VI - Primer rayo

SEGUIREMOS AHORA al conde de Marillac, el cual, después de su entrevista con Catalina de Médicis, entró en los salones en que se celebraba la fiesta de los esponsales. Como ya hemos dicho, el joven estaba radiante de alegría.

Por consiguiente, todo el dolor acumulado en su alma se fundió al oír las palabras de Catalina, todo su rencor se disipó al ver que aquella reina que por tanto tiempo había odiado, no era más que una pobre madre que sufría mucho.

Y, naturalmente, empezó a buscar a. Juana de Albret para manifestarle antes que a nadie cuánta era su felicidad, sin bien sin indicarle el motivo, pues había jurado callarse. Luego, en caso de que fuera demasiado tarde, quería ir a casa de Alicia y de antemano pensaba en las palabras que iba a decirle y que la harían tan feliz como a él.

—Os he calumniado con el pensamiento, y mi alejamiento desde que he llegado a París es realmente un crimen, pero no lloréis más, pues dentro de algunos días estaremos unidos para siempre.

En aquel momento un grupo de gente alegre lo rodeó. Entre ellos estaba el duque de Anjou, tan alegre que olvidaba arreglarse la gorguera, que llevaba torcida.

—¡Caballero! ¿Acaso no os divertís? —gritaba el duque de Anjou.

«¡Mi hermano!» —pensó el conde sonriendo cariñosamente.

—¡Pardiez, señores de la Reforma! Es necesario divertirse —añadió d’Anjou.

—Monseñor —dijo el conde—. En mi vida he tenido alegría como la de hoy.

—Así me gusta —contestó el duque.

Y todos los del grupo, rodeando a Marillac, trataron de arrastrarlo. Parecióle al conde que los señores católicos que así se divertían querían ponerlo en ridículo. Una oleada de sangre le subió al rostro, y haciendo un gesto malhumorado, se apartó, mientras los otros se marchaban riendo.

Entonces el conde se percató de que la fiesta tomaba extraño aspecto. Los señores católicos se habían organizado por grupos de cinco o seis y cada uno de ellos rodeaba un gentilhombre hugonote y así bajo pretexto de diversión, cada hugonote era objeto de burla general.

En una sala, Enrique de Bearn, cogido por el grupo de Guisa, servía de pelota que los gentilhombres católicos se mandaban de uno a otro. El astuto Bearnés, pálido e inquieto, reíase con fuerza a cada puñetazo que recibía en la espalda o a cada codazo que le asestaban.

En otra sala, el príncipe de Condé se las había con una docena de católicos, pero, menos paciente que su rey, devolvía concienzudamente los golpes, y, por esta causa, las risas eran algo forzadas. Una palabra o una mirada podían cambiar la broma en pendencia. Sin embargo, los hugonotes no recelaban todavía y soportaban con paciencia las molestias, cosa que no excitaba el atrevimiento de los señores católicos.

De pronto, unas cincuenta ninfas cogidas por la mano y vestidas, o, mejor dicho, desnudas como bacantes, dejando ver todo lo visible y un poco ebrias sin duda, con los ojos brillantes y los labios depuestos a besar, entraron corriendo en el inmenso salón dorado, en donde acababa de tener lugar un baile en el que habían tomado parte.

—¡El escuadrón volante de la reina! —Exclamó Guisa—. Vamos a reír.

La frase hizo fortuna y dio la vuelta a la sala. El poeta Dorat la transcribió a sus tabletas; Pontus de Thyard declaró que faltaban caballos para semejante escuadrón, y predicando con el ejemplo, cogió al vuelo una de las bacantes y la montó a horcajadas en sus hombros.

Al cabo de unos instantes, todas las bacantes cabalgaban sobre algún señor. Pero, aparte de Pontus, que era católico, todas las demás montaron en protestantes, y éstos, riendo y algo escandalizados, tuvieron que dejar hacer.

Entonces cada uno de aquellos hugonotes, transformados en bestias de carga, fue cogido por dos católicos que lo arrastraban.

Formóse así una fila que atravesó la sala entre grandes aclamaciones, gritos y risotadas.

Al frente de aquella cabalgata iba el duque de Guisa, gritando:

—¡Paso para las centauras! ¡Viva la unión de sexos y religiones!

Los compañeros del duque imitaban con la mano, en forma de trompeta, una marcha con música de un himno hugonote.

Y las muchachas, impúdicas y hermosas, todas hijas de nobles señores, agitando sus piernas desnudas como para dar espoladas, con el pecho descubierto y gritando, gesticulaban, y algunas, presas del vértigo y de la embriaguez, hacían grandes gestos obscenos proclamando la gran victoria de la Misa.

Tememos que estos detalles parezcan demasiado exagerados al lector, pero los documentos de aquella época se extienden todavía en mayores y más extensos datos que nos permiten asegurar que todavía pecamos de pusilánimes.

Mientras el escuadrón volante de la reina, es decir, las señoritas que Catalina había educado para las necesidades de su política y de su sistema policíaco, se apoderaban de los hugonotes, idéntica escena se desarrollaba a cierta distancia, porque los caballeros católicos se apoderaban de las damas protestantes y las obligaban a tomar parte en una alocada zarabanda.

En aquel momento apareció el rey, y las risas se extinguieron rápidamente.

Los hugonotes uniéronse a sus mujeres y los católicos se alinearon para dejar paso a Carlos IX.

Éste divisó a Coligny, que impasible y con las cejas fruncidas, había asistido, pálido y mudo, a las escenas que acabamos de bosquejar. El almirante saludó al rey haciéndole una reverencia, pero éste se adelantó hacia él, lo cogió en sus brazos, lo besó cariñosamente y le dijo:

—Pienso, padre mío, que os divertiréis en nuestro Louvre.

—Admirablemente, señor. Los caballeros de vuestra corte tienen un modo de divertirse que no Olvidaré en mi vida.

—Tal vez —contestó el rey—, hubierais preferido otra diversión, como, por ejemplo, perseguir un rey como se persigue un ciervo.

Estas palabras resonaron en todos los oídos como un trueno, y, no obstante, Carlos las había pronunciado sonriendo, pero había tal amenaza en aquella sonrisa, que hizo estremecer a todos los hugonotes.

—¿Señor —dijo fríamente el almirante—, espero que Vuestra Majestad tendrá la bondad de explicarme su pensamiento?

—¡Pardiez! —empezó a decir el rey.

Al decir esta palabra, Carlos se puso lívido y sus ojos lanzaron un rayo de cólera, y tal vez dejándose dominar por el furor habría publicado los secretos que su madre acababa de revelarle, pero vio el rostro pálido de Catalina que avanzaba nacía él y sonriente exclamó:

—Señor almirante, ya que os preparáis para perseguir al duque de Alba, será necesario decidiros a perseguir al rey de España.

Un suspiro de alivio salió de todos los pechos hugonotes, mientras se dejaba oír un murmullo de desencanto entre los católicos.

—Señor —contestó entonces Coligny radiante de gozo—, confieso, en efecto, que me gustaría más divertirme en los Países Bajos, aun cuando la fiesta de Vuestra Majestad sea magnífica sobre toda ponderación.

—Sí, digno padre. Sois hombre de armas más bien que cortesano, ya lo sé —dijo el rey, que bajo la mirada de su madre se había serenado—. Pero no veo a mi primo de Bearn.

—Allí va —dijo Catalina— y tan feliz que sería lástima estorbarlo.

En efecto, Enrique de Bearn pasaba en aquel momento dando la mano a Margarita y parecía muy ocupado haciéndole la corte.

Carlos IX hizo una señal y la fiesta continuó alegremente, si bien con mayor moderación. Al mismo tiempo tomó a Coligny del brazo y se lo llevó diciendo:

—Veamos, padre mío, ¿cómo están los preparativos para la expedición a los Países Bajos? ¡Por Dios! ¿Sabéis que allí se dan grandes batallas y que el duque de Alba ha causado ya dieciocho mil muertos a los hugonotes?

—¡Ay, señor! Demasiado lo sé, pero gracias a la alta generosidad del rey de Francia, espero que antes de poco podremos impedir tan horrorosas matanzas.

—Apresuraos, señor almirante, porque podría suceder que otros países estuvieran tentados de imitarlas.

El rey había pronunciado estas palabras con cierta irritación, pero Coligny no descubrió en ellas nada amenazador para él y para los suyos, porque creía a Carlos deseoso de paz.

El monarca dirigióse entonces a un trono que se había dispuesto en el salón central. Por el camino halló al poeta Ronsard y su expresión se apaciguó. Cogiéndolo por el brazo se lo llevó también; y luego sentóse en el trono para contemplar la fiesta, después de haber obligado a Coligny a que se sentara a su derecha, honor extraordinario que entusiasmó a los hugonotes. Al mismo tiempo, y obedeciendo a una seña del rey, Ronsard se sentó a la izquierda.

—Ronsard —dijo alegremente Carlos IX—, mientras la corte se divierte y mi buen padre el almirante piensa en la guerra, hagamos versos, ¿quieres?

Como ya se sabe, Ronsard era completamente sordo y contestó con la mayor naturalidad aludiendo al lugar que ocupaba al lado del rey:

—Sin duda alguna, señor, y éste es un honor del que me acordaré toda la vida.

—Escucha —continuó el rey—. ¿Quieres que te diga el último verso que he hecho? Tú lo corregirás.

—Vuestra Majestad tiene razón —dijo Ronsard—, esta fiesta es admirable.

—Escucha —dijo el rey, que en el fondo se preocupaba muy poco por ser oído y quería repetir sus versos, sólo por recordar el objeto de su amor:

Amar, ésta es mi divisa.

Pero apenas el rey acababa de recitar el primer verso, elevóse un rumor en la sala vecina, en donde una hora antes había tenido lugar el baile de las ninfas y faunos. No era un clamor de alegría de los que a menudo se levantan en una fiesta, sino un murmullo siniestro, gritos ahogados de los hugonotes.

—¡La reina se muere!

He aquí lo que sucedía:

Ya hemos visto que el conde de Marillac iba en busca de Juana de Albret, a la que halló casi en el mismo instante en que Carlos se sentaba en el trono, entre Ronsard y Coligny. En aquel mismo momento, también Catalina de Médicis, seguida por un grupo de gentilhombres, se dirigía lentamente, con la sonrisa en los labios, hacia la reina de Navarra.

Ésta, grave y pensativa, asistía a aquella fiesta dada en honor de su hijo y se preguntaba cuál podía ser el significado de aquella alegría desenfrenada que se manifestaba ante ella.

Por dos o tres veces, las damas de honor y los gentilhombres que a su alrededor estaban la habían visto palidecer y luego ardiente fuego tiñó sus mejillas de vivo carmín. Por momentos Juana de Albret se sentía helada y temblorosa y otras veces por el contrario, parecía que iba a ahogarse.

No obstante, no prestaba ninguna atención a aquellos síntomas, cuya gravedad no podía prever. Únicamente buscaba con los ojos a su hijo Enrique, y cuando lo encontraba, lo seguía con inquieta mirada. Aquella inquietud fue en una ocasión tan manifiesta, que Margarita, la prometida de Enrique, se fijó, y acercándose a ella le dijo en vos baja:

—¿Qué teméis, señora? Tened la seguridad de que nadie se atrevería a intentar nada contra mi real prometido.

Estas palabras tranquilizaron a Juana, que conocía la gran influencia que Margot tenía con su hermano.

Entonces fue cuando de pronto divisó al conde de Marillac, que se esforzaba en atravesar el círculo de cortesanos, y, sonriendo, le tendió la mano.

En seguida los cortesanos se apartaron y el conde, lleno de alegría, como ya hemos dicho, se levantó para besar la mano que la reina le tendía.

Pero en el mismo instante la reina la retiró, la llevó a su frente y luego al cuello. Luego cayó hacia atrás, lívida, con la frente bañada en sudor, los ojos convulsos y el pecho jadeante.

—¡Aire, aire! —gritó Marillac palideciendo—. La reina se encuentra mal.

En seguida se oyeron algunos gritos, las mujeres se alejaron y se originó un gran tumulto.

—¡Oh, Dios mío! —dijo una voz dulce y emocionada—. ¿Qué tiene nuestra querida prima?

Y se vio a Catalina de Médicis acercarse precipitadamente a Juana de Albret con todas las apariencias de un profundo pesar.

—Aprisa, aprisa —ordenó—. Que busquen a maese Paré, acabo de verlo allí…, allí está.

Veinte cortesanos se precipitaron hacia el médico del rey, pero ya, gracias a un pomito que Catalina hacía respirar a la enferma, ésta recobró el sentido y murmuró:

—No es nada… el calor…, la emoción. ¿Sois vos, querido hijo?

—Sí, señora —contestó Marillac con alterada voz—, quiera Dios tomar mi vida antes que la vuestra.

—¿Quién habla de morir? —Dijo Catalina—. La vida de nuestra prima no corre ningún peligro.

En aquel momento Ambrosio Paré se inclinaba sobre la reina y la examinada atentamente.

—¡Socorro! —Gritó de pronto Juana de Albret—. ¡Mi hijo! ¡Quiero ver a mi hijo! ¡Oh! ¡Me abraso, tengo fuego en las manos!

Paré cogió las manos de la reina, mientras iban en busca de Enrique.

Juana de Albret perdió el sentido por segunda vez y entonces el pomo de sales fue impotente. Enrique llegó en aquel momento, y viendo a su madre moribunda, palideció intensamente, y cogiendo al médico por el brazo, le dijo:

—La verdad, señor, en nombre de Dios vivo, la verdad. ¿Cómo está mi madre?

Paré, trastornado también, dijo imprudentemente:

—Va a morir.

Entonces Enrique cayó de rodillas y, abrazándose a su madre, empezó a llorar. Era tristísimo oír los sollozos de aquel joven rey que parecía tan jovial, y también era digno de lástima el dolor de Marillac, pues el joven se había apoyado en una columna para no caer.

Catalina llevó las manos a sus ojos, exclamando:

—¡Oh, Dios mío! ¡Qué horrorosa desgracia! ¡La reina de Navarra se muere!

Y de grupo en grupo, y de sala en sala, ahogando las risotadas y desvaneciendo la alegría como si la desgracia hubiera agitado sus alas sobre el Louvre, se propagó el siniestro rumor entre los hugonotes, mientras los católicos, sorprendidos y asustados, se preguntaban qué cara deberían poner ante tal acontecimiento.

Coligny acudió, y con él, Condé, d’Andelot y los hugonotes principales se congregaron alrededor de la reina, comprendiendo que aquella desgracia que los hería era tal vez una misteriosa advertencia de muerte para cada uno de ellos.

Carlos IX palideció al saber la mala nueva. Iba a manifestar su asombro, cuando vio los ojos de la reina madre fijos sobre él recomendándole tan imperiosamente el silencio, que bajó la cabeza y dijo en voz alta:

—Ha terminado la fiesta.

En aquel momento Catalina se acercó a él y le dijo al oído:

—Al contrario, señor, ahora empieza.

Veinte minutos más tarde se habían apagado todas las luces del Louvre y todo parecía dormir, a excepción de los soldados de guardia, cuyo número había sido triplicado.

En el oratorio, Catalina y Ruggieri, pálidos los dos, hablaban en voz baja.

—¿Qué decía? —preguntó el astrólogo.

—Que todo le quemaba, ardía, sobre todo las manos y los brazos.

—Los guantes la han matado —dijo Ruggieri.

—¡Oh, amigo mío! El cofrecillo es una maravilla.

—La maravilla —dijo Ruggieri— es que hayáis logrado que Juana de Albret aceptara el cofrecillo sin sospechar nada. ¿Cómo lo hicisteis?

Catalina sonrió y dijo:

—Éste es mi secreto, Renato.

Al día siguiente por la mañana cundió por París la noticia de que la reina de Navarra había muerto de un mal repentino, de una especie de fiebre desconocida. Y a los que se asombraban de aquella muerte imprevista se les contestaba que, después de todo, sólo se trataba de una hugonote y que ella no impediría a los parisienses divertirse con las grandes fiestas que tendrían lugar por el casamiento de Enrique de Bearn y Margarita de Francia.