XXIV - Los amores de «Pipeau».

A PARTIR DE LA DESAPARICIÓN del caballero de Pardaillán, uno de los personajes más atareados y más activos de París era, ciertamente, maese «Pipeau».

Aquel perro, que era un ladrón consumado, halló en el palacio de Montmorency el paraíso con el que puede soñar un can, Con intriga y astucia se hizo amigo del cocinero del palacio, persuadiéndolo de que sentía por él amistad sin límites, cosa que no dejaba de ser una mentira, pues le importaba un pepino el cocinero, si bien adoraba la cocina.

—¡Qué perro tan cariñoso! —exclamaba el pobre hombre al verlo siempre entre sus piernas.

¿Pero cómo habría podido adivinar la mentira y la hipocresía de «Pipeau»?

Éste aceptaba raras veces un bocado cualquiera, por sabroso que fuese, de manos del cocinero. Había para ello una razón muy sencilla, pero que el pobre hombre siempre ignoró. Que «Pipeau» se servía por sí mismo en el momento en que nadie lo observaba, y así podía elegir los bocados que más le convenían.

—No es glotón —decía el cocinero.

Pero «Pipeau» no solamente era un perro glotón, sino, además, ladrón y lascivo. Y este último defecto es el que vamos a demostrar para no pasar por calumniadores.

Añadamos que hubiéramos aceptado el reproche guardando silencio sobre los amores de «Pipeau», si éstos no se hallaran ligados a escenas importantes y si la lascivia del perro no hubiera tenido, por carambola, singular influencia en la historia de algunos de nuestros personajes.

Decimos, pues, que «Pipeau» era, en el palacio de Montmorency, el perro más feliz de la creación.

Su felicidad fue completa y sin remordimientos hasta el día en que desapareció el caballero de Pardaillán. El perro sentía por su amo, o, mejor dicho, su amigo, una adoración sin límites. Es muy verosímil que el animal recordara haber sido salvado por su amo. Cada día, en diferentes ocasiones, «Pipeau» subía a la habitación de su amigo, se aseguraba de que estaba allí y después de haberle visto, se retiraba contento.

Por las noches dormía al pie de su cama. Así, pues, con gran dolor, observó cierta noche que su amo no regresaba.

Aquella noche «Pipeau» no cerró los ojos. La pasó yendo de una a otra parte del hotel, oliendo todos los rincones, llamando a su amo con tristes gemidoos, pro todo inútilmente. En vista de que no lo hallaba, por la mañana se instaló en la calle, ante la puerta del palacio, pensando que su amo iba a regresar de un momento a otro.

Pero Pardaillán no volvió. Y «Pipeau» llegó a olvidarse hasta de la cocina, y el cocinero lo llamó en vano. Y cuando el pobre hombre quiso cogerlo por el collar, el perro gruñó para dar a comprender que lo dejaran tranquilo y el pobre cocinero, por vez primera, tuvo ciertas dudas acerca del cariño de «Pipeau», cosa que le entristeció no poco.

El día transcurrió de aquel modo, y por la noche, el perro no entró en la casa, continuando su guardia ante la puerta. Al llegar el día siguiente, convencido ya de que su amo no volvería, echó a correr velozmente. ¿Dónde se figura el lector que fue? Pues a la Bastilla. Que se diga ahora que los animales no tienen inteligencia. «Pipeau» la tenía sin duda alguna y probablemente, después de reflexionar durante largas horas se había dicho en su lenguaje:

«¿Dónde podrá estar, sino en aquella casa tan grande en que se encerró otra vez? ¡Vaya una manía! ¿Qué hará allí dentro? Pero en fin, ¿quién sabe si no me espera y si lo veré de nuevo por aquel mismo agujero?».

Por esta razón se lanzó como una flecha en dirección a la Bastilla. Tropezó sucesivamente con algunos niños, dos o tres viejas, vertió otros tantos jarros de leche, y perseguido por clamores y maldiciones, se detuvo jadeante ante la puerta por la que Pardaillán entrara en la Bastilla.

El perro levantó la nariz hacia la ventana a través de la cual se le apareció su amigo, pero a la sazón estaba cerrada.

«Pipeau», después de haber esperado inútilmente, empezó a dar la vuelta a la Bastilla, pero en vano ladró e inspeccionó toda ventana o tragaluz del edificio.

Entonces, con la misma rapidez, se dirigió hacia la posada de «La Adivinadora», subió hasta la habitación que antes ocupara su amo y en vista de que no estaba allí bajó y visitó toda la casa, hasta que habiéndolo visto maese Landry, el pobre perro se vio echado a escobazos, por cuya razón se marchó sin insistir más, comprendiendo que su amo no estaba allí, pues, de lo contrario, no lo hubieran tratado de aquel modo.

Prosiguiendo sus pesquisas, «Pipeau» recorrió París en todas direcciones visitando los lugares adonde había ido con su amo y, por último, llegó por la noche a la posada de «Los Dos Muertos que Hablan», fatigado, hambriento y muriéndose de sed.

Catho satisfizo sus necesidades, dándole comida y agua y «Pipeau», satisfecho de la acogida, se quedó a dormir allí.

Al día siguiente por la mañana, y después de haber dormido nueve horas y hecho una visita a la cocina, se eclipsó en cuanto vio la puerta abierta.

Aquella vez ya no corría, sino que, tristemente, se marchó con el hocico pegado al suelo, el rabo entre piernas y las orejas gachas.

«¡Se acabó!», —pensaba el pobre animal—. «Me ha abandonado y ya no le veré más».

Llegó así al palacio de Montmorency y echándose ante la puerta, esperó. Permaneció todo el día en el mismo sitio, sordo a las invitaciones del cocinero, el cual, portándose en aquella ocasión con extraordinaria magnanimidad, le llevó por la tarde una suculenta comida, compuesta de huesos de pollo en cantidad respetable.

«Pipeau» empezó entonces a roer los huesos, pero sin gran apetito.

Era la tarde del miércoles, 20 de agosto, circunstancia que si no tenía valor para el perro, la tiene para nosotros.

Llegó la noche y «Pipeau», abrigándose en un hueco de la fachada de la casa, estaba entregado a sus sombrías reflexiones, cuando, de pronto, se levantó, aspiró ciertas emanaciones que a él llegaban y por fin su cola se agitó alegremente.

¿Acaso «Pipeau» había olido a su amo? Penoso es confesarlo, pero la verdad ante todo. «Pipeau» acababa de oler una perra e impulsado por su lascivia olvidó a su amo y la tristeza que sentía.

El perro no tardó en divisar cuatro sombras que se detuvieron ante el palacio. El grupo se componía de dos hombres y dos perros. «Pipeau» se acercó y los dos perros empezaron a gruñir. Entonces uno de los dos hombres ordenó en voz baja:

—¡Quieto, «Plutón»! ¡Quieta, «Proserpina»!

Sin duda alguna aquellos dos perros estaban muy bien educados, porque se callaron enseguida. Eran de gran corpulencia, dos especies de dogos de rudo pelaje, ojos sanguinolentos y formidables mandíbulas. El perro, «Plutón», era negro; la perra, «Proserpina», completamente blanca, y ambos de la misma raza.

Durante casi una hora, los dos hombres permanecieron observando el palacio. Iban y venían con precaución y parecían querer ver lo que pasaba en el interior.

—Fijaos —dijo por fin uno de ellos—, será necesario atacar por aquí, creedme, monseñor.

—Sí, Orthés —contestó el otro—, tenías razón.

Llama a los perros y vámonos.

Entonces Orthés silbó quedamente y «Plutón», «Proserpina» y «Pipeau» se pusieron en marcha.

¡Cómo! ¿«Pipeau» también? Sí. He aquí lo que había ocurrido mientras los hombres hacían sus observaciones.

Como ya se ha visto, el perro se acercó a «Proserpina» y en su lengua le dirigió un cumplido que, sin duda, fue del agrado de la bella, pues empezó a menear la cola. Al observarlo, «Pipeau» hízole una declaración en regla, es decir, que se puso a dar vueltas alrededor de «Proserpina», oliendo todo lo que un perro acostumbra oler en semejantes casos.

«Plutón», el marido, enseñó los dientes a «Pipeau» y éste, al observar la fuerza de su enemigo, apeló a la astucia. Acercóse a la puerta del palacio, en donde había algunos huesos sobrantes de su cena y tomándolos en la boca los ofreció a «Plutón», el cual era un perro feroz y estúpido y, por lo tanto, se precipitó sobre los huesos y los devoró en el acto Luego dirigió a «Pipeau» una mirada de agradecimiento y en señal de paz movió la cola y se echó tranquilamente.

«Pipeau» comprendió que desde entonces podía contar con la amistad del perrazo y volviéndose a «Proserpina» reanudó su cortejo. Cuando los dos hombres se marcharon, «Plutón» y «Proserpina» siguieron tras ellos y «Pipeau» imitó su ejemplo, olvidando por el amor, a la amistad y a su amo desaparecido. Sentíase dispuesto a seguir a «Proserpina» hasta el fin del mundo, pues la desvergonzada jugaba con él y parecía dispuesta a concederle sus favores.

«Plutón» andaba con gravedad diciéndose sin duda que un compañero que con tanta amabilidad le ofrecía buenos huesos de pollo, bien merecía un pequeño sacrificio por su parte.

Hombres y perros, llegaron a una casa de la calle de los Fossés-Montmartre, se abrió una pesada puerta y «Pipeau», entre «Plutón» y «Proserpina», se introdujo en la casa.

La puerta se cerró y «Pipeau», sin saberlo, fue huésped del mariscal de Damville y de Orthés, vizconde d’Aspremont.