XVIII - el mariscal de Damville

PARDAILLÁN SE LEVANTÓ AL ALBA después de haber dormido muy mal. No se llega repentinamente a conquistar la fortuna sin que el cerebro sienta alguna agitación. El caballero, que se veía próximo a ser el favorito de una gran reina, pensaba no sin emoción, en los cambios que su nueva situación iba a operar en su vida. Como era hombre metódico, acabó por tranquilizarse a fuerza de revolverse en su lecho, acerca de todos los puntos oscuros que lo inquietaban. He aquí cómo arregló sus asuntos:

1.- Iría al Louvre, de acuerdo con la invitación de Catalina de Médicis.

2.- Iría al hotel Coligny a avisar a Diosdado para que se marchara de París cuanto antes.

3.- Provocaría a Enrique de Guisa y haría así un señaladísimo servicio a la reina.

4.- Una vez que gozara de su nueva posición, iría a ver a la Dama Enlutada, le daría cuenta de su amor por Luisa, y como ya sería un gentilhombre de la corte, y tal vez favorito del rey, obtendría a Luisa en matrimonio.

5.- Sería desde entonces el hombre más feliz de la tierra.

6.- Haría buscar a su padre para que pudiera gozar de buena vejez, no sin haberle hecho observar antes que había conquistado su posición desobedeciendo precisamente todos los consejos que de él recibiera.

Habiendo arreglado así su vida, el caballero pudo dormir algunas horas, pero al alba, como se ha dicho, estaba ya en pie. Se hizo un cuidadoso tocado, porque se trataba de probar a los gentilhombres de la corte que Pardaillán era hombre capaz de brillar en todos los terrenos. Cuando estuvo listo y no le faltaba más que ceñirse la espada, que estaba colgada de un clavo en la pared, se dio cuenta de que tenía todavía dos o tres horas a su disposición, antes de poder ir al Louvre. Se dirigió, pues, hacia la ventana, con la esperanza de ver a Luisa. Para un enamorado, mirar la ventana tras de la cual duerme el objeto de su pasión es siempre motivo de felicidad. En aquel momento Pipeau gruñó sordamente. Pardaillán no se fijó en este detalle y abrió la ventana. Casi en el mismo instante se abrió violentamente la ventana de la casa de Luisa y apareció la joven con los cabellos al aire, los ojos azorados, y mirando a Pardaillán, gritó:

—¡Venid! ¡Venid!

«¡Maldición!» —se dijo Pardaillán palideciendo—. «¿Qué pasará?».

Era la primera vez que Luisa dirigía la palabra al caballero. Y según las apariencias, para implorar socorro. El peligro debía ser muy grande para que ella diera aquel grito de terror.

—¡Voy! —gritó Pardaillán, que se volvió para precipitarse escaleras abajo.

En el mismo instante, Pipeau ladró furiosamente. La puerta de la habitación voló hecha astillas y una docena de hombres hicieron irrupción en la sala. Uno de ellos gritó:

—¡En nombre del rey!

Pardaillán intentó llegar adonde estaba colgada su espada, pero antes de que le fuera posible hacer un movimiento fue rodeado, cogido por brazos y piernas y cayó.

—¡Maldición! —gritó el caballero.

—¡Socorro, caballero! —gritó Luisa desde su ventana.

Pardaillán, tendido en el suelo, formó un arco con su cuerpo, apoyándose en la cabeza y los tacones para levantar la masa humana que sobre él pesaba…, pero eran demasiados. Volvió a caer echando espumarajos de rabia.

—¡Socorro! —gritó de nuevo Luisa y esta voz arrancó un rugido al caballero.

Con esfuerzo prodigioso contrajo sus músculos y entonces se dio cuenta de que sus piernas estaban atadas. Atados también estaban los brazos. Y cerrando los ojos, una lágrima ardiente salió de entre sus párpados.

Durante este tiempo el perro aullaba y mordía entre el grupo de asaltantes. En cuanto al caballero, fue reducido a la impotencia. Nancey contó a su alrededor dos muertos y cinco heridos. Pardaillán mató a uno de un puñetazo en la sien, Pipeau estranguló a otro.

—¡En marcha! —mandó el capitán.

Pardaillán, después de bien atado, fue llevado a la calle… y el aullido del perro dio a comprender la derrota de su amo. En la calle, el caballero abrió los ojos y vio tres carrozas. Una estaba colocada al lado de la puerta de la hostería y estaba destinada a él. Las dos restantes estaban paradas ante la casa de enfrente. La primera se hallaba vacía. ¡En la segunda Pardaillán reconoció a Enrique de Montmorency, mariscal de Damville!

No tuvo tiempo de observar más detalles, porque fue echado en la carroza que le estaba destinada y cuyas cortinillas corrieron enseguida, y el prisionero se halló en una cárcel ambulante que se puso inmediatamente en movimiento.

Pardaillán estaba loco de dolor y desesperación. Pero por desesperado que estuviera, conservó bastante sangre fría para seguir con su imaginación la marcha de la carroza. Observó sus vueltas. Como conocía admirablemente París, al cabo de algunos minutos supo dónde iba. Un sudor frío lo invadió y sus cabellos se erizaron y murmuró con angustia:

«¡Me llevan a la Bastilla!».

¡La Bastilla! La triste reputación de la célebre prisión de Estado era, en aquella época, la misma de que gozó aún durante los reinados de Luis XIV y Luis XV.

Solamente Enrique IV y Luis XIII tuvieron preferencia por otros lugares de reclusión. La Bastilla no era ya una prisión como el Temple, el Chatelet y otras. La Bastilla era un «in pace», una tumba, la muerte lenta en el fondo de algún calabozo. Había en torno de su masa enorme una atmósfera de terror. Pardaillán comprendió que estaba perdido. ¡Perdido! ¡En el momento en que la fortuna le sonreía! ¡Cuándo la qué él amaba lo llamaba en su socorro, confesando con ello su amor!

Cuando la carroza hubo franqueado los puentes levadizos y algunas puertas, se detuvo. Entonces Pardaillán descendió, miró a su alrededor y se vio en un patio sombrío, rodeado de soldados. Por un instante tuvo la idea de lanzarse contra ellos para recibir enseguida el golpe mortal y acabar con su vida. Pero antes de que pudiera poner en práctica tal idea, fue recogido por dos o tres carceleros hercúleos que lo llevaron al interior del sombrío edificio.

Franqueó una puerta de hierro, penetró en un largo y húmedo corredor, cuyas paredes destilaban salitre. Luego subieron una escalera de caracol, hecha de piedra, franquearon dos rejas de hierro, pasaron por un corredor, y por fin Pardaillán fue encerrado en una pieza bastante grande situada en el tercer piso de la torre del oeste. Oyó cómo se cerraba la puerta, haciendo gran ruido. Alocado, fuera de sí, oyó el ruido de los enormes candados que se cerraban. Entonces, libre ya de sus ligaduras, dio un grito de desesperación y se precipitó contra la puerta, que sacudió frenéticamente. Pronto comprendió que sus esfuerzos eran vanos. ¡Y cayó inanimado sobre las losas de su prisión!

* * * * *

¿Qué pasaba, entre tanto, en la casa de la calle de San Dionisio? ¿Por qué Luisa, que no había dirigido nunca la palabra al caballero de Pardaillán, lo llamaba en su socorro? Es lo que vamos a relatar.

El mariscal de Damville había reconocido, como ya se ha dicho, a Juana de Piennes. Una vez seguro de no haberse equivocado en sus presentimientos, miró a su alrededor y vio que ya era completamente de día y que desde las tiendas vecinas lo examinaban curiosamente. Entonces se alejó y volvió al hotel de Mesmes, que habitaba siempre que llegaba a París.

Era una vivienda sombría, lúgubre, que tenía parecido aspecto con la prisión del Temple, que se hallaba en el mismo barrio. No se veían en ella más que criados silenciosos o soldados que daban a aquel hotel la apariencia de fortaleza.

Enrique pasó todo aquel día en una estancia retirada, estremeciéndose al menor ruido y prestando oído cuando se abría una puerta. En efecto, Damville, que no temía a nada en el mundo; Damville, que en aquellos tiempos de ferocidad pasaba por feroz, temblaba ante la idea que se inscribía en letras de sangre y llamas, como nuevo «Mane Tecel Phares»[10], en el fondo de su atormentada imaginación.

«¿Las mismas razones que me han traído a París no pueden traer también a Francisco? ¿La misma casualidad que me ha llevado a la calle de San Dionisio no puede conducir a mi hermano? ¿Y si la ve como yo la he visto? ¿Si ella le habla y se lo cuenta todo? ¿Si evoca ese abominable pasado que ha sido la pesadilla de toda mi vida?».

Entonces un sudor frío inundó su frente.

«¡Sí!» —añadía—. «¡Hace ya muchos años que trato de olvidar! Y hasta en las batallas y en sus carnicerías, cuando mis hombres daban muerte sin cuartel a los hugonotes, cuando me he sentido embriagado de sangre, y también en los festines que he dado a mis oficiales, cuando he estado embriagado de vino, no he conseguido olvidarla. ¡Siempre la veo como allí, en la cabaña de Margency! ¡Tan pálida como una muerta! Siempre oigo su voz que murmura a Francisco: “¡Mátame! ¿No ves que me muero?”. ¡Cuánto me odiaba! ¡Cuánto me despreciaba! ¡Ah, el desquite fue terrible! ¡Rompí tres existencias de una vez! La del padre, la de la madre y la de la hija. ¡Desgraciado del que me odia, porque mi odio no perdona!».

Por un momento se exaltaba con pensamientos de orgullo y poderío. Pero enseguida, el recuerdo de aquel hombre —¡su hermano!—, cuya existencia había roto verdaderamente; le asaltaba como un remordimiento, como un terror profundo. Sí, sus recuerdos, uno tras otro, salían de la tumba del pasado y se erguían ante él como espectros. Pero uno especialmente no podía soportarlo y lo evitaba con terror.

Se veía de nuevo en el bosque, cayendo bajo la espada de su hermano. Veía de nuevo a Francisco inclinarse sobre él, y aquella mirada de su hermano era la que lo perseguía, pesando sobre ella como losa de mármol. ¿Sería imposible que Francisco no averiguara la verdad? No, no lo era. ¿Y qué haría entonces? Ante esta idea, Enrique se dejó caer en un sillón y se cogió la cabeza con ambas manos. Tuvo la intención de huir. ¿Pero adónde? ¡Aunque fuera al extremo de la tierra, Francisco lo alcanzaría! Y entonces, acosado por el terror, reaccionó, dio un ronco suspiro, desenvainó su daga y con violento ademán la hundió profundamente en la madera de una mesa, como si la hubiera clavado en el corazón de su hermano. El arma vibró algunos instantes con una especie de gemido.

—¡Crímenes! —dijo Enrique con la cara convulsa—. ¡Crímenes, asesinatos!… ¡Sea! ¡Anegaré mis terrores en sangre! ¡Ahogaré mis recuerdos antiguos con otros recuerdos! ¡Qué venga mi hermano, y esta daga me desembarazará para siempre de él! En cuanto a ella, en cuanto a su hija… ¡Qué muera también!

Pero apenas hubo gritado en su imaginación estas palabras, cuando se estremeció violentamente. ¡Amaba a la mujer a la que quería matar! ¡La había amado siempre! ¡La amaría hasta la hora de su muerte! Largo rato Enrique se debatió entre este amor y el terror que igualmente lo dominaban.

Por fin una sonrisa dilató sus labios; sin duda había hallado el medio de conciliar el terror y el amor. Hizo llamar a uno de sus oficiales y le dio algunas instrucciones. El resultado de la determinación que tomó fue que pudo comer con bastante apetito. Se echó vestido sobre una cama y durmió algunas horas.

Hacia la medianoche, es decir, casi en el mismo momento en que la noche antes hallara al duque de Anjou y a sus acólitos, se levantó y, armándose cuidadosamente, se dirigió a la calle de San Dionisio. Pasó el resto de la noche haciendo centinela en el mismo lugar en que se ocultara la noche precedente.

Por la mañana llegaron dos carrozas seguidas de hombres de armas. Los soldados habían tenido buen cuidado de borrar en ellas las marcas distintivas de la casa de Damville. Enrique subió en una de las carrozas a fin de no ser notado, e hizo seña al oficial de que podía empezar a desempeñar su cometido. El oficial, seguido de media docena de soldados, entró en la casa. La propietaria, una vieja beata, los recibió temblando y se persignó devotamente al oír al oficial que decía:

—Señora, alojáis en vuestra casa a dos mujeres protestantes. Estas dos herejes son acusadas de mantener relaciones con los enemigos del rey.

—¿Es posible? —murmuró la vieja—. ¿Pero qué enemigas?

—Unos condenados hugonotes.

—¡Santa María! ¿Y estaré yo también condenada?

—Es muy posible. Por lo menos os exponéis a pasar por cómplice.

—¿Yo?

—A menos que me ayudéis a prenderlas sin escándalo.

—Estoy a vuestras órdenes, señor oficial. ¿Quién lo hubiera creído? ¡Hugonotes en mi casa! Ya me extrañaba a mí que no fueran nunca a misa.

Diciendo estas palabras entre los cuatro dientes que le quedaban, la buena devota subió la escalera, seguida del oficial y los soldados. Al llegar ante la puerta llamó. Y en cuanto oyó que desde el interior descorrían el cerrojo, se ocultó entre los soldados. Juana de Piennes se halló en presencia del oficial, y al verlo palideció ligeramente. Pero acostumbrada como estaba a las desgracias, conservó su sangre fría y con voz firme preguntó:

—¿Qué deseáis, caballero?

El oficial se ruborizó, pues la orden que le dieron no era muy de su gusto. Se trataba en suma de un atropello, y no tenía ninguna facultad para arrestar a nadie. Y a la sazón, ante aquella mujer de porte tan digno, ante aquella belleza idealizada por la tristeza, comprendió que su papel era odioso. Pero enseguida la furiosa imagen del mariscal pasó ante sus ojos y, más tembloroso que Juana, contestó en voz baja y como avergonzado:

—Señora…, es una orden rigurosa que me han dado… Perdonadme, pero yo no hago más que obedecer.

—¿Qué orden? —preguntó Juana dirigiendo una mirada de angustia a la habitación en que se hallaba su hija Luisa.

—Vengo a prenderos, señora. Se os acusa de ser hugonote y de haber desobedecido los últimos edictos.

En aquel momento se abrió la puerta de la habitación de Luisa. La joven lo comprendió todo de una mirada.

—Caballero —dijo entonces la Dama Enlutada—, os equivocáis.

—Os será fácil probarlo, señora. Entre tanto os ruego que me sigáis sin resistencia.

—¡Mi hija!, ¡me separan de mi hija! —gritó Juana, cuya firmeza decayó.

Luisa dio un grito. Alocada, sin saber lo que hacía, corrió a la ventana, la abrió violentamente y divisó al caballero de Pardaillán. Y su primera palabra —un grito de sublime confianza y amor— fue para llamar a aquel hombre con quien no hablara nunca.

—¡Venid! ¡Venid!

El oficial, viendo que el asunto iba por mal camino, entró en el piso seguido de sus soldados.

—Señora —exclamó—, os juro que no seréis separada de la señorita, ya que queréis que nos siga. Os juro que os conduzco a las dos al mismo sitio… Obedeced, pues, sin ruido, porque me obligaríais a emplear la violencia, cosa que sentiría toda mi vida.

Juana vio que el oficial estaba resuelto a cumplir su amenaza, vio que el piso había sido invadido por los soldados y comprendió el peligro y la inutilidad de la resistencia. Además se le aseguraba que no iban a separada de Luisa, y por fin le pareció cosa fácil probar que no había desobedecido en lo más mínimo los últimos edictos sobre la religión.

—Bien, caballero —dijo recobrando su aplomo—. ¿Me concedéis cinco minutos para prepararme?

—Con gusto, señora, —contestó el oficial, feliz al ver que las cosas tomaban buen cariz.

Salió, pues, con sus soldados, mientras Juana hacía seña a la propietaria para que entrase. Ésta obedeció después de haber consultado al oficial con la mirada. Juana corrió entonces hacia su hija y la separó de la ventana. Las dos mujeres se hallaban en una de esas situaciones en que los pensamientos tienen doble valor, y en que una palabra vale tanto como un discurso. Juana hundió su mirada en los ojos de su hija.

—¿A quién llamabas, hija mía? —preguntó con dulzura.

—Al único hombre que puede socorremos, madre.

—¿Es el joven caballero que mira hacia esta casa tan a menudo y con tanta obstinación?

—Sí, madre —contestó Luisa sin pensar que tales palabras eran una confesión.

Juana abrazó a su hija con ternura, y con voz más dulce aún preguntó:

—¿Lo amas?

Luisa cambió de color, bajó la cabeza y dos lágrimas humedecieron sus párpados.

—¿Y él? —siguió preguntando Juana.

—¡Creo que sí!… ¡Estoy segura! —balbució Luisa.

—Si es tal como tú crees, ¿te parece que podemos contar con él? Piensa en ello, hija mía. Te pregunto si crees en la fidelidad y lealtad de ese caballero.

—¡Ah, madre mía! —exclamó Luisa con entusiasmo—. ¡Te aseguro que es el hombre más leal que existe!

—¿Cómo se llama? —preguntó Juana.

Luisa alzó a su madre sus lindos ojos azorados como los de un cervatillo.

—Pues… —dijo con adorable inocencia— no lo sé…

—¡Oh, candor! —murmuró Juana con sonrisa humedecida en lágrimas.

Pensó que ella también, cuando era joven, amó mucho tiempo sin saber el nombre de su amado. Una oleada de amargura invadió su corazón y sus ojos se velaron. Pero, reponiéndose enseguida, añadió:

—Bueno. No tenemos tiempo ni ocasión de buscar otro. ¡Ojalá no te equivoques!

Corrió a un cofrecillo, sacó de él una carta sellada, que sin duda había sido escrita mucho tiempo atrás, y tomando, además, una hoja de papel, escribió en ella apresuradamente:

Caballero:

Dos pobres mujeres víctimas de la desgracia se confían a vuestra lealtad.

Sois joven y sin duda accesible a la piedad, en defecto de todo otro sentimiento. Si sois tal cual imaginamos mi hija y yo, entregaréis la carta adjunta al destinatario cuyo nombre y dirección van escritos sobre el pliego.

Bendito seáis por el inmenso servicio que nos habréis hecho.

La Dama Enlutada

Cerró el pliego y llamando a la dueña de la casa, le dijo:

—Señora Magdalena, ¿queréis hacerme un gran favor?

—SÍ, hija mía. Y no obstante, ¿quién hubiera creído que sois hugonote, vos tan hermosa y buena?

—Señora Magdalena, ¿me creéis capaz de mentir?

—¡No, a fe mía!

—Pues bien, os juro que soy víctima de un error…, a menos —añadió tristemente— que todo esto no sea una comedia espantosa.

—En tal caso —dijo la devota con firmeza— decidme en qué puedo seros útil, y con tanta seguridad como que no temo en el mundo más que a Dios padre, a Dios hijo y a la Virgen María y a San Antonio, cumpliré vuestro encargo cueste lo que cueste.

—No os costará nada, mi buena señora. Se trata de entregar este pliego a un joven caballero que vive en la hostería de «La Adivinadora». La vieja devota se guardó el pliego que le tendían.

—Dentro de diez minutos habrá llegado la carta. ¡Dios quiera que se reconozca pronto el error!

Juana dio las gracias a la beata y abrió la puerta.

—Caballero —dijo—, estamos dispuestas.

El oficial saludó y empezó a bajar la escalera. Hubiera podido preocuparse de lo que la prisionera había dicho a la propietaria, pero, como se ha visto, estaba bastante avergonzado de la comisión que debía cumplir, y con tal que pudiera conducir a la Dama Enlutada y a su hija al hotel de Mesmes, estaba contento y resuelto a no preguntar nada más.

Enrique de Montmorency, oculto en su carroza, ahogó un grito de alegría al divisar a Juana y a su hija. Ni se fijó en que acababa de tener lugar un arresto en la hostería de «La Adivinadora» y tampoco en que grupos de gente muy numerosos comentaban el hecho.

Juana y Luisa subieron en la carroza que estaba ante la puerta. La señora Magdalena las siguió hasta allí. Entonces Juana le dirigió una mirada de suprema recomendación. La vieja se acercó vivamente en el instante en que iban a emprender la marcha y murmuró:

—No tengáis cuidado. Dentro de algunos minutos la carta estará en manos del caballero de Pardaillán.

Un grito terrible, grito de angustia, horror y espanto, desgarró el aire y Juana, lívida, quiso lanzarse fuera de la carroza. Pero en aquel instante bajaron las cortinillas de cuero y la carroza se puso en movimiento. Juana se desvaneció, murmurando:

—¡El caballero de Pardaillán! ¡Oh fatalidad!