XXI - Alicia de Lux

LA PUERTA SE ABRIÓ. La joven atravesó una especie de jardincillo que no medía más que unos cinco metros de largo y penetró en la casa, que constaba de planta baja y un piso. Un muro bastante elevado, en el cual se abría una puerta verde, separaba el jardín de la calle de la Hache; callejuela más bien estrecha, apacible, cuyo silenció fue turbado durante tres años por los albañiles que edificaron el hotel de la reina, pero que recobró luego su habitual silencio hasta el punto de que, como ya hemos visto, el paso de un caballero era suceso bastante para causar sensación, y despertar la curiosidad de sus habitantes.

Si la calle, a causa de ese silencio y de la sombra que proyectaba el edificio de la reina Catalina, parecía bastante misteriosa, la casa de la puerta verde lo era más todavía. Nadie entraba nunca en ella. Una mujer de unos cincuenta años la habitaba, y nadie hubiera sabido decir si lo hacía a título de propietaria, de ama de llaves o de sirvienta. Era conocida en el barrio con el nombre de la señora Laura, Siempre iba vestida con gran limpieza y hasta con cierto atildamiento. Hablaba muy poco. Cuando salía lo hacía deslizándose a lo largo de los muros y sus salidas tenían siempre lugar al apuntar el día o hacia el crepúsculo. Inspiraba a todos cierto temor, aun cuando parecía buena persona, y a pesar de que los domingos asistía a la misa y a los oficios. En una palabra, era uno de aquellos seres extraños de los que se habla mucho en los barrios, precisamente porque no hay nada que decir de ellos. En cuanto a su nombre, de origen italiano, no podía dar lugar a desconfianzas, porque la misma reina Catalina era originaria de Florencia.

Laura, al ver entrar a Alicia, no manifestó gran sorpresa. No obstante hacía casi diez meses que la joven no había estado en la casa. Tal vez Laura esperaba su llegada.

—¿Ya estáis aquí, Alicia? —dijo tranquilamente.

—Fatigadísima a más no poder, mi buena Laura; cansada de alma y de cuerpo, disgustada por mi infamia y hastiada de la vida.

—¡Vamos, vamos! ¡Siempre seréis la misma! ¡Una exaltada que se excita por nada!

—Prepárame un poco de aquel elixir que me dabas.

—En seguida. ¿Y no queréis comer?

—No tengo apetito.

—Mal síntoma en una mujer como Vos —dijo la Vieja vertiendo en una taza de plata algunas gotas de una botella que sacó de un armario.

Alicia bebió de un tirón el brebaje que contenía la taza; en el acto pareció experimentar mayor bienestar y sus labios pálidos recobraron su color de grana. Se quitó el vestido que llevaba y se puso en cambio una especie de bata blanca sujeta a la cintura por un cordón de seda. Entonces examinó la estancia como complaciéndose en reanudar sus relaciones con los objetos que la rodeaban. De pronto sus ojos se posaron sobre un retrato y lo miró largo rato.

Laura la miraba siguiendo todos sus movimientos con marcado interés. Era evidente que su carácter en aquella casa era superior al de la sirvienta. Tal vez entre aquellas dos mujeres había un misterioso lazo, porque Alicia no ocultaba nada a la vieja. Al cabo de algunos minutos de tal contemplación, Alicia mostró el retrato a Laura.

—Es necesario quitar este retrato de ahí —dijo.

—¿Para colocado en vuestro dormitorio? —preguntó la vieja con sonrisa que se hubiera podido calificar de cínica.

—¡Para romperlo! —contestó Alicia, ruborizándose—. ¡Rómpelo enseguida ante mí!

—¡Pobre mariscal! —murmuró la vieja mientras se subía sobre una silla para descolgar el retrato.

En cuanto lo hubo hecho desgarró la tela en tiras y las arrojó al fuego. Alicia, sin decir una palabra, asistió a esta ejecución. Entonces se dejó caer en un gran sillón y tendió sus manos a las llamas como si tuviera frío.

—Laura —dijo luego con cierta vacilación—, el viernes próximo vendrá un joven…

La vieja, que miraba arder la tela del retrato, volvió los ojos hacia Alicia. Y a la sazón sus ojos expresaban gran piedad.

—¿Por qué me miras así? —dijo Alicia—. Me compadeces, ¿no es cierto? En efecto, soy digna de tu compasión. Pero escúchame. Este joven vendrá los lunes y los viernes.

—Como el otro —dijo Laura atizando el fuego.

—Sí, como el otro…, porque los lunes y los viernes son los únicos días en que tengo libertad. ¿Comprendes lo que espero de ti, mi buena Laura?

—Muy bien, Alicia. Vuelvo a ser vuestra pariente. Vuestra prima, ¿no es así?

—No, he dicho que eres mi tía.

—Bueno. Voy progresando. Vuestro nuevo amante debe ser más linajudo que el mariscal de Damville.

—¡Cállate! —dijo sordamente Alicia—. Enrique de Montmorency no era más que mi amante.

—¿Y el nuevo qué será?

—A éste lo amo.

—Y el otro… No el mariscal, sino el primero, ¿no lo amabais también?

—¡El marqués de Panigarola! —exclamó.

—A propósito, ¿sabes lo que le ha sido de aquel noble marques? ¿Sabes que ha sido de él?

—¿Cómo quieres que lo sepa?

—Se ha hecho religioso.

Alicia dio un grito.

—¿Os asombra, no es cierto? ¡Pues es como os lo cuento! Aquel espadachín, aquel diablo encarnado, héroe de todas las orgías, es ahora un digno carmelita. ¡Fraile a los veinticuatro años! ¡Quién lo dijera al ver al brillante marqués! Ayer predicó contra los hugonotes.

—¡Fraile! ¡El marqués de Panigarola! —murmuró Alicia.

—Ahora —contestó la vieja—, se llama el reverendo Panigarola. Así es la vida. Ayer demonio y hoy ángel de Dios… a menos que no sea precisamente lo contrario. Pero volvamos a nuestro joven. ¿Cómo se llama?

Alicia de Lux no la oía. A la sazón reflexionaba profundamente. Su semblante tornó sombría expresión que poco a poco fue desapareciendo.

«¡Oh, si fuera posible!» —murmuró—. «¡Sería libre!».

—¿Dices —exclamó en alta voz— que el marqués se ha hecho fraile? ¿De qué orden?

—Está en los carmelitas de la montaña de Santa Genoveva.

—¿Y predica?

—En Saint-Germain-L’Auxerrois, adonde acude mucha gente para oírlo. Las damas más hermosas quieren ser sus penitentes. ¡Cuántas absoluciones debe distribuir después de haber condenado a tantas almas!

—En Saint-Germain-L’Auxerrois. Bien, Laura, puedes salvarme la vida si quieres.

—¿Qué debo hacer?

—Obtener del marqués…, del reverendo Panigarola, que me oiga en confesión. La vieja dirigió una mirada escrutadora sobre Alicia, pero no vio más que un semblante alterado por dolor inmenso.

«¡Oh!» —se dijo—. «Hay aquí algún secreto que es preciso saber…».

—Será algo difícil —añadió en voz alta dirigiéndose a Alicia—. El reverendo estará asediado…; pero, en fin, me parece que lo conseguiré, sobre todo si le digo cuál es la nueva penitente que implora sus socorros espirituales.

—¡Guárdate de decirle que soy yo! —exclamó Alicia—. Escucha, Laura, mi buena Laura, ya sabes cuánto te quiero y cuánta es la confianza que en ti tengo, pues me salvaste ya una vez.

—Sí, tenéis confianza en mí, pero no me habéis dicho todavía el nombre del joven que debe venir…

—¡Luego, Laura, luego! Este nombre es un secreto terrible, que apenas me atrevo a pronunciar ante mí misma por miedo de que alguien pueda oírlo. Sabe solamente que lo amo hasta el punto de que diera gustosa mi vida para evitarle un pesar. ¡Ha sufrido tanto! ¡Y quién sabe todavía las penas que le están reservadas! ¡No podría decirte cuánto lo amo! ¡Me parece que me ha purificado, pues me ha hecho conocer el amor bajo un aspecto nuevo, noble, lleno de puras alegrías, que no hubiera creído poder sentir! ¿Por qué no seré aún la virgen casta que él cree haber encontrado en mí? ¿Por qué no podré ofrecerle más que un cuerpo mancillado y un alma corrompida?

Diciendo esto había unido sus manos.

—¡No puedo decirte su nombre, Laura! ¡Y es porque lo amo! ¡Más quisiera la muerte que decir quién es! Pero escucha… Ya sabes lo que sufro con la maldita Catalina. Ya sabes cuánto horror tengo de mí misma. Ya sabes que al verme tan infame quise matarme y que sin ti, y sin los cuidados que me reanimaron y sin tus maternales caricias, que me consolaron, estaría muerta ya. Pues bien, hoy más que nunca es preciso que deje de ser, como otras desgraciadas, un instrumento en manos de esa despiadada mujer. ¡Qué instrumento! ¡De bajas delaciones, de viles intrigas, de muerte a menudo! ¡Mi cuerpo abandonado a los besos delos que ella me designa! ¡Los secretos de mis amantes descubiertos en el lecho! ¡La infame comedia de amor representada cuando place a la reina! ¡Es espantoso! ¡Me asusta el pensar que mis besos son mortales y que el hombre que me atestigua su amor debe ser entregado por mí! ¡Y ahora, ahora que amo, concibe cuál es mi horror y mi terror! ¡Ya comprenderás la necesidad que tengo de escapar a tanta vergüenza y a tanto despotismo que hace de mí una criatura sin nombre!, y entonces rompió en sollozos.

—¡Vamos, vamos! —dijo la vieja Laura—. Todo esto pasará. Ahora estáis fatigada, enervada. Lo que necesitáis es reposo y estas ideas negras se irán solas.

—Sí, estoy cansada —dijo Alicia secándose los ojos—, mucho más de lo que puedes imaginarte. Y si ciertas cosas que espero no se realizaran, no habría para mí más que un reposo posible: ¡la muerte!

—¡La muerte a vuestra edad! ¡Vamos, dejad estos tristes pensamientos, o voy a creer que queréis imitar a vuestro hermoso marqués de Panigarola, que se ha convertido en fraile, lo que ya es una manera de morir para el mundo!

Al oír estas palabras, pronunciadas con acento mordaz y burlón, Alicia se estremeció.

—¡Él fraile! —dijo pasando una mano por su frente.

—Tranquilizaos, señora, me encargo de que os oiga en confesión.

—¿Cuándo? —exclamó la joven con viveza.

—Veamos. Hoy estamos a martes. Pues el sábado por la tarde. Ahora permitidme que no haga una pregunta. ¿Cuándo queréis ir al Louvre?

Alicia sintió un nuevo estremecimiento.

—Ya sabéis que os esperan —insistió la vieja.

—Me has dicho que el sábado podré hablar con el fraile.

—Os lo prometo.

—Pues entonces iré al Louvre el sábado por la mañana. Déjame ahora. Tengo necesidad de descanso, mi buena Laura, y estos días me son muy necesarios para reponerme.

Alicia de Lux se sumió entonces en sus pensamientos. En la noche de aquel día, cuando las luces estaban apagadas y todo parecía dormir en la casa, hacia las diez, en el momento en que el silencio y la soledad eran profundos en las estrechas callejuelas, la puerta verde se abrió sin ruido y una mujer salió a la calle. Se dirigió con silencioso paso hacia la torre del Hotel de la Reina.

Aquella torre estaba agujereada por numerosas lumbreras que dejaban pasar la luz a la escalera interior, y la primera de estas lumbreras, que estaba enrejada con gruesos barrotes, se hallaba al alcance de la mano de un hombre. La mujer que acabamos de señalar se detuvo ante aquélla y, empinándose en la punta de los pies, alargó el brazo y dejó caer Un billete en el interior de la Torre construida para el astrólogo Ruggieri. Entonces volvió sobre sus pasos, con gran prisa, deslizándose sin hacer ruido, como si fuera Un fantasma. Sin ruido entró de nuevo en la casa de la puerta verde en donde Alicia de Lux dormía rendida de fatiga. ¡Aquella mujer era la vieja Laura!