IV - El juramento fraternal

EL CUERPO DEL SEÑOR DE PIENNES, vestido con sus mejores galas y las manos cruzadas sobre la desnuda espada, como estatua yacente de monumento funerario, había sido colocado, según costumbre, en el centro de la sala de honor, sobre un pequeño lecho de campaña. Apuntaba el día.

Juana, pálida por la noche que acababa de pasar velando a su padre, se dirigió a la ventana y la entreabrió. Durante un minuto su mirada vagó errante sobre la serena y radiante naturaleza, los árboles floridos y cargados de yemas que se abrían, los setos llenos de pajarillos que piaban y sobre todo ello el sedoso y diáfano cielo de abril bañado de pureza como la sonrisa de la Vida maternal y consoladora.

Juana se volvió al cadáver y dos lágrimas más brillaron en sus párpados, y casi enseguida el mismo estremecimiento que la víspera la había agitado en el bosque, la sacudió de nuevo como balbuceo lejano y confuso del ser que en su seno llevaba. Y entre sus lágrimas, sonrió dulcemente, con sonrisa inefable, semejante a un reflejo de la sonrisa del cielo.

—¡Oh, padre mío! —murmuró uniendo las manos—, mi venerado padre, ¡perdón! ¿Por qué en el dolor de nuestra separación no puedo desterrar de mí esta alegría que se mezcla a mi tristeza? ¿Por qué no puedo alejar de mí los dulces pensamientos que vienen a mezclarse con los de duelo que te debe mi amor filial? Y si los muertos leen en el pensamiento de los vivos, podrás ver, padre mío, que me los reprocho amargamente… Sin embargo, me embelesan, me embriagan… Puedo combatir mi gozo, pero no vencerlo.

Se acercó al cadáver, se inclinó sobre él y, confiada e ingenua, le habló así:

—¡Padre mío, es necesario que te lo explique! No creas que soy la hija desnaturalizada que no sufre cuando su padre la deja para siempre… Escúchame… Escucha este secreto tan dulce, que temía revelar a mi dueño; este secreto que, en breve, podré publicar con tan legítimo orgullo, puesto que ya es mi esposo, pero que tú vas a saber antes que nadie… escucha… ¡voy a ser madre! ¡Madre!… ¿comprendes ahora cómo puedo llorar al que parte y sonreír al que llega?

Un tinte rosado, más delicado que los que aquel momento teñían el horizonte, se esparció por su semblante. Reflexionó algunos instantes y luego, como si hubiera tomado una resolución grave, añadió:

—El niño llevará el nombre de mi madre, a la que tanto amabas. Se llamará Luis. ¡Oh, hijo mío! ¿Por qué no has nacido aún? ¡Parece que lo veo! Luis, ¡qué bonito nombre! ¡Oh padre mío, ésta es toda mi alegría! ¡Ser la esposa del más noble señor de Francia y ser una dama de rango de la corte! ¡Ah!, ya sabes, padre mío, que no pienso en ello con placer culpable. Pero mi hijo tendrá un nombre ilustre, un padre… ¡Qué nombre! ¡Qué padre! ¡Por esto me siento orgullosa y feliz como no habrá otra mujer en el mundo!

* * * * *

¡Pobre Juana de Piennes, en quien el amor materno se manifestaba con tan dulce violencia! ¡Quién hubiera podido decir el porvenir que le reservaba la misma fuerza de tal sentimiento!

En aquel instante se oyó a lo lejos el galope de un caballo.

—¡Ya está aquí! —exclamó la joven enajenada de gozo, volviendo la cabeza hacia la puerta por la que debía entrar su querido Francisco.

La puerta se abrió. Juana, que iba a precipitarse al encuentro del recién llegado, se quedó petrificada al ver quién era. Apareció el hermano de Francisco. Enrique de Montmorency dio tres pasos, se detuvo ante ella con la cabeza cubierta, y sin hacer la más leve inclinación.

—Señora, soy portador de noticias… que he jurado transmitiros esta misma mañana. De no ser así no me veríais aquí, en estos momentos, en lugar del que esperabais. Juana estaba temblorosa, presintiendo una desgracia. Bruscamente, Enrique añadió:

—Francisco ha partido esta noche.

Ella profirió un débil gemido.

—¿Ha partido? —dijo tímidamente—. Pero para volver pronto sin duda… ¿Hoy mismo tal vez?

—Francisco no volverá.

Esto fue dicho con la concisa crueldad de una sentencia de muerte. Juana vaciló y se llevó las manos a su seno palpitante. El funesto pensamiento de que Francisco la abandonaba se presentó a ella. Sus ojos extraviados se fijaron sobre Enrique, quien prosiguió rápidamente:

—La guerra ha estallado. Francisco ha solicitado y obtenido ir a Thérouanne para detener el avance del ejército de Carlos V… Detener al emperador con un puñado de caballeros es buscar la muerte. Debo explicaros todo mi pensamiento, señora… mejor dicho, el pensamiento de mi hermano. Hallándose a su pesar en una situación dificilísima y colocado en la alternativa de negar un casamiento que deplora o provocar la ira del Condestable, Francisco ha elegido de todos los suicidios el más glorioso, pero también el más seguro.

Juana se puso tan pálida como el cadáver de su padre. Un grito terrible salió de su garganta. Cayó de hinojos y en el dolor atroz que agitaba su corazón, en la horrorosa catástrofe que la aniquilaba, sólo una palabra resumió y condensó toda su desesperación:

—¡Mi hijo!… ¡Mi pobre hijo!

Largo rato permaneció postrada, llorosa, olvidando la presencia de Enrique, a su padre muerto, a sí misma; sobre todo a ella misma, tratando de afrontar con el admirable valor de las madres, la desgracia que hería a su hijo antes de que llegase al mundo. ¡Madre! En aquella hora de desesperación no fue más que madre. Y cuando se levantó, una resolución brillaba en su semblante, una banda de maternidad tan augusta brillaba en sus ojos, que Enrique, desconcertado, sombrío, retrocedió.

—Bien —dijo ella—. Donde va el marido debe ir la mujer. ¡Esta noche iré a Thérouanne!

—¡Vos! —gruñó el hermano de Francisco—. ¡Vamos! ¡No penséis en ello! Atravesar un país lleno de enemigos… no llegaríais con vida. ¡No partiréis!

—¿Quién me lo impedirá? —exclamó ella exaltada.

—¡Yo! —dijo Enrique fuera de sí ante aquella mujer que estaba cien veces más bella en su dolor.

Y dejándose llevar por la pasión, cogió a la joven entre sus brazos, la estrechó efusivamente, y con voz ardiente le dijo:

—¡Juana! ¡Juana! ¡Se ha marchado! ¡Os abandona! ¡Es un cobarde para proclamar su amor! ¡No os ama! ¡Pero yo, yo, Juana, os adoro! ¡Os adoro hasta el punto de volverme loco si no correspondéis a mi pasión! ¡Os amo lo bastante para desafiar al cielo y al infierno y para matar a puñaladas a mi padre, si mi padre se opusiera a mi amor! ¡Juana! ¡Juana mía! ¡Qué Francisco tenga la muerte de los cobardes, ya que no ha sabido guardaros! ¡Yo os amo y os reivindicaré ante el Universo! ¡Oh, Juana, una palabra de esperanza, o, mejor… no, no digáis nada… una sola de vuestras miradas sin cólera me dirá que puedo esperar… y si es así, con el paraíso en el alma me alejaré hasta que me mandéis volver! Y entonces vendré más humilde que el perro que se arrastra ante su dueño y más fuerte que el león que guarda a su leona…

Hablaba con voz entrecortada, exaltándose a medida que lo hacía, dominado poco a poco por la violencia de su pasión. Juana apenas le oía. Toda su voluntad, toda su fuerza, las empleaba en desprenderse del furioso abrazo. De pronto pudo arrancarse de los brazos del hombre, que esperó, jadeante. Entonces, Juana, en pie, agrandada, por decirlo así, por la tensión de todo su ser dirigió una larga mirada a Enrique, una mirada terrible que de los pies subió a la cabeza. Ella dio un paso, extendió un brazo y, tocando la frente de Enrique, dijo:

—¡Descubríos, caballero! ¡Si no ante la mujer, por lo menos ante la muerte!

Enrique se estremeció. Su mirada sombría y turbada se posó un instante sobre el cadáver, que pareció divisar por vez primera. Con ademán lento llevó la mano a la cabeza, como vencido, para descubrirse. Pero no acabó el ademán, bajó el brazo y sus ojos se inyectaron de sangre. Todo el orgullo y toda la violencia de su linaje subieron a su cerebro como soplo ardiente y su rabia de sentirse dominado, de verse tan pequeño, hizo explosión.

—¡Por el diablo! ¿No sabéis, señora, que estoy aquí en mi casa y que después de mi padre soy el único que tiene derecho a permanecer cubierto?

—¡En vuestra casa! —exclamó la joven sin comprender.

—¡En mi casa, sí, en mi casa! El decreto del Parlamento restituye Margency a nuestra casa y no permitiré que una vasalla…

No terminó la frase. De un salto Juana corrió a un pequeño armario que encerraba papeles que pertenecieron al difunto, lo abrió, y desplegando el primer pergamino que cayó en sus manos lo leyó de cabo a rabo. Luego lo dejó caer y con voz que cubría la de Montmorency empezó a llamar a sus servidores.

—¡Guillermo! ¡Jaime! ¡Santos! ¡Pedro! ¡Venid todos! ¡Entrad!… ¡Entrad!

—¡Señora! —quiso interrumpir Enrique.

Los criados, vestidos de luto, entraron, acompañados por algunos campesinos de Margency.

—¡Entrad todos! —continuaba diciendo Juana febrilmente y sostenida por extraña exaltación—. ¡Entrad todos! ¡Y sabed la triste noticia!… ¡Ya no estoy en mi casa!

—¡Señora! —repitió Enrique.

Juana cogió una de las heladas manos del cadáver y la sacudió.

—¿No es cierto, padre mío, que ya no estamos en nuestra casa? ¿No es verdad, padre mío, que nos echan? ¿No es cierto que no quieres permanecer un momento más en la casa de la familia maldita?… ¡A ver, vosotros! ¿No oís que el señor de Piennes no está ya en su casa, que arrojan de ella un cadáver? ¡Fuera! ¡Fuera os digo!

Con las mejillas ardientes, los pómulos de color purpúreo y los ojos lanzando llamas, la joven corría de un criado a otro, empujándolos con irresistible vigor hacia la cama de campaña en que yacía su padre… y cuando los vio preparados hizo una seña. Ocho hombres cogieron la cama, la levantaron sobre sus hombros y los otros formaron el cortejo murmurando maldiciones. Juana marchaba adelante. Enrique, como presa de una pesadilla, vio cómo el cadáver pasaba la puerta, y Juana desaparecía, y a lo lejos, en la aldea, no oyó más que un sordo murmullo de imprecaciones. Entonces golpeó violentamente el suelo con el pie, salió y, saltando sobre su caballo, huyó al galope.

Juana, al llegar a casa de su nodriza, a donde ordenara llevar el cuerpo de su padre, se desplomó desfallecida, anonadada, sin derramar una lágrima, por haber cesado la fuerza ficticia que hasta entonces la sostuviera. Casi enseguida se le declaró una fiebre intensa; perdió el conocimiento de las cosas y tan sólo el delirio demostraba que aún vivía.

Enrique pasó una noche terrible, con accesos de vergüenza humillada, de furor demente y crisis de pasión. Al día siguiente volvió a Margency dispuesto a todo, tal vez a cometer un asesinato. Una noticia que le dieron lo dejó anonadado. ¡Juana se moría!

Desde entonces iba todos los días a rondar la humilde casa que albergaba a Juana. Tal situación duró algunos meses.

Transcurrió cerca de un año, un año atroz durante el cual su pasión se exasperó, durante el cual supo, además, que Thérouanne se había rendido, que la plaza había sido arrasada, la guarnición pasada a cuchillo y que Francisco había desaparecido. ¿Desaparecido? ¿Muerto? Esperó. En el alma de aquel hermano germinó, creció y se fortaleció la abominable esperanza de que Francisco hubiera fallecido… y tuvo de ello la firme convicción el día en que algunos hombres de armas, extenuados, miserables, vestidos de harapos, pasaron por Montmorency y fueron a hospedarse en el castillo. Los interrogó y ellos relataron la toma de Thérouanne, el incendio de la ciudad y la matanza de la guarnición. En cuanto al jefe, Montmorency, había desaparecido. No se sabía lo que había sido de él, y resumían su parecer en estas palabras:

—¡Ha muerto!

Le habían visto un momento detrás de una barricada que más de tres mil enemigos asaltaban. Al oír estas noticias, Enrique se confirmó en su creencia de que Francisco había muerto, y ya tranquilo volvió a rondar la casa, esperando la curación de Juana.

Un día —once meses después de la partida de su hermano— divisó por fin a Juana en el pobre huerto de la casa de su nodriza. Por las palpitaciones de su corazón comprendió que aún la amaba apasionadamente. Juana vestía de luto. ¿Por quién? ¿Por su padre o por su marido?

Llevaba en sus brazos una criatura que estrechaba amorosamente contra su pecho. Enrique se volvió lentamente, combinando un plan. Por fin Juana estaba curada, e iba a poder obrar. Sería muy fácil raptar a la joven y llevarla por la fuerza al castillo; llevársela como los hombres primitivos debían llevar entre sus velludos brazos a la mujer elegida. Una vez resuelto el crimen, Enrique lo estudió en todos sus detalles y sintió mayor calma de la que había gozado durante todo un año.

Al llegar al patio de honor, vio un jinete cubierto de polvo que acababa de apearse de su caballo. Enrique palideció. ¿Por qué? No hubiera podido decido. Pero le pareció que aquel hombre tenía semblante alegre y que debía ser portador de una noticia que debía creer muy grata. No se atrevió a interrogarlo; pero apenas el jinete lo hubo divisado se dirigió a él y con apacible voz le dijo, inclinándose:

—«Monseñor Francisco de Montmorency, libre de su cautividad, llegará mañana al castillo de sus padres. Me ha hecho el honor de mandarme con un día de anticipación para anunciar su llegada a su amante hermano y a todas las personas que le son queridas…». Son sus palabras textuales.

Enrique se puso lívido; con la rapidez del relámpago se representó a su hermano levantándose con ademán justiciero para darle el golpe mortal. Luego una oleada de sangre tiñó su semblante poniéndole los labios morados. Levantó el puño y exclamó:

—¡Maldición!

Y cayó al suelo, como buey a impulsos de la maza del matarife.