VIII - Camino a París

EN EL VALLE DE MARGENCY era ya de noche, pero el elevado bosque de castaños estaba iluminado aún por la indecisa luz del crepúsculo. Enrique, al proferir la espantosa calumnia en que se acusaba a sí mismo, para perder mejor a Juana, miró ávidamente a su hermano. No vio más que un semblante demudado en el que brillaba una mirada de loco. Enrique esperaba blasfemias e imprecaciones. De pronto sintió que la mano de Francisco acababa de caer sobre su hombro y que aquél le decía:

—¡Vas a morir!

Con prodigioso esfuerzo, Enrique se desprendió de la mano que lo oprimía y saltó hacia atrás. En el mismo instante sacó su espada y se puso en guardia.

—¿Queréis decir, señor hermano, que uno de los dos va a morir aquí?

—Digo que vas a morir —repitió Francisco, y su voz era tan glacial que parecía, en efecto, la voz de la Muerte. Enrique, al oír tales palabras, vaciló sobre sus piernas. Francisco, sin apresurarse, desenvainó su espada.

Un instante después los dos hermanos estaban en guardia, uno ante el otro, con las espadas cruzadas y mirándose a los ojos. Y en aquella doble mirada, fosforescente como las de algunos felinos, había un furioso choque de odio y desesperación. La obscuridad era profunda. Apenas se veían, pero se adivinaban. El brillo de sus ojos los guiaba. ¡Cosa extraña y casi fantástica! En tanto que Enrique estaba atento al duelo y ensayaba fintas y estocadas, Francisco parecía ausente del combate. Su brazo y su ojo, por larga práctica, guiaban su espada. Entretanto reflexionaba y sus reflexiones eran verdaderamente atroces.

«¡Es, pues, mi hermano! ¡No me figuraba que la traición de un hermano hiciera sufrir tanto! ¡Creí que la traición de la mujer había llevado mi desesperación a los últimos límites! ¡Pero no! ¡Me faltaba enterarme del nombre, de esta monstruosidad… del nombre del amante! ¿Por qué no me habré muerto de repente? ¿Por qué no me he arrancado la lengua antes de preguntar el nombre de mi rival? Voy a matarlo, es verdad, pero, si puedo seguir viviendo, ¿quién me curará del horrible sufrimiento de saber que el que me hacía traición era mi hermano?».

Enrique se tiró a fondo y la espada tocó ligeramente a Francisco, en el cuello, del que brotó la sangre. Entonces éste, no viendo en su enemigo más que el seductor de Juana, sin acordarse ya más de que era su hermano, estrechó convulsivamente el puño de su espada y empezó el ataque. Las dos espadas se tocaban casi por la guarda.

Durante uno o dos segundos no se oyó más que el ruido de los aceros chocando uno con otro, el soplo jadeante de la respiración de los dos combatientes, luego un juramento de Enrique y, por fin, un suspiro, un grito, el ruido sordo y pesado de un cuerpo que cae como una masa inanimada. La espada de Francisco acababa de atravesar el costado derecho de Enrique, sobre la tercera costilla. Francisco se arrodilló junto a él y notando que Enrique vivía aún, sacó su daga y la levantó con furia.

—¡Muere! —gritó—. ¡Muere, miserable!

En aquel instante, una luz rojiza iluminó el semblante lívido de Enrique.

—¡Mi hermano! ¡Mi hermano! —dijo Francisco con voz alocada, como si, en realidad, solamente entonces lo hubiera reconocido.

Con espanto tiró la daga lejos de sí y de pronto recordó todas las palabras odiosas que pronunciara antes. El que estaba allí tendido era el que lo había traicionado y el que había declarado cínicamente su traición. Se levantó y volvió la cabeza. Entonces vio dos leñadores, cuya cabaña se hallaba a quince pasos de distancia y que habían acudido con una antorcha al oír el ruido delas armas. Incapaz de pronunciar una palabra. Francisco les mostró el cuerpo de su hermano con trágico gesto. Luego, lentamente, encorvado como cuando saliera de la casa de la nodriza, se marchó, sin volver los ojos hacia el que había sido su hermano.

Dos horas más tarde Francisco llegó al castillo. El jefe de guardia del puente levadizo dio un débil grito de sorpresa y espanto al verlo, y mostró a un oficial los cabellos del hijo mayor del Condestable. Aquellos cabellos, por la mañana negros, eran, a la sazón, blancos como los de un anciano.

—Monseñor. —Dijo el oficial, hemos hecho preparar vuestras habitaciones y…

—¡Qué me traigan un caballo! —interrumpió Francisco con voz ronca, apenas inteligible.

—¿Monseñor no se queda en el castillo? —preguntó tímidamente el oficial.

—¡Mi caballo! —repitió Francisco, golpeando el suelo con el pie. Pocos minutos después, un criado le entregaba una montura y el oficial, mientras le tenía el estribo, se atrevió a preguntar:

—¿Volverá pronto, monseñor?

Francisco saltó sobre la silla y contestó:

—¡Jamás!

Entonces aflojó las riendas a su cabalgadura y en cuanto salió del recinto del castillo, hundió sus espuelas en los flancos del caballo y desapareció al galope.

—¡Francisco! ¡Francisco! ¡Francisco!

Esta triple llamada desoladora se dejó oír entonces y apareció una mujer que llevaba en brazos una criatura. Pero sin duda Montmorency no oyó los gritos agudos que lo llamaban y el ruido del galope de su caballo se extinguió a lo lejos. La mujer entonces se acercó al grupo de soldados y de oficiales, que a la luz de las antorchas habían salido a saludar a su amo, asistiendo con asombro a aquella especie de fuga.

—¿Dónde va? —preguntó la mujer con triste voz.

El oficial reconoció a la señorita de Piennes y, descubriéndose, contestó:

—¡Quién lo sabe, señora!

—¿Cuándo volverá?

—Ha dicho que nunca.

—¿A dónde conduce este camino?

—A París, señora.

—A París. Bien.

Juana se puso enseguida en camino, estrechando nerviosamente entre sus brazos a Luisa dormida.

Una vez su hija le fue devuelta, pasada la primera hora de loca alegría, Juana emprendió la marcha por el camino de Montmorency, sola con su hija, a pesar de los esfuerzos de la anciana nodriza para acompañarla. Ahora que tenía de nuevo a su Luisa, no se la arrancarían, aun cuando no debiera separarse de ella un segundo. ¡Ya podía hablar libremente y declarar toda la verdad a Francisco, desenmascarando al infame!

—¡Querido esposo! —se iba diciendo por el camino—. ¡Cómo has debido maldecirme! Pero esto no es nada. Lo que yo siento es tu sufrimiento. ¡Oh, te juro que todos los momentos de mi vida los consagraré a tu felicidad para compensar tu amarga pena! ¡Y pensar que ha sido por mi causa, por mí, que te adoro! ¡Pero ya lo comprenderás todo, Francisco! ¡Y con seguridad que aprobarás mi conducta! ¡Si hubiera dicho una sola palabra, tu hija habría muerto! ¡Oh, Francisco mío! ¡Y pensar que no sabes siquiera que tienes una hija! ¡Qué feliz vas a ser cuando te la presente, diciendo: Toma, besa a nuestra pequeña Luisa!, y andaba, andaba de prisa, cada vez más hacia el castillo, murmurando estas febriles palabras. En cuanto estuvo a cien pasos de la puerta principal, vio un grupo de hombres de armas, antorchas y un caballero que se lanzaba al galope de su caballo.

—¡Es él! ¡Es él!

E hizo un esfuerzo para gritar con la voz más fuerte que pudo, llamándolo. ¡Demasiado tarde! ¡Sólo por algunos segundos!

Interrogó al oficial. Francisco había tomado el camino de París. Bien. Pues ella iría también a París y más lejos si era necesario, mientras sus piernas pudieran llevarla. ¡Iría hasta el extremo de la «Île de France»![5]

Fuerte con su amor de esposa y madre, Juana se hundió en la noche, bajo los grandes árboles del bosque que las ráfagas de viento del mes de marzo encorvaban en majestuosos saludos. Una indecible exaltación la sostenía. No tenía miedo de la noche, ni de las misteriosas obscuridades en que penetraba, ni tampoco de los merodeadores que infestaban los caminos y para quienes la vida humana no tenía valor alguno. Marchaba a buen paso, llevando a su hija en brazos y no se detenía en pensar que no llevaba ni un solo vestido para cambiarse, que no tenía ni un escudo y que no conocía París… no pensaba en nada de todo eso… andaba como en éxtasis, con la brillante mirada fija en la imagen del esposo que se presentaba a su imaginación.

Casi una hora después de la marcha de Francisco de Montmorency, unos leñadores llevaron al castillo, sobre unas parihuelas, el cuerpo ensangrentado de Enrique. Hubo gran conmoción al verlo y muchas idas y venidas de las gentes del castillo. Enrique fue llevado a su estancia y el cirujano sondeó la herida.

—Vivirá —dijo—, pero deberá permanecer seis meses en la cama.

Los leñadores reconocieron a Francisco en el momento del duelo. Pero el suceso les pareció tan extraño y tan temible que no quisieron declararlo. Se supuso, pues, que el hijo menor del condestable había sido atacado por algunos bandidos. Muy contados fueron los que en el fondo de su pensamiento se atrevieron a relacionar esta aventura con la partida de Francisco de Montmorency.

Casi a la misma hora el caballero de Pardaillán se marchó también de Montmorency. Ignoraba lo que había ocurrido en la mansión señorial, pero de haberlo sabido se hubiera marchado de igual modo. Pardaillán conocía perfectamente a Enrique de Montmorency y estaba convencido de que no podía esperarse piedad de él.

—Al fin y al cabo —murmuró—, devolviendo a la niña he hecho traición a mi ilustre y vengativo señor. ¡Voto a sanes! Es preciso reconocer que le gusta mucho ver balancearse los cuerpos humanos al extremo de una cuerda, y aun cuando yo sea hidalgo, no lo tendría en cuenta mi digno amo y seguramente querría probar qué tal me sienta una corbata de aquel cáñamo que hay en la torre grande. Así pues, tomemos las de Villadiego y procuremos poner entre mi cuello y la citada cuerda de cáñamo el mayor número de leguas posible.

Habiendo razonado así y una vez examinadas las herraduras de su caballo, montó, colocó a su hijo en la parte delantera y, saludando al castillo con señorial gesto, emprendió el trote en dirección de París. Muy pronto se halló en el bosque que se extendía entonces casi hasta las puertas de París, pues los últimos árboles sombreaban las colinas de Montmartre.

Al cabo de unos veinte minutos de camino, el caballero creyó ver una sombra a dos pasos de su caballo y al punto lo detuvo. Pardaillán se inclinó divisando a una mujer, la miró de cerca y la reconoció enseguida. Juana, sin embargo, continuaba su camino. Tal vez no se había dado cuenta de la presencia del caballero.

—Señora —dijo éste.

Juana se detuvo.

—¿Es éste el camino de París? —preguntó ella.

—Sí, señora. ¿Pero dónde vais tan sola por el bosque y de noche? ¿Queréis permitirme que os acompañe?

Ella movió la cabeza negativamente y le dio las gracias.

—¿Queréis ir sola? —repitió el caballero.

—Sola, sí. No temo nada.

Y prosiguió su camino. Pardaillán la contempló un minuto con asombro mezclado de compasión. Luego, encogiéndose de hombros, como para decirse que nada le importaba aquello, hizo tomar el trote a su caballo. Pero no había recorrido cien pasos cuando volvió atrás.

—Pero, señora —dijo—, ¿tenéis, por lo menos, algún pariente en París? ¿Sabéis ya dónde iréis?

—No… no lo sé.

—¿Pero lleváis dinero? No os ofendáis por la pregunta, os lo ruego.

—No me ofendéis… no tengo dinero… Muchas gracias por vuestra solicitud, quienquiera que seáis.

Una violenta batalla se libró entonces en el espíritu del caballero, que empezó a echar votos y por vidas y luego, tomando una rápida resolución, se inclinó hacia Juana y depositó sobre el pecho de Luisa un objeto brillante, hecho lo cual huyó al galope, después de haber gritado:

—¡Señora, no maldigáis demasiado al caballero de Pardaillán, porque es uno de mis amigos!

Juana reconoció entonces que el caballero era el hombre que le había devuelto su pequeña Luisa. Y habiendo examinado el objeto resplandeciente, vio que era un magnífico diamante montado en una sortija. Aquel diamante era el que Enrique de Motmorency diera a Pardaillán en pago del rapto de la pequeña Luisa.