XLVI - Los titanes

EN UNA DE AQUELLAS RÁPIDAS MIRADAS de la duración de un relámpago, he aquí lo que vio Francisco de Montmorency.

Él se hallaba en el umbral de la puerta principal con el terciado en las manos. Detrás su hija y en el fondo de la sala, y en un sillón, Juana de Piennes, sonriendo al contemplar aquellas horrorosas escenas. Al lado de Francisco, dos hombres vivos aún.

A pocos pasos, Damville, su hermano, dirigiéndole una mirada de odio y acercándose espada en mano, gritando:

—¡Paso, paso, éste es para mí!

Detrás de Damville, gran número de hombres de armas, cuatrocientos tigres, exclamaban:

—¡A muerte, a muerte!

En medio de aquella muchedumbre, un carro cargado de barriles de pólvora que acababa de entrar, y más allá estaba la puerta del palacio desmantelada y abierta de par en par.

Por ella se veía que la calle estaba llena de gente que también gritaba salvajemente:

—¡A muerte! ¡A muerte!

He aquí lo que Montmorency vio y oyó en aquel inapreciable espacio de tiempo, durante el cual, Damville, apartando sus hombres de armas, decía:

—¡Paso! ¡Éste es para mí!

En el mismo instante los dos hermanos se hallaron uno ante otro. Los dos hombres, que habían sobrevivido a la matanza y que estaban al lado de Montmorency, cayeron. Damville hizo un gesto que detuvo las armas levantadas sobre Francisco y gritó:

—¡Vivo! ¡Quiero cogerlo vivo!

Francisco levantó su terciado y con furia lo dejó caer con intento de herir a Damville, pero éste dio un salto atrás y el arma chocó con una grada de mármol y se rompió.

—¡Maldición! —exclamó Montmorency dirigiendo al cielo una mirada de cólera.

—¡Francisco, vas a morir a mis manos! —exclamó Damville—. ¡Adiós, recuerda que me confiaste a Juana de Piennes! ¡Muere tranquilo, que cuidaré de ella!

Y al mismo tiempo precipitóse contra Francisco, que estaba desarmado.

Éste, con un trozo del terciado que aún tenía en la mano, paró el golpe que su hermano le dirigía. En el mismo instante, entró en la sala de honor, y abrazando frenéticamente a su mujer, exclamó:

—¡Ni Juana, ni Luisa, ni yo! ¡No podrás apoderarte de ninguno de nosotros!

Arrancó la daga de las manos de su hija y la levantó sobre Juana de Piennes.

—¡Muramos, muramos juntos! ¡Adiós!

En aquel instante, oyóse un clamor espantoso de maldiciones y ayes desgarradores mezclado con el ruido sordo de alguna cosa que se desploma.

El brazo de Montmorency que se disponía a herir a Juana y a Luisa, quedó inmóvil. Miró hacia la puerta y vio que Damville no había entrado en la sala de honor, sino que por el contrario, habíase alejado profiriendo un grito de rabia y huía hacia la calle.

Los reitres escapaban también apresuradamente, tropezando unos con otros para salir más pronto.

¿Qué sucedía?

Rápidamente y sintiendo que la esperanza renacía en su corazón, Montmorency salió al patio.

He aquí lo que pasaba:

Desde lo alto del muro, que permanecía aún en, pie, resto del edificio que había volado, desde lo alto de aquel muro, repetimos, había caído un bloque de piedra aplastando a tres o cuatro hombres. ¿Era un accidente? De ningún modo, pues al levantar la cabeza, todos descubrieron, a través de los torbellinos de humo, a dos seres extraños que estaban instalados tranquilamente en la cresta de la pared, ocupados en descalzar las piedras y dejarlas caer sobre los hombres de armas que llenaban el patio. Las piedras caían sin cesar y lanzadas con tal tino, que siempre hacían una o más víctimas.

Tal peligro originó un tumulto indescriptible, pues nadie podía luchar contra aquel muro convertido en catapulta y todos los hombres de armas precipitáronse alocados hacia la puerta para salir lo antes posible. A su espalda quedaban los heridos y muertos por aquellas nuevas armas. Y en lo alto, sobre el maldito muro, dos hombres rodeados de humo y de polvo, negros, con los vestidos desgarrados y terribles, los dos Pardaillán, estaban riéndose con toda su alma.

El muro sobre el cual se hallaban dominaba el edificio central, es decir, que se hallaban a mayor altura que la del tejado que cobijaba en aquel momento al mariscal de Montmorency, a Juana de Piennes y a Luisa. Hubiérales sido fácil saltar sobre aquel tejado, atravesar el primer tragaluz y entrar en el granero, y ésta fue la idea del aventurero en cuanto se dieron cuenta de que se hallaban en el palacio de Montmorency.

El caballero por toda respuesta mostró a su padre al mariscal que estaba entonces defendiéndose de sus enemigos, con sólo dos hombres más, y detrás de él estaba Luisa. Entonces dijo:

—¡Si ella muere, me echaré al patio de cabeza!

—¡Maldición! —exclamó el viejo—. Después de haber resistido a París entero, después de haber escapado de tantos peligros y a los demonios que recorren la ciudad, es una lástima venir a matarte aquí.

Y cruzándose de brazos, dio una fuerte patada.

Entonces acabó de desprenderse una piedra que se sostenía en equilibrio y cayó al patio. Abajo se oyó un grito de asombro, de rabia y de terror.

—¡Caramba! —exclamó el aventurero—. Parece que esto aplasta.

—¡Manos a la obra! —dijo el caballero.

E inclinándose, los dos atacaron con sus dagas otro bloque de piedra. Apalancaron con ellas y con un empujón echaron el bloque abajo, en donde aplastó a tres hombres.

Entonces cada uno empezó a trabajar por su lado. La lluvia de piedras empezó a caer y los dos hombres iban derribando, paulatinamente, el muro. Empezaban uno por un extremo y otro por el opuesto, y a medida que lanzaban un bloque al espacio, avanzaban. Andaban por la cresta de la pared con tanta seguridad como en terreno llano, a pesar de que el menor paso en falso los hubiera hecho caer, pero no se fijaban en tal detalle. Al reunirse, miraron hacia abajo y vieron que no había nadie en el patio.

—¡Vaya un modo de bajar, caballero! —exclamó el viejo.

—¡Y muy cómodo!

—¡Vaya! Descalcemos algunas piedrecitas más.

Se reían; estaban negros de humo y de polvo. Sus ojos brillaban y las manos estaban llenas de sangre.

Sonó un arcabuzazo y la bala hizo caer el birrete del caballero.

—¡Conste que no os saludo! —gritó éste.

Los arcabuzazos se sucedían sin cesar; las balas silbaban alrededor de nuestros dos héroes; en la calle les apuntaban, tal vez doscientos reitres, mientras la muchedumbre profería amenazas de muerte.

Entonces el aventurero, andando por la cresta del muro se acercó a la calle.

—¡Poned en fila las cabezas! —gritó.

Levantó en sus brazos una piedra de respetable tamaño y la lanzó con todo su vigor.

—¡Paso, señor! —dijo el caballero.

Y a su vez avanzó, mientras el viejo se echaba sobre la cresta para dejarlo pasar.

La piedra del caballero trazó una curva en el espacio, cayó y saltó entre la gente que gritaba asustada.

—Me parece que he aplastado a una docena —dijo fríamente el caballero.

—¡Cuatro más que yo! Quiero tomar mi desquite —gritó el aventurero.

En efecto, mientras su hijo lanzaba una piedra, él había descalzado otra, y luego levantándose a su vez, la arrojó contra los asaltantes produciendo gran mortandad entre ellos.

Durante tres minutos prosiguieron el ataque y, como antes hicieran con el patio, desalojaron la calle.

Damville, antes de marcharse cogióse la cabeza con las manos, y los que le rodeaban vieron que lloraba de rabia y desesperación.

Entonces los dos Pardaillán, viendo la calle y el patio libres, saltaron sobre el tejado de la casa del portero, y de allí al patio; miráronse y no se reconocieron, pues sus rostros estaban negros y ensangrentados.

Saltando por encima de los cadáveres y escombros, atravesaron el patio y subiendo los escalones de la entrada, llegaron a la gran sala de honor del palacio de Montmorency.

El caballero, que iba delante, se sintió cogido por dos vigorosos brazos y oprimido sobre un ancho pecho; y el mariscal de Montmorency, besándole cariñosamente, decía:

—¡Hijo mío!

Pardaillán, entonces, miró a su alrededor y vio a Juana de Piennes que, indiferente, sonreía; vio a Francisco de Montmorency que lloraba y a Luisa, pálida en extremo, que lo miraba enamorada y expresando al mismo tiempo admiración sin límites.

El caballero, conmovido en extremo, balbució:

—¡Vuestro hijo! ¡Oh! No quisiera equivocarme con el sentido de esta palabra. Mariscal de Montmorency, ¿vos me llamáis vuestro hijo? ¿A mí?

El marisca] comprendió la angustia que llenaba el corazón del joven y, volviéndose a su hija, le dijo:

—Contesta, Luisa.

La joven se puso muy pálida y sus ojos se llenaron de lágrimas. Luego abrió los labios y, con voz que temblaba ligeramente, le dijo:

—¡Esposo mío! Sé bienvenido a la casa de mis padres y, por lo tanto, a la tuya.

El caballero se tambaleó; cayó de rodillas e inclinándose tomó una de las manos de Luisa y se echó a llorar.

—¡Pardiez! —exclamó el aventurero—. Ya te lo, dije que sería tuya. La has conquistado con tu espada.

Pero Luisa movió negativamente la cabeza y murmuró:

—No, ya lo amaba antes. Cuando lo vi a través de la ventanita del granero, conquistó mi corazón.

¡Cuán lentas son las palabras! ¿De qué sirven las descripciones en tales momentos?

En la intensa emoción que los hacía palpitar, aquella escena no duró más que algunos segundos. Fue una explosión de amor con el marco trágico del palacio humeante, en ruinas y con el sordo rumor de muerte que llenaba París. Entonces celebróse la reunión de aquellas dos almas que desde tiempo atrás estaban destinadas una a otra.

Luisa, separándose del caballero, fue hacia el aventurero, le rodeó el cuello con los brazos y exclamó:

—¡Padre!

El aventurero sintióse sobrecogido por extraño temblor, y conteniendo a duras penas sus sollozos, cogió a Luisa en sus brazos y la levantó gritando:

—¡Vive Dios! ¡Qué hermosa hija tengo! ¿No sabéis, querida mía, que en vuestra infancia os llevé en mis brazos y que durante dos horas dormisteis en la misma cama que…?

Un ruido procedente de la calle le impidió continuar.

Los dos Pardaillán dirigiéronse alarmados hacia la puerta.

—¡Alerta! —gritó el viejo.

—¡Oh! —exclamó el caballero—. Lo que es ahora nadie me da miedo.

Junto a la puerta desmantelada del palacio, veíase a los tigres de Damville sintiendo odio y miedo por sus defensores.

—¡Vete! —dijo el aventurero a su hijo—. Me encargo de entretenerlos durante algunos minutos. ¡Vete, por Cristo vivo!

El caballero se acercó al mariscal, mientras su padre íbase hacia la puerta.

—Mariscal ¿qué hay por esta parte? —preguntó.

—Los jardines, hijo mío.

—¿Y más allá?

—Algunas callejuelas que dan al Sena.

—¿Podemos disponer de algún carruaje?

—De una silla de postas.

—¡En marcha! —gritó entonces el caballero.

—Id, que yo ya me reuniré con vosotros —exclamó el aventurero.

Él mariscal cogió a Juana Piennes en sus brazos y el caballero hizo lo propio con Luisa, que apoyó su linda cabeza en el hombro de su prometido. Un instante después estaban en los jardines. Penetrar en la cochera, arrastrar un coche cerrado que había en ella y enganchar dos caballos, fue para los dos hombres cuestión de un par de minutos. Juana de Piennes y su hija fueron echadas sobre las banquetas.

—¡Guiad, señor mariscal! —ordenó Pardaillán.

El mariscal saltó sobre uno de los caballos, en tanto que el caballero iba a la cuadra, sacaba un caballo, al que no se tomó la molestia de ensillar, pues se limitó a ponerle el bocado y la brida, entregando ésta última al mariscal, al que dijo:

—Abrid la puerta y esperadnos.

El caballero, el pobre paria, daba órdenes que Francisco de Montmorency, mariscal de Francia, obedecía.

El carruaje atravesó el jardín y luego la puerta que el mariscal había abierto.

Entre tanto el caballero se precipitó a la sala de honor y desde allí vio que en el patio del palacio estaban las gentes de Damville disponiéndose a volver a la carga profiriendo espantosas amenazas y encolerizadas voces.

—¡Padre, padre! —gritó el caballero al entrar.

En el instante en que iba a poner el pie en la sala que debía atravesar para llegar al patio interior del palacio, prodújose una explosión terrible que, por un momento, ahogó las campanadas y disparos de la ciudad.

La tierra se estremeció, una llama de color escarlata subió a grandísima altura y luego se replegó sobre sí misma como un telón que cae. Una nube de humo opaco cubrió aquella espantosa escena. El palacio de Montmorency vaciló, se rajó y, por fin, se desplomó con fragor horroroso.

La violenta sacudida del aire lanzó al caballero a diez pasos de distancia, pero éste, con extraordinario esfuerzo, consiguió no caer.

Y este retroceso fue el que lo salvó, a su pesar, pues la lluvia de piedras no lo alcanzó.

En aquel terrible segundo, en que luchó contra el huracán desencadenado por la explosión, se abrió ante sus ojos un estrecho paso erizado de vigas calcinadas, piedras, trozos de estuco, de pared destruida, y, en fin, todo lo que quedaba del viejo palacio de Montmorency.

Entonces el incendio, originado por la explosión, acabó la obra devastadora.

—¡Padre, padre! —exclamó el aventurero—. ¿Dónde está mi padre?

¿Dónde estaría el aventurero? ¿Qué hacía? ¿Acaso sus miembros calcinados estaban enterrados bajo los escombros del palacio?

He aquí lo sucedido:

Mientras el caballero arrastraba a Montmorency, a Juana de Piennes y a su hija hacia los jardines, el viejo Pardaillán había salido al patio, gritando:

—Voy a entretenerlos durante un par de minutos.

El aventurero estaba, a la sazón, muy tranquilo, tal vez por haber llegado a los últimos límites de la exaltación, y con la mayor sangre fría dijo:

—Parece mentira lo que me intriga este papel.

Y no queriendo pasar ya más tiempo sin mirarlo, sacó del bolsillo el que recogiera a los pies del cadáver de Bemia. Lo desdobló y leyó rápidamente:

Salvoconducto para cualquier puerta de París, valedero hoy 23 de agosto y los tres días siguientes.

Dejad pasar al portador de la presente y a las personas que lo acompañen.

Servicio del Rey

Firmaba Carlos, rey. El sello con las armas de Francia formaba una mancha roja en la esquina.

El aventurero dio un suspiro de alegría. Por fin se había enterado del contenido del papel y guardándolo en su bolsillo, murmuró:

—¡Caramba! Aquel buen señor cuyo nombre ignoro y que murió atravesado por la jabalina, era un hombre precioso.

Bajó despacio los escalones que conducían al patio y, Él parecer, sin fijarse en las gentes de Damville. Dirigióse al carro cargado de pólvora que habían dejado en el patio y que contenía unos veinte barriles y empezó a descargarlos.

En aquel momento resonó un arcabuzazo; uno de los reitres acababa de disparar sobre él, pero sin tocarlo.

—Es una lástima no haber leído antes este papel —murmuró el aventurero sin hacer caso de la detonación—. ¿Cómo lo haré llegar ahora a manos de mi hijo?

Y continuó su tarea sin apresuramiento y aparentemente sin gran empleo de fuerza.

Uno después de otro iba transportando los barriles a la sala de honor. Por momentos aumentaba el número de enemigos, pero los reitres no se atrevían a entrar en el patio, preguntándose qué nueva catástrofe se abatiría sobre ellos en cuanto pusieran allí los pies; sólo cada vez que el aventurero se mostraba, le disparaban algunos arcabuzazos. Por fin, como el patio estaba lleno de cadáveres, para evitar los efectos de las descargas de sus enemigos, cogió un reitre muerto y se cubrió con él para acercarse al carro.

El viejo Pardaillán había transportado su décimo- sexto barril. Colocábalos metódicamente en la sala de honor después de haber desfondado uno y derramado la pólvora en el largo de unos quince pasos.

Inundado de sudor, reapareció a la puerta del palacio para ir en busca del barril decimoséptimo. Y entonces vio el patio lleno de gentes que se precipitaban hacia él.

—Es lástima que queden aún cuatro barriles —exclamó—. Pero en fin, ya bastarán los dieciséis que tengo. ¡Adiós Luisa, adiós hijo mío! ¡Pensad en mí alguna vez!

Sacó la pistola que llevaba en el cinto y en el momento en que sus enemigos invadían la sala de honor, murmuró:

—Creo, amigos, que entre vosotros y el caballero voy a levantar una barricada excelente.

E hizo fuego sobre el reguero de pólvora.

En el mismo instante oyó la voz de su hijo que lo llamaba.

—¡Animal! —gritó el aventurero—. Nunca quiere hacer caso de mis consejos. ¡Atrás! ¡Huye, por Cristo vivo!

Las gentes de Damville, al ver los barriles de pólvora y el reguero que prendía fuego rápidamente, trataron de huir profiriendo salvajes imprecaciones, pero ya era demasiado tarde.

Resonó la explosión y el palacio se hundió con espantoso fragor, enterrando doscientos asaltantes bajo sus escombros humeantes.

Damville tuvo tiempo de huir y ya en la calle, loco de rabia y lívido de espanto, observó la completa destrucción del resto de su ejército de quinientos reitres, gentilhombres y guardias, que habían sido derrotados, en suma, solamente por dos hombres.

Cuando ya del palacio sólo quedaron ruinas humeantes y cadáveres aplastados, la muchedumbre de gentes furiosas que rodeaban a Damville oyeron cómo éste soltaba una blasfemia. Luego se desvaneció.

AI volver en sí, Damville contempló aquellas ruinas con la desesperación de la venganza no lograda, pero, no obstante, servíale de consuelo el pensar que, sin duda alguna, todos habían perecido en la explosión: su hermano, los dos Pardaillán y Juana de Piennes. Lamentaba esta última muerte, pero la prefería a ver a Juana en brazos de Francisco.

A su alrededor estaban una quincena de caballeros que acababan de llegar: era Maurevert, escoltado por algunos sicarios. En la calle había enorme multitud y a lo lejos se extendía París, terrible y humeante, y convertido en la ciudad del horror y del espanto.

Damville y los suyos, así como las gentes que los rodeaban, profirieron, de pronto, un rugido de rabia al observar que entre las ruinas humeantes, saltando de uno a otro escombro, aparecía un hombre con los cabellos medio quemados, el vestido destrozado y los ojos abiertos desmesuradamente. Aquel hombre era el caballero de, Pardaillán, que exclamaba:

—¡Padre! ¡Señor de Pardaillán! ¿Dónde estáis?

—¡Aquí, por los cuernos del diablo!

El caballero, al oírlo, precipitóse al lugar de donde había salido la voz, y bajo un montón de vigas vio entonces a su padre que, haciendo sobrehumano esfuerzo, sostenía con sus miembros el peso enorme de los escombros que sobre él gravitaban. Estaba lívido y su respiración corta parecía más bien el estertor de la agonía. Al ver a su hijo, sonrió.

—Heme aquí, padre. No será nada. ¡Valor! Bueno; ahora ya no queda más que esta viga. ¡Oh! Tenéis la pierna rota. ¡Valor, valor!

Delirante y con la voz temblorosa, el caballero iba apartando los escombros.

—Nunca… has querido… escucharme… Te ordené… huir…

El caballero cogió a su padre entre sus brazos y lo levantó.

—¡Padre! ¿Sólo tenéis la pierna rota? Sí, ya veo que no tenéis ninguna otra herida.

—Tengo… dos o tres costillas rotas, según creo. Pero déjame… vete…, obedéceme una vez.

El aventurero tenía el pecho aplastado.

Al decir las últimas palabras perdió el conocimiento y un sollozo salió del pecho del caballero, que, cogiendo el viejo entre sus brazos, se puso en marcha.

Entonces, entre los escombros, apareció a la multitud tal como debió ser Eneas al llevar en hombros a su padre Anquises, a través de las ruinas humeantes de Troya vencida.

La muchedumbre, llena de furor, invadió los escombros de lo que había sido el patio de honor.

El caballero de Pardaillán se volvió llevando a su padre en brazos y tal vez el rostro de aquel hijo que se llevaba a su padre, tenía algo de sobrehumano o apareció a sus enemigos como uno de aquellos seres fabulosos cuya mirada petrificaba a los hombres, porque la multitud se detuvo, retrocedió y algunos de ellos llegaron a descubrirse respetuosamente.

Un momento después el caballero, llevando a su padre, acabó de franquear las ruinas, llegó a los jardines y, haciendo un último esfuerzo, dejó al aventurero agonizante en la silla de posta entre Juana de Piennes y su hija.

Entonces cogió una espada, montó en el caballo sin silla, cuya brida sostenía el mariscal, y precediendo al carruaje, dirigióse a la vecina puerta de París.

Una vez en el coche, el aventurero, sacudido por el traqueteo, recobró el sentido, y entonces buscó en uno de sus bolsillos y sacó un papel arrugado que tendió a Luisa.