XVIII - El monje

TRANSCURRIERON VEINTE MINUTOS. Las ráfagas de aire que mugían alrededor de la vasta iglesia y en el claustro, hacían más profundo el silencio del interior. La tempestad que toda la tarde había estado amenazando, parecía estar a punto de estallar. A veces un brillante relámpago iluminaba las imágenes de los ventanales, y aquella luz lívida y rápida alumbraba los rostros convulsos de las cincuenta mujeres entonces un sordo gruñido rodaba por encima de la iglesia, la ráfaga producía una queja estridente y por fin, todo volvía al silencio y a las tinieblas.

Dieron las once y luego las once y media.

En aquel momento un hombre se acercó al altar mayor y con mano temblorosa encendió cuatro cirios, dos a la derecha y dos a la izquierda del tabernáculo. Pasó entonces una mano por su frente para secar el sudor que la humedecía. Estaba lívido, vacilaba sobre sus piernas y volviéndose descubrió a la reina prosternada y en actitud de recogimiento.

Descendió las gradas, se acercó a ella y se inclinó.

—Señora —dijo en voz baja.

Y como ella no contestara, la tocó en el hombro y murmuró:

—¡Catalina!

La reina entonces levantó la cabeza.

—Renato —dijo en voz muy baja—. ¿Está todo preparado?

Ruggieri unió las manos.

—Señora —dijo—, éste es un sueño espantoso ¡Oh! Lo perdonaréis ¿no es verdad? ¡Perdón, reina mía! ¡Perdón para mi hijo! Perdón para mí que os he amado hasta el punto de hacerme envenenador.

—¿Qué os importa que este hombre viva o no? ¿No va a partir para no volver nunca?

La reina se había puesto de pie.

—Renato —dijo—. Por Dios vivo que nos escucha, te juro que hoy he querido salvarlo. He interrogado a Alicia y he sabido la verdad, la verdad terrible. No solamente Diosdado sabe que es mi hijo, sino que se alaba de ello. Alicia de Lux conoce el secreto y ¿cómo lo sabría si él no hubiera hablado? ¿Quién sabe lo que podrían hacer de él, si los dejaba huir? No, Renato, no hay perdón posible y, por otra parte, ¿no lo has condenado tú mismo? ¿No lo has visto muerto con el pecho atravesado? ¿No se te apareció su imagen allí, en la torre? Ya ves que Dios lo había condenado antes que yo.

Ruggieri no hizo más que repetir:

—Perdón, señora. Si queréis puedo ir en su compañía y vigilarlos.

—Cállate, Ruggieri. Mira, en aquella puerta acaban de dar la señal.

—No, es un trueno. Es Dios que nos maldice.

—Ve a abrir, te digo.

—Ruggieri cayó de rodillas.

—Catalina, ¿no tendréis piedad de vuestra misma sangre?

La reina se inclinó y, animada por la furia histérica que la embargaba, agarró por un brazo al astrólogo y lo levantó.

—¡Miserable! —exclamó—. ¿Quieres acaso que sacrifique el honor, la gloria, el poder y la realeza a tu debilidad indigna? Ten cuidado. Estás acusado de brujería y de más asesinatos que años cuentas y sólo vives gracias a mi amparo. En cuanto cese de sostenerte mi mano, tus acusadores se precipitarán sobre ti y entonces serás víctima de la tortura y el verdugo. Ve a abrir.

Titubeando y chocando con las rejas del coro, ganó la puerta que le indicaba Catalina y abrió.

Apareció un monje con el capuchón echado sobre los ojos, y volviéndose a Ruggieri que lo miraba con extraviados ojos, le preguntó:

—¿Dónde debo ir?

Ruggieri extendió el brazo hacia el altar mayor y con voz ronca, sin expresión humana contestó:

—Allí, allí te espera. ¡Ve, verdugo!

Y Ruggieri retrocedió hacia la puerta y la franqueó. Entonces el fraile oyó un sollozo y a la luz de un relámpago vio como el hombre se marchaba tropezando y profiriendo sordas imprecaciones.

Entonces cerró la puerta por sí mismo y dejando caer el capuchón sobre sus hombros se dirigió al altar mayor… Catalina lo vio acercarse y no hizo el menor movimiento, pero cuando estuvo a su lado murmuró.

—Perfectamente, marqués de Panigarola, sois fiel a la cita. Sed bienvenido.

Panigarola volvió la cabeza hacia la puerta que acababa de cerrar y pensó:

«¿Por qué me habrá llamado verdugo ese hombre?».

—Marqués —dijo la reina—, habéis cumplido vuestra palabra. Gracias a vos París está en ebullición. Gracias a vos, las parroquias son otros tantos focos de incendio. Sólo falta la chispa que prenda en tantas pasiones. Gracias, reverendo. Me ha llegado la vez de cumplir mi promesa. Dentro de un Instante vais a ver a vuestra adorada.

—¿Alicia? —exclamó Panigarola.

—Es vuestra. Lleváosla, marqués; os la doy. En cuanto al rival, en cuanto al hombre tan execrado por vos, podéis matarlo con eso.

Y uniendo la acción a las palabras tendió un papel al monje, que contestó:

—¡La carta de Alicia! ¡Ah, ya comprendo! ¡Sois grande y terrible! ¡Si, Si la ama como dice esta venganza es la más eficaz! Gracias, señora, gracias.

—Entonces estamos de acuerdo. Mostraréis la carta a Marillac.

—Sí, sí.

—Se la haréis leer.

—Sí, sí.

—Entonces os lleváis a Alicia. El convencerla os incumbe a vos, cosa fácil, porque, según resulta del interrogatorio al que la he sometido, no os guarda ningún rencor. Os espera un carruaje.

—¿Pero él… también vendrá?

—Va a llegar.

—¿Al mismo tiempo que ella? ¿Por qué, señora? ¿Por qué?

—Lo esencial es que va a llegar. ¿Y si a pesar de la carta quiere guardar a Alicia para sí? ¿Y si la quiere infame y cubierta de oprobio como se la mostraréis? ¿Y si su amor resiste a vuestra revelación como el vuestro sobrevivió a sus traiciones?

—¡Señora, señora!

—Es necesario preverlo todo —añadió Catalina con asombrosa tranquilidad— o Si Marillac os disputa a Alicia…

Con un gesto violento el monje se abrió la túnica y entonces apareció vestido de caballero, con un traje de rara magnificencia. Apareció tal como habla sido antes, es decir, el elegante marqués que llevaba jubón de seda, cuello de valiosísimos encajes, una cadena de oro al cuello y fuerte daga en la cintura.

La desenvainó Y con sorda voz exclamó:

—Esta daga decidirá el asunto.