Emilio

La oficina permanecía en tinieblas. Los contornos de las mesas y de los armarios no eran más que sombras que destacaban en la penumbra de un local sin apenas ventanas. Los muebles parecían barcos perdidos entre la bruma.

Era muy temprano para ser sábado. No había nadie en la oficina.

Emilio abrió la puerta y desconectó la alarma usando el código de la señora de la limpieza.

Cuando acabaron los pitidos de la máquina, le asaltó el denso silencio de la soledad.

No sonaba el constante zumbido del aire acondicionado, ni de los fluorescentes, ni de las impresoras, ni de los ordenadores que los días de diario siempre estaban conectados.

Aunque lo había repasado en su mente un centenar de veces, estaba nervioso.

Encendió las luces. Y respiró profundamente intentando calmarse.

Se puso los guantes de látex que había comprado en Mercadona y se dirigió al despacho de Pau.

La caja fuerte guardaba parte de los sueldos, las pagas extra y el precio abonado por los de la Consejería por los falsos informes.

Emilio tecleó la combinación y sacó el dinero.

No pretendía hacerlo en ese momento, pero cayó en la costumbre de ir sumando los fajos. Había casi noventa mil euros, unos cinco mil más de lo que pensaba. Sonrió.

En Europa no era ninguna fortuna, pero sí lo suficiente como para empezar de nuevo en algún lugar lejano.

Todo formaba parte de la caja B. Todo aquel dinero negro no existía legalmente. Era invisible.

Por ello, y con toda probabilidad, Pau nunca denunciaría su desaparición. Y si lo hacía… Si lo hacía, ¡que lo buscasen!

Emilio abrió la mochila que llevaba a la espalda y metió dentro los fajos de billetes. Los colocó con cuidado en montones y luego los tapó con el libro que estaba leyendo.

Todo estaba saliendo bien.

Aunque su corazón parecía no creérselo. Latía a mil por hora.

Echó un vistazo a la planta que había junto a su mesa. Seguía medio pocha. Observó su mesa y sus carpetas pulcramente apiladas.

Había pasado demasiadas horas allá, preocupado por problemas que no eran los suyos y que ahora sentía que no le incumbían lo más mínimo.

Se echó la mochila a la espalda.

Cerró la caja fuerte y se dirigió hacia la entrada.

Conectó de nuevo la alarma y apagó las luces.

Salió de la oficina. Cerró con llave.

Todo había salido bien.

Respiró hondo e intentó acallar los latidos desbocados de su corazón.

Los guantes hacían que le sudasen las manos. Pero el resto de su cuerpo sudaba igual o incluso más que las manos aprisionadas en su celda de látex.

Hacía demasiado calor para aquellas horas de la mañana.

Se dio la vuelta para bajar por las escaleras. Pero antes de comenzar a descender los escalones, se materializó frente a él el ascensor que acababa de llegar a la planta donde se encontraba.

Emilio se quedó paralizado frente a la puerta que se abría.

—¡Vaya, Emilio! ¡Hola! No me digas que tú también has madrugado para adelantar el trabajo. ¡Pero si ya no vienes nunca los fines de semana! —Su compañera Marisa salió del elevador.

Emilio tragó saliva. Su rostro era la pálida máscara de un espectro.

Marisa dirigió la mirada a sus manos. A los guantes de látex.

—¡Oh!

Sus ojos, rápidamente, volaron a su mochila, a los guantes de nuevo, y de ahí a los ojos verdes de Emilio.

—Ya veo —dijo mordiéndose los labios.

Emilio se quitó los guantes.

—Marisa… Es mejor que vuelvas a casa.

—Pau me matará si el lunes no entregó lo de Vic.

—Creo que el lunes Pau tendrá otras cosas en las que pensar.

—Ya.

La puerta del ascensor continuaba abierta.

Emilio invitó a Marisa a pasar con un gesto.

Ella entró y pulsó el botón de la planta baja. El ascensor volvió a rugir e inició su recorrido. Durante todo el trayecto no se dijeron ni una palabra.

Marisa mantuvo la mirada baja. Emilio no la despegaba de la suya.

Cuando llegaron a su destino, él sostuvo la puerta a su compañera y la dejó pasar de nuevo. Caminaron unos pasos hasta el vestíbulo. Ella, por fin, levantó la mirada.

Emilio tenía muy buen aspecto. Hacía años que no estaba tan guapo, que sus ojos brillaban así, y su piel lucía un tono tostado. Ya no era ese simple saco al que unos huesos daban forma humana.

Marisa se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla.

—Te echaré de menos, compañero.

—Yo también.

—No he estado aquí. No he visto nada.

Salieron a la calle. La luz casi los cegó.

Marisa se dirigió hacia su izquierda y Emilio se quedó mirando cómo se alejaba.

Ella, antes de llegar a la esquina, se volvió y le hizo el gesto de un brindis.

Él levantó su mano y brindó con una copa invisible.

«Por la lenta muerte de nuestro jefe». Después sonrió y se dirigió hacia la parada del metro.