XI - Pardaillán, Galaor, Pipeau y Granizo

HACÍA CASI TRES AÑOS que Juan de Pardaillán ocupaba una habitación situada en lo alto de la posada de «La Adivinadora», cuya ventana daba a la calle de San Dionisio. Vamos a ver cómo un pobre diablo como él podía permitirse el lujo de alojarse en «La Adivinadora», la primera posada del barrio, renombrada en todo París por sus asados, hasta el punto de que Ronsard y su corte de poetas iban a festejar allí: «La Adivinadora», así bautizada cuarenta años atrás por el mismo Rabelais, era dirigida por el ilustre maese Landry Gregoire, hijo único y sucesor de Gregoire, famoso repostero.

Juan de Pardaillán, decimos, era un pobre diablo que no tenía un cuarto. Era un joven de unos veinte años, alto, delgado y flexible como una espada viviente. En verano como en invierno, vestía el mismo traje de terciopelo gris; en lugar del birrete, llevaba una especie de sombrero redondo —que más tarde había de poner de moda Enrique III, y del cual era inventor Pardaillán—, adornado con una pluma roja de gallo que brillaba al sol y le daba marcial aspecto. Sus botas de color gris rata, modelando sus piernas finas y nerviosas le subían hasta la altura de los muslos. En los tacones llevaba espuelas formidables; del cinturón de cuero raído colgaba una espada desmesurada y cuando, desde las espuelas, la mirada subía hasta aquella espada, de ésta al ancho pecho que cubría un jubón remendado, y del pecho a unos bigotes erizados y más arriba a unos ojos que echaban chispas, cubiertos, en parte, por el ala del sombrero ladeado hacia la oreja, los hombres guardaban de aquel conjunto una impresión de fuerza que les inspiraba instantáneamente un respeto que no cuidaban de disimular, y las mujeres se admiraban de la elegancia y belleza diabólica del caballero, admiración que más de una conseguía apenas disimular.

En efecto, el amor de las mujeres por un hombre está en razón directa del respeto que inspira a los demás hombres. Un porte gallardo, una cara juvenil cuyos ojos lanzan llamas de cólera o de amor, una actitud de matamoros, gestos graciosos y sobrios, expresivos, labios finos y sonrisa muy agradable y tierna bajo los pelos erizados del bigote; he aquí lo que se advertía en Pardaillán.

El vestido podía estar ajado, desteñido por el sol y las lluvias, agujereado por las estocadas, pero el que lo llevaba no dejaba de ser por esto un tipo maravilloso de elegancia innata, graciosa y algo terrible. En toda la calle de San Dionisio y en la vecindad, en la calle del Temple, en la de San Antonio, en las tabernuchas de la calle de Mauvais Garloons, el caballero de Pardaillán era conocido y temido.

Más de un marido arrugaba el entrecejo al verlo pasar, altivo como un rey, pobre como un mendigo, pero más de una burguesa se volvía a mirarlo con una sonrisa en los labios, y hasta las grandes damas levantaban las cortinillas de sus literas para acompañarlo con la mirada. Y él, cándido en el fondo, no observaba aquella admiración de que era objeto, y hacía resonar sus espuelas al andar, con la nariz al aire como lobato que busca aventuras —aventuras de combates, de amor, golpes que dar o recibir, ocasiones en que desenvainar la brillante espada, besos furtivos, todo le parecía bien—. Para la ronda era un pájaro de cuenta al que había que respetar, esperando la ocasión favorable para darle muerte sin ruido.

La gente maleante sentía por él admiración sin límites y le habían ofrecido más de una vez, pero inútilmente, el cetro del reino del Argot. Esta estima de la gente del bronce va, tal vez, a rebajar la que por él pudiera sentir el lector, pero no podemos hacer otra cosa que relatar la verdad de los hechos.

Así, pues, el caballero de Pardaillán, exceptuando su salud, su fuerza y su elegancia, no poseía nada en el mundo. Pero nos equivocamos: poseía a Galaor, a Pipeau y a Granizo.

¿Quién era Galaor? Un caballo.

¿Pipeau? Un perro.

¿Granizo? Una espada.

¿Cómo había llegado a ser legítimo poseedor de estos tres seres? Y decimos tres seres porque la espada Granizo, en manos de Pardaillán, se convertía en una cosa viva, rápida, vertiginosa, que tenía un verdadero lenguaje. No carece de interés el saberlo, tanto más cuanto que la historia de estos tres seres está íntimamente relacionada con muchos sucesos de esta narración.

* * * * *

Seis meses antes del día en que vemos a Pardaillán mandar un beso con la punta de los dedos a la joven Luisa, Pardaillán padre había llamado a su hijo. El anciano aventurero habitaba la posada de «La Adivinadora» hacía ya dos años, ocupando con su hijo un estrecho cuartito oscuro que daba a un sombrío patio.

—Hijo mío —le dijo—, me despido de vos.

—¡Cómo, señor! ¿Os vais? —exclamó el joven con una vehemencia que hizo latir de alegría el corazón de su padre.

—Sí, hijo mío, me voy. No obstante, os propongo llevaros conmigo.

El joven caballero, que raras veces se ruborizaba y menos aún palidecía, se sonrojó y palideció, alternativamente, al oír esta proposición. El viejo Pardaillán, que lo examinaba atentamente, se encogió de hombros y añadió:

—Os propongo Llevaros conmigo, pero creo que haríais mejor quedándoos en París. París, hijo, es la gran marmita en que las brujas cuecen a la vez la buena y la mala fortuna. Algo me dice que en la distribución que hacen las brujas os tocará la suerte. Así, pues, me despido de vos.

—Pero, padre —dijo Juan, más conmovido de lo que quería aparentar—, ¿quién os obliga a alejaros?

—Una infinidad de cosas y aún una más. ¿Qué queréis? Siento la nostalgia de los caminos. Añoro los rayos del sol y las lluvias. Me ahogo en París. En fin, es necesario que me vaya.

Tal vez el viejo Pardaillán tenía otros motivos más imperiosos para marcharse de París, porque parecía cohibido al dar sus explicaciones.

—En el momento de separamos —continuó diciendo— tal vez para siempre, porque soy ya muy viejo, siento, caballero, no dejaros otra cosa que consejos; pero por lo menos éstos, que constituyen vuestra herencia, valen la pena de ser seguidos.

Juan no pudo contener una lágrima que rodó por su mejilla.

—¡Cómo! ¿Lloráis, caballero? Esto me apena. Guardad vuestras lágrimas para desgracias mayores. Me voy, querido hijo; pero puedo lisonjearme de haber hecho de vos un hombre capaz de poder luchar contra esta cosa perversa y maléfica que se llama la vida. Sois esgrimidor cumplido, y no hay maestro de armas, en todo el reino capaz de parar las estocadas que os he enseñado; tenéis ojos vivos, puños infatigables, sangre fría, valor, nada os falta. En los diez y seis años que han transcurrido últimamente os he llevado siempre conmigo; ya sobre mi caballo o en mis espaldas, cuando erais pequeño, o bien sobre vuestras piernas, o sobre la montura que la casualidad nos deparaba; cuando erais adolescente, habéis recorrido en todos los sentidos los países de Francia, Borgoña, Provenza, los de la lengua de Oc y los de la lengua de Oil, Habéis aprendido las cosas más difíciles de aprender, como son: dormir sobre el bendito suelo, con la silla del caballo por almohada; acostarse sin comer; sufrir indiferentemente frío o calor, sonreír al sol y a la lluvia; saludar al viento tempestuoso que se introduce bajo la capa, tener sed y hambre. Sí, sabéis todo esto, hijo mío, y por esta razón estáis hecho de hierro y acero.

El viejo Pardaillán contempló a su hijo con orgullosa admiración, y añadió:

—Sin embargo, hubierais podido vivir dichoso y tranquilo, sucederme en un buen empleo, en el seno de la riqueza y la prosperidad, a las órdenes de un señor noble como un rey y más rico que el rey. Un crimen cambió mi destino y el vuestro.

—¿Un crimen, padre? —exclamó Juan con ansiedad.

—Un crimen o una necedad; es lo mismo. Yo lo cometí.

—¡Vos! ¡Imposible! ¡Vos que tenéis tan buen corazón…!

—¡Caramba, hijo mío!, ¡qué de prisa vais! ¡Por vida de Pilatos y Barrabás! Oíd; Después de una existencia de aventurero, de paria, de truhan, para decirlo todo, acabé por hallar la tranquilidad: abundancia, buenos vinos y el resto, todo lo que constituye el bienestar de la vida. Hubiera debido guardar mi empleo, sobre todo por vos, hijo mío. Pero un día mi señor me encargó una comisión de las más fáciles: robar una niña de pañales. Lo hice y recibí en recompensa un diamante que valía, por lo menos, tres mil escudos. Me prometieron el doble si guardaba la pequeña en mi poder. No os hablo de otra cláusula del trato, porque estaba firmemente decidido a no cumplirla…

—¿Y qué más?

—Pues que cometí la tontería de prestar oídos a no sé qué absurda voz que murmuraba en mi corazón. El caso es que devolví la niña a su madre. Resultado: diez y seis años de vida errante para mí y la miseria para vos.

—¿Cómo se llamaba la madre? ¿Cuál era el nombre del señor que os hacía estos encargos?

—El secreto no me pertenece, hijo mío… —continuó—, gracias a este crimen sois más pobre que Job. Por lo demás, a esto se reduce vuestro parecido con aquel santo hombre tan piadoso y casto.

Juan se ruborizó un poco.

Pardaillán padre, después de reflexionar un minuto, continuó:

—Ahora, caballero, oíd bien lo que voy a deciros. Escuchad con toda vuestra alma y recoged la herencia de mis buenos y leales consejos.

Juan prestó toda la atención de que fue capaz y se preparó a recibir lo que constituía su herencia.

—En primer lugar —dijo el viejo aventurero— «desconfiad de los hombres». No hay ninguno que valga tanto como la cuerda que podría ahorcarlo. Si veis a uno que se ahoga, echadle vuestro sombrero y pasad de largo. Si veis que unos bandidos atacan a un burgués en la esquina de una calle, doblad por la otra. Si alguien se titula vuestro amigo, reflexionad enseguida en el mal que os puede hacer. Si un hombre declara que tiene buenas intenciones para con vos, poneos una cota de mallas. Si os piden ayuda, tapaos los oídos. ¿Me prometéis no olvidar estas palabras?

—Os lo prometo, señor. ¿Qué más?

—En segundo lugar, «desconfiad de las mujeres». La más dulce oculta a una furia. Sus finos cabellos son otras tantas serpientes que rodean el cuerpo de sus víctimas y las ahogan. Sus ojos hieren como puñales. Su sonrisa envenena. ¿Me entendéis bien, hijo mío? Tened tantas mujeres como queráis. Bien plantado como sois, no os faltarán. Pero no os entreguéis a ninguna, si no queréis morir aplastado por las mentiras y las traiciones. ¡Desconfiad de las mujeres, caballero!

—Os lo prometo, señor. ¿Qué más?

—En tercer lugar, «desconfiad de vos mismo». ¡Sobre todo de vos mismo! Desechad, para empezar, los malos consejos de la misericordia, del amor, de la piedad, y todos los lazos que no dejará de tenderos vuestro corazón. Lo conseguiréis en pocos años. Con un poco de buena voluntad, seréis como los demás hombres: duro, despiadado, egoísta y entonces estaréis sólidamente armado. ¿Me habéis comprendido?

—Sí, padre mío, y os prometo hacer cuanto de mí dependa para seguir vuestros consejos.

—Bueno. Me marcho tranquilo. Os dejo a Granizo —añadió Pardaillán, mirando tiernamente a una larga espada colgada de la pared. La tomó y la ciñó por sí mismo a su hijo, diciendo:

—Ya estáis armado caballero.

Y con el tono que emplearía un rey para armar caballero a uno de sus nobles, pronunció la fórmula, pero mitificándola como sigue:

—¡Sed fuerte contra vos mismo, contra las mujeres y contra los hombres! Granizo os ayudará. Es una amiga que no os hará traición, una querida siempre fiel. ¡Adiós, hijo mío, adiós!

—¡Padre! ¡Padre! —exclamó Juan fuera de sí—. ¡Decidme el nombre de la madre a la que devolvisteis su hija! ¡El nombre de vuestro antiguo señor!

—Caballero —dijo el aventurero con gravedad—, os repito que este secreto no me pertenece.

Juan comprendió que la resolución de su padre era irrevocable. Así que no insistió y se limitó a acompañarlo hasta las afueras de París, él a pie y su padre a caballo. Cuando llegaron a cierta distancia de la ciudad, Pardaillán padre desmontó y abrazó a su hijo estrechamente contra su pecho y luego, montando de nuevo, se alejó al galope. Juan lloró mucho y, agobiado por la pena, olvidó muy pronto los dos nombres que su padre no le había querido decir. Así fue como quedó solo en el mundo y adquirió a Granizo.

Unos quince días después de la partida de su padre, el caballero de Pardaillán se paseaba una tarde muy melancólico por la orilla del Sena, cuando vio a unos pilluelos que ataban las patas de un perro, con evidente intención de ahogarlo. Arrojarse contra todos ellos y dispersarlos a puntapiés y puñetazos, fue, para el caballero, obra de un instante. Luego liberó al pobre animal, mientras se decía:

«Mi padre me ordenó que dejara ahogar a los hombres, pero no a los perros. Por lo pronto, no lo he desobedecido».

Es inútil decir que el animal se pegó a las piernas del joven y que ya no quiso abandonarlo. Pardaillán, que conseguía con bastante dificultad el cotidiano alimento para sí solo, quiso despedir al animal. Pero éste se echó a sus pies y lo miró de modo tan cariñoso que el caballero, ya vencido, se lo llevó con él a la hostería. Al cabo de tres meses Pardaillán conocía las cualidades de su perro, al que llamó Pipeau.

Pipeau era un perro de pastor de pelo rojo y erizado ni bonito ni feo, pero de muy buena presencia y, sobretodo, admirable por la inteligencia y mansedumbre de sus ojos. Poseía unas quijadas capaces de romper hierro; era algo loco y gustaba frenéticamente de perseguir a los pájaros cuando los veía a cierta distancia posados en el suelo, y al llegar al lugar en que se hallaban, parecía muy asombrado de que no lo hubieran aguardado.

Era un perro glotón, ladrón y embustero. Este último epíteto no sorprenderá a nadie, porque todo el mundo sabe que los perros hablan para quien sabe entenderlos. Pero Pipeau, entre tantos defectos, poseía una cualidad: era valiente; y en cuanto a fidelidad, era la perla de los perros, es decir, de los seres más abnegados de la creación.

La noche en que Pardaillán entró en la posada acompañado de su perro, cosa de quince días después de la partida de su padre, el caballero subió tristemente a su pobre gabinete oscuro y echó una mirada a la tristeza de aquella cama, en una habitación sin aire y sin luz.

—No es posible —murmuró— que permanezca por más tiempo en esta ratonera. Me moriría en ella ahora que no está mi padre para alegrarla. ¡Por Pílatos y Barrabás!, Como decía él, necesito un cuarto habitable. Pero ¿dónde hallarlo?

Mientras reflexionaba así, vio por azar la puerta que estaba enfrente de la suya. Estaba entreabierta y, empujándola, vio que daba a una hermosa habitación, con muy buena cama, sillas, una mesa y hasta un sillón.

—¡He aquí lo que necesito! —exclamó Pardaillán al ver que la pieza estaba deshabitada.

Abrió la ventana y vio que daba a la calle de San Dionisio.

—«Vista agradable» —se dijo Pardaillán—, «sana y capaz de inspirar buenas ideas».

Iba a cerrar de nuevo la ventana, cuando su mirada se fijó en la casa de enfrente, algo más baja que la de la posada, y en una de sus ventanas vio algo que le arrancó un grito de admiración. Era una cabeza de mujer joven, tan hermosa con sus cabellos de oro, de tan dulce aspecto, y con tal inocencia pintada en su hermoso semblante, que le pareció haber entrevisto un ser celestial. Y entonces se dio cuenta de que, varias veces, había hallado por la calle de San Dionisio a la joven que contemplaba.

Al oír el grito que dio, la joven se ruborizó y cerró la ventana. Pardaillán permaneció en el mismo sitio, durante una hora, y más tiempo hubiera estado allí de no ser interrumpido bruscamente en su contemplación. Se volvió, arrugando el entrecejo, y se vio en presencia de maese Landry Gregoire, actual propietario de «La Adivinadora» y sucesor del padre.

El hostelero era un ser extraño que, al avanzar en edad, había crecido en anchura, en vez de hacerlo en altura como todos sus semejantes. Resultó de ello que, al cumplir los cuarenta años, es decir, en la época en que lo presentamos a nuestros lectores, maese Landry parecía una bola inmensa puesta en equilibrio sobre dos masas carnosas y coronada por una cabezota en la que a duras penas podían descubrirse dos ojuelos tímidos y socarrones.

—Iba precisamente a vuestra habitación señor caballero —dijo Landry, haciendo inútiles esfuerzos para inclinarse.

—Pues ya estáis en ella —dijo Pardaillán, instalándose en el sillón.

—¡Cómo! —exclamó Landry, sobrecogido por doloroso presentimiento.

—Sí, amigo mío. He cambiado de habitación. Desde hoy me instalo en ésta.

Landry se puso encendido como si fuera a sufrir un ataque de apoplejía.

—Caballero —dijo, sacando de la conciencia de sus derechos la energía necesaria—, iba a deciros, precisamente, que no puedo continuar cediéndoos el gabinete oscuro.

—¡Ya lo veis!, ¡estamos de acuerdo! —observó el caballero con gran sangre fría.

—Y con mayor razón no puedo cederos ésta —prosiguió maese Landry exasperado—, pues esta habitación vale muy bien sus cincuenta escudos por año. Ya es tiempo de que hable claro, señor caballero… Cuando vuestro padre me hizo el honor de alojarse en mi posada, hace ya dos años de ello, me prometió pagarme puntualmente. Tuve paciencia durante seis meses, es decir, cinco más que cualquiera de mis compañeros…

—Esto os honra mucho, maese Landry.

—Sí, pero no me enriquece. Al cabo de seis meses, no habiendo recibido un solo escudo, me presenté a vuestro señor padre y le rogué que me pagara lo atrasado.

—¿Y qué hizo mi venerable padre? ¿Os pegó?

—¡Me apaleó, señor! —dijo maese Landry con majestuosa indignación.

—¿Y desde entonces quedasteis convencido de la impertinencia que hay en reclamar dinero a un caballero?

—Sí, señor —dijo el amo de la hostería—. Pero debo añadir que vuestro padre me hacía algunos servicios. Protegía mi posada y no había otro como él para coger a un borracho y echarlo a la calle.

—En este caso vos le debéis dinero a él, Landry. No importa, os concederé el crédito que queráis para el pago.

Landry, cuya cara era de color carmín, se volvió violácea. Durante algunos instantes no pudo hablar a causa de su congestión, y luego repuso:

—Hablemos seriamente, caballero.

—¿Qué queréis, pues? ¡Explicaos de una vez!

—Señor, deseo que os marchéis, a menos de que me paguéis lo atrasado que me debe vuestro señor padre y el gasto que vos mismo habéis hecho.

—¿Ésta es vuestra última palabra, amigo mío? —dijo Pardaillán tranquilamente.

Envalentonado por el aire apacible del joven, el hostelero contestó con energía:

—Mi última palabra. Espero que mañana la habitación estará libre.

Con gran tranquilidad, el caballero pasó a su habitación, tomó un bastón corto, el mismo que sirviera a su padre, y, cogiendo a Landry por uno de sus cortos brazos, levantó el palo y lo dejó caer sobre su espalda.

—Un buen hijo debe imitar las virtudes de su padre —dijo—; mi padre os apaleó y mi deber es apalearos también.

Y Pardaillán se puso en efecto, a apalear a maese Landry Gregoire concienzudamente, como hombre que no hace las cosas a medias. El posadero empezó a dar gritos espantosos que resonaron por toda la casa.

—¡Socorro! ¡Al asesino! —y otras exclamaciones semejantes que ya no inquietaban a nadie por la frecuencia con que se oían.

Los vecinos supusieron que asesinaban a un hugonote, y se estuvieron quietos en sus casas. En cuanto a las gentes de la posada, ya supusieron de qué se trataba. En un instante la habitación fue invadida por los criados. Entonces Pardaillán cogió al desgraciado posadero y, levantándolo en vilo, lo suspendió en el vacío, a través de la ventana abierta.

—¡Fuera todos! —gritó con tranquila voz—. ¡Fuera, o lo dejo caer!

—¡Idos! ¡Idos! —gritó el pobre posadero más muerto que vivo.

Los criados se retiraron a toda prisa. Sólo se quedó la señora Landry, que no estaba muy alarmada por la peligrosa situación de su marido.

—¡Gracias, señor caballero! —exclamó Landry con voz apagada.

—¿Estamos de acuerdo, no es verdad? ¿No me volveréis a hacer estas estúpidas peticiones?

—¡Jamás! ¡Jamás!

—¿Podré ocupar esta habitación?

—Sí, sí, Pero entradme, por el amor de Dios. ¡Me muero!

El caballero, sin apresurarse, reintegró al posadero dentro de la habitación y lo dejó casi desvanecido en el sillón. Su esposa se apresuró a mojarle las sienes con vinagre.

—¡Ah, señor caballero! —dijo con mirada que no tenía nada de severa—, ¡qué susto me habéis dado! ¡Si llegáis a dejar caer a mi pobre marido, se hubiera matado!

—¡Era imposible! —dijo fríamente Pardaillán. El posadero abrió un ojo y murmuró:

—¿Imposible…?

—¡Sin duda alguna, amigo mío! Habríais caído sobre el vientre y rebotado como una pelota sin haceros mal alguno.

Landry al oír tan peregrina explicación, acabó de desvanecerse. Cuando volvió en sí, tuvo una explicación con el caballero de Pardaillán por la que se convino que el joven habitaría la hermosa habitación y que podría comer en la posada con la condición de prestar los mismos servicios que su padre. A ello se comprometió el caballero bajo palabra de honor. Y de esta manera fue firmada la paz entre Pardaillán y maese Gregoire.

Hemos explicado cómo era posible que el joven Pardaillán se alojara en una de las mejores posadas de París. Habiendo relatado también de qué manera había heredado a Granizo y adquirió a Pipeau, ya no falta más que dar cuenta de qué modo se había hecho amo de Galaor.

Una noche, el caballero de Pardaillán salía de un tabernucho de la calle de Francs-Bourgeois, en donde había bebido bastantes vasos de hipocrás[6] en compañía de varios amigos. Estaba casi borracho, es decir, su fino bigote estaba más erizado que nunca, y Granizo, más batalladora que de costumbre, ocupaba toda la anchura de la estrecha calle. Cantaba un soneto de moda compuesto por el poeta Ronsard, según se decía, para una poderosa princesa:

Cuando seáis vieja y por la noche,

sentada; cabe el hogar, hilando el lino

diréis, cantando, admirada, mis versos:

¡Ronsard me celebraba cuando yo era hermosa!

—¡Por Pilatos y Barrabás! —dijo el caballero para sí, entrando en la calle de la Tisseranderie—… ¿Estaré realmente enamorado?

«¡Desconfía de las mujeres!».

«… ¿Habré olvidado los buenos consejos de mi padre?…».

«Sus finos cabellos son como serpientes que ahogan… Su sonrisa envenena… sus ojos».

«… ¡Qué ojos tiene ella…!».

«¡Desconfía de las mujeres!»…

De pronto, cuando más distraído estaba nuestro héroe, oyó una voz que gritaba:

—¡Socorro! ¡Al asesino!

—¡Hola! —dijo Pardaillán—, he aquí un individuo que, según me parece va a hallarse pronto en el otro mundo.

—¡Socorro! —repitió la voz, que parecía de viejo.

—Los gritos vienen de la calle de San Antonio, y, según los consejos de mi padre, debo irme corriendo hacia el otro lado, a la posada.

Al oír el primer grito, el joven había empezado a correr con la ligereza y agilidad de un hombre que ha empleado su adolescencia en subir a los árboles, en franquear rocas atravesar torrentes a nado y que más de una vez había tenido necesidad de recurrir a sus piernas ante un enemigo demasiado numeroso… No tardó en llegar a la calle de San Antonio.

«¡Caramba!» —se dijo al notarlo—. «Hubiera jurado que entraba en la calle de San Dionisio».

Allí vio dos hombres acorralados por unos diez trúhanes, Ambos iban montados a caballo. Uno de ellos llevaba de la brida otra montura completamente ensillada. Era un anciano vestido como servidor de gran casa. Éste era el que gritaba:

—¡Al asesino! ¡Socorro!

Pero los trúhanes, sabiendo perfectamente que no acudiría nadie y que la ronda, al oír los gritos seguiría prudentemente otro camino, no se cuidaban para nada del viejo y asediaban al otro caballero que, sin decir palabra, se defendía enérgicamente, como lo probaban los dos asesinos tendidos en el suelo con la cabeza destrozada. No obstante, aquel hombre tan vigoroso y valiente iba a sucumbir. Sus asaltantes lo habían acorralado y a la sazón trataban de desarmarlo.

—¡Sosteneos, caballero! —exclamó de pronto una voz tranquila y hasta burlona—. ¡Voy a socorreros!

Al mismo tiempo Pardaillán surgió entre los que peleaban y empezó a distribuir a los trúhanes una granizada de golpes. No había desenvainado aún su espada, pero cogiendo por el cuello a los dos de la banda que tenía más cerca los aproximó uno a otro con irresistible fuerza. Las dos caras chocaron entre sí y ambas narices empezaron a sangrar. Entonces, con movimiento inverso, Pardaillán los separó y lanzó el uno a derecha y el otro a la izquierda, semejante a una catapulta.

Cada uno de los trúhanes fue a caer a diez pasos, arrastrando en su caída a dos o tres de sus camaradas. Entonces el caballero se colocó ante el desconocido y con amplio gesto desenvainó Granizo. ¿Acaso los trúhanes se asustaron por la maniobra y por la fuerza muscular que demostraba el joven? ¿Reconocieron a Pardaillán que, entre ellos, tenía fama de terrible? El caso es que, tácitamente, emprendieron la retirada y en un instante desaparecieron, llevándose a sus heridos, como fantasmas que se desvanecen en la noche.

—¡Por Dios que sois valiente! —exclamó el caballero—. Me habéis salvado la vida…

El caballero de Pardaillán envainó nuevamente la espada, se quitó el sombrero y dijo:

—¿Sabéis, señor, lo que acabo de hacer?

—¡Por el diablo! ¡Acabáis de salvarme, os digo! ¡Pardiez! ¡Vaya unos puños!

—No, señor —dijo Pardaillán con la misma flema—; acabo de cometer un crimen.

—¡Un crimen! Tenéis ganas de bromear —exclamó el caballero, estupefacto.

—De ninguna manera. He desobedecido a un mandato formal de mi padre. Y temo que ello me acarree alguna desgracia. Estas palabras fueron pronunciadas en tono glacial.

—De todas suertes me habéis prestado un gran servicio —contestó el desconocido—. ¿Qué puedo hacer por vos?

—Nada.

—Aceptad, por lo menos, en recuerdo de esta aventura, el caballo que mi criado lleva de la brida. Galaor es el mejor de mis cuadras. Y, además, su nombre os gustará, ya que os conducís como lo hubiera hecho el verdadero Galaor.

—¡Bueno! ¡Tomo el caballo! —contestó Pardaillán con el tono de un rey aceptando el homenaje de uno de sus súbditos. Y con la ligereza de un jinete que, desde la edad de cinco años, había cabalgado por montes y valles, saltó sobre Galaor.

El desconocido hizo un gesto de despedida y se alejó. En el momento en que el anciano servidor se disponía a seguirlo a distancia respetuosa. Pardaillán se acercó a él y le preguntó en voz baja:

—¿Hay algún inconveniente en saber el nombre de este caballero, por quien he cometido el crimen de desobedecer a mi padre?

—Ninguno, señor —dijo asombrado el viejo.

—¿Entonces este caballero se llama…?

—Es monseñor Enrique de Montmorency, mariscal de Damville…

* * * * *

Aquella noche Pardaillán llevó consigo un nuevo huésped a «La Adivinadora». Llegó en el momento en que cerraban la posada; sin preguntar nada a nadie condujo a la cuadra a Galaor, lo instaló en el mejor lugar y echó una medida de avena en el pesebre. Luego, encendió una linterna, y se puso a examinar su adquisición con el cuidado y competencia de un inteligente en la materia.

Con un silbido largamente modulado y acompañado de movimientos significativos de la cabeza, expresó su admiración. Galaor era un caballo ruano que tendría unos cuatro años, de cabeza fina, frente espaciosa, ollares abiertos, piernas delgadas y bien dibujadas y la grupa fina. Era un magnífico animal.

—¿Qué diablos hacéis ahí? —exclamó de pronto la voz de maese Landry, el hostelero.

Pardaillán volvió ligeramente la cabeza hacia la bola de grasa que le interrogaba, y, contestó:

—Examino el producto de mi último crimen.

Landry se estremeció.

—¿Así pues, este caballo os pertenece, señor caballero?

—Ya os lo he dicho, maese Landry —contestó Pardaillán, echando en el pesebre un haz de alfalfa.

—¿Y su alimentación correrá de mi cuenta? —añadió el posadero alarmado.

—¿Quisierais, pues, que este noble animal se muriese de hambre?

Y el caballero, después de haberse cerciorado con una última mirada de que no faltaba nada a Galaor, dio las buenas noches al hostelero y se fue a dormir. Maese Landry se cogió entonces la cabeza con las manos y exasperado trató de arrancarse algunos cabellos, pero no lo consiguió porque era completamente calvo y su cráneo tenía la desnudez absoluta de una bola de billar.

A partir de aquel día sólo se vio a Pardaillán montado sobre Galaor precedido de Pipeau con la nariz al aire para sorprender todo lo que se pudiera comer o robar en los puestos de las vendedoras de volatería. En cuanto a Galaor, por nada del mundo se separaba de la línea recta, es decir, que era necesario que los peatones se apartaran si no querían ser atropellados. Es necesario añadir que por algunas palabras masculladas o por una mirada de cólera, la temible Granizo salía por sí sola de la vaina.

Pardaillán sobre Galaor, complicado por Pipeau, y agravado por Granizo, era el terror del barrio, queremos decir con ello que era el terror de los insolentes, de los pilluelos, truhanes, espadachines y fanfarrones que pululaban por allí, porque el caballero —y esto va a reconciliarlo con el lector, que tal vez le tenía cierta prevención, por lo que de su retrato hemos trazado—, el caballero, si intervenía en alguna querella, era siempre para ayudar al más débil; muchas veces llevaba con él a un mendigo a la hostería y lo hacía sentar a su mesa, y lo invitaba a comer, dándole los mejores bocados y ofreciéndole abundantes vasos de vino. En dichas ocasiones maese Landry no cabía en sí de gozo, aun cuando la presencia de los tipos astrosos que acompañaban a Pardaillán le molestaban un poco.

En efecto, aquellos días, Pardaillán, que no pagaba jamás su gasto cuando estaba solo, aquellos días, repetimos, pagaba generosamente. Una vez el hostelero no pudo abstenerse de preguntarle la razón de ello, y el caballero contestó fríamente:

—¿Os consideráis acaso un gran señor, amigo mío? Aun cuando fuerais el duque de Guisa, o el mismo rey, no os permitiría la impertinencia de pagar la comida a mis invitados: ¡Mis huéspedes lo son míos, maese Gregoire!

Otras veces se le veía llegar a la posada, siempre frío, siempre insensible, elegir un buen pollo bien asado, añadir pan y una botella de vino y alejarse después de haber echado un escudo al mozo o a la sirvienta. Y entonces si alguno, intrigado por sus actos, lo seguía, he aquí lo que veía: Pardaillán penetraba en algún zaquizamí, en donde observaba que reinaba la miseria, depositaba su paquete de víveres ante las pobres gentes hambrientas y, saludando con su sombrero, se marchaba enseguida sin decir una palabra. Al salir, no obstante, murmuraba:

—¡Vamos! ¡Acabo de desobedecer a mi padre! ¡Y seguramente me condenaré en el otro mundo!

Entretanto el caballero empezaba a aburrirse en éste. Se decía, con razón, que su existencia era indigna de un hombre que tenía sed de hermosas aventuras y que se sentía con ánimo para llevar a cabo grandes empresas. Sordas ambiciones, deseos vagos, lo hacían estar intranquilo. En una palabra, se fastidiaba. Los mejores momentos de su vida eran los que pasaba contemplando la ventana que se hallaba frente a la suya, y cuando, después de algunas horas de paciente acecho, podía entrever el hermoso semblante de la desconocida, era feliz.

La vecina, poco a poco, iba mostrándose menos arisca. Ya no cerraba precipitadamente la ventana, y levantaba la cabeza. Por fin llegó a contestar a la mirada del joven, con otra que nada tenía de temerosa. Pero las cosas no iban más lejos. Pardaillán y Luisa ignoraban respectivamente las condiciones del otro. ¿Sabían ya que se amaban?

El caballero sabía tan sólo que ella era hija de la bella desconocida a la que los vecinos llamaban la Dama Enlutada, y que las dos mujeres vivían modestamente del producto de las tapicerías que hacían para las damas de la nobleza y para las burguesas ricas. Un día Pardaillán estaba ocupado en su habitación, en el trabajo de zurcir su jubón. De ordinario era la señora Landry quien se ocupaba de ello, pero como la hermosa hostelera, que había sorprendido al joven con los ojos fijos en la ventana vecina, le ponía mala cara y no se dejaba ver, el caballero se dedicaba con bastante melancolía a tal trabajo. En efecto, no podía menos de ver que su traje de terciopelo gris, que estaba raído a más no poder, era incapaz de inspirar admiración a ninguna mujer.

«Mientras no halle el medio de vestirme como los gentilhombres de la corte, ella no me amará. ¿Puede amarse a un pobre diablo cuyo traje va pregonando miseria?».

En estas reflexiones se ve que Pardaillán era, en el fondo, un alma muy cándida. Habiendo reparado, lo mejor que supo, el roto de su jubón, se lo endosó de nuevo, ciñó la espada y se preparó a salir resuelto a conquistar a toda costa el traje suntuoso con que soñaba. Pero antes de salir se asomó a la ventana. En aquel preciso instante vio a la Dama Enlutada que salía de la casa, tomando dirección de la calle de San Antonio. Luisa se asomó entonces a la ventana. Arrebatado, tal vez por una especie de desafío a la miseria de su traje y comprendiendo la imposibilidad de ser amado, por primera vez envió un beso a la desconocida. Luisa se ruborizó, pero miró al caballero sin mostrar enfado y luego, lentamente, se retiró.

—¡Parece que no se ha disgustado! —observó Pardaillán, cuyo corazón latió alegremente—. ¡Por Pilatos!, y ¡Por Barrabás!, ¡puedo esperar! ¡Es necesario que enseguida vaya a hablar con su madre!

Un desvergonzado hubiera dicho: Voy a aprovechar la ausencia de la madre para echarme a los pies de esa hermosa niña.

Sin reflexionar más el caballero se lanzó a la escalera, cuyos peldaños bajó de cuatro en cuatro, y consiguió alcanzar a la Dama Enlutada en el momento en que ésta cruzaba la esquina de la calle de San Dionisio y penetraba en la de San Antonio hacia la Bastilla. Pero entonces el joven perdió su valor. Le pareció que iba a decir cosas enormes, y se contentó con seguir a la Dama Enlutada a respetuosa distancia. Cuando hubo llegado cerca de la Bastilla, Juana dobló a la derecha en aquel dédalo de callejones que servían de comunicación entre la calle de San Antonio y la puerta San Pablo. Acabó por detenerse ante una casa de la calle de los Barrados, en el mismo lugar en que antes había un convento de carmelitas. La casa, rodeada de hermosos jardines, era pequeña, pero de muy hermosa apariencia, aun cuando un poco misteriosa.

Pardaillán vio que la Dama Enlutada levantaba el picaporte y que poco después entraba en la casa.

«Le hablaré cuando salga» —pensó—. «Es necesario que le hable».

Y se puso de centinela en el extremo de la calle.

Una criada robusta y desconfiada introdujo a Juana y la condujo al primer piso, a una habitación grande, elegantemente amueblada, en donde no faltaban comodidades. Al verla entrar, un joven y una mujer que estaban sentados muy juntitos volvieron la cabeza.

—¡Ah! —dijo la mujer—; ¡he aquí mi tapiz!

—¡Perfectamente! —dijo el joven, dirigiéndose a Juana—. ¿Habéis tenido en cuenta la inscripción que os mandé?

—Sí, señor —contestó Juana.

—¿Qué inscripción? —preguntó la joven con voz dulce y tímida.

—¡Ahora la veréis! —dijo el joven, frotándose alegremente sus pálidas manos.

Aquel hombre parecía tener veinte años a lo más. Vestía de paño fino, como un rico burgués. Su traje era negro pero en su birrete de terciopelo, también negro, resplandecía un diamante enorme. Era de estatura mediana y parecía de salud delicada; su semblante era pálido y hasta bilioso; tenía la frente abombada, y sus ojos burlones no miraban de frente; la boca se plegaba ordinariamente bajo el esfuerzo de una sonrisa, en general maligna, a veces siniestra, pero en aquel momento llena de cordialidad; las manos se agitaban y los dedos se contraían a consecuencia de hábito adquirido o tal vez a influjos de la enfermedad nerviosa que sufría. A veces se echaba a reír de pronto, sin motivo, y aquella risa, que desmentía el fuego sombrío de la mirada, era terrible de oír y de ver.

En cuanto a la mujer, parecía tener tres o cuatro años más que él. Era una bonita rubia de porte modesto, que entre los transeúntes no hubiera provocado aquel murmullo que forma como una estela de admiración patrimonio de algunas mujeres de soberana belleza. Todo en ella era modestia, timidez; pero tenía ojos de dulzura infinita y de ternura extraordinaria cuando los fijaba en el joven. La modestia, la dulzura y la ternura constituían el carácter esencial de aquella mujer. A la primera mirada se adivinaba en ella uno de aquellos seres que son capaces de morir sin quejarse, por el amor que ha constituido su existencia.

—¡Veamos la inscripción! —dijo con impaciente curiosidad.

—¡Mirad, María! —dijo el joven, tomando el tapiz de las manos de Juana. El tapiz representaba una serie de ramos de flores de lis que se entrelazaban y corrían alrededor del paño. En el centro se dibujaba una especie de cuadrado sobre fondo de azul y en el primero se destacaba en letras de oro la siguiente inscripción:

YO LO ENCANTO TODO

La joven María dirigió a su compañero una mirada de interrogación. Éste se frotó lentamente sus manos exangües y dijo; sonriendo como un hombre feliz:

—Querida María, ¿no adivináis?

—No, amado Carlos.

—Pues ésta será en adelante vuestra divisa, María. Yo la he inventado.

—¡Oh, Carlos! ¡Mi querido Carlos!

—Escuchad el final, María. Quería yo que tuvierais una divisa para vuestros muebles, orfebrería y para todos los objetos de vuestra casa. Le pedí a Ronsard y hasta a Juan Dorat, profesor de latín y griego en el colegio de Francia, pero no han hallado nada que me gustara. Entonces me puse a buscar yo mismo y lo he hallado. ¡Realmente, María, no hay como el amor para inspirar buenas ideas!

—¡Carlos, Carlos! ¡Me hacéis demasiado feliz!

—Escuchad el final —dijo el joven a quien llamaban Carlos—. ¿Sabéis dónde he hallado esta divisa? ¡Adivinadlo!

—¿Cómo voy a adivinarlo, dulce amigo mío?

—Pues bien —exclamó Carlos triunfante—. Lo he hallado en vuestro nombre; «Je charme tout»; no es más que el anagrama de «Marie Touchet», vuestro nombre. Comprobadlo si queréis.

María Touchet corrió a un pequeño escritorio, escribió rápidamente su nombre y vio que, en efecto, todas las letras de la divisa «Je charme tout» se hallaban en Marje Touchet. Entonces, feliz en extremo, fue a echarse en los brazos de su amante, que la estrechó con indecible expresión de ternura. Juana de Piennes asistió, inmóvil y entristecida, a esta escena de felicidad íntima y apacible.

«¡Cómo se aman!» —pensó—. «¡Qué felices son este burgués y esta amable burguesa! ¡Ay, yo también hubiera podido ser feliz!».

—Sí, María —decía en voz baja el joven—, en esto he estado pensando durante los últimos días. ¡Es en ti solamente en quien pienso en el fondo de mi Louvre! Y mientras mi madre me cree ocupado en la destrucción de los hugonotes, mientras que mi hermano Anjou se pregunta si pienso verdaderamente en matarlo, mientras Guisa trata de sorprender en mi frente el secreto de su destino; yo, entre tanto, pienso que te amo, a ti sola, puesto que tú sola me amas, y que en María Touchet existe verdaderamente el encanto irresistible que pregona su divisa.

María escuchaba arrobada estas palabras… Olvidaba la presencia de la Dama Enlutada.

—¡Sire!, ¡sire! —dijo casi en voz alta—, me embriagáis de felicidad.

—«¡Sire!» —se dijo Juana, estremeciéndose—. «¡El rey de Francia!».

Y en su pobre imaginación tan martirizada, se produjo violenta sacudida. Se hallaba ante Carlos IX. ¡Aquel burgués pálido y sombrío era el rey! ¡El rey de Francia! El hombre a quien ella tantas veces, en sueños, había pedido justicia… no ciertamente por ella, sino por su hijita, ¡por su Luisa!

Con la cabeza inflamada por estas ideas, dio un paso. Carlos IX había abrazado a María y le decía a media voz:

—No es el rey el que está aquí. Aquí no hay Majestad: no hay más que Carlos. Tu querido Carlos, como me llamas… Porque solamente tú me dices que me quieres y esto me alivia, arroja un rayo de luz en mis tristes pensamientos ¡El rey! ¡Soy el rey!… María, no soy más que un pobre niño a quien su madre detesta y a quien sus hermanos odian. En el Louvre no me atrevo a comer, tengo miedo del vaso de agua que me traen y del aire que respiro. ¡Aquí, por lo menos, como y bebo tranquilo, duermo sin temor y respiro a plenos pulmones! ¡Mira cómo se dilata mi pecho!

—¡Carlos, Carlos, cálmate!

Pero Carlos IX se exaltaba. Sus ojos echaban llamas y sus palabras eran roncas y silbantes.

Juana, temblorosa, se retiró a un rincón. Lívida palidez había invadido el semblante del rey. El temblor nervioso de sus manos fue más pronunciado.

—¡Te digo que quieren mi muerte! —gritó de pronto sin tomar precaución de bajar la voz—. ¡María! ¡Sálvame! Lo he leído en sus pensamientos. ¡He registrado sus conciencias y he visto en ellas mi muerte escrita!

—¡Carlos! ¡Cálmate! ¡Oh, te vuelve el acceso! ¡Carlos, vuelve en ti! ¡Estás a mi lado… al lado de tu María!

Carlos IX rechazó a María Touchet. La crisis era terriblemente repentina. Con las dos manos se agarraba al respaldo de un sillón. Su cara estaba húmeda de sudor frío; sus ojos sanguinolentos se fijaron en seres imaginarios y soltó una carcajada que resonó tétricamente.

—¡Miserables! —exclamó—. ¡Están tramando mi muerte! ¿Quién me sucederá en el trono? ¿Serás tú, Guisa infernal? ¿Tú, Anjou? ¿Tú, Bearnés? ¡Oh, todos, todos conspiran contra mí! ¿Quiénes son aquéllos que avanzan en las tinieblas? ¿Quién va a su cabeza? ¡El miserable de Coligny! ¡Ah, bandidos, deteneos! ¡A mí, guardias! ¡Arrestad a todos esos hugonotes! ¡Matadlos a estocadas! ¡Me matan! ¡Asesinos! ¡Socorro!

Las últimas palabras expiraron en los labios del rey, entre carcajadas que hubieran hecho estremecer a los más valientes; se dejó caer entre los brazos de María Touchet, presa de una crisis espantosa, con las manos convulsas y los ojos extraviados. Juana acudió para auxiliar a María.

—¡Oh, señora! —balbuceó ésta—. ¡Por piedad para mi pobre Carlos, tan desgraciado, os ruego que no digáis a nadie una palabra de lo que habéis presenciado!

—¡Tranquilizaos, señora! —dijo Juana con la dignidad dulce y sencilla que tan admirable la hacía—. Demasiado sé lo que es el dolor humano y sé que tanto se halla en las cabañas como en los palacios, puesto que el dolor mismo es el que me ha enseñado a guardar silencio.

María dio las gracias con un movimiento de cabeza. Era conmovedor que la querida del rey dirigiera una súplica a una obrera, en favor del monarca.

—¿Puedo seros útil? —añadió Juana.

—No —dijo María con viveza—. Dios os bendiga… Conozco estas crisis… Carlos habrá recobrado el sentido dentro de algunos instantes… No he de hacer más que tenerle así en mis brazos… es lo único que le calma.

—En tal caso os dejo… no es necesario que se percate de que su «accidente» ha tenido un testigo.

—¡Ah, señora! —exclamó María agradecida—; ¡tenéis todas las delicadezas! ¡Cómo debéis de haber amado!

Una sonrisa dolorosa y fugitiva pasó por los descoloridos labios de Juana, y haciendo un gesto de despedida se retiró, semejante a una sombra ligera, sacrificando el inmenso interés que hubiera tenido en hablar al rey. Apenas hubo salido, cuando Carlos IX abrió los ojos, pasó lentamente las manos por su semblante, miró a su alrededor con mirada atontada, y al ver a María inclinada sobre él, sonrió tristemente.

—¿Otro acceso? —preguntó con angustia.

—¡No ha sido nada, Carlos mío! Mucho menos fuerte que los anteriores. Tranquilízate. Ya ha pasado.

—Había alguien aquí, hace un instante… ¡ah, sí!, la mujer que ha traído ese tapiz. ¿Dónde está?

—Hace diez minutos que se ha marchado.

—¿Antes del acceso?

—Sí, querido Carlos: antes… Vamos, ya estás tranquilo, bebe un poco de este elixir y reposa un poco tu pobre cabeza sobre mi corazón… así, querido Carlos mío.

Ella se había sentado y lo atrajo sobre sus rodillas y Carlos, dócil como un niño, aplastado de fatiga por la violencia y lo repentino de la crisis, inclinó su cabeza pálida y sombría. Reinó un gran silencio. El rey de Francia, mecido en los brazos de María Touchet se dormía, con la cabeza sobre el seno de su amada y con la inefable felicidad de saber que un ángel velaba su sueño.