VII - Pardaillán

ENRIQUE DE MONTMORENCY no había engañado a Juana de Piennes al amenazarla con la muerte de su hija: realmente, Luisa estaba entonces en manos de un hombre y éste esperaba la señal. También era verdad que debía hundir su daga en el cuello de la niña si Enrique hacía la señal convenida.

¿Era, pues, aquel hombre un tigre, según la expresión de Montmorency? Vamos a presentarlo tal como era, como un tipo de la época. El lector lo juzgará. Se llamaba Pardaillán, o mejor dicho, el caballero de Pardaillán.

Era originario de una antigua familia de Armagnac, que en el siglo XIII adquirió el señorío de Gondrin, cerca de Condom. Esta familia se dividió en dos ramas, La principal proporcionó a la historia algunos nombres conocidos; una de sus descendientes fue la célebre Montespan; el duque de Antin, que ha dado su nombre a un barrio de París, descendía de esta rama, que, en parte, emparentó luego con la familia de Comminges.

La segunda rama quedó pobre y obscura. Nada puede decirse contra su pobreza; pero en cuanto a la obscuridad esperamos que muy pronto se disipará a los ojos de nuestros lectores, cuando hayamos relatado la vida extraña y fabulosa del héroe que pronto aparecerá en este relato.

El caballero de Pardaillán, a quien nos referimos, pertenecía a esta rama obscura y pobre, desdeñada y olvidada por la otra rama poderosa. Era hombre de unos cincuenta años, un reitre envejecido bajo el arnés de guerra, uno de aquellos soldados aventureros que conocían todos los caminos de Francia y de los países cercanos, siempre vestido con su casaca, sufriendo calor y sed en verano y frío y hambre en invierno; combatiendo, combatido, lleno de cicatrices, arrastrando una inmensa tizona, ojos pardos, bigote entrecano y cara arrugada por las lluvias y curtida por el sol; alma extraordinariamente sencilla, ni bueno ni malo, conociendo únicamente el buen albergue y la hermosa huéspeda, blasfemando y empleando su espada por el último que la pagara mejor.

El Condestable de Montmorency, en su gran cruzada al país d’Armagnac lo recogió pobre y miserable, sin un sueldo en el bolsillo, en las cercanías de Lectoure. Lo agregó a su servicio y, reconociendo en él una espada invencible, lo dio a su hijo Enrique.

Existía entonces la usanza de colocar al lado de los jóvenes señores a viejos capitanes que ganaban para ellos batallas. Cuando el Condestable partió para la campaña en el Artois y Francisco de Montmorency marchó a Thérouanne, el caballero de Pardaillán se quedó en el castillo con Enrique. Durante aquel año, Enrique, previendo, tal vez; que pudiera tener necesidad de una adhesión sin límites, se atrajo a Pardaillán conquistándolo por medio de regalos y por todas las cosas que podían seducir a un viejo soldado.

Pardaillán llegó a ser una cosa en manos de Enrique y se hubiera dejado ahorcar por su amo, feliz de hallar la ocasión de morir por él.

Un día el viejo caballero supo la noticia que acababa de esparcirse por el castillo. ¡El señor Francisco de Montmorency regresaba! ¡Monseñor iba a llegar! ¡Monseñor estaría en el castillo al día siguiente!

Por la mañana, Enrique, pálido y sombrío, lo llevó a Margency y le mostró la casita de la anciana nodriza y le ordenó que robara a la pequeña Luisa. Una hora después, Pardaillán volvía al lugar en que lo esperaba su señor, llevando en sus brazos a la pobre criatura tan delicada y hermosa, que el endurecido corazón del viejo soldado se sintió movido a piedad.

Entonces Enrique le dio la orden que Pardaillán escuchó haciendo una mueca. Al mismo tiempo Montmorency le puso en la mano un magnífico diamante que era el precio del horrible asesinato convenido. Pardaillán se colocó de manera que pudiera ver la ventana, de donde debía partir la señal en caso necesario.

En cuanto a Enrique, penetró en la casa esperando el regreso de Juana. Ya sabemos la doble y dramática escena que siguió. Pardaillán vio llegar a Francisco, permaneció con los ojos fijos en la ventana, un poco pálido, es verdad, y con la niña dormida entre sus brazos; era horrible.

Cuando vio salir primero a Francisco, y luego a Enrique, Pardaillán dio un gran suspiro de alivio. Ya no era de temer la señal. Y entonces quien se hubiera hallado a su lado, le habría oído murmurar:

—Es una suerte que no hayan dado la señal, porque me hubiera visto obligado a desobedecer, huir y volver de nuevo a la vida errante de antaño, con la venganza de Montmorency a mis talones. Vamos, señorita, ya podéis reír. Me parece que no hay pecado en guardar esta pequeña uno o dos meses, como se me ha ordenado.

Entonces, con mucho cuidado, el reitre envolvió a la niña entre los pliegues de su capa y se alejó. Llegó ante una casa baja que había al pie de la gran torre del castillo y entró. Un muchacho de cuatro o cinco años corrió a su encuentro con los brazos abiertos.

—Juan, hijo mío —dijo Pardaillán—, te traigo una hermanita.

Y dirigiéndose a una campesina que hilaba con la rueca, añadió:

—¡Eh! ¡Maturina!, he aquí una chiquilla a la que será preciso dar leche. Y ni una palabra a nadie, porque de lo contrario… ¿veis aquella hermosa horca que hay encima del torreón? Pues será para vos, si chistáis.

Verde de miedo, la mujer juró ser muda como la tumba, tomó a la hermosa criatura en sus brazos y se ocupó enseguida en darle leche y acostarla.

En cuanto al niño, abría sus grandes ojos lleno de astucia e inteligencia. Estaba admirablemente constituido y sus movimientos revelaban la fuerza de un lobezno y la agilidad de un gato. Era el hijo del viejo aventurero, quien habitaba en el castillo y hacíale criar en aquella humilde vivienda, adónde iba a verlo todos los días.

¿De dónde habría sacado aquel hijo Pardaillán? ¿De qué buena hostelera o de qué dama lo habría tenido? Era un misterio del que no hablaba nunca. Lo sentó sobre sus rodillas y en sus ojos brilló una chispa de ternura… Pero Juan se separó de su padre con gesto de niño mimado, se deslizó al suelo y corrió a la camita en que Maturina dejara a Luisa. Entonces cogió a la niñita entre sus ya fornidos brazos. Luisa no lloró. Abrió los grandes ojos azules y se puso a sonreír. Juan saltaba de contento.

—¡Oh, padre! ¡Qué preciosa hermanita!

Pardaillán se levantó con los párpados medio cerrados y salió muy pensativo recordando a la madre. Pensó también en cuál sería su desesperación si le robaban su pequeño Juan. Y en sus ojos que nunca habían llorado, flotó durante un instante algo húmedo parecido a una lágrima.

Una hora después Pardaillán estaba en Margency. Tan pronto ocultándose en los setos como arrastrándose, llegó hasta el pie de la ventana por la que miró y escuchó. Y lo que vio le erizó los cabellos y lo que oyó le hizo sentir escalofríos de angustia que solamente había experimentado en las batallas. La pobre madre tenía crisis de demencia en que se maldecía por su silencio, quería correr al encuentro de Francisco y decírselo todo. Pero enseguida la idea de que Luisa iba a ser degollada la detenía. Si decía una palabra, iba a causar la muerte de su hijita, y la desgraciada exclamaba:

—¡Pero yo he obedecido! ¡Me he callado! ¡Me he suicidado! En cambio él me ha prometido devolverme a Luisa. ¡Lo ha jurado! ¿Me la devolverá? ¡Luisa! ¡Luisa! ¿Dónde estás? ¿Dónde te hallas, querubín de tu madre? ¡Ah, no te dormirás esta noche cogida de mis cabellos! ¡Francisco, no hagas caso! ¡Miente! ¡Oh, miserable! ¡Se atreve a tocar a este ángel! ¡Devuélveme mi hija, bandido! ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Oh, Luisa, mi pobre Luisa! ¿No oyes a tu madre?

¡Ay!, estas frías e impasibles líneas. ¿Qué músico podrá traducir jamás el doloroso lamento de la madre que llora a su hija perdida?

Pardaillán, al oír tales acentos de desesperación humana, en su expresión más augusta, al ver a aquella joven madre ensangrentada por numerosos arañazos causados por sus uñas, al sorprender al vuelo aquellas miradas de cordero en la agonía, tan pronto furiosa y capaz de hacer temblar a veinte hombres, como triste y llena de dolor, Pardaillán, al contemplar tal espectáculo, se estremeció, espantado de lo que había hecho. Por fin retrocedió lentamente, luego marchó más aprisa y se puso a correr como un loco.

Cuando llegó a la casita de Maturina, era ya completamente de noche. Era el momento en que Francisco y Enrique, a lo lejos, en el bosque, sostenían una conversación, cada una de cuyas palabras era un drama.

Maturina llevó a su amo a una habitación en que dormía la niña junto con Juan. Este con su bracito, sostenía cariñosamente la cabeza tan inocentemente confiada de Luisa. Entonces Pardaillán, con infinitas precauciones para no despertar a la pequeña, la tomó en sus brazos y envolviéndola cuidadosamente, se dirigió hacia la puerta, desde donde se volvió y con voz ronca dijo:

—Despertad a Juan, vestidlo y preparadlo para un largo viaje. Que todo esté preparado para dentro de media hora. ¡Ah!, iréis a decir a mi criado que traiga mi caballo ensillado, con mi portamanteo.

Y Pardaillán, dejando a la vieja estupefacta, tomó el camino de Margency llevando en sus brazos a la niña, que estaba dormida, sonriendo con divina sonrisa a las estrellas del cielo y también, tal vez, al pensamiento que hacía palpitar al viejo reitre.

Juana, anonadada por la fatiga de su desesperación, con la cabeza vacía de ideas, dormitaba febrilmente sentada en un sillón, pronunciando palabras incoherentes, mientras que la anciana nodriza, llorando, refrescaba su frente con trapos mojados.

—¡Vamos, hija mía —suplicaba la anciana—, vamos, querida señorita, es necesario que os acostéis…! ¡Dios mío, tened piedad de ella y de nosotros! ¡Nuestra señorita se va a morir! ¡Vamos, hija mía!

—¡Luisa! —murmuraba la pobre madre—. ¡Ahora viene, ahora viene!… ¡Pobre mártir! ¡Sí, sí! ¡Ahora viene! ¡Vamos, dejad que os acueste!… ¡Os digo que viene…! ¡Luisa, hija mía! ¡Ven a dormir a mis brazos!

En aquel momento Juana se despertó completamente dando un grito desgarrador. Se puso de pie y rechazando a la nodriza, saltó hacia la puerta, gritando:

—¡Luisa! ¡Luisa!…

—¡Loca…! ¡Jesús, Dios mío! ¡Piedad…! ¡Loca! —exclamó la nodriza.

—¡Luisa! ¡Luisa! —repitió Juana con acento desgarrador.

De improviso apareció un individuo y Juana, con frenético ademán, le arrebató el bulto que aquél llevaba en brazos, lo puso sobre un sillón y se arrodilló ante él. Entonces, sin pronunciar palabra y sin pensar en besar a su hija, con la destreza instintiva de sus manos, la desnudó, murmurando:

—¡Con tal que no le hayan hecho mal alguno! Veamos, veamos.

En un instante la niña estuvo completamente desnuda, feliz como todos los niños de pañales cuando pueden mover libremente los brazos y piernas. Ávidamente, la madre la palpó, la examinó con la mirada desde los cabellos hasta las uñitas de los pies; prorrumpió luego en sollozos y, cogiendo a su hija, cubrió su cuerpo de besos furiosos al azar, tan pronto sobre la espalda, como sobre la boca, los ojos, los labios la nariz, los hoyuelos de los brazos, en fin toda ella.

La niña lloraba y se defendía de aquellas caricias extremadas. La madre, sollozante y ebria de alegría, murmuraba apasionadamente:

—¡Llora, grita! ¡Ah, mala! ¡Grita, querida mía! ¡Eres tú! ¡Es mi pequeña Luisa! ¡Fea, feísima! ¿Te parece que está bien llorar de este modo? ¡Toma este beso, ángel de tu madre! ¡Y luego éste! Veamos, ¿son estos tus ojos de cielo? ¿Es esta tu boquita de ángel? ¿Son estos tus piececitos de rosa? ¡Tírame, tírame ahora de los cabellos! ¿Quién dirá que no eres un angelito? ¡Es un ángel, os digo! ¡Luisa, Luisita mía, es tu madre la que te habla!

Pardaillán contemplaba esta escena. Estaba como alelado, queriendo marcharse, pero sin poder dar un paso. Bruscamente la madre, siempre de rodillas, siempre llorosa, se volvió hacia él y, arrastrándose de hinojos, le cogió las manos y las besó.

—¡Señora! ¡Señora!

—¡Sí, sí! ¡Quiero besar vuestras manos! ¡Vos sois el que me ha devuelto mi hija! ¿Quién sois vos? ¡Dejadme! ¡Bien puedo besar las manos que han traído mi hija! ¿Cómo os llamáis? ¡Decidme vuestro nombre para que pueda bendecirlo durante toda mi vida!

Pardaillán hizo un esfuerzo para desasirse.

Ella se levantó, corrió hacia su hija, la estrechó desnuda entre sus brazos y luego, ya más tranquilamente, la presentó a Pardaillán.

—¡Vamos, besadla!

El viejo aventurero se estremeció y, descubriéndose, besó la frente de la niña con gran dulzura.

—¿Cómo os llamáis? —repitió Juana.

—Soy un viejo soldado, señora… hoy estoy aquí y mañana quién sabe dónde… y, además, poco importa mi nombre.

Y mientras hablaba, la frente de Juana se arrugaba… el recuerdo de su desesperación le volvía a la mente y con expresión de rabia para el miserable que se había hecho cómplice de Montmorency, le preguntó:

—¿Cómo os habéis apoderado de mi hija?

—¡Dios mío, señora, de un modo muy sencillo… he sorprendido una conversación… he visto a un hombre que llevaba una niñita… lo he interrogado… y nada más!

Pardaillán cambió de color varias veces.

—¿Entonces —continuó Juana—, decididamente no queréis decirme cuál es vuestro nombre para que yo lo bendiga?

—Perdonad, señora. ¿Para qué?

—Entonces, decidme el nombre del otro.

Pardaillán se sobresaltó.

—¿El nombre del que ha robado a la pequeña?

—Sí. ¿Lo conocéis? Decirme, pues, el nombre del miserable que se prestó a matar a mi hija.

—¿Queréis que yo os diga su nombre?

—¡Sí, su nombre! ¡Para maldecirlo mientras viva!

Pardaillán vaciló un minuto. Buscaba un nombre cualquiera. Y de pronto un pensamiento profundo descendió a las obscuridades de su conciencia, un pensamiento de remordimiento y también redentor… Un poco pálido murmuró:

—Pues bien, señora, tenéis razón.

—¡El nombre del infame!

—¡Se llama el caballero de Pardaillán!

El viejo reitre dijo el nombre con voz sorda y huyó, tal vez para no oír la maldición que iba a salir de los labios de la madre.