SUDOR DE SANGRE

XXX - Siniestros preparativos

LA NOCHE ERA CLARA, es decir, que el cielo, lleno de estrellas desde el cénit hasta el horizonte, estaba alumbrado por esa claridad indecisa y suave de las últimas horas de la noche; pero la aurora estaba lejos todavía. Había en el firmamento tal profusión de astros, que a pesar de la ausencia de la luna, el negro océano de los tejados de París estaba vagamente iluminado. Pero bajo aquellos tejados, que se tocaban casi de un extremo a otro de la calle, las calles estaban llenas de tinieblas.

El calor no era tan grande como en las tempestuosas noches de estío; pero una temperatura vaporosa mantenía inmóviles los árboles en los numerosos jardines, que exhalaban aromas de rosas.

Catho estaba asombrada de aquella majestuosa serenidad, aunque su espíritu inculto y rudo fuera poco apto para mirar cara a cara insondables bellezas. A veces levantaba la cabeza hacia el cénit lleno de diamantes y luego, tal vez no comprendiendo enteramente la emoción que originaba aquélla armonía de belleza y serenidad, bajaba la cabeza, pensando:

—¡Qué hermosa noche!

Y mientras tal pensamiento atravesaba su espíritu, se asombró de no encontrar las parejas amorosas que buscan noches hermosas, como si el amor sintiera la necesidad de tomar el cielo por testigo.

De pronto vio cómo se abría la puerta de una hermosa casa, sin duda de algún noble o rico burgués. Una quincena de hombres salieron armados de arcabuces, pistolas, partesanas, alabardas, y, en fin, de todas las armas que les había sido posible lograr. Uno de ellos llevaba una linterna sorda, otro un papel y todos un brazal blanco, y aun algunos, a mayor abundamiento, una cruz blanca en el jubón.

Aquella pequeña tropa se puso en marcha, yendo a la cabeza los dos hombres que llevaban la linterna y el papel. No hacían el menor ruido y mantenían cuidadosamente cogidas sus armas, de modo que no pudieran chocar unas con otras.

—¿Adónde irán? —se preguntaba Catho prosiguiendo su camino.

La patrulla se detuvo de pronto y el hombre que iba a la cabeza consultó el papel y acercándose a una casa trazó sobre la puerta un signo. Luego se alejaron, y Catho, llegando ante la puerta de la casa en que se habían detenido, observó que el signo era una cruz blanca trazada con yeso.

Se detuvieron entonces en otras dos casas que el mismo hombre señaló de igual modo y luego siguieron su camino por otra calle, mientras Catho proseguía la marcha.

Pero entonces, a veinte pasos de distancia, apareció otro destacamento y en todas las calles que fue atravesando vio iguales grupos armados que iban señalando puertas con cruces blancas. Todos caminaban silenciosamente. Cuando dos de aquellas tropas se hallaban, cambiaban en voz baja el santo y seña, y luego cada una continuaba su camino sin prisa.

Catho contó primero aquellas pequeñas linternas sordas que se paseaban de un sitio a otro; luego las puertas marcadas que hallaba en su camino, pero renunció a continuar, porque eran demasiadas.

Y como tocaran las dos a lo lejos, en el solemne silencio de la noche, apresuró el paso, diciéndose:

—¡En qué cosas me entretengo! Ha llegado la hora y me esperan.

* * * * *

Acababan de dar las dos y oyóse por toda la ciudad sordo rumor semejante a una ráfaga de viento que, de pronto, troncha varios arbustos de un bosque. Pareció que detrás de cada puerta cerrada hubiéranse agitado hojas, pero hojas de acero. Luego el silencio se hizo más profundo.

El duque de Guisa estaba a caballo en el patio de su palacio, lleno de hombres de armas.

El duque de Aumale habíase apostado con cien arcabuceros no lejos del palacio de Coligny, bajo un cobertizo.

El marqués canciller de Birague hallábase ante Saint-Germain-L’Auxerrois y daba órdenes a un capitán de barrio que mandaba cincuenta hombres.

El mariscal de Damville esperaba fuera de su casa lleno de impaciencia. Estaba montado a caballo acompañado de trescientos jinetes parecidos a estatuas ecuestres.

Crucé estaba emboscado cerca del palacio del duque, de La Force, anciano hugonote que, a raíz de la muerte de su esposa, vivía consagrado a la educación de su hijo. Crucé tenía a sus órdenes una veintena de hombres, si tal nombre puede darse a los seres patibularios que le acompañaban.

Treinta carniceros con los brazos desnudos y cuchillo en mano rodeaban a Pezou, que se había escondido en el patio de la casa de un católico y desde el cual se podía caer fácilmente sobre el palacio del duque de la Rochefaucauld, protestante notable y hombre muy rico, según se suponía.

El librero Kervier, acompañado de un tal Charpentier, mandaba una banda de truhanes ya borrachos de vino, esperando emborracharse de sangre. Este Charpentier era un doctor más o menos sabio, pero rival encarnizado del anciano Ramus, y como éste habíase negado siempre a imprimir sus libros en casa de Kervier, el librero, el doctor y sus truhanes esperaban ante el colegio Presles, en donde Ramus pasaba a veces la noche, pues tenía allí una habitación preparada.

El mariscal de Tavannes, apostado junto al Puente Grande, escuchaba inclinado sobre el cuello de su caballo. Doscientos infantes, pica en mano, tenían la mirada fija en su alta silueta negra.

En cada puente había también una compañía de infantes. Por el lado de la Universidad habían sido tendidas algunas cadenas a fin de que las tropas no pudieran ser atacadas por retaguardia.

En cada encrucijada de la ciudad había un capitán de barrio acompañado por cincuenta burgueses armados.

Detrás de las puertas cerradas de todas las casas católicas había gente dispuesta a salir en cuanto se diera la señal.

Con gran silencio y rapidez, iban de grupo en grupo, transmitiendo órdenes, algunos emisarios. Todos estaban impacientes porque la señal se hacía esperar demasiado.

El silencio era enorme; cada uno estaba en su sitio y la sombra de la Inquisición católica se extendía sobre París.