SÍ, ERA DIFÍCIL. Desde que salieron de la calle de Bethisy pudieron convencerse de que cada uno de sus pasos iba a exponerlos a un nuevo peligro. París era ya un gran campo de batalla imposible de atravesar sin chocar con enemigos furiosos ni arriesgar la vida a cada momento. Sin embargo, no había batalla; pero sí carnicería y matanza. Todos los hugonotes; que hubieran sido capaces de organizar una defensa más o menos eficaz, habían sido muertos antes que los otros y a la sazón se mataba a los burgueses, a las gentes del pueblo, mujeres, ancianos, niños y seres indefensos.
En cada barrio y en todas las calles, cualquier persona sospechosa a los ojos de la vecindad o que hubiera manifestado alguna simpatía por la Reforma, tanto si eran protestantes como si no, eran degollados; igual escena terrible se reproducía en todos los barrios de París. La víctima, hombre o mujer, veía entrar en su casa una patrulla de veinte o treinta asesinos que empezaban a perseguirla.
El pobre diablo se escapaba saltando a veces por la ventana y entonces empezaba la terrible caza hasta el momento en que caía o se veía acorralado. Inmediatamente lo acribillaban a puñaladas y luego su cuerpo era arrastrado hacia la hoguera más cercana o bien al Sena.
Al día siguiente, la matanza tomó espantosas proporciones. Tal estado de cosas duró seis días. En provincias, en las grandes ciudades, se reproducían iguales escenas de horror, y casi un mes más tarde, aún había matanzas en ciertas localidades lejanas.
En aquella mañana de agosto, tan bella y luminosa, los parisienses se habían convertido en animales carniceros. Vióse a algunas mujeres beber sangre de las víctimas. Y en todas partes se oía el grito de:
«¡Viva Jesús! ¡Mueran los hugonotes!».
El ruido era indescriptible. Todas las campanas doblaban a la vez sin descanso. Únicamente la campana mayor de Saint-Germain-L’Auxerrois habíase callado después de haber dado la señal. Pero ya no se tenía necesidad de ella.
El enorme tumulto de las campanas, los aullidos de los asesinos, las quejas desgarradoras de las víctimas, los disparos de las pistolas, las sordas detonaciones de los arcabuces, todo ello no formaba más que una sola voz que parecía el fragor del trueno, los mugidos de las aguas, el crepitar de la lluvia y el silbido del huracán, como si los elementos se hubieran trastornado. Aspirábase un olor acre de carne asada, de sangre, y no se veía más que fuego, humo y entre éste rostros asquerosos, risotadas feroces, ojos terribles, y sombras que corrían con un puñal ensangrentado en las manos. Veíase sangre por todas partes, a lo largo de las paredes, coagulada en el suelo y mezclada en los baches llenos de agua de la calle, y por singular fenómeno había barrios que estaban tranquilos y calles en que tardaron en enterarse de la matanza que tenía lugar en París.
A cien pasos del Sena y no lejos de la Bastilla, algunos viejos jugaban a los bolos o se calentaban tomando el sol. Había también algunos rincones tranquilos alrededor de los cuales tenía lugar la gran carnicería. Cerca de la puerta de Bussy, que daba al arrabal Saint-Germain, una banda de chiquillos jugaba tranquilamente. Dos hugonotes perseguidos hicieron irrupción entre ellos y cayeron heridos por varios puñales, y uno de los niños murió del susto.
Exceptuando, pues, los pocos barrios tranquilos que había en París, todo lo demás ofrecía la imagen de una ciudad devastada por algún gran cataclismo. Centenares de casas ardían; millares de cadáveres obstruían las calles. En las encrucijadas ardían hogueras en que se consumían los cuerpos de los herejes; procesiones de sacerdotes cantando el «Te Deum», atravesaban a veces las calles, gritando:
«¡Viva la misa! ¡Mueran los hugonotes!».
He aquí lo que los Pardaillán vieron aquella mañana del domingo, día de San Bartolomé.
Obstinadamente trataban de ir en línea recta hacia el palacio de Montmorency, pero veíanse arrastrados a su pesar en direcciones distintas, más ellos, incansables, volvían a la carga para conseguir su objeto.