Encarna
Encarna preparaba carne guisada. Acababa de sacarla de la olla a presión y ahora estaba repartiéndola entre varias fiambreras de colores. El plástico de todas ellas estaba blanquecino y rayado a causa de tanto uso.
La casa olía a pimientos, a comida y a calor reconcentrado.
El timbrazo de la puerta la sorprendió dudando dónde colocar los últimos restos del guiso.
Fue hacia la entrada con el trapo de cocina colgando de la cintura.
—¿Quién es?
—Soy yo.
Encarna abrió la puerta a Emilio.
Se sorprendió al encontrarlo con una pequeña maleta a su lado.
—¿Te vas de viaje?
Él asintió.
Encarna pensaba que salían juntos. Se habían acostado unas cuantas veces. Lo pasaban bien; reían, hablaban. Ella creía que lo que había entre ellos era especial. Pero ahora, al verlo ahí delante, sin que él hubiese mencionado ni una palabra de sus vacaciones, de su viaje o de sus planes, se sintió, como en el pasado, totalmente insegura.
No sabía si aquel hombre que tanto le gustaba iba en serio con ella o no. Sólo sabía del gusto de su piel, que la hacía reír como nunca había reído, que hablaban de mil cosas y que su vida cargada de silencios, desde que estaba con él se había llenado de risas y de palabras.
A la vista de su maleta, la boca de su estómago se endureció hasta convertirse en una piedra.
—¿Te vas de vacaciones?
Emilio negó con un gesto.
—Me voy para siempre.
—Pero ¡qué dices! —La piedra de su estómago se le cayó a los pies.
—¿Te vienes conmigo?
Emilio sonrió. Fue una sonrisa breve, tan ligera como sus caricias.
Sonaba a broma pero su mirada verde le estaba diciendo que aquello iba en serio.
Allí, en el descansillo de la escalera, Encarna gritó:
—¡¿Cómo que para siempre?!
—No puedo quedarme.
—Pero ¿adónde te vas?
—A Bali.
—Estás loco…
—Nunca he estado más cuerdo que ahora. ¿Tienes el pasaporte en regla? ¿El DNI? No necesitas nada más.
Encarna volvió a escarbar en su mirada. Y sólo encontró una divertida determinación. Le estaba hablando en serio.
—Yo… Yo… No puedo irme, no puedo… No puedo dejar solos a los niños…
—Encarna —la interrumpió—. ¿No puedes o no quieres? Poder, ¡puedes hacerlo! Lo de querer… Si quieres o no quieres, eso sólo puedes saberlo tú.
Ella guardó silencio.
—Los niños… —murmuró al fin.
Una puerta se abrió de improviso.
La señora Luisa asomó desde la puerta de enfrente.
—Encarna —le dijo—, vete. Vete con él.
—¿Ha estado escuchando?
—Llevo una vida muy solitaria. Hace años que os escucho todo, que lo sé todo, que lo veo todo. —Se acercó hacia ellos—. Este —señaló— es una persona estupenda. Vete con él.
—Los niños…
Las dudas le mordisqueaban la conciencia.
—Los niños hace tiempo que son mayores —dijo la señora Luisa—. Desengáñate, Encarna. A su edad tú ya trabajabas, ¿no?
Encarna recordó que a la edad de Álex ella ya cuidaba de sus padres y mantenía a su hermano. Y luego llegó Alfredo, y después los niños… Siempre había mantenido a alguien.
—Ya es hora de que cuides de ti.
—Pero… ellos…
—Yo los cuidaré —la interrumpió—. Te lo prometo. Ahora no tengo de quién cuidar… pero también te aseguro que seré mucho más dura que tú.
Encarna miró a doña Luisa y luego al sonriente Emilio.
—Vete. Vete…
María Eugenia observaba a Encarna, Emilio y Luisa con los ojos brillantes.
«¡Vete!», le gritó con desesperación.
Se puso delante de ella y chilló con más fuerza aún: «¡Vete!».
—Pero…
—Estarán bien —afirmó la anciana.
—¿Tienes el pasaporte en regla?
Encarna asintió. Emilio le estampó un sonoro beso en los labios.
—Pues venga. Cógelo y nos vamos.
—Tendría que hacer la maleta…
—No necesitas nada más —repitió Emilio.
Encarna entró en la casa como si flotara en una nube. Vio las fiambreras abiertas, con la carne aún humeante en ellas. Las tapas de colores, dobladas, repartidas por la encimera.
—Las meteré en el congelador —le dijo Luisa siguiendo la dirección de su mirada.
Encarna rebuscó en la mesilla el pasaporte que nunca había usado y que sólo tenía porque una vez se lo hizo cuando le robaron el DNI. Cogió el bolso nuevo, el que le había regalado Emilio. Era muy moderno y hacía juego con la camiseta que llevaba.
—Yo… Yo… —Encarna miró alrededor, pensando qué más podría llevarse.
Y entonces descubrió que no había nada, absolutamente nada, por lo que sintiera apego de verdad en aquella casa. Nada que quisiera llevarse. Quizás, sólo… Abrió la mesilla y rebuscó en el cajón una foto de cuando los niños eran pequeños. La metió en el bolso sin dedicarle una mirada.
Se dirigió hacia Luisa.
—Dígales… Dígales…
—Les diré que les quieres, pero que te vas y que puede que vuelvas o que no…
Encarna asintió.
La anciana se aproximó hasta ella y la abrazó. Encarna sintió sus costillas bajo la camisa. Cuando el abrazo se deshizo, doña Luisa recogió el trapo de cocina que Encarna aún llevaba colgando de la cintura.
—Esto no te hará falta.
Encarna resopló.
—¿Adónde vamos?
—En autocar hasta París y de allí, después de algunas gestiones, a Indonesia.
«¡París! ¡Voy a ir a París y a Bali!»
—¡Dios mío!
Emilio llamó al ascensor y entró en él abrazando a Encarna por la cintura.
—Cuidaos mucho.
—¡Cuídelos, Luisa! Cuídelos.
Ella les dijo adiós con la mano y contempló cómo se cerraba la puerta del ascensor.
Se quedó allí, en el descansillo, observando cómo se perdía en las profundidades del edificio.
Luego vio abierta la puerta del piso de Encarna. Entró en él y se dirigió a la cocina.
Puso la olla en la pila, la llenó de agua y empezó a cerrar las fiambreras.
En el vestíbulo del edificio María Eugenia se estrujaba las manos.
La puerta del ascensor se abrió y Emilio y Encarna salieron abrazándose.
—Antes de irnos tenemos que comprar algo —le murmuró él a la oreja.
—¿El qué?
—Una cámara de fotos.
—¡¿Una cámara?! ¿Para qué?
—Para que guardes el recuerdo de todos los hermosos momentos que vas a vivir, Encarna. Para poder recordarlos.
María Eugenia vio pasar a la pareja ante ella. Pero el contorno de sus rostros se comenzaba a desdibujar. Las lágrimas, unas lágrimas que no existían, le impedían verlos con claridad.
«¡Vete!, ¡vete!», farfulló.
Encarna echó un último vistazo al portal. Los buzones, con sus puertecitas desvencijadas, parecían las bocas abiertas de rostros que carecían de ojos. Olía a humedad y estaba oscuro. El ambiente le parecía extrañamente denso. Como en alguna otra ocasión, creyó distinguir una sombra junto a la puerta.
—¿Preparada?
—Creo que sí. —Suspiró.
No había nada más a lo que decir adiós.
La pareja salió y se fundió con la luz del exterior.
Las inexistentes lágrimas de María Eugenia corrían por sus mejillas como arroyos bajando por suaves montañas. La sombra se volvió hacia las escaleras y comenzó a subir los escalones en un lento peregrinaje, arrastrando los pies, como si ahora le pesaran toneladas.
Sentía las paredes y el suelo torcidos, tambaleantes, difusos; plegándose unos en otros. Tuvo que agarrarse a la barandilla porque apenas se podía sostener.
«¡Vete!» Cegada por las lágrimas, llegó al entresuelo y se plantó ante la puerta de la puta. Una chica hermosa que siempre sabía qué hacer. En los últimos días la había descubierto hablando por teléfono con un hombre al que decía palabras sinceras y cariñosas.
Frente a esa puerta estaba el piso del hombre al que intentaron asesinar, pero ya no podía verlo. Lo reconocía por el olor del humo del tabaco que ahora impregnaba su casa.
Sus lágrimas se habían convertido en una cortina de agua que desdibujaba y doblaba la realidad sobre sí misma. Los contornos terminaron por difuminarse como si alguien los estuviera dispersando con una bayeta sobre un cristal sucio y ahumado.
«Vete. ¡Vete!»
María Eugenia sintió una sombra entre sus piernas. Algo suave y cálido a lo que no pudo poner nombre. Ya no recordaba qué era.
Quería seguir subiendo pero no veía bien. No veía nada. Si hubiera tenido un cuerpo compuesto de sangre, de carne y de vísceras, todo ello se hubiera desmoronado y derretido para acabar saliendo por sus ojos en forma de lágrimas. La inmensa fuerza de las lágrimas de los que nunca lloran.
La escalera se tambaleaba como si se fuera a caer de un momento a otro. Sólo sabía que tenía que subir. Arriba.
Y ya estaba allí y no sabía por qué ni dónde.
No le quedaban recuerdos. No había ni preguntas ni respuestas. Sólo quedaba el olvido perdido en un remanso de tiempo y el eco de una palabra, «vete», flotando en el aire.
Respiró muy hondo y se fundió en un todo.
Ya no era ella. Era nada y era todo.
Nada importaba.
Ya no había palabras.
Sólo existía el tiempo y el olvido.