V - Luisa

DURANTE CUATRO MESES, Juana había luchado con la muerte. En la pobre habitación de campesinos en que se la había acostado, se debatía noche y día contra la fiebre cerebral que debía matarla o dejarla loca, según el parecer de todos. Pero ni murió ni se volvió loca. Al cuarto mes se hallaba fuera de peligro y la fiebre había desaparecido, En su gran lecho, con los ojos fijos en las vigas ennegrecidas por el tiempo, Juana pasaba grandes ratos en extraño silencio. No obstante, cuando estaba sola pronunciaba en voz baja vagas palabras de ternura infinita, dirigidas ¿a quién? ¡Solo ella lo sabía!

No obstante, la enfermedad la había quebrantado mucho. Una debilidad invencible la retenía en aquel lecho en que había sufrido tanto. Otros dos meses transcurrieron de este modo. Una mañana de otoño, mientras la ventana entreabierta dejaba penetrar en la estancia el dulce sol del otoño, dulce como el adiós del verano, Juana se sintió más fuerte y quiso levantarse. La anciana nodriza la vistió llorando de alegría.

Una vez en pie, Juana intentó llegar hasta la ventana a donde la atraía la luz. Pero apenas hubo dado dos pasos, cuando dio un grito de angustia: el primer dolor del parto acababa de causarle esa mordedura que es la suprema advertencia de la Vida saliendo de la nada. La nodriza la volvió a acostar…

Muy pronto dolores más vivos se cebaron en el cuerpo de la pobre mujer; y cada vez fueron más violentos, hasta que al cabo de algunas horas, en un último espasmo de sufrimiento, creyó que por fin iba a morir… Cuando volvió en sí, cuando pudo abrir sus párpados, cuando pudo mirar, un largo estremecimiento de alegría y amor la hizo palpitar; allí, a su lado, apoyada en la misma almohada, con las manecitas y los párpados cerrados, la carita blanca como la leche, rosada como los pétalos de las rosas y los labios entreabiertos por un débil vagido, el hijo, el ser tan esperado, aquel hijo estaba a su lado.

—¡Es una niña! —murmuró la anciana nodriza con aquella sonrisa bañada de lágrimas que las mujeres tienen ante el misterio del nacimiento.

—¡Luisa! —balbuceó Juana con voz imperceptible.

Y con asombro infinito, y con el éxtasis de las jóvenes madres, ella repitió:

—¡Hija mía! ¡Hija mía!

Volvió su cara hacia la niña, no atreviéndose a tocarla, osando apenas moverse. Y sonriente, murmurando palabras muy dulces, la envolvió con la caricia de su mirada.

Pero de pronto estalló en sollozos.

—¡Pobre querida mía!… ¡pobre niñita inocente!… ¿Es pues verdad? ¿No tendrás padre?

Entonces, con dulces precauciones, Juana aproximó sus labios a la faz de la niñita. Ésta lloraba débilmente. Y de pronto su mano abierta cayó sobre la cara de su madre y cogió con energía un mechón de finos cabellos; y como si a influjos del beso materno se hubiera tranquilizado, se durmió enseguida.

* * * * *

Pasaron las semanas, y Luisa creció y se hizo cada vez más hermosa. Así que sus facciones empezaron a formarse, fue evidente que aquella niña sería un milagro de gracia y armonía. Sus azules ojos reían, eran auroras de luz; su boca era un poema de gentileza. Cada uno de sus movimientos tenía un sello de elegancia exquisita.

Ninguna calificación de belleza podía convenir a aquella muñequita, porque era la belleza misma. Juana había cesado de vivir en sí misma. Se puede decir así, su vida se había transportado a la de la niña. Cada mirada de la madre era un éxtasis; cada una de sus palabras un acto de adoración. No amó a su hija, sino que la idolatró. Y cuando entreabría su corpiño para presentar a la niña su seno blanco como la nieve, delicadamente cruzado por azules venas, emanaba tal ternura de todo su ser, se daba a su hija tan completamente y había en su actitud tal orgullo sencillo, augusto y sublime, que un pintor genial se hubiera desesperado al ver la imposibilidad de reproducir tal expresión en uno de sus cuadros. Ella era la Maternidad, como Luisa la Belleza.

Únicamente por la noche, cuando la niña se dormía sobre su corazón, con una mano en los cabellos de su madre, actitud que había llegado a ser en ella habitual, solamente entonces Juana conseguía distraer su imaginación del pensamiento de la niña para recordar al amante… al esposo… al padre. ¿Era verdad que había partido bajo un pretexto de guerra? ¿Era verdad que la había abandonado y que no regresaría? ¿Estaría muerto tal vez? ¡No había ninguna noticia! ¡Nada! ¡Ah! ¡Cómo se destrozaba su corazón en aquellas horas silenciosas!, y la niñita que dormía, despertaba a veces bajo la lluvia tibia de las lágrimas de desesperación que caían sobre su frente. Entonces Juana volvía a ser madre. Entonces reprimía sus sollozos y abandonaba sus recuerdos y su amor, para tomar en sus brazos a la hija de la desgracia, a la hija sin padre, y con sus cantos infinitamente dulces, con esas melopeas que las madres se transmiten a través delas edades, que es la misma en todos los países y en todos los tiempos, adormecía a la adorada criatura.

—¡Do, do, duerme mi niña! ¡Mi Luisita querida… ángel amado cuya sonrisa ilumina el infierno en que pena tu madre…, querubín bajado del cielo para consolar a la pobre afligida…! ¡Do, do, Do, do!…

Pasó el invierno; Juana salía muy pocas veces y no se alejaba jamás del jardín. Guardaba todavía impreso en su alma el terror de su última entrevista con Enrique de Montmorency y temblaba al pensar solamente que podía encontrarse de nuevo con él. Luego volvió la primavera, muy precozmente. En marzo, cuando Luisa iba a cumplir seis meses, se abrieron los primeros botones de los árboles y todo radió en el universo, excepto el corazón de la pobre abandonada. Un día, hacia el final de aquel marzo, la nodriza y su marido fueron al bosque para cortar leña. Eran gentes pobres que vivían de la tierra. Juana se hallaba en su habitación contemplando con infinita ternura a la pequeña Luisa dormida.

Aquella habitación daba al jardín por una ventana que en aquel momento estaba entreabierta. De pronto un ruido de pasos y una voz que imploró limosna se dejó oír en la primera pieza que daba al camino. Juana entró en aquella habitación· y viendo a un fraile que tendía su alforja, cortó una rebanada de pan y se la tendió, diciendo:

—Id en paz, padre mío. En otros tiempos os hubiera dado más.

El fraile dio las gracias con voz nasal, colmó a Juana de bendiciones y se marchó. Entonces Juana volvió a entrar en su cuarto. Su primera mirada se dirigió a la cama en que reposaba Luisa… Y un grito horrible, un grito sin expresión humana, un grito de loba a la que se le arrebatan sus lobeznos un grito de madre, en fin, salió de su garganta.

¡Luisa había desaparecido!