. Dentro de algunos instantes el rey sabrá la terrible verdad y vendrán a prenderme.

—¿Y quién os ha dicho —exclamó Pardaillán sacudiendo el brazo de Guitalens— que el rey va a saberlo todo dentro de algunos instantes?

—La carta…

—La recibirá esta noche. Mi amigo la llevará hacia las ocho, y por lo tanto, tenemos todo el día a nuestra disposición.

—¿Queréis decir que huya? —exclamó Guitalens—. ¿No veis que me prenderían enseguida?

—No os aconsejo este medio —dijo Pardaillán—. Tratad sencillamente de que la carta no llegue a manos del rey.

—¿Cómo?

—Solamente hay un hombre capaz de detenerla, y este hombre soy yo. Hacedme salir de aquí, y dentro de una hora habré ido a casa de mi amigo y quemaré la carta.

—¿Y quién me garantiza que obraréis así? —balbuceó el gobernador.

—Caballero —contestó Pardaillán—. ¡Miradme! Os juro por mi vida que si me dejáis salir, la carta no llegará a manos del rey. ¡Así me mate un rayo si miento! Y ahora, escuchad. Éste es vuestro último recurso. No os diré nada más, y si vos no me soltáis, el rey, a quien salvo, me dará la libertad. ¿Y qué saldré perdiendo? Estar aquí uno o dos días más. En cambio vos, si no me dejáis salir, sois hombre muerto. Pensadlo bien, caballero y dichas estas palabras, Pardaillán se retiró a un ángulo del calabozo.

Guitalens permaneció durante algunos instantes anonadado sobre el escabel, haciendo increíbles esfuerzos por recobrar la serenidad. El golpe que lo hería era realmente espantoso; ya se veía condenado a muerte. ¡Y qué muerte! ¡Cuántos suplicios no le infligirían antes de que su cuerpo se balanceara en una de las cuerdas de Montfaucon!

En aquel instante, con la extraña velocidad del pensamiento y la precisión que adquiere la imaginación en ciertos momentos angustiosos, reconstituyó los suplicios a que muchas veces había asistido en su calidad de gobernador de la prisión real, vio de nuevo los fantasmas de los desgraciados que había hecho atar a los instrumentos de tortura, las cuñas que se hundían entre las piernas a golpe de martillo y que rompen los huesos; las tenazas calentadas al rojo, con las que se arrancaban las carnes, y las que servían para arrancar una tras otra las uñas de los pies y manos; el embudo que se introduce en la boca del paciente y en el cual se va echando agua hasta que estalla el vientre; los caballos furiosos que tiran en cuatro direcciones distintas, y desgarran los miembros de los parricidas… el aparato fúnebre de aquellos feroces espectáculos, la multitud ávida de sangre que rodea el catafalco, y los frailes entonando salmodias y empuñando sendos cirios.

Todo esto pasó por su imaginación. ¿Y qué castigo no le infligirían a él, al regicida? Un terror espantoso se apoderó de él. Es necesario advertir que Guitalens no era más adicto a Enrique de Guisa, a quien se quería coronar, que a Carlos IX, al que se trataba de destronar. Parecidos a todos aquéllos que conspiran, no por un cambio de estado social ni tampoco por una idea o un reino, por un simple cambio de personalidades, únicamente la ambición lo había decidido a correr la aventura y ahora, ante la muerte, ante el suplicio inevitable, maldecía con toda el alma su ambición.

Dirigió a Pardaillán una triste mirada y lo vio tranquilo, indiferente, como hombre perfectamente seguro de sí mismo. Entonces creyó que los guardias y carceleros que dejara en el corredor iban a extrañarse de su larga entrevista con un preso, cosa que tal vez infundiría sospechas, y sin embargo no se decidía. Su voluntad estaba paralizada. Le parecía que jamás podría levantarse del escabel.

De pronto un ruido sonoro y triste se oyó en el corredor. Guitalens se irguió con los ojos extremadamente abiertos, los cabellos erizados y llena la imaginación de este terrible pensamiento: «Me han descubierto y vienen a buscarme». No obstante, el silencio volvió a reinar. No le habían descubierto. No fue más que el ruido de un manojo de llaves que un carcelero dejó caer al suelo.

Pardaillán, que afectaba tranquila indiferencia, observaba en el rostro de Guitalens los progresos del terror y de la angustia. Esperaba con ansiedad profunda el desenlace de la escena. Podía suceder que Guitalens tuviera miedo y lo pusiera en libertad, o que este mismo temor lo paralizara y no se decidiera a soltarlo.

«En este último caso» —se decía— «soy hombre perdido. Si dentro de cinco minutos este hombre no se ha convencido de que se salva soltándome, volverá a su casa y esperará los acontecimientos. Esperará así ocho días, quince, un mes, y luego, cuando se convenza de que he mentido y de que realmente no lo he denunciado, o se figure que el perro ha podido perder e papel revelador, entonces recobrará ánimos y se vengará de mí; entonces me echará en algún subterráneo; o, por mejor decir, en una tumba».

Él también se estremeció al oír caer el manojo de llaves y estaba dispuesto a echarse sobre Guitalens para hacer una tentativa desesperada, cuando vio que el gobernador se levantaba y tambaleándose se acercaba a él.

—Juradme —balbuceó— juradme por Dios y por el Evangelio que llegaréis a tiempo para detener la carta.

—Juraré todo lo que queráis —dijo tranquilamente Pardaillán—. Pero os hago observar que el tiempo pasa y que los guardias van a asombrarse de nuestra prolongada conferencia.

—Tenéis razón —dijo Guitalens secándose la frente llena de sudor.

—¿Y qué?

En el espíritu del gobernador se trabó la última lucha. Pardaillán se moría de impaciencia, pero su rostro estaba cada vez más impasible.

—Tal vez —dijo el caballero— valdrá más dejar que las cosas sigan su curso natural. Mi amigo recibirá la carta, la entregará al rey y seré puesto en libertad. Y en cuanto a vos…, tal vez podáis disculparos fácilmente.

—Caballero —dijo Guitalens con voz sorda—, dentro de media hora estaréis en libertad.

Pardaillán tuvo bastante fuerza de voluntad para no exteriorizar su inmensa alegría, y se limitó a contestar:

—Como queráis.

Guitalens elevó los brazos hacia la bóveda como para implorar la ayuda del cielo. En efecto, los traidores del linaje de Guitalens han fabricado para su uso un dios muy cómodo que se presta siempre a ser su cómplice. Luego, satisfecho sin duda de haber puesto a Dios de su parte con aquel gesto, abrió la puerta y en alta voz dijo al preso:

—Caballero, vuestro secreto es digno, efectivamente, de ser trasmitido a Su Majestad. No dudo que el agradecimiento del rey será muy grande y que dentro de pocos instantes podré abriros la puerta de la Bastilla. El carcelero de Pardaillán estaba estupefacto.

—Ya os lo dije —exclamó sonriendo el caballero.

—A fe que os creía loco —contestó el carcelero—… Pero ahora…

—¿Ahora?

—Os creo brujo.

El gobernador, con gran apresuramiento, hizo enganchar su carroza y subió a ella diciendo en alta voz que se dirigía al Louvre. Allí fue en efecto, y permaneció en el palacio el tiempo necesario para que sus subordinados pudieran creer que había hablado con el rey. Al cabo, no de media hora, como había dicho, sino de una hora, estaba de regreso y exclamaba ante algunos oficiales:

—¡Qué gran servicio ha hecho este hombre al rey! Pero, señores, os ruego sobre todo este asunto el mayor silencio, porque arriesgaréis con ello no sólo vuestro empleo, sino también la libertad. Asunto de Estado.

«Asunto de Estado» eran las palabras mágicas capaces de amordazar a los más charlatanes. Guitalens se dirigió entonces sin pérdida de tiempo al calabozo de Pardaillán.

—Caballero —le dijo—, tengo el placer de anunciaros que, gracias al servicio que le habéis prestado, Su Majestad os perdona.

—Estaba seguro de ello —contestó inclinándose Pardaillán.

Cinco minutos más tarde, el caballero estaba fuera de la Bastilla. El gobernador lo había escoltado hasta el puente levadizo, honor que probaba a todos la estima que sentía por su ex prisionero. En el momento en que Pardaillán iba a alejarse, Guitalens le estrechó la mano de un modo muy significativo.

—¿Queréis que os tranquilice? —dijo Pardaillán sintiendo lástima del gobernador. Los ojos de éste brillaron extraordinariamente.

—Pues bien, oíd. El papel que he echado a mi perro…

—¿Qué?

—Y el amigo que debía llevar la carta…

—¿Qué?

—Pues bien, el amigo no existe y el papel estaba en blanco. Soy incapaz de denunciar a nadie, ni siquiera para salvar mi vida.

Guitalens ahogó una exclamación en la que había tanto placer como arrepentimiento. Por un instante tuvo intención de apoderarse de nuevo del que le confesaba haberse burlado de él, pero temió que tal vez Pardaillán mentía entonces y que la carta existía real y verdaderamente. Entonces repuso sonriendo:

—Sois un caballero encantador y tengo un gran placer en devolveros la libertad. Pero, si por azar cambiáis de idea y deseáis mandar verdaderamente el papel en cuestión, espero que tengáis en cuenta el servicio que hoy os hago.

—¿De qué manera?

—Olvidando mi nombre.

* * * * *

Llevaremos un instante a nuestros lectores a casa de la señora Magdalena, la vieja propietaria de la casa en que habita Juana de Piennes. Ya hemos visto que la digna matrona había ido a la posada de «La Adivinadora» en donde se enteró de la prisión del caballero de Pardaillán, que concordaba de tan extraño modo con las de sus inquilinas, y que una vez se halló de nuevo en su casa sintió gran espanto al pensar que había servido de albergue a una conspiración de hugonotes.

Su primera idea fue la de quemar la carta que le confiara Juana de Piennes. El miedo de pasar por cómplice la tenía sumamente inquieta. Pero la señora Magdalena era mujer vieja y devota. Y si se tiene en cuenta que la curiosidad de una devota es el cuadrado de la curiosidad de una vieja que no sea devota; y que la curiosidad de una vieja es el cuadrado de la de una joven, llegará a tenerse una alta idea de la curiosidad que espoleaba a la señora Magdalena. Si del punto aritmético pasamos al punto de vista sentimental, observaremos que aquella venerable mujer temblaba de espanto al pensar que se pudiera hallar la carta en su casa… Y, no obstante, no la arrojó al fuego.

Cuando, al cabo de tres o cuatro días de luchar contra su miedo, la señora Magdalena se resolvió a no quemar aquel papel, tuvo que sostener nueva lucha contra sí misma. En efecto, así que se encontraba sola cerraba la puerta y las ventanas, tomaba la carta, se sentaba y pasaba horas enteras preguntándose:

—¿Qué podrá decir ahí dentro? Volvió el papel en todos sentidos mil y mil veces; probó de abrir el pliego con un alfiler, y tanto hizo, que por fin la carta se abrió. La señora Magdalena sintió un momento miedo por la acción cometida, pero por fin se dijo:

«La verdad es que yo no la he abierto, y, por lo tanto, puedo leerla».

Y en efecto, ya la leía antes de haberse autorizado a sí misma para ello. El pliego contenía algunas palabras dirigidas al caballero de Pardaillán y otra carta que llevaba escrita una dirección. Las palabras dirigidas al caballero eran una súplica de la Dama Enlutada para que hiciera llegar la carta a su destino. Esta iba dirigida a Francisco, mariscal de Montmorency.

La vieja se quedó estupefacta y llena de remordimientos, pues veía que entre la Dama Enlutada y el caballero de Pardaillán no existía la menor relación. Por otra parte, su curiosidad no había sido satisfecha, pues había una segunda carta que abrir y ésta era la causa de su remordimiento. ¿Qué podría haber de común entre la Dama Enlutada y el mariscal de Montmorency? He aquí la cuestión que empezó a atormentar a la vieja. Durante varios días resistió heroicamente al deseo desmesurado de saber lo que una pobre obrera como su inquilina podría decir a un gran señor como Francisco de Montmorency. Por fin se sintió vencida por la curiosidad.

Un día, en que, por milésima vez, se repetía que no tenía derecho de abrir la carta, y que la Dama Enlutada podría dirigirle amargos reproches cuando gozara de nuevo de libertad, tomó una decisión. Cogió la carta, la dejó sobre la mesa, se sentó e hizo saltar el sello. En aquel momento tuvo un sobresalto. Acababan de llamar a la puerta. Entonces se abrió aquella puerta y la vieja dio un grito de terror. En su impaciencia olvidó cerrarse bajo llave y alguien entraba en el piso. Y este alguien era el caballero de Pardaillán.

—¡Vos! —exclamó la señora Magdalena cubriendo con sus manos temblorosas los papeles que habían quedado sobre la mesa. El caballero se detuvo un instante asombrado.

«Se ve que esta vieja me conoce», pensó. Luego saludó con graciosa cortesía y le dijo:

—Señora, tranquilizaos. No quiero haceros ningún mal. Perdonadme el haber entrado en esta casa, dándoos, con ello, un sobresalto, pero un asunto muy grave me ha hecho olvidar las conveniencias.

—Sí, la carta —dijo la vieja asustada.

—¿Qué carta? —preguntó Pardaillán muy asombrado.

La señora Magdalena se mordió los labios al comprender que se había hecho traición. Trató torpemente de ocultar los papeles, pero Pardaillán ya los había visto y no les quitaba la vista de encima.

—¿Ya no estáis preso? —dijo la vieja para desviar la conversación.

—Ya lo veis, señora; se equivocaron, y al reconocerlo me dieron suelta. Y mi primera visita ha sido para vos. Podéis quitarme una gran preocupación…

«No me habla de la carta», —pensó la vieja.

—… O, por lo menos —continuó diciendo Pardaillán— ayudarme a desvanecer la incertidumbre que me mata.

—¡Pobre joven! Hablad y os contestaré lo mejor que pueda.

—Diez días ha, señora, que fui preso y conducido a la Bastilla, a consecuencia de un error, que, como veis, ha sido reconocido. En el momento en que mi casa estaba invadida por los guardias, dos personas que habitaban en la vuestra estaban también amenazadas de un gran peligro, pues me llamaron en su socorro. Sé que estas dos personas fueron secuestradas violentamente el mismo día de mi prisión.

—En el mismo instante.

—Precisamente; pues bien, señora, ¿podéis darme alguna noticia sobre el particular? ¿Cómo ocurrió la cosa? Pardaillán hablaba con una emoción que enterneció a la vieja.

—Os diré todo lo que sé —contestó—. La Dama Enlutada y su hija Luisa fueron detenidas, según se dijo, porque conspiraban con vos.

—¿Conmigo?

—Sí, y es evidente que las dos pobrecitas son inocentes, puesto que vos lo sois también.

—Decidme: ¿y quién vino a detenerlas?

—Soldados al mando de un oficial.

—¿Un oficial del rey?

—No lo sé. Si hubieran sido frailes, os podría decir a qué orden pertenecen, porque las conozco muy bien.

—¿No iba con ellos el duque de Anjou?

—¡Oh, no! —dijo la vieja asustada.

Pardaillán guardó silencio. Comprendía que no iba a averiguar nada de aquella vieja. El misterio, lejos de aclararse, era cada vez más complicado.

—¿No tenéis idea del lugar a que pueden haberlas conducido?

—No… Estaba tan turbada, como podéis comprender…

—Cuando entré —dijo de pronto el caballero— me hablasteis de una carta. ¿Acaso me escribieron aquellas desgraciadas? Las manos de la vieja se crisparon sobre los papeles que había encima de su delantal.

—Sí…, es decir…

—Veamos, señora. ¿Qué papeles son ésos que arrugáis?

—Caballero, os juro que no los he abierto yo —exclamó la vieja.

Y con gesto convulso tendió los papeles a Pardaillán, el cual los cogió ávidamente y recorrió con una sola mirada la carta que le estaba dirigida.

—La Dama Enlutada me hizo prometer que os entregaría estos escritos —dijo la señora Magdalena con volubilidad— os juro que en el acto me fui a «La Adivinadora» para cumplir mi promesa, pero como os habían detenido, los guardé cuidadosamente para entregároslos a la primera ocasión.

—¿Nadie los ha visto? —preguntó Pardaillán con temblorosa voz.

—Nadie, mi querido señor, nadie en el mundo; os lo juro por la Virgen.

—¿Quién los ha abierto, pues?

—Se han abierto solos —contestó ella con el aplomo que da la desesperación—. Estaban mal cerrados.

—¿Los habéis leído?

—Uno solo, señor, uno solo. El que os estaba destinado.

—¿Y el otro?

—¿La carta para el mariscal de Montmorency?

—Sí.

—Iba a leerla cuando habéis llegado.

—Señora —dijo Pardaillán levantándose—, me llevo estos papeles. Ya lo veis, estoy encargado de entregar esta carta al mariscal de Montmorency. Nadie en el mundo me podrá impedir que cumpla la voluntad de la que me ha honrado con su confianza. En cuanto a vos, señora, habéis cometido una mala acción al abrir estos pliegos que no os estaban destinados. Sin embargo, os lo perdonaré con una condición:

—¿Cuál, caballero?

—La de que no hablaréis a nadie de estos papeles.

—¡Oh! En cuanto a esto ya podéis estar tranquilo. Tendré miedo de comprometerme —dijo ingenuamente la devota.

«Bueno» —pensó Pardaillán—. «He aquí que esto me tranquiliza más que todos los juramentos».

El caballero saludó a la señora Magdalena y se retiró. Fuera halló a Pipeau que lo esperaba. Atravesó tranquilamente la calle y entró en la posada. Maese Landry, que llevaba un vaso de vino a uno de sus clientes, lo dejó caer lleno de asombro al ver a Pardaillán.

—Buenos días, maese Gregoire —dijo Pardaillán.

—¡Él! —exclamó aterrado el posadero.

—Tranquilizaos, querido amigo, ya comprendo la alegría que experimentáis al verme de nuevo, pero ello no es una razón para no preguntarme si tengo apetito y si comería de buena gana.

Landry contestó dando un gemido. Su mirada vacilante se dirigió primero al caballero, que a la sazón se sentaba ante una mesa, y luego al perro, que le enseñaba los dientes. Lleno de desesperación, fue hacia la cocina y sentándose sobre un escabel se dio a sí mismo dos puñetazos sobre el cráneo.

En vista de tan grande desolación, su esposa comprendió que había ocurrido una catástrofe; precipitose, pues hacia la sala, y al ver a Pardaillán lo comprendió todo. Suponiendo que ella experimentara la misma desesperación que su marido, hay que confesar que la traducía de un modo muy diferente. Se ruborizó, y acercándose con viveza al caballero, lo felicitó por su regreso y empezó a preparar activamente la mesa.

—¡Ah, señor caballero! —dijo dulcemente—. ¡Qué miedo me habéis dado! Desde hace diez días apenas si puedo dormir por la noche.

«Pobrecilla» —pensó Pardaillán—. «¡Qué lástima de que se haya dado cuenta de mi amor por Luisa!».

A pesar de no ser consciente de ello, los ojos del caballero miraban más tiernamente de lo que, sin duda, la hostelera tenía costumbre de ver, porque se ruborizó. Ligeramente vestida, iba de una parte a otra con la sonrisa en los labios y tarareando una cancioncilla, empujando a las criadas y preparando un festín digno de Pardaillán.

—¡Pobre joven! ¡Qué flaco se ha puesto! —dijo a su marido.

—Así se hubiera derretido como la manteca en el fuego —contestó maese Landry.

—Señor Gregoire, veo que sois muy malo.

—No, señora Landry, pero este joven y su perro me van a arruinar tras un ayuno de diez días.

—Bueno, pero ya habéis cobrado por anticipado.

—¡Cómo! —exclamó majestuosamente Landry.

—¿Habéis olvidado acaso que os quedasteis con todo el dinero que el joven dejó en su habitación? Y si os lo reclama, ¿qué diréis? Creedme, señor Gregoire, haced buena cara a vuestro huésped para que no os pida cuentas.

Maese Landry comprendió la fuerza de este razonamiento. Adoptó enseguida alegre aspecto y se fue a rondar alrededor del caballero, al cual la señora Landry servía ya un pedazo de cierto pastel que a Pardaillán gustaba con delirio.

—¡Oye, querida! —dijo Landry a su esposa—. ¿Acaso no has visto al pobre Pipeau que está medio muerto de hambre? ¡Hola, Pipeau! Tú también estás aquí, ¿verdad? ¡Qué perro tan bueno tenéis, señor caballero! Oye —continuó hablando a su esposa—. Ve a ver si en la cocina encuentras algunos huesos, Señor caballero, hacedme el favor de probar este vino. Lo guardaba para vuestro regreso.

Pardaillán le dejaba hacer y se relamía de gusto.

Pipeau, magnánimo, no gruñía, contentándose con Vigilar de lejos el pie de maese Landry. Así se restableció la paz entre todos ellos. Pardaillán marchó al establo y se convenció de que nada faltaba al caballo y de que el noble animal había sido bien cuidado durante su ausencia. Luego subió a su habitación y su primer movimiento fue ceñir la espada, que estaba colgada en el muro. Entonces leyó tres o cuatro veces seguidas la carta que le había dirigido la Dama Enlutada.

«En una palabra» —se dijo—, «se trata de entregar al mariscal de Montmorency esta otra carta».

Y lo mismo que la señora Magdalena, Pardaillán se preguntó qué relaciones podía tener la que él creía una pobre obrera con el gran mariscal de Montmorency. La carta estaba allí, encima de la mesa. Pardaillán se paseaba a lo largo de la habitación muy pensativo, y a cada vuelta que daba, sus ojos se fijaban en la carta, que estaba abierta. Pero no la leería. Y sin embargo… ¿Qué mal haría leyéndola? ¿Y quién sabe si no encontraría indicaciones preciosas sobre las gentes que se habían apoderado de Luisa y de su madre? Sin duda alguna la Dama Enlutada imploraba la protección del mariscal de Montmorency. Si es así, Pardaillán podría sustituir al mariscal. La protección de tal señor era muy problemática, mientras que la suya pertenecía en absoluto a Luisa.

«¿Qué necesidad hay de que intervenga el mariscal? Si alguien debe libertar a Luisa y su madre, éste soy yo. No quiero que nadie más se mezcle en este asunto. Leámosla, pues». —Y cogiendo la carta que la señora Magdalena había abierto, Pardaillán vaciló todavía. Pero al pensar que era preciso socorrer a Luisa y que tal vez allí encontraría los datos necesarios, no tuvo ya más escrúpulos. Además sentía un poco el aguijón de los celos y no quería que otro tuviera el honor de salvar a Luisa y a su madre.

El joven desplegó bruscamente el pergamino y empezó a leer. La lectura duró largo rato. Una vez terminada, el caballero de Pardaillán estaba muy pálido. Dejó el pergamino sobre la mesa y mirándolo fijamente se dibujó en sus labios una amarga sonrisa. Luego, de codos sobre la mesa, y quizá por primera vez en su vida, el caballero se puso a reflexionar. Su imaginación debió arrastrarlo a las regiones de la desesperación, porque cuanto más reflexionaba más sombrío se ponía.

Un suspiro profundo salió de su pecho. Volvió a tomar la carta y la leyó de nuevo, deteniéndose en dos o tres pasajes esenciales; repitió a media voz frases enteras, como si el testimonio de sus ojos no fuera bastante para convencerlo y en cuanto hubo terminado esta segunda lectura la carta se escapó de sus manos. El caballero de Pardaillán dejó caer la cabeza sobre su pecho y se puso a llorar.

* * * * *

La carta de Juana de Piennes estaba fechada el 20 de agosto de 1558, es decir, el año mismo en que Francisco de Montmorency se desposó con Diana de Francia, hija natural de Enrique II. A la sazón hacía catorce años que aquella carta había sido escrita.

He aquí lo que decía la carta:

He sufrido el dolor más grande que pueda sufrir una esposa. Mi alma esta todavía dolorida, mi corazón se desgarra y a pesar de todo no me muero. Tal vez mi hora no ha llegado todavía y además lo que me liga a la vida es la alegría de inclinarme sobre la camita de mi hija. Si yo muriera, ¿quién cuidaría de ella? Es necesario vivir.

Cuando me ahogan los sollozos, cuando me parece que este pobre corazón marchito va a cesar de latir, cuando creo que el dolor va a vencerme por fin, voy a sentarme al lado de su pequeño lecho la contemplo y entonces poco a poco siento que el valor y la vida me sostienen de nuevo.

¡Tiene ya cinco años! ¡Oh, si pudieras verla, Francisco! En este momento duerme apacible, confiada, pues sabe que su madre vela junto a ella. Sus sueltos cabellos esparcidos por la almohada rodean su cabeza como una aureola; sus labios sonríen, su pecho se levanta dulcemente y es feliz. ¡Qué hermosa es! ¡Qué ángel, Francisco! No es posible imaginar nada más gracioso, más tierno y más puro. Es tu hija, querido esposo.

Hoy, Francisco, se ha celebrado tu matrimonio. Las gentes de la calle en que vivo no hablan más que de la pompa de esta ceremonia y añaden que Diana es digna esposa de un noble señor como tú. ¡Ay de mí! ¿No era yo digna de asegurar tu felicidad? Hoy todo ha terminado. La única esperanza que había en mi alma acaba de desvanecerse. El día en qué tu padre me arrojó de su casa, destrozó mi corazón como si lo hubiera oprimido con su fuerte mano cubierta del guantelete; el día en que, casi loca, salí balanceándome de su palacio en donde, para salvarte, acababa de firmar mi ruina, el día en que, fuera de mí, agonizante, me hundí en el negro París con mi hija en brazos, aquel día, Francisco, creía haber rebasado los límites del dolor humano. Pero ¡ay! No había vivido aún el presente día.

Por grande que fuera mi desgracia, entreveía aún más allá de los horizontes fúnebres que me rodeaban, algo parecido a una aurora… Pero hoy todo ha terminado y todo lo que me rodea es negro. Todo ha terminado, Francisco, pero, no obstante, a mi te une indiscutible lazo. Tu hija vive. Tu hija vivirá y por ella he callado, por ella he sufrido calvarios de desesperación y por ella he sufrido el martirio.

Tu hija vivirá Francisco, «Debería callarme por ella, pero hoy, es por ella que quiero hablar». ¿Te he dicho ya que se llama Luisa? Lleva admirablemente este bonito nombre. Si quieres figurarte a tu hija, Imagínate la más hermosa que hay en el mundo y todavía no te harías cargo. Sería necesario que la vieras.

Soporto para mí la desgracia. Estoy resignada a llevar una vida desheredada y me he resignado a perder mi título de esposa sin haber merecido tal afrenta, pero quiero que Luisa sea feliz. Toda la vida que me resta fuerza de voluntad, energía, pensamiento, todo está aquí. No quiero que Luisa sea desgraciada sin motivo y herida sin causa como yo lo he sido. Para esto es necesario que tú puedas abrir tu corazón a tu hija.

Es necesario que pueda entrar con la cabeza muy alta en tu casa y ocupar en tu hogar el sitio que le corresponde. Y para ello, querido esposo, debes saber la verdad la verdad entera… Te llamo todavía mi esposo, porque tal serás a mis ojos hasta que me muera.

Te casaste conmigo en la antigua capilla de Margency. Acuérdate de aquella noche en que nuestra boda, tuvo por testigo un moribundo y en que ante el cadáver de mi padre, muerto por la emoción, juraste amarme Siempre. Tal como te vi aquella noche, querido esposo mío, sigo viéndote todavía. ¿Y qué importan las órdenes del condestable, del Rey o del Papa? ¿Qué me importa lo que ellos hayan decidido o convenido? Tú eres mi esposo, Francisco.

Ahora es necesario que sepas el abominable crimen que nos ha separado. Vas a saberlo todo. Tu padre fue cruel, y tu hermano criminal; tu amante esposa puede llevar dignamente tu nombre y tu hija tiene el derecho de habitar la casa de los Montmorency, No creas que voy a turbar tu vida. Únicamente te escribo esta carta porque es necesario que la verdad resplandezca. Más para enviártela, para hacerla llegar a tus manos, espero tres cosas:

La primera es que tu padre haya muerto. Porque el condestable haría descargar su ira sobre ti, en cuanto supiera que conoces el secreto.

La segunda es que mi hija, tu Luisa, tenga edad bastante para defender mi memoria y hablar valientemente, cual corresponde a una Montmorency y a una Piennes.

La tercera es que me sienta a punto de morir o que un gran peligro amenace a nuestra hija.

En tanto que no se cumplan todas y cada una de estas tres condiciones, permaneceré en la sombra, feliz aún al pensar que callándome aseguro la paz y la felicidad del hombre a quien tanto he amado. Mi vida no tiene para mí ningún valor. Lo que me importa, Francisco, es la vida y la felicidad de nuestra hija.

Cuando recibas esta carta Luisa tendrá bastante edad para poder hablarte, tu padre ya habrá muerto y por este lado nada podré temer para ti. Pero también entonces, o yo estaré moribunda o Luisa amenazada por algún peligro. En ambos casos, Francisco, la última voluntad de tu esposa es que concentres en Luisa aquel amor del que yo estaba tan orgullosa; que corras en su auxilio, que la tomes bajo tu amparo y que le des el nombre al que tiene derecho, pues nació cuando yo aún era tu esposa, y, por fin, que le hagas llevar la vida de una digna heredera de los Montmorency.

Y ahora, Francisco, querido esposo mío, voy a relatarte el espantoso secreto. Tu hermano Enrique me amaba. Toda nuestra desgracia se resume en estas palabras. No tuvo reparo en manifestármelo. Más yo esperé que la rectitud y el deber acabarían por vencer en un hombre tan joven todavía. Creía que mi amor por ti me pondría al abrigo de su amor. Me callé para no desencadenar la guerra entre los miembros de una familia ilustre.

La noche de tu partida para la guerra tenía en mis labios una confidencia. Ya sabes qué precipitados acontecimientos tuvieron lugar y cómo se celebró nuestro matrimonio. Al día siguiente te esperé en vano. Te habías marchado. La confidencia que quería hacerte, hela aquí, Francisco mío. Estaba encinta e iba a darte un hijo. Luisa nació mientras tú te batías.

En aquellos meses terribles en que te creía muerto yo misma estuve a punto de morir. Tu hermano desapareció y yo esperé que se hubiera marchado para siempre. Un día me robaron mi hija. Y mientras yo, loca de dolor, la buscaba, apareció tu hermano anunciándome tu regreso y al mismo tiempo me dijo que conocía al hombre que había robado a la niña. Y mientras yo, temblorosa, me entregaba a la esperanza de verte de nuevo, y me preguntaba qué locura impulsaba a tu hermano, entonces se abrió bajo mis pies el abismo que debía tragarme.

He aquí, pues, lo que supe, en el mismo instante en que tú llegabas y cuando yo oía tu querida voz. Nuestra Luisa estaba en poder de un hombre pagado por tu hermano… Un miserable llamado el caballero de Pardaillán. Este monstruo debía, a una seña de tu hermano, degollar a la niñita. ¡A tu hija, Francisco, a mi querido angelito!, y tu hermano haría la señal convenida al caballero de Pardaillán si yo tenía la desgracia de pronunciar una sola palabra ante ti mientras era acusada de adulterio por tu propio hermano.

Ya conoces la espantosa escena que siguió. Ya sabes ahora por qué me callé al acusarme tu hermano. Me callé, Francisco, y, no obstante, mi alma se agitaba desesperada protestando contra tal sufrimiento. Me callé, sintiendo que la locura invadía mi cabeza. Me callé, y la naturaleza, sin duda apiadada de mi estado, me hizo perder el sentido y cuando lo recobré tú habías desaparecido. Yo estaba condenada, pero, en cambio, tu hija se había salvado. ¡Ah, Francisco! ¡Maldito sea para siempre el ser abominable que lleva tu nombre…, tu hermano…, tu miserable hermano, que fue aquel día un infernal demonio para mi pérdida y la tuya! ¡Maldito sea aquel Pardaillán, aquel cómplice indigno que aceptó la indigna tarea!

Pero es necesario decirte el resto. Una vez que te hubiste marchado, mi hija me fue devuelta por un desconocido. Entonces corrí a Montmorency para decírtelo todo, pero ya te habías marchado hacia París. Entonces yo también fui a París y vi al condestable. Y éste, que supo de mis labios toda la verdad, me dio a escoger entre renunciar a mi título de esposa, o ser tú encerrado en el Temple para toda la vida. Firmé. Firmé y desaparecí, quebrantada materialmente, pero en compañía de mi hija.

He vivido para ella y para ella viviré, pues es necesario que viva. Ahora, querido esposo, ya sabes la horrorosa verdad. Te juro que si yo sola fuera la víctima, me hubiera muerto llevándome a la tumba mi secreto. Pero, ahora lo escribo para que llegue a tus manos el día de mi muerte, y estoy segura de que, gracias a esta revelación, Luisa recobrará el rango a que tiene derecho y que inaugurará una vida llena de felicidades.

Apresúrate, pues, esposo mío. Cualquiera que sea el año, día y hora en que recibas esta carta, sigue al mensajero que te mandaré, acude al lado de tu mujer inocente que siempre ha sido digna de ti y que no ha cesado de amarte; al lado de tu Luisa, que quiero devolver a los brazos de su padre.

JUANA DE PIENNES,

Duquesa de Montmorency.

Tal era la carta que acababa de leer el caballero de Pardaillán. Por una especie de culto conmovedor, de protesta tal vez, consciente de su derecho moral y de su perfecta inocencia, la desgraciada Juana lo había firmado con su título… Duquesa de Montmorency. El papel, como hemos dicho, había caído de las manos de Pardaillán. Durante algunos minutos, el joven permaneció inmóvil, atontado, como si se hubiera enterado de una gran catástrofe.

En efecto, una catástrofe había caído sobre él. Lloraba silenciosamente, y aun cuando ardientes lágrimas corrían por sus mejillas, no se cuidaba de secarlas. Por fin recogió el pergamino, lo frotó maquinalmente contra la manga de su vestido y lo colocó ante sus ojos para convencerse de su desgracia. Su mirada cayó entonces sobre la firma: «¡Duquesa de Montmorency!».

«¡Luisa es hija de los Montmorency!».

Esta sorda exclamación revelaba una parte de su amargura.

En efecto, Pardaillán, pobre diablo sin un cuarto, hubiera podido casarse con Luisa siendo ésta hija de una modesta obrera; pero Luisa, convertida en la hija de un mariscal de Montmorency, no podía ser la esposa del pobre caballero. Si entonces los reyes ya no se casaban con sus pastoras, menos todavía las princesas daban su mano a aventureros sin título, sin gloria y sin dinero.

Es necesario darse cuenta de que el nombre de Montmorency evocaba entonces formidable poderío y esplendor. Durante la vida del condestable, aquella casa, una de las más orgullosas de la nobleza del reino, había conocido el apoyo de la grandeza, y una vez el condestable muerto, el nombre conservaba todavía todo su prestigio. Y si se piensa en que Francisco era el jefe de un poderoso partido que contrarrestaba el de Guisa por una parte y el del rey por la otra, se comprenderá que Pardaillán experimentara una especie de vértigo al medir la distancia que entonces lo separaba de Luisa.

«Todo ha concluido», murmuró repitiendo la frase desesperada que leyera en la carta de la Dama Enlutada, es decir, de Juana de Piennes.

Era el despertar de un sueño. Entonces, no obstante, pareció al caballero que en su corazón entraba un rayo de esperanza. ¿Y si Luisa lo amaba? ¿Y si no se dejaba deslumbrar por la nueva situación que la esperaba?

«Pero no, pobre loco» —se decía en seguida—. «Aun cuando Luisa me amara, ¿acaso su padre consentiría en tal alianza? ¿Quién soy yo? Menos que nada, un truhan para la mayor parte de las gentes; un aventurero sin hogar, pues no poseo en el mundo otra cosa que mi espada, mi caballo y mi perro».

Pipeau, en aquel momento, colocó su expresiva cabeza sobre las rodillas de su amo y éste lo acarició dulcemente.

«Y además» —continuó—, «¿qué pruebas tengo de su amor? Al cabo, todo ello es una ilusión mía. Nunca le he dirigido la palabra y me he figurado que me ama porque me miró sin enojo el día en que me atreví a tirarle un beso, y además porque me pidió auxilio en un momento terrible. ¡Ah, tonto de mí! ¡Vaya, no debo esperar!».

Se levantó y dio algunos pasos rápidos por la habitación.

«¡Oh!», —dijo cerrando los puños—. «Me olvidaba de lo más importante. No solamente Luisa no puede ser mía, ni me ama, según todas las apariencias, sino que debe odiarme. El día en que su madre le diga lo que hizo mi padre, y sepa que me llamo Pardaillán, ¿qué sentimientos podré tener por mí, sino de repulsión? ¡Ah, padre mío! ¿Qué hicisteis? ¿Y por qué, ya que soy vuestro hijo, no he podido seguir vuestros consejos?».

Cogió de nuevo la carta y leyó otra vez el pasaje que se refería a su padre como si esperara haberse engañado. Pero la acusación era clara, precisa, terrible. Se encontraba, pues, con que él amaba a Luisa, y su padre había sido el raptor de aquella misma niña. Luisa, por lo tanto, sólo podía sentir odio y desprecio por Pardaillán y por su hijo. El caballero hizo un gesto de ira.

«Pues bien» —exclamó sordamente—, «ya que todo nos separa, ya que ella debe odiarme, ¿por qué me ocuparé de lo que le sucede? Sí, ¿por qué he de llevar esta carta? ¿Y qué me importa la señora duquesa de Montmorency que maldice a mi padre y que me maldecirá seguramente a mí? ¿Qué me importa su hija? Si son desgraciadas, que las socorran otros. Que pidan auxilio a un rico y poderoso hidalgo digno de casarse con una Montmorency. Vamos, fuera debilidades. ¡Oh, padre mío! ¿Por qué no estáis aquí para infundirme valor? Pero ya que no vuestra presencia, tengo vuestros consejos y os juro que éstos los seguiré. Seamos hombres, ¡qué diablo! La vida y la felicidad son para los más fuertes. Seamos, pues, como ellos. Aplastemos a los débiles, tapémonos las orejas al oír gritos lastimeros, rodeemos nuestro corazón de triple coraza y emprendamos la conquista de la felicidad con el hierro, ya que no puedo obtenerla con el amor».

Extraña exaltación trastornaba al joven, que se paseaba por la habitación dando grandes pasos y gesticulando a pesar de ser tan sobrio de gestos, y hablando en alta voz, aun cuando de ordinario hablaba siempre conmensurado tono.

Resumió entonces su situación, y realmente era espantosa. Tenía por enemigos a la reina Catalina, es decir, a una de las mujeres más poderosas y más implacables de la época; al duque de Anjou y a sus cortesanos, a quienes había ofendido gravemente; al duque de Guisa, a quien Guitalens se apresuraría, sin duda alguna, a poner al corriente de lo sucedido en la Bastilla. La Médicis, el hermano del rey y el jefe del partido religioso. ¡Qué poderosos enemigos!, y al pensar que él, sin valimiento, que no tenía más que su espada, se había captado tan temibles adversarios, capaces de aplastar al más poderoso señor del reino, una especie de vértigo lo invadía.

«Solo contra la reina, solo contra Anjou, solo contra Guisa. Vamos, si muero no podrá decirse que fui atacado por enemigos pequeños».

Y rompió en una amarga carcajada.

«Ya me olvidaba. En la nomenclatura de mis enemigos olvidaba a Montmorency. Caramba, éste no es tampoco el menor. Y cuando la señora de Piennes le haya repetido que mi padre atentó contra su hija, no me asombrará que este digno señor trate de acabar conmigo, en caso de que la Médicis no me haya encerrado ya en alguna mazmorra, que los cortesanos del duque de Anjou no me hayan acribillado a puñaladas en alguna oscura callejuela o el señor de Guisa no me haya hecho matar por Crucé, Pezou o Kervier. Hay que luchar. Siento que he nacido para la lucha. En guardia, pues, señores, guardaos cual yo me guardo».

Y desenvainando su espada con aquel gesto rápido que le era familiar, Pardaillán se tiró a fondo cinco o seis veces contra la pared. Con los cabellos erizados, los ojos despidiendo llamas y la frente bañada de sudor la sonrisa en los labios y los ojos llenos de lágrimas, estaba en aquel momento magnífico y terrible.

—¡Jesús, Dios mío! ¿Con quién os las habéis ahora, señor caballero? —dijo una voz y la señora Landry apareció pronunciando estas palabras con voz dulce y acariciadora. Pardaillán se detuvo, envainó la espada, trató de dar tranquila apariencia a su rostro y contestó:

—Estaba ensayando, mi querida señora Landry. Mis brazos se han enmohecido durante estos últimos diez días… Pero, dejemos esto. ¿Sabéis que os agradezco mucho el haber venido a verme? Vamos, no lo neguéis, sois la perla de la calle de San Dionisio.

—¡Oh, señor caballero!

—Como lo digo; y al primero que sostenga que no Sois la más hermosa hostelera de París, lo extermino.

—¡No os burléis más, señor! —dijo la mujer dando un delicioso grito de espanto. Pardaillán la cogió por la cintura, y resonaron dos sonoros besos sobre las frescas mejillas de la señora Landry.

—Perdonadme el haber entrado de este modo… Venía…

—Poco importa a, lo que veníais. Siempre llegáis a tiempo. ¡Por Barrabas! Os Juro que nunca he visto labios más rojos más lindos que los vuestros. Sois capaz de condenar a un arzobispo.

—Venía… por esto… —acabó diciendo la señora Landry.

—¿Esto? —exclamó Pardaillán examinando con el rabillo del ojo un talego repleto que la hostelera depositaba en una esquina de la mesa.

—Sí, señor caballero, cuando os prendieron… olvidasteis el dinero allí…, y yo, ya comprendéis, os lo he guardado y ahora os lo devuelvo.

Pardaillán se puso pensativo.

—Señora —dijo de pronto—, vos decís una mentira.

—¡Yo, Dios mío!… Os juro…

—No juréis fue vuestro marido, maese Landry, que le quedó con mis pobres escudos, y vos, buena mujer me los devolvéis.

—Y aunque así fuera… —dijo ella tímidamente.

—Señora Landry —dijo Pardaillán con aquel aire socarrón que desesperaba tanto a la buena mujer—. Os equivocáis; debía este dinero a vuestro marido, y no lo he olvidado, sino que lo he dejado para él. Así, pues, querida amiga, volved a meter esta talega en el cofre de vuestro marido.

—¿Pero qué va a ser de vos? Partámoslo por lo menos.

—Mi querida amiga, es necesario que sepáis una cosa, y es que nunca me siento tan rico como cuando no tengo un sueldo. Además me queda este broche —añadió mirando la joya que le enviara la reina de Navarra y que llevaba en su hombro.

La señora Landry volvió a tomar el saco suspirando.

—No obstante —continuó el caballero, abrazándola de nuevo— no creáis que es amo menos. Tenéis buen corazón, amiga mía, y sois tan buena como hermosa…

—Buena… tal vez, pero hermosa.

—Como os lo digo. ¿Me desmentiréis acaso? Os aseguro que sois la mujer más bonita que he visto nunca. Tenéis ojos que lanzan rayos, mejillas que a las rosas podrían compararse, dientes blancos como la nieve y un cuerpo idealmente formado… ¡Ah, amiga mía! Creo decididamente que os adoro.

La señora Landry bajó la cabeza y dos lágrimas brillaron en sus párpados.

—¡Cómo! ¿Lloráis? —exclamó Pardaillán con la misma vehemencia mientras en sus ojos se pintaba la desesperación—. ¿Lloráis en el momento en que os declaro mi amor?

La señora Landry se desprendió dulcemente de los brazos de Pardaillán.

—¡Cómo debéis sufrir! —dijo con voz alterada.

Pardaillán se estremeció.

—¡Yo sufrir! ¿Por qué lo creéis así?

—Señor caballero…

—Querida mía.

—¿No os molestará que diga lo que pienso?

—¿Y qué diablos pensáis? Tengo curiosidad por saberlo.

La señora Landry levantó sus hermosos ojos para mirar al joven.

—Pienso —dijo melancólicamente— que tenéis un gran pesar. ¡Oh, no riais! Me hace daño vuestra alegría fingida y a vos os hace más aún. Sí, señor caballero. Tenéis el corazón triste porque amáis. ¿Creéis que no lo he notado? Perdonadme si he observado vuestros actos. Os he visto pasar muchas horas en vuestra ventana contemplando aquella otra pequeñita que se descubre más allá —dijo señalando la casa de la Dama Enlutada—. Os he visto bajar malhumorado el día en que no se abría la ventana, y amable cuando podíais contemplar a la vecinita. Amáis y la que desapareció lo hizo llevándose vuestro corazón. ¿Vos creéis, pobre hombre, que no os aman? Pues estáis engañado, porque sois correspondido.

Pardaillán cogió con viveza la mano de la señora Landry.

—¿Cómo lo sabéis? —preguntó con vehemencia.

—Lo sé, señor, porque si os he observado a vos, también he vigilado los movimientos de la vecinita. Y si bien es muy fácil engañar a una indiferente, es imposible hacerlo con una mujer…

La señora Landry se calló palpitante y acabó diciendo para sí:

«… Es imposible engañar a una mujer celosa… que ama».

Pardaillán no oyó estas palabras, pues no fueron pronunciadas, pero las comprendió. Inefable emoción contrajo su garganta y con dulce acento murmuró:

—Querida mía, sois un ángel. —Y a pesar de sus esfuerzos, sus ojos se llenaron de lágrimas.

—¿La amáis mucho? —preguntó la señora Landry en voz baja.

Él no contestó, y se limitó a estrechar, convulso, las manos de la hostelera. Ésta se acercó a él y depositó sobre su frente un beso en que su alma, dulce y buena, puso un mundo de consuelos casi maternales. No sabemos cómo habría terminado esta escena, si no se hubiera oído la voz de maese Landry que desde abajo llamaba a su mujer. Ésta salió ligeramente, feliz y desgraciada a un tiempo.

«¡Pobre mujer!» —pensó Pardaillán—. «Me ama y, no obstante, trataba de consolarme engañándome, pero ¡se acabó! Luisa no me ama ni puede amarme. Pues yo tampoco. Vuelvo a ser libre y podré disponer libremente de mi corazón, de mi pensamiento y de mis pasos. Váyase al diablo París. Desde mañana empiezo a buscar a mi padre, y en cuanto a esa carta, llegará a su destino como pueda».

Diciendo estas palabras, Pardaillán cogió la carta de Juana de Piennes, la cerró de nuevo, la guardó en su jubón y con movimiento rápido salió a la calle, resuelto a no preocuparse más por lo que pudiera acontecer a Luisa, a su madre y a todos los Montmorency de Francia. Eran entonces las dos de la tarde.

Lo que hizo Pardaillán aquel día es probable que lo ignorase él mismo. Se le vio en dos o tres tabernas en las que era conocido. No tomó ninguna precaución por ocultarse, y a pesar de que su situación era peligrosísima, anduvo descuidadamente por todas partes, ocupado a veces en injuriarse a sí mismo y otras en discutir entre dientes alguna resolución importante. Hacia las cinco se halló calmado, lleno de sangre fría y dueño de sí mismo. Miró a su alrededor y se vio no lejos del Sena, casi enfrente del Louvre y en un suntuoso hotel y como si hubiera ignorado que su paseo lo había conducido allí, exclamó encolerizado:

«¡El hotel de Montmorency! ¡Oh, no, no entraré!». —Y casi al mismo tiempo, Pardaillán se acercó a la gran puerta y dio furiosamente con el aldabón.