XLII - Visiones tragicas

LOS PARDAILLÁN, después de haber seguido el camino que les indicara Rosa, se hallaron en una callejuela desierta y echando a correr llegaron a la calle de Montmartre. Pero tampoco pudieron pasar adelante, porque había allí grandísima multitud que se dirigía al Sena. Una vez más el horror se apoderó de aquellos dos hombres. En el momento en que jadeantes se detenían en la esquina de la calle de Montmartre, pasaba una procesión femenina rodeada de hombres enfurecidos. Aquellas mujeres llevaban la cruz blanca cosida en sus pechos, y en la espalda una canasta de trapero en la que se veían uno o dos niños degollados. Eran los hijos de los hugonotes que aquellas mujeres llevaban al Sena. Era un espectáculo horroroso que hacía avergonzar de pertenecer a la raza humana.

Con los cabellos erizados y los ojos dilatados por el horror, los dos Pardaillán vieron pasar aquella pesadilla infernal. De pronto, apareció otra visión.

Una cabalgata de trescientos hombres a caballo, cubiertos de hierro y teñidos en sangre, pasaron como un relámpago, apartando al pueblo a derecha e izquierda, entre las aclamaciones que cubrían las voces de las campanas. Era Guisa que volvía de Montfaucon. Detrás de los caballeros de Guisa, iba el mariscal de Tavannes con trescientos jinetes más. Luego seguía un coche, vehículo de invención reciente, y en él, un grupo alegre y risueño. Eran el duque de Anjou y sus cortesanos pintados, peinados y perfumados: Maugiron, Quelus, Saint-Megrin y otros, que aplaudían a cada arcabuzazo que mataba a un hombre y a cada antorcha que incendiaba una casa. Guisa, Tavannes y Anjou pasaron rodeados de furiosos vivas y lanzando a derecha e izquierda un grito ronco, siempre el mismo:

—¡Saciaos de sangre humana! —gritaba Guisa.

—¡Matad, matad! —decía Anjou.

Entonces, detrás de la cabalgata infernal aparecieron diez o doce carros cargados de cadáveres. La sangre salía a través de los tablones cayendo a lo largo de las calles, en las que dejaba una estela roja.

En aquel remolino los Pardaillán fueron arrastrados sin que pudieran darse cuenta del lugar donde iban.

Estaban aturdidos y sentían náuseas con el espectáculo que contemplaban. De pronto, se asombraron de que ninguno de los asesinos que los rodeaba se echara sobre ellos, pero pronto comprendieron la causa al descubrir que los dos llevaban un brazal blanco en el brazo derecho.

Fue. Rosa, que, rápidamente, y sin que ellos lo notaran, sujetó a sus brazos el signo de la protección. El caballero desprendió el brazal con colérico gesto, pues en realidad no era católico ni hugonote. Quiso tirarlo, pero el viejo Pardaillán lo cogió al vuelo y lo guardó en su bolsillo, diciendo:

—¡Por Barrabás! Consérvalo al menos como recuerdo de la hermosa Rosa.

Contaba con decidir a su hijo a que se guardara el brazal que constituía preciosa salvaguardia, y en cuanto a él, poco delicado y nada dado a esas arrogancias que conceptuaba intempestivas, conservó el suyo puesto sin ninguna clase de remordimiento.

El caballero se encogió de hombros y el aventurero, al meterse en el bolsillo el brazal, sintió el roce de un papel que antes se había guardado.

—¡Qué será eso! —exclamó.

—¿Qué?

—Nada, me acordaba de una cosa. Sigamos.

No era nada, en efecto, o, a lo menos, no gran cosa, según pensaba el aventurero. En el momento en que salieron del patio del palacio de Coligny, Pardaillán, padre, divisó aquel papel a los pies de Bemia clavado en la puerta por la jabalina. Maquinalmente recogió el papel y se lo guardó siguiendo una antigua costumbre.

Continuaron siguiendo la oleada humana que los llevaba hacia el Sena, que debían atravesar para llegar al palacio de Montmorency, pero a la entrada del puente, tuvieron que detenerse. Allí, una multitud de ocho a diez mil furiosos asistía, dando grandes carcajadas, a un espectáculo horrible. En efecto, cada una de las mujeres que antes hemos señalado, vaciaba en el río su cesto lleno de cadáveres infantiles. Luego llegó el turno de los carros que, asimismo, echaron al agua su fúnebre carga. La multitud, al verlo, aplaudía y su alegría se convertía en delirio cuando, entre los cadáveres, había alguno que no estaba muerto, sino tan sólo herido y al verse en el agua trataba de ganar la orilla pidiendo perdón. Entonces lo rechazaban con largas pértigas para que fuera arrastrado por la corriente.

Los Pardaillán quisieron alejarse de aquella terrible visión y con la cabeza ardorosa y el corazón lleno de lástima trataron de franquear el puente.