XIII - Los tres embajadores

JUANA DE ALBRET salió de París por la puerta de San Martín, cercana al Temple. A doscientas toesas de aquel lugar, esperaba un coche de viaje al que estaban enganchados cuatro vigorosos caballos de Tarbes, conducidos por dos postillones. La reina de Navarra subió al coche sin pronunciar una sola palabra. Hizo subir a Alicia de Lux antes que ella y volviéndose entonces hacia Pardaillán, le dijo:

—Caballero, no sois de aquéllos a quienes se dan las gracias. Sois un caballero de los tiempos heroicos y la conciencia que debéis de tener de vuestro valer os pone por encima de toda palabra de gratitud. Diciéndoos adiós quiero expresar solamente que me llevo el recuerdo de uno de los últimos paladines que existen en el mundo. Al mismo tiempo le tendió su mano. Con la gracia altanera que le era propia, el caballero se inclinó sobre aquella mano y la besó respetuosamente. Estaba conmovido por las palabras que acababa de oír. El coche se alejó al galope de los caballos. Durante algún tiempo Pardaillán permaneció pensativo.

«¡Un caballero de los tiempos heroicos!» —pensaba—. «¡Yo, un paladín! ¿Y por qué no? ¿Por qué no he de demostrar a los hombres de mi época que la fuerza viril y el valor indomable son vicios asquerosos cuando se emplean en obras de venganza y de intriga, pero se convierten en virtudes cuando…?».

A la palabra virtudes se detuvo y se echó a reír del modo que le era peculiar, es decir, de dientes afuera. Luego se encogió de hombros y dio con el pie a la punta de su espada, que fue a parar detrás de él, y murmuró:

«El caballero de Pardaillán, mi padre, me hizo jurar que desconfiaría de mí mismo. ¡Vamos a ver si queda alguna perdiz o un caparazón de pollo en casa de maese Landry!».

Luego echó a andar, silbando un aire de caza que el rey Carlos IX, gran aficionado a este deporte, como diríamos hoy, había puesto de moda, y entró en París al tiempo que estaban cerrando las puertas.

Una hora después se hallaba en la hostería ante un magnífico volátil que la señora Landry-Gregoire, deseosa de hacer las paces con su huésped, trinchaba por sí misma, lo cual le permitía lucir su brazo desnudo hasta el codo. Es necesario añadir que esta prueba de amabilidad fue completamente inútil. El héroe, el paladín, que tenía un apetito feroz, solamente miraba entonces al pollo que tenía delante y a la botella de vino de Saumur que lo escoltaba. No comía, sino que devoraba…

Una vez saciado, Pardaillán fue tranquilamente a acostarse, mientras que maese Landry daba un suspiro de desesperación al observar que tres botellas habían sucumbido a los ataques de su huésped, y su mujer, por su parte, también suspiraba al observar que el caballero había resistido a los ataques de que lo hizo objeto.

* * * * *

A la mañana siguiente, fatigado por la batalla del día anterior, Pardaillán se despertó bastante tarde. Una vez que se hubo levantado, se puso las calzas y, habiéndose echado sobre las espaldas una vieja capa desteñida que le dejara su padre se preparó a remendar su jubón, a lo que ya estaba acostumbrado. Tal vez tan humilde ocupación hará descender al caballero del pedestal en que lo hubiera colocado el espíritu de alguna de las lectoras, pero nuestro intento es describir, con los mayores detalles que sea posible, la existencia de un aventurero del reinado de Carlos IX. Pardaillán, pues, cogió una cajita muy bien provista de agujas, hilos, dedales, hebillas y, en fin, todo lo que es necesario para remendar o zurcir los desgarrones y cortes causados por las estocadas. Se había colocado cerca de la ventana para ver mejor y daba la espalda a la puerta. Acababa de poner el primer remiendo y empezaba a habérselas con otro a la altura del pecho, cuando llamaron ligeramente a la puerta.

—¡Entrad! —dijo Pardaillán.

La puerta se abrió. Oyó la voz de maese Landry-Gregoire que decía con respetuosa solicitud:

—Es aquí, príncipe, aquí mismo.

Pardaillán volvió la cabeza para ver de qué príncipe se trataba y descubrió, en efecto, el señor más magnífico que jamás hubiera franqueado los umbrales de la posada. Llevaba altas botas de fina piel, con espuelas de oro, calzas de terciopelo violeta, jubón de satén, agujetas de oro, cintas de color malva, gran capa de satén violeta pálido, birrete del mismo color, adornado con un broche de esmeraldas y dentro de tal vestido un joven rizado, lleno de pomada, perfumado, con bigotes erizados, mejillas pintadas con bermellón y labios también coloreados artificialmente. En una palabra, un elegante de la época. El caballero se levantó con la aguja en la mano y dijo cortésmente:

—Adelante, señor.

—Dile a tu amo —exclamó el desconocido— que Pablo de Etuer de Caussade, conde de Saint-Magrin, desea tener el honor de hablar con él.

—Dispensad —dijo Pardaillán—. ¿Qué amo?

—¡El tuyo, Pardiez! ¡He dicho tu amo!

Pardaillán, con la mayor frialdad del mundo, le contestó:

—Mi amo soy yo.

Éstas eran palabras extraordinarias en aquella época en que todo el mundo tenía un amo, pues hasta el rey reconocía al Papa como jerarquía superior. Saint-Magrín se asombró o no, pero permaneció serio, temiendo ajar los encajes de su gorguera. Únicamente desde lo alto de este cuello pronunció las siguientes palabras.

—¿Seríais, por casualidad, el señor caballero de Pardaillán?

—Tengo este honor —dijo el caballero con su imperturbabilidad habitual que dejaba a las gentes indecisas, no sabiendo si se las habían con un profundo diplomático o con un necio.

Saint-Magrín se descubrió entonces e hizo una reverencia con todas las reglas del arte. Pardaillán echó sobre sus hombros la raída capa y mostró al conde el único sillón de la estancia, mientras él se sentaba en una silla.

—Caballero —dijo Saint-Magrín en cuanto hubo tomado asiento con todas las precauciones imaginables, para no arrugar su capa de satén violeta—, vengo comisionado por monseñor el duque de Guisa para deciros que os tiene en grande estima y alta admiración.

—Creed, señor —contestó Pardaillán con el tono de voz más natural—, que le correspondo en esta estima y tal admiración.

—El asunto de ayer os ha colocado en una situación envidiable.

—¿El asunto? ¿Qué asunto? ¡Ah, sí: lo del puente!

—No se habla de otra cosa en la corte, y hace poco rato, al levantarse Su Majestad, se lo relató su poeta favorito Juan Dorat, quien, según parece, fue testigo del hecho.

—¿Y qué ha dicho ese poeta?

—Que merecíais la Bastilla por haber salvado a dos criminales. Porque parece probado que las dos mujeres eran dos criminales que huían.

—Y, ¿qué ha contestado el rey?

—Si fuerais cortesano, caballero, sabríais que Su Majestad habla muy poco. Sea lo que fuere, pasáis ahora por un Alcides o por un Aquiles. Atreverse contra todo un pueblo para salvar a dos mujeres, es fabuloso. ¿Sabéis que sois un héroe, algo así como un caballero de la Tabla Redonda?

—No lo niego.

—Y sobre todo aquel molinete de la espada. ¡Y las estocadas del final! ¡Y aquella casa que se desploma! En una palabra, el duque de Guisa tendría el mayor placer en seros agradable. Y en prueba de ello me ha encargado que os rogara aceptar este pequeño diamante como primer testimonio de su amistad. ¡Oh, no vayáis a rehusar, porque ofenderíais al gran capitán!

—¡Pero si no rehúso!

Y Pardaillán se puso en uno de sus dedos la sortija que le tendía el conde, no sin haber tratado de sopesar, por decirlo así, con la mirada, el magnífico diamante.

—Estoy encantado de la acogida que me habéis dispensado —dijo Saint-Magrín.

—Todo el honor es para mí, así como el provecho.

—Oh, no hablemos más de esta sortija. Es una miseria. ¡Peste!

—No lo creo yo así. Pero quería hablar del provecho que puede reportarme el haber recibido en este zaquizamí a un magnífico señor de vuestra importancia. Confieso que tenía muchos deseos de ver de cerca a un señor de vuestro talante, y heme aquí plenamente satisfecho ¡Vaya una capa que lleváis! ¡Por sí sola es una maravilla! En cuanto a vuestro jubón no hallo palabras con qué alabarlo. No hablemos de las calzas de color violeta. ¿Y vuestro birrete, señor conde? Ya no me atreveré a ponerme mi sombrero.

—¡Por favor! ¡Me confundís con vuestros elogios!

Pardaillán, que, hasta entonces, se había mostrado poco locuaz, tornábase lírico. Con la mirada ávida detallaba toda la magnificencia del traje de Saint-Magrín. Éste no hacía más que pedir gracia, multiplicar sus reverencias, pero el caballero continuaba desbordando la oleada de su admiración. Más un observador hubiera notado que no decía una palabra con más calor que otra. Era imposible, no obstante, descubrir en él una sombra de burla o escepticismo, pero un buen fisonomista hubiera sorprendido en sus ojos un resplandor que probaba que se divertía extraordinariamente.

—Dejemos esto —dijo el conde— y vamos a tratar las cosas serias. Nuestro gran Enrique de Guisa aumenta su servicio en vista de ciertos sucesos que se preparan. ¿Queréis ser de los nuestros? La pregunta es franca.

—Voy a contestar a ella con la misma franqueza: deseo servir solamente a una persona.

—¿A quién?

—A mí.

Y Pardaillán ejecutó una reverencia tan maravillosamente copiada de las que hiciera Saint-Magrín, que el elegante más refinado no hubiera podido menos que admirarla.

—¿Es ésta la respuesta que he de llevar al señor duque de Guisa?

—Decid a monseñor que agradezco extraordinariamente su alta benevolencia y que yo mismo iré a llevarle mi respuesta.

«¡Bueno!» —pensó Saint-Magrín—, «es nuestro. Se reserva el derecho de discutir el precio de la espada que lleva».

Convencido de la verdad de esta idea y encantado de los elogios que Pardaillán le había prodigado, le tendió una mano que fue estrechada con la punta de los dedos. El caballero lo acompañó hasta la puerta, en donde tuvieron lugar nuevas reverencias.

«¡Hum!» —se dijo Pardaillán cuando estuvo solo—. «He aquí una proposición inesperada. ¡Ser de la casa del duque de Guisa! Es decir, del señor más fastuoso, más generoso, más rico, más poderoso… ¡Oh!, no encontraría bastantes calificativos… Pero ¿ésta es la fortuna? ¿Puede ser esto la gloria? ¿Por qué no salto de alegría? ¿Qué animal caprichoso o estrafalario, triste o hipocondríaco se oculta en mí? ¡Por Barrabás! ¡Es preciso que acepte! ¡Pero… no, no aceptaré! ¿Por qué?».

Pardaillán se puso a pasear a lo largo de la habitación.

«¡Pardiez! ¡Ya lo sé! ¡No acepto porque mi padre me ordenó que desconfiara! ¡He aquí la explicación! ¡Qué buen hijo soy!».

Contento de haber hallado, o creído hallar, esta explicación, y de no tener necesidad de reflexionar más, cosa que le era profundamente antipática, el caballero contempló con admiración sincera el diamante que le había dejado Saint-Magrín.

—Por lo menos vale cien pistolas —murmuró—. Tal vez ciento veinte… ¿Quién sabe si me darán ciento cincuenta?

Había llegado a las doscientas pistolas, cuando se abrió la puerta de nuevo y Pardaillán vio entrar a un hombre envuelto en una larga capa y vestido sencillamente como un mercader. Aquel hombre le saludó estupefacto, y dijo:

—¿Tengo el honor de saludar al caballero de Pardaillán?

—En efecto, señor. ¿En qué puedo serviros?

—Voy a decíroslo, señor —dijo el desconocido, que devoraba al joven con la mirada Pero ante todo, ¿queréis hacerme el favor de decirme la hora, día, mes y año de vuestro nacimiento?

Pardaillán se aseguró con la mirada de que la espada estaba a su alcance.

—«¡Mientras no se ponga furioso…!» —se dijo.

El desconocido, no obstante, a pesar de lo extraño de sus preguntas, no tenía el aspecto de un loco. Es verdad que sus ojos brillaban con extraordinario fuego, pero nada en su actitud denunciaba la demencia.

—Caballero —contestó Pardaillán afablemente—, todo lo que puedo deciros es que nací el año 49 en el mes de febrero. El resto lo ignoro.

«¡Peccato!» —murmuró el extraño visitante—. «En fin, trataré de reconstruir su horóscopo lo mejor que me sea posible».

Y en alta voz añadió:

—¿Sois libre, caballero?

«Tengamos cuidado con él» —pensó Pardaillán.

—¿Libre, señor? ¿Quién puede alabarse de serlo? ¿Lo es acaso el rey que no puede dar un paso fuera del Louvre? ¿Lo es la reina Catalina, que reina más que el rey, según se dice? ¿Lo es acaso el duque de Guisa? ¡Libre…! ¡Cuán de prisa vais, señor! Es como si me preguntarais si soy rico. Todo es relativo. Los días en que tengo un escudo me creo tan rico como un príncipe. Cuando puedo sentarme ante una mesa en la que haya una buena botella de Saumur, me creo tan noble como un Montmorency. ¡Libre…! ¡Por Pilatos! Si por esto entendéis que puedo levantarme a mediodía y acostarme al salir el sol y que puedo entrar en una taberna o en la iglesia, comer si tengo hambre y beber si tengo sed… ¡Quieto, Pipeau! ¿Por qué gruñes, imbécil?, besar las dos mejillas de mi patrona o pellizcar a las criadas del «Cuerno de Oro», ir por París de día y de noche, a mi placer (no tengáis miedo, no muerde), burlarme de los pícaros y de la ronda, no tener otra guía que mi capricho ni otro amo que la hora que trascurre, sí, señor ¡soy libre! ¿Y vos?

El desconocido había escuchado al caballero con profunda atención, estremeciéndose al oír ciertos conceptos irónicos y dirigiendo una rápida mirada al oír otros en que se advertía cierta cólera o quizá una emoción. Sin decir una palabra se dirigió hacia la mesa y puso sobre ella un saco que llevaba debajo de su capa.

—Caballero —dijo entonces—, aquí hay doscientos escudos.

—¡Doscientos escudos! ¡Caramba!

—De seis libras.

—¿De seis libras decís?

—Parisis.

—¿Parisis? Pues he aquí un saco decente.

—Es vuestro —dijo secamente el hombre.

—Siendo así —dijo Pardaillán con la tranquilidad de que hacía gala en todas sus cosas—, permitid que lo ponga en sitio seguro.

Y cogiendo el repleto saco, lo metió en un cofre y luego se sentó encima. Entonces preguntó:

—Ahora explicadme el por qué estos doscientos escudos de seis libras parisis me pertenecen.

El desconocido creía haber asombrado a Pardaillán, pero éste permaneció tranquilo. Tal vez el primero esperaba frases de agradecimiento, y recibió la pregunta de Pardaillán como una estocada. No obstante, se repuso en breve y, reconociendo que tenía que habérselas con un adversario temible, resolvió acabarlo de un golpe.

—Estos doscientos escudos se os han dado —dijo— en pago de vuestra libertad, que os compro.

Pardaillán no pestañeó.

—En este caso, caballero —dijo tranquilamente—, me debéis todavía novecientos noventa y nueve mil ochocientos escudos de seis libras parisis.

—¡Briccone! —murmuró el hombre al oír semejante enormidad—. ¡Caramba, caballero! ¿En Un millón de escudos estimáis vuestra libertad?

—Por el primer año —dijo Pardaillán impertérrito.

Esta vez Renato Ruggieri, pues el lector ya habrá adivinado que era él, se declaró vencido.

—Caballero —dijo después de haber mirado con admiración a su joven interlocutor, que permanecía apaciblemente sentado sobre su cofre—, veo que manejáis la palabra tan bien como la espada y que conocéis toda clase de esgrima. Os ruego que me perdonéis por haber querido deslumbraros, y vayamos al grano. Conservad vuestra libertad caballero. Sois hombre de corazón e inteligencia…

«¡Diablo!» —se dijo el caballero—, «tengamos cuidado, porque el loco se exalta».

—Acabáis de probar que sois inteligente, como ayer probasteis que sois valeroso. ¡Per Bacco, caballero! Tenéis una espada y una lengua formidables. ¿Qué diríais si os propusiera poner una y otra al servicio de una causa noble y justa entre todas, de una causa santa, para hablar con más propiedad, y al mismo tiempo a las órdenes de una princesa poderosa, buena, generosa…?

—Dejemos aparte la causa y veamos de qué princesa se trata. ¿Es acaso madama de Montpensier? ¡Já! ¿Madama de Nemours?

—No lo adivináreis —contestó Ruggieri con viveza—. Pero no os devanéis los sesos buscando. Que os baste saber que se trata de la princesa más poderosa de Francia.

—Pero me parece muy natural, que yo sepa con quien me comprometo.

—Es muy justo. Id, pues, si os place, mañana por la noche, a las diez, al Puente de Madera, y dad tres golpes en la puerta de la primera casa que se halla a la derecha del puente.

Pardaillán no pudo contener un estremecimiento, pensando en aquel semblante pálido que creyó entrever detrás de la misteriosa reja de la ventana. En un instante tomó su decisión.

—¡Iré! —dijo.

—Esto es todo lo que quería… ¡por ahora! —contestó Ruggieri, y haciendo un saludo en el que el caballero creyó ver alguna ironía o amenaza, se marchó rápidamente.

Pardaillán entonces pensó:

«Que el diablo me arranque uno a uno los pelos de mi bigote si esta princesa tan poderosa no es Catalina de Médicis. En cuanto a su causa noble y santa entre todas, ya veremos. Entretanto este hombre sabe quién soy y yo ignoro su nombre. Bueno, veamos ahora si los escudos pueden tener curso en las tabernas».

Sacó el saco del cofre, lo vació y, sentándose ante la mesa, se puso a contar los escudos, que ordenó en montones iguales, mientras sonreía alegremente.

—¡No falta ni uno, a fe mía! He aquí doscientos escudos nuevecitos con la efigie de nuestro digno rey. ¿Pero no estaré dormido? No, no sueño. He aquí las monedas y he aquí el brillante. ¡Caramba! ¿A ver si llevo camino de ser rico? Pero estoy conmovido. ¿Acaso la buena fortuna ha de causarme miedo, cuando no me he preocupado nunca de la mala?

Pardaillán estaba haciendo estas reflexiones, cuando se abrió la puerta por tercera vez. Se levantó sobresaltado, a pesar de que tenía el puntillo de no asombrarse por nada, nihil mirari, como hubiera dicho Juan Dorat, que se dignaba citar a Horacio cuando no se citaba a sí mismo.

Pero casi enseguida su alarma, sin disminuir de intensidad, cambió de motivo. En efecto, el hombre que entraba era el verdadero retrato del que acababa de salir. Tenía el mismo aspecto de sombrío orgullo, el mismo porte enfático, las mismas facciones y la misma mirada de fuego.

Solamente había la diferencia de que el hombre de los doscientos escudos. —Renato Ruggieri— parecía tener unos cuarenta y cinco años. Era de estatura mediana, el fuego de sus ojos lo velaba la hipocresía y parecía confiar más en la astucia que en la fuerza. El recién llegado, por el contrario, no parecía tener más de veinte años y era de alta estatura, la franqueza se pintaba en su mirada y su orgullo era tal vez legítimo. Pero una gran tristeza pesaba sobre él. Sus gestos, como los de Ruggieri, eran enfáticos, pero su voz tenía extraño sonido melancólico.

Los dos hombres se miraron un instante, y aun cuando el uno era la antítesis del otro, se sintieron invadidos de inexplicable simpatía.

—¿Sois el caballero de Pardaillán? —preguntó el tercer visitante.

—Sí, señor —contestó el caballero con una dulzura que no era habitual en él—. ¿Me haréis el honor de decirme a quien tengo el placer de recibir en mi pobre habitación?

Al oír esta pregunta tan natural, el desconocido palideció ligeramente. Luego levantó la cabeza y contestó sordamente:

—Es justo. La cortesía me obliga a deciros mi nombre.

—Caballero —exclamó Pardaillán con viveza—, creed que mi pregunta ha sido inspirada por la simpatía que siento hacia vos. Si vuestro nombre es un secreto, me creería deshonrado al rogaros que me lo dijerais.

—Mi nombre no es ningún secreto, caballero —dijo entonces el desconocido con evidente amargura—. Me llamo Diosdado.

Pardaillán hizo un gesto.

—Sí —continuó el joven—. Diosdado a secas. Es decir, un nombre que no es tal nombre. Un nombre que pregona que el que lo lleva no tiene padre ni madre. Diosdado significa dado a Dios. En efecto, soy un hombre a quien, de niño, hallaron en el pórtico de una iglesia, Arrancado a este Dios a quien mis padres me habían dado y confiado por la casualidad a una mujer que ha sido para mí más que un Dios; he aquí, caballero, la historia de mi nombre. Digo esta historia a todo el que quiere oírla, esperando que un día Dios castigará a los que me echaron al mundo abandonándome al dolor.

Lo imprevisto de esta escena, la espontaneidad de esta especie de confesión y el tono orgulloso y amargo a la vez del que la relataba, produjeron una profunda impresión en el ánimo del caballero, que preguntó maquinalmente:

—¿Y la mujer que os recogió…?

—Es la reina de Navarra.

—¡Juana de Albret!

—Sí, señor. Y esto me recuerda la misión que he olvidado, por lo que os ruego que me perdonéis.

—Amigo mío —dijo Pardaillán—, permitidme que os de este título, me habéis honrado explicándome vuestro origen y habéis despertado en mí un interés que me inclina a vos. Estrechémonos pues la mano…

Y diciendo esto, el semblante de Pardaillán mostraba tal lealtad y tal nobleza de sentimientos, que el mensajero de Juana de Albret pareció conmovido y se apresuró a estrechar la mano que se le tendía.

—¡Oh, caballero!… —exclamó.

—¿Qué tenéis? —preguntó sonriendo Pardaillán.

—¿No me rechazáis? ¿No me rechazáis vos, a quien conozco solamente hace cinco minutos? ¿No despreciáis al que no tiene nombre?

—¿Rechazaros? ¿Despreciaros? ¡Por Barrabás, amigo mío! Cuando se tiene vuestra figura, vuestros hombros de atleta y la buena espada que cuelga de vuestro cinto, no se puede ser menospreciado por nadie. Y aun cuando fuerais feo, débil y estuvierais desarmado, no me creería por eso con derecho a trataros mal.

—¡Ah, caballero! Hace mucho tiempo que no he tenido un momento de alegría intensa como ahora. Observo en vuestra conducta y en vuestra mirada una generosidad que me conmueve, pues veo que sois superior a cuantos reyes, príncipes y señores he tratado hasta hoy. Y el que se llamaba Diosdado se cubrió los ojos con una mano.

—¡Lubin! ¡Lubin! —gritó Pardaillán.

—¿Qué hay? —preguntó Diosdado.

—Hay, amigo mío, que una conversación que ha comenzado en tales términos no puede acabar más que en la mesa. Están dando las doce y es la hora de comer para todas las personas decentes. ¡Lubin!, oye, fraile maldito, te voy a cortar las orejas.

—¡Ah, caballero! ¡Cuán feliz me hacéis!

—Escuchad. Convengamos en una cosa. Vos os llamáis Diosdado y yo Juan, y queda entendido que ni uno ni otro tenemos más nombres.

Tan delicada como ingeniosa atención, desvaneció los últimos restos de la melancolía de Diosdado y apareció entonces tal como era en realidad, dotado de extraña belleza y con una nobleza de actitudes y dulzura de carácter que Pardaillán adivinara instintivamente.

¡Lubin! ¡Lubin! —llamó de nuevo el caballero—. Lubín —añadió— es el mozo de la posada. Es un ex fraile que dejó el convento para hacerse mozo de «La Adivinadora» por amor a los capones y al buen vino. Cuando estoy rico y tengo buen humor me divierto en embriagarlo, y aun cuando ya haya pasado de los cincuenta años, todavía resiste admirablemente. ¡Ah, ya está aquí!

En efecto, llegaba Lubin, pero acompañado de maese Landry, el cual había subido hasta la habitación del caballero con la rapidez de la tortuga que se levantara en el aire, gracias a que Lubín lo empujaba por atrás. Y Landry aparecía sonriendo con una boca de un metro de larga, gorro en mano, lo que no hacía nunca, y con los dos puños oprimiéndose el vientre.

—¿Qué diablos hacéis? —preguntó Pardaillán asombrado.

—Trato de hacer entrar mi vientre… pero no puedo conseguirlo. Monseñor ya se dignará perdonarme… si no me inclino.

—¿Habláis conmigo?

—Sí, señor… digo, monseñor —repuso Landry, mirando oblicuamente a los montones de escudos que habían quedado sobre la mesa.

—Bueno, bueno —contestó Pardaillán, que había recobrado su impasibilidad—, sabéis, según veo, que, de simple caballero, me he convertido en príncipe. Observo que estáis bien enterado, maese Landry.

El hostelero abrió los ojos desmesuradamente. Pardaillán continuó:

—Tratadnos, pues, como dos príncipes de la sangre (Diosdado palideció al oír estas palabras) y, por lo tanto, dadnos una comida de príncipes, o, mejor, de reyes. O sea: un asado que esté en su punto; unas de esas alondras a la parrilla que han acreditado vuestra hostería; una de esas tortas de ciruelas cuyo secreto posee la hermosa señora Huguette, sin olvidarse de algún jamón de los que están a la izquierda de la tercera viga, en la cocina, y, además, una tortilla bien doradita. Traed también dos botellas de Saumur del año· 1556 y dos botellas de vino de Macon, y, para acabar, dos botellas más del Burdeos que guardáis para maese Ronsard.

—Bien, monseñor —dijo Landry.

—¡Amén! —exclamó Lubin, dando un chasquido con la lengua, porque el fraile ya se veía apurando los restos de las bienaventuradas botellas que acababan de citar.

Un cuarto de hora más tarde, Juan y Diosdado, el caballero y el hombre sin nombre, se sentaban ante las riquezas gastronómicas que Lubín había colocado cuidadosamente sobre la mesa. Pero con gran desesperación del antiguo fraile, Pardaillán cerró la puerta, diciendo que se serviría por sí mismo a pesar del principado que le había caído encima.

—Mi querido Juan —dijo entonces Diosdado—, estoy asombrado y conmovido con esta amistad que desde el primer momento me habéis testimoniado. Pero esto no ha de impedirme cumplir mi misión.

—¡Ya sé cuál es!

—¿De veras?

—Sí. La reina de Navarra os envía para decirme que me agradece el haberla arrancado ayer de las manos de sus asesinos; os ha ordenado reiterarme la oferta de entrar a su servicio y, por fin, me manda por vuestras manos alguna joya preciosa. ¿No es esto?

—¿Cómo lo habéis sabido?

—Muy sencillamente. Esta mañana he recibido a un embajador de cierto gran señor, el cual me ha mandado un hermoso diamante y me ha hecho preguntar si quería entrar a su servicio. Luego he recibido a un misterioso diputado que me ha hecho entrega de doscientos escudos haciéndome saber que una gran princesa quiere contarme entre sus gentilhombres. Y, por fin, llegáis vos, en tercer lugar. Y supongo que, lógicamente, me haréis las mismas ofertas y me entregaréis algún regalo como los anteriores.

—En efecto, he aquí la joya —dijo Diosdado, tendiendo al caballero un espléndido broche compuesto de tres rubíes.

—¡Qué os decía yo! —exclamó Pardaillán, tomando la fulgurante joya.

—Su Majestad —continuó Diosdado— me ha encargado que os dijera que distrajo esta joya de cierto saco que debisteis ver. Añade que nunca olvidará lo que os debe, y en cuanto a incorporaros a su ejército, lo haréis cuando os convenga.

—Pero —observó Pardaillán—, ¿habéis encontrado a la reina?

—No la he encontrado. La esperaba en Saint-Germain, desde donde Su Majestad ha salido para Saintes, después de haberme dado el encargo que me ha valido el honor insigne de ser vuestro amigo.

—Bueno. Otra pregunta. Al subir la escalera, ¿no habéis encontrado a un hombre envuelto en una capa, y de edad de cuarenta y cinco años, poco más o menos?

—No he encontrado a nadie —contestó Diosdado.

—Última pregunta. ¿Cuándo os vais?

—No me voy —contestó Diosdado, cuyo semblante se puso sombrío—; la reina de Navarra me ha encomendado algunas misiones, en las que invertiré bastante tiempo y, además, he de ocuparme también de mí mismo.

—Bueno. En este caso no tenéis necesidad de buscar alojamiento. Instalaos aquí.

—Mil gracias caballero. Pero, me esperan en casa… ¡Vaya! No quiero guardar secretos para vos. Me esperan en casa del señor de Teligny, que ha llegado secretamente a París.

—¿El yerno del almirante Coligny?

—El mismo. Y al hotel del almirante, calle de Bethisy, es donde deberías ir en mi busca, si tuviera la suerte de que algún día tuvierais necesidad de mí. La casa está deshabitada en apariencia, pero bastará que deis tres golpes a la puerta de servicio. Y en cuanto hayan entreabierto diréis: «Jarnac y Moncontour».

—Muy bien, amigo mío. Pero, a propósito de Teligny, ¿sabéis lo que se dice de él?

—¿Qué Teligny es pobre? ¿Qué no tiene otra cosa que su intrepidez y su inteligencia? ¿Qué el almirante hizo mal en dar a su hija a un hombre sin fortuna?

—Sí, pero se dice otra cosa. Se dice que ha sido un sujeto de la peor especie, a quien han empleado en operaciones inconfesables y que ha visto demasiadas cosas. Se dice también que la víspera de la boda de Teligny, un hidalgo de la más alta nobleza se presentó en casa del almirante para decirle que amaba a su hija Luisa.

—Ese hidalgo —contestó Diosdado— se llama Enrique de Guisa. Ya veis, pues, que conozco la historia. Sí, es cierto. Enrique de Guisa amaba a Luisa de Coligny. Dijo al almirante que su padre, el gran Francisco de Guisa, y él, habían hecho juntos sus primeras armas en Crisoles y que la unión de las casas de Guisa y de Chatillon, representada por Coligny, pondrían fin a las guerras de religión. Por último, el orgulloso hidalgo llegó a llorar ante el almirante, rogándole que rompiera el proyectado matrimonio y le concediera la mano de Luisa.

—¿Y qué contestó el almirante?

—Que solo tenía una palabra y que ésta estaba comprometida con Teligny. Añadió que, además, el casamiento era del gusto de su hija, lo cual era el primer factor en tal asunto. Enrique de Guisa partió desesperado. Teligny se casó con Luisa de Coligny y Guisa, lleno de pesar, se casó con Catalina de Cléves.

—La cual, según se asegura, ama a todos menos a su marido.

—Tiene un amante —dijo Diosdado.

—¿Qué se llama?

—Saint-Megrin.

Pardaillán se echó a reír.

—¿Lo conocéis acaso? —preguntó el enviado de Juana de Albret.

—Desde esta mañana. Querido amigo, voy a daros una noticia. Enrique de Guisa está en París.

—¿Estáis seguro? —exclamó Diosdado, levantándose sobresaltado.

—Lo he visto con mis propios ojos. Y os aseguro que el buen pueblo de París no ha escatimado las aclamaciones.

Diosdado se ciñó rápidamente la espada y se echó la capa sobre los hombros.

—Adiós —dijo secamente con aire sombrío.

Y al ver que Pardaillán es levantaba añadió:

—Dejad que os de un abrazo. Acabo de pasar una hora de alegría apacible como pocas veces he gozado en mi vida.

—Iba a proponeros lo mismo —contestó el caballero.

Los dos jóvenes se abrazaron cordialmente.

—No olvidéis —dijo Diosdado—. La casa Coligny… la puerta de servicio.

—«Jarnac y Moncontour». Tranquilizaos, amigo mío. El día que tenga necesidad de que alguien se haga matar a mi lado, pensaré en vos antes que en otro.

—¡Gracias! —dijo Diosdado sencillamente, y se alejó a toda prisa.

En cuanto a Pardaillán, su primer cuidado fue correr a casa de un ropavejero para comprar un traje nuevo. Eligió uno de terciopelo gris, semejante al que dejaba, con la diferencia de que el primero era enteramente nuevo. Luego fijó el broche de rubíes para sostener la pluma de gallo. Más tarde fue a casa del Judío Isaac Rubén para venderle el hermoso brillante del duque de Guisa, por el cual le dio ciento setenta pistolas.