UNA HORA DESPUÉS Francisco penetraba en el castillo de Montmorency. Había dejado a la joven desposada, anegada en llanto, al cuidado de la nodriza, confidente de sus amores, y estrechando a Juana en sus brazos, le dijo que volvería a su lado al apuntar el día, una vez que hubiera saludado a su padre, cuya llegada le había anunciado un correo.
Cuando Francisco entró en la sala de armas, vio al Condestable Anne de Montmorency sentado en suntuoso sillón, colocado, sobre un estrado de tres gradas, bajo un dosel de terciopelo con franja de oro sostenido por unas lanzas. El inmenso salón estaba espléndidamente alumbrado por doce candelabros de bronce, cada uno de los cuales soportaba doce blandones[2] de cera. Las paredes estaban cubiertas de tapices enormes, sobre los cuales brillaban pesadas espadas y centelleantes dagas. Una docena de retratos se alternaban con las panoplias. En el testero a que daba frente al trono se veía el retrato del fundador de la casa, aquel Bouchard de facciones rudas que, un momento, tuvo entre sus violentas manos la corona de Francia. Las armaduras, corazas, brazales y cascos con sus penachos, brillaban al pie de los retratos y se dijera que los antepasados que representaban no tuvieran más que bajar para revestirse con ellos.
Sobre su trono estaba el anciano Condestable, con la coraza puesta, cubierto de acero, las manos apoyadas en la formidable tizona y el entrecejo fruncido. Un paje, situado junto al sillón, sostenía el casco empenachado de su señor, y cincuenta capitanes estaban inmóviles a su lado, esperando en silencio. Él mismo parecía uno de aquellos antiguos guerreros que decidían la suerte de las batallas gigantescas. Desde la batalla de Marignan, en que Francisco I lo había abrazado, hasta Burdeos, donde hizo una horrible matanza de hugonotes[3], salvando la religión, ¡qué de golpes terribles había dado!
Hacía dos años que Francisco no había visto a su padre. Al hallarse ante él, avanzó hasta llegar al pie del trono. Cerca de éste se hallaba Enrique, que llegara un cuarto de hora antes. Estaba lívido y tembloroso. ¿En qué pensaría aquel joven de veinte años? ¿Qué confusos y funestos pensamientos de fratricida rodaban pesadamente en su cabeza como nubes fuliginosas en un cielo tempestuoso?
Francisco de Montmorency no advirtió la sangrienta mirada de su hermano y se inclinó profundamente ante el jefe de la familia. El Condestable, al ver el robusto aspecto de su hijo mayor, sonrió: esta fue toda su efusión paternal.
—Escuchad —dijo impasible, tranquilo, terrible—. Ya sabéis el desastre que ha sufrido el emperador español Carlos V ante las murallas de Metz durante el último mes de diciembre. El frío y las enfermedades casi han destruido su gran ejército de sesenta mil hombres de armas contados los reitres[4]. Todos juzgamos entonces que era el fin de su imperio. Con el español destruido y el hugonote aplastado por mí en los países de la lengua de Oc, la paz parecía asegurada y toda esta primavera Su Majestad Enrique II se la ha pasado en fiestas; danzas y torneos… ¡El despertar es terrible!
Tras una pausa, el Condestable añadió más sordamente.
—Sí, los elementos que, muchas veces, se encargan de dar a los conquistadores terribles lecciones, han infligido a Carlos V una memorable derrota. El emperador ha llorado al abandonar sus cuarteles en donde dejaba veinte mil cadáveres, quince mil enfermos y ochenta piezas de artillería. ¡Pero he aquí que levanta de nuevo la cabeza y avanza para caer sobre nosotros!
Francisco escuchaba las palabras de su padre con un estremecimiento de angustia. Enrique, con los brazos cruzados, fijaba sus sombríos ojos en su hermano. El Condestable paseó su mirada de águila sobre sus capitanes y prosiguió:
—Ayer, a las tres, recibimos la primera noticia: el emperador Carlos V se prepara a invadir la Picardía y el Artois. Este hombre de hierro ha reconstruido su gran ejército y actualmente un cuerpo de infantería y otro de artillería se dirigen a marchas forzadas sobre Thérouanne. Ahora fijaos bien: una vez tomada: Thérouanne, Francia no podrá contener la invasión del enemigo. He aquí, pues, lo que Su Majestad y yo hemos decidido: mi ejército se encontrará en París, y para ello partirá dentro de dos días, pero entretanto un cuerpo de dos mil jinetes correrá a Thérouanne, para encerrarse allí y luchar hasta la muerte a fin de contener al enemigo.
—¡Hasta la muerte! —rugieron los capitanes, mientras un estremecimiento sacudía los penachos de los cascos, como bajo el impulso de terrible huracán.
—Ahora bien —continuó el Condestable—, para esta aventurada expedición, es necesario un jefe joven, indomable, temerario. Y he hallado este jefe… ¡Francisco, hijo mío, eres tú!
—¡Yo! —exclamó el aludido, tambaleándose presa de la desesperación.
—¡Tú! ¡Sí! ¡Vas a salvar a tu rey, a tu padre y a tu patria, todo a la vez!… ¡Están ya preparados los dos mil jinetes! ¡Viste tu armadura y hállate preparado dentro de un cuarto de hora! ¡Ve y no te detengas hasta llegar a Thérouanne, en donde será necesario vencer o morir!… Enrique, tú te quedas en el castillo y lo pondrás en estado de defensa.
Enrique se mordió los labios hasta hacer salir la sangre, para ahogar un grito de alegría …
«¡Juana es mía!» —se dijo.
Francisco, lívido, dio un paso adelante y exclamó:
—¡Cómo, padre mío! ¿Yo? ¿Yo mismo?
Con los ojos extraviados y el alma convulsa, tuvo la atroz visión de Juana… de la esposa… abandonada a los pies de un cadáver, allí, sin consuelos. ¡Sola en el mundo!
—¡Yo! —repitió—. ¡Es imposible!
El Condestable frunció las cejas, y con voz ronca y metálica, dijo:
—¡A caballo, Francisco de Montmorency! ¡A caballo!
—¡Padre, escuchadme!… ¡Dos horas! ¡Una hora!… ¡Sólo pido una hora! —gritó Francisco, retorciéndose las manos.
El Condestable de Montmorency se puso en pie. Espantosa cólera hacía temblar sus mejillas.
—Me parece que discutís las órdenes del rey y de vuestro padre.
—Una hora, padre, una hora y corro a la muerte…
El anciano soldado revestido de acero descendió de su trono y exclamó:
—¡Por el cielo te juro que si pronuncias una palabra más, Francisco de Montmorency, por la gloria del nombre que llevas, te arresto con mis propias manos!
Y con voz tonante que hizo temblar a todos los circunstantes, el Condestable añadió:
—¡Qué un rayo me parta si blasfemo; pero en cinco siglos es el primero de mi linaje que vacila en morir!
El ultraje era formidable. Francisco de Montmorency no tenía otro remedio que matarse ante aquella asamblea de guerreros cuyos corazones, como sus pechos, parecían forrados de acero. Con violenta sacudida levantó la cabeza. Todo desapareció de su espíritu: amor, esposa y ensueños de felicidad. Fulguraron sus ojos y sus palabras cubrieron las últimas que pronunció su padre.
—¡Mal rayo parta al que haya podido decir jamás que un Montmorency retrocede! ¡Por la gloria del nombre obedezco, padre mío, y parto! ¡Pero si salgo con vida de esta empresa, señor Condestable, será preciso que arreglemos una terrible cuenta! ¡Adiós!
Con paso firme atravesó por entre los capitanes, asustados de esta provocación inaudita, de aquel desafío echado a la vez a la cara al jefe todopoderoso de los ejércitos y al padre. Se oyó luego que en la puerta mandaba con voz autoritaria y breve:
—¡Mi escudero! ¡Mi corcel de guerra! ¡Mi tizona!
Todas las miradas estaban vueltas hacia el Condestable, esperando una orden de arresto. Pero una extraña sonrisa se dibujó en los labios del jefe, y los que estaban próximos a él le oyeron murmurar:
—¡Es un Montmorency!
Diez minutos después, Francisco estaba en el patio de honor, armado de punta en blanco y preparado para montar a caballo. Se volvió entonces hacia un paje y le dijo:
—¡Mi hermano Enrique! ¡Qué lo llamen!
—Heme aquí, Francisco —contestó éste.
Enrique de Montmorency apareció en el círculo de luz de las antorchas, y añadió con visible esfuerzo:
—Venía a despedirme de ti y desearte la victoria, pues yo me quedo.
Francisco le cogió una mano, sin notar que aquella mano ardía.
—Enrique —dijo—, ¿eres verdaderamente mi hermano?
—¿Lo dudas acaso?
—Perdóname ¡sufro tanto! Lo comprenderás enseguida. Yo me voy, Enrique. Me voy y tal vez no vuelva… y dejo tras de mí una inmensa desgracia…
—¿Una desgracia?
—En efecto. Escucha con toda tu calma, porque de tu respuesta depende la resolución que debo tomar. Tú conoces a Juana, la hija del señor de Piennes…
—La conozco —contestó sordamente Enrique.
—¡Pues bien! He aquí la desgracia… Yo me marcho… y Juana y yo nos amamos…
Enrique ahogó un rugido de rabia.
—Cállate —prosiguió Francisco—. No me interrumpas. Hace seis meses que nos amamos, tres que somos uno de otro; y desde hace dos horas, ella se llama Montmorency… como yo.
Una especie de gemido salió de los labios de Enrique. ¡Cómo si no lo hubiera visto y oído todo!
—No te asombres —prosiguió febrilmente Francisco—, no digas nada. Ella misma ya te contará mañana que el capellán de Margency nos ha unido esta noche en matrimonio. Pero no es todo. En estos instantes Juana llora sobre un cadáver: ¡el señor de Piennes ha muerto! Ha muerto en la misma iglesia dirigiéndome una última mirada que me ordenaba velar por la felicidad de su hija. ¡Y hay más todavía! ¡Margency pasa a pertenecer a la casa del Condestable! ¡Oh, Enrique! ¡Es espantoso! Dejo a Juana sola en el mundo, sin defensa ni recursos… ¿Comprendes? ¿Me comprendes bien?
—¡Perfectamente!
—Hermano, óyeme bien ahora. ¿Aceptas el depósito que quiero confiarte? ¿Me juras velar sobre la mujer que amo y que lleva mi nombre?
Enrique sintió un escalofrío recorrer su cuerpo, pero contestó:
—¡Lo juro!
—Si escapo con vida de la guerra, encontraré a mi esposa en la casa de su padre, sin que haya sufrido durante mi ausencia, porque tú la habrás amparado y defendido. ¿Me lo juras?
—Te lo juro.
—Si muero revelarás este secreto al Condestable y le impondrás la voluntad de tu hermano muerto; que mi parte del patrimonio ponga a la viuda al abrigo de la pobreza y le permita llevar una existencia acomodada. ¿Me lo juras?
—¡Te lo juro! —contestó Enrique por tercera vez.
Francisco lo estrechó entonces entre sus brazos, diciendo:
—¡Bien. Ahora puedo marchar! —y poniendo toda su alma en estas palabras, añadió—: ¡Lo has jurado, acuérdate!
Apenas montó, fue a colocarse a la cabeza de los dos mil jinetes que estaban congregados en una explanada, formando una masa sombría erizada de sables relucientes. Francisco se volvió hacia Margency y lloró. Porque aquel primogénito de la gran raza guerrera tenía un corazón vibrante de juventud y amor. Lloró, y a través de sus lágrimas sus ojos horadaron las tinieblas para mirar por última vez el techo que cobijaba a la amada de su corazón. Pero la noche era profunda, el valle negro y la aldea invisible. Entonces murmuró:
—¡Adiós, Juana, adiós!
Y enseguida, levantando el brazo, exclamó con voz terrible que el anciano Condestable debió oír desde su castillo:
—¡Adelante y hasta la muerte!
Los dos mil jinetes —mejor diríamos las dos mil víctimas— con acento salvaje, rugieron:
—¡Hasta la muerte!
Entonces la soberbia masa de caballería emprendió un trote pesado, produciendo un ruido semejante al tableteo de la tormenta, y se hundió en el negro horizonte, con sus rojas antorchas, sus centelleos de acero, el chis-chás de las armas, cual misterioso aerolito que pasara en la noche… El Condestable, desde lo alto de la escalinata, escuchó aquel ruido de alud que se alejaba… Cuando cesó de oírlo dio un profundo suspiro y subiendo a su vez a caballo se dirigió a París. Enrique se quedó solo.