Gustavo era un hombre paciente pero la bolsa continuaba escondida en la cocina y seguía sin noticias de Juan, del Mariscal… o de Gabriela.

Hacía esfuerzos por no pensar en la bolsa, al igual que le costaba una energía infinita no cruzar la puerta y llamar a la de su vecina.

Porque sin tener nada que hacer su mente divagaba y las imágenes de una Gabi desnuda, con aquella piel suave y fina, perfecta, saturaban su cerebro. Quería perderse entre su olor a vainilla y a flores y a especias, y tocarla, cubrirla, lamerla y bebérsela por entero.

Y sus dedos buscaron los cigarrillos que no quería encender dentro de la casa y que sin embargo acabaría fumando. Y la tele murmuraba frases en el salón y su atención resbalaba sobre ellas sin poder centrarse más que unos pocos minutos en cada programa.

Y cuando el sol cayó, cansado de esperar y de dar demasiadas vueltas a las ideas en su cabeza, decidió salir a comprar al supermercado para ponerse a cocinar algún plato de su tierra. Algo sabroso que le llevase mucho tiempo, que le entretuviera para que mientras estuviese liado en la cocina no pudiera pensar en nada más.

«Sancocho de gallina».

Emilio guardaba la compra en el carrito.

En el Lidl había bastante gente. Era esa hora que los que salen tarde de trabajar no tienen más remedio que emplear para comprar. Y los clientes que entraban y los que se marchaban se juntaban a la salida de las cajas en una colorida confusión.

El guardia de seguridad observaba a los compradores. Los oficinistas se mezclaban con los parados, las amas de casa, los emigrantes y los mangantes. Un par de niños pequeños esperaban a su madre gritando, jugando con las cadenas que sujetaban los carritos de la compra para evitar que fuesen robados.

Emilio pagó y fue guardando la compra en el carrito. Dejó los huevos y los tomates para el final. Eso, como tantas otras cosas, se lo había enseñado Sol: las cosas frágiles debían ir arriba del todo para que no se aplastaran. Y aun entonces, años después, seguía acordándose de ella siempre que lo hacía. Y cuando colocaba la compra en la nevera, cada cosa en su sitio, y cuando comprobaba si los melones estaban o no en su punto (esos melones que después, inevitablemente, se le acababan pudriendo), e incluso cuando elegía los yogures con la fecha de caducidad más lejana. Aún recordaba a Sol en esas pequeñas cosas, pero ya no dolía. Ahora era como si todo aquello formase parte de otra vida, una vida muy diferente y muy lejana, cuyos detalles habían acabado borrándose y perdiéndose en la nada y el olvido.

El carrito rebosaba, aún tenía productos por colocar, y la gente se apelotonaba en la cola para pagar.

Había comprado demasiadas cosas. Se pudrirían y las acabaría tirando, como siempre; pero se había dejado llevar por el hambre y por la emoción, por la energía que le había proporcionado la sencilla charla con Encarna y que aún flotaba a su alrededor.

Llenó otras cuatro bolsas de plástico que le cobraron a cinco céntimos cada una. Cogió el carrito y se colgó una bolsa de cada brazo. Intentó agarrar otra con la mano y aún le quedaba una más que no supo muy bien cómo coger. Hizo un movimiento brusco y se le cayeron los tomates que rodaron por el suelo. Emilio sujetó los huevos para que no los siguiesen en un certero suicidio.

Una sombra apareció de la nada y los tomates, como por arte de magia, fueron recogidos por una mano morena.

—Gracias.

Levantó la mirada y se encontró con su vecino, el de abajo, el extranjero.

—¿Te ayudo a llevarlo?

—No hace falta, ya me puedo apañar.

—Déjame…

—No, si no hace falta, de verdad.

Un absurdo orgullo masculino le hizo continuar negándose.

Las asas de la bolsa se rompieron.

—Te ayudo. —Ya no era una pregunta.

Emilio se vio desbordado por los tomates rodantes, los huevos que se mantenían en un insensato equilibrio y el vecino que amablemente se ofrecía a llevarle esa última bolsa rota.

—Pues gracias.

Gustavo ya cargaba con dos bolsas propias medio vacías. Tomó la rota de Emilio y la llenó con los tomates que habían intentado escapársele.

—¿Quieres que te lleve el carrito?

—No hace falta.

Gustavo se mordió los labios y dudó antes de insistir.

—¿Seguro?

—Puedo yo solo, gracias.

Alcanzaron juntos la calle. Evitaron los coches que luchaban por salir y entrar del parking del supermercado y llegaron hasta el paso de cebra.

El silencio les pesaba como una prenda incómoda y anticuada.

—Gracias por ayudarme… Hoy en día no… —Emilio no sabía muy bien cómo expresarse—. Hoy en día no suelen verse estos detalles. Antes, sí, pero ahora ya no se ven…

—No me cuesta nada. Simplemente he creído que en tu estado no te iría mal que te echara una mano.

—¿En mi estado?

Emilio fue consciente, otra vez, de su aspecto. Encarna había pensado lo mismo. Estaba muy delgado, pálido y amarillento; el traje le iba grande. El vecino también debía de haberlo visto en albornoz, el mismo día que encontraron el cuerpo de María Eugenia. Su delgadez aún habría resultado más notoria.

—¿Crees que estoy enfermo?

Gustavo asintió con un gesto.

Emilio suspiró.

«Todos piensan que estoy mal. Quizás lo estoy de verdad… Quizás lo estaba realmente».

—¿No lo estás? Perdona si…

—Es sólo una mala época. Pasará… Se me pasará.

—Perdona. Son malos tiempos para todos.

—Gracias por ayudarme de todas formas.

—Si no nos ayudamos entre nosotros, ¿quién lo hará? —La voz de Gustavo sonó sorprendentemente seria.

Habían llegado hasta el portal y Gustavo abrió la puerta con sus llaves.

Entraron en el edificio y Emilio se dirigió hacia el ascensor. Gustavo dejó las bolsas a su lado, en el suelo.

—¿Puedes apañarte solo?

—Claro que sí. Gracias de nuevo.

—De nada, vecino.

—Emilio, me llamo Emilio.

—Yo soy Gustavo.

El ascensor anunció su llegada con un crujido y el colombiano echó a andar hacia su piso. Emilio abrió la puerta del ascensor y colocó las bolsas dentro.

Nunca le habían ofrecido ayuda. Quizás se estaba haciendo mayor. Quizás parecía aún más enfermo de lo que creía. Quizás estaba peor de lo que creía.

Cuando llegó hasta su rellano se dio cuenta de que el otro día había sido él quien había ayudado a su vecina Luisa, y ese día era a él a quien ayudaban. Parecía como si un Dios justo comenzase a equilibrar el mundo. Como si su buena acción se hubiera visto recompensada por otra semejante.

Emilio sonrió. Hacía años que no se sentía tan bien.

Después de colocar la compra en la cocina buscó la fiambrera de Luisa y fue a devolvérsela.

Tuvo que esperar un buen rato frente a su puerta hasta que escuchó sus pasos cansinos acercándose.

—Estaba buenísimo. Muchísimas gracias. —Ni siquiera le dio las buenas noches.

—De nada. Me alegro que le gustase.

—Hacía mucho que no comía nada tan rico.

—¡Pero si no es nada! —Ella lo interrumpió apretando la fiambrera contra su cuerpo como si se tratase de un tesoro.

Se hizo el silencio. Parecía que, de repente, hiciera más frío en aquella escalera.

—Hoy he llamado al policía…

Emilio botó en su sitio.

—… al que vino cuando encontramos a María Eugenia. —Sin pretenderlo su mirada se dirigió hacia el piso de arriba.

Entonces recordó al inspector cojo.

—Quería saber qué le había pasado.

—¿Y qué ha dicho? —preguntó ansioso.

—Que aún lo están investigando. Pero que lo más probable es que se trate de una muerte natural.

—¿Natural?

A Emilio le vino a la cabeza la enorme mancha de sangre del sillón de la muerta.

—Me ha contado que hay suficientes indicios para pensar que María Eugenia fue a la cocina, y al abrir la puerta de un armario de los de arriba, se diera un golpe y le hiciera una brecha. Seguramente fue hasta el sillón y allí se desangró… «Vaya muerte absurda». —Pero también me ha dicho que… no están seguros del todo. Que aún tienen que comprobar algunos detalles.

Emilio volvió a botar en el sitio. Se imaginó al policía volviendo al piso, encontrándose con Álex, el hijo de la vecina de abajo, y hallando lo que fuera que el chaval escondiese allí.

«Tengo que decirle algo. Que vaya con ojo».

—¡Vaya! —disimuló como pudo su inquietud—. Una muerte natural…

—Sí. La vida es así.

—Y la muerte.

—Sobre todo la muerte.

De nuevo se hizo el silencio.

—Hay… otra cosa, Emilio. No sé muy bien cómo explicarlo…

—¿Qué pasa, Luisa?

—Pues… No sé si debo decírselo. —Bajó la voz hasta convertirla en un murmullo casi inaudible.

—No se preocupe, Luisa. ¿Qué pasa? —Él también susurró.

La viejita deslizó su mirada por el rellano hasta clavarla en su vecino.

—Pues que creo que el policía me estaba mintiendo.

—¡¿Qué?!

—Ay, por Dios. Yo qué sé. No estoy segura. Era su voz. Sonaba, sonaba… Es sólo una impresión, pero yo creo… Bueno, pienso que había algo raro en su voz. Que me estaba diciendo una mentira.

—¿Una mentira?

—Fue… la forma de decirlo. Ay. No estoy segura. Es sólo una sensación… —La viejita parecía nerviosa—. Pero es que… Tenía que contárselo a alguien.

A la señora Luisa, delante de Emilio, le temblaban la voz y las manos. Pero no parecía estar fantaseando. Su mirada inteligente contrastaba con su aspecto desvalido y su ropa envejecida y pasada de moda. Aquella mujer había demostrado ser muy lista. Si ahora le estaba diciendo aquello, podría tener razón.

—Pero ¿por qué iba a mentirle?

—No tengo ni idea. No lo sé… Pero tenía que contárselo a alguien —repitió.

—Bueno… Veamos… No sé. ¿Qué puede ocultar un policía?

—No tengo la menor idea, Emilio. No tengo ni idea.

Finalmente Gustavo no se preparó el sancocho sino un tipo de cocido que había resultado igual de pesado y grasiento. Era de noche y sentía el estómago lleno.

Se estiró en el sofá mientras en la televisión unos extraños se gritaban los unos a los otros en una bronca fenomenal.

Estaba harto de esperar que lo llamasen.

Le apetecía un whisky, alguno fuerte y ahumado, que le quemase la garganta sin que lo notara. Que le pareciera sólo un poco áspero y le entrase luego como si fuese agua.

En casa no tenía.

Si se quedaba mucho más tiempo encerrado entre esas cuatro paredes, acabaría matándose a pajas. Si se iba a la cama, no podría dormir y su estómago protestaría. Le iría bien dar una vuelta. Bajar la comida. Tomar algo.

Apagó la tele y la luz del salón, y antes de salir echó un vistazo por la ventana.

Quería asegurarse de que no hubiera nadie en la calle. Creía que ese poli, el cojo, a veces contemplaba el edificio desde la acera de enfrente.

Salió fuera y una vez en la acera no supo hacia dónde encaminar sus pasos. Tan sólo le apetecía disfrutar del fresco de la noche y bajar la pesada cena.

Echó a andar hacia la calle París, rumbo al centro de Barcelona.

Se notaba que el verano estaba a punto de llegar porque de noche las calles ya no presentaban un aspecto tan solitario.

En Josep Tarradellas algunos jubilados y unas cuantas parejas ocupaban los bancos del bulevar para disfrutar del fresco de la noche. Un grupo de paseadores de perros hablaban en voz baja. La solitaria avenida se había convertido en un lugar de encuentro que olía al aroma de los setos que la flanqueaban. Sus flores desprendían su mejor fragancia de noche.

Gustavo inspiró profundamente y dejó que sus pasos lo guiasen.

Sacó un cigarrillo y enseguida su brillo quedó engullido por la oscuridad de la noche.

No era habitual que Gabriela cenase con Marc.

Solían quedar por la mañana o para comer, porque a esas horas todo era mucho más fácil de justificar ante su mujer. Si sus citas se limitaban al horario laboral, todo resultaba mucho más sencillo.

Pero aquella vez habían quedado de noche en un restaurante muy céntrico.

En cuanto lo vio, Gabriela supo que algo había cambiado. Era la primera vez que veía a Marc sin su sempiterno maletín y con sus cabellos blancos revueltos.

No era lo único inusual. También se mostraba serio, y su conversación, por lo general desenfadada y fácil, avanzaba a trancas y barrancas, como si su mente se encontrara muy lejos de allí.

Ella pidió rape a la plancha y él un bacalao a la llauna que acompañaron con un vino blanco que eligió Marc, con demasiada aguja para el gusto de Gabi.

—¿Iremos luego al hotel? —preguntó ella.

—Claro.

—¿No te importa terminar tarde?

—No, ni mucho menos. Hoy no tengo prisa.

—Vaya… ¿Y tu mujer? ¿Se ha ido a Sitges?

Marc se revolvió en su asiento.

—No, está en casa. Pero no importa. Ya no importa. —Tomó aire antes de continuar—. Anna me ha pedido el divorcio.

A Gabi casi se le queda atravesado en la garganta el trozo de rape que acababa de llevarse a la boca.

Marc estaba casado desde hacía casi cuarenta años. Prácticamente toda la vida.

—Lo siento —dijo ella sin estar realmente segura de si era para sentirlo o para alegrarse—. ¿Quieres contármelo?

Con los años, al igual que había aprendido otras muchas cosas de sus clientes, Gabi también había aprendido a escuchar, a preguntar en los momentos adecuados y, sobre todo, a callar. Con Marc tenía la suficiente confianza como para poder preguntarle casi todo.

—¿Qué ha pasado?

—¡Nada! Nada. Eso es lo que más me sorprende. No ha pasado nada. Me lo ha soltado así, de golpe. —Bebió un buen trago de vino—. Mare de Déu, qué dirán nuestros hijos…

Gabi calló. Probablemente a sus hijos les importaría un bledo.

—Ha sido al llegar a casa. Dice que los niños ya tienen su vida y que ha estado aguantando por la familia, por los amigos, por el qué dirán. Pero ahora… ahora dice que quiere estar tranquila los años que le queden por vivir, y que no tenemos nada en común.

Marc dio otro sorbo a la copa de vino.

—Y tú… ¿qué opinas?

—Que tiene razón, Gabi, que tiene razón. —Apartó la bebida—. Que ya no tenemos nada en común y que los dos lo sabemos desde hace mucho tiempo. De lo único que me arrepiento es de no habérselo dicho yo primero.

—Siempre has sido un hombre de acción.

—Ella se me ha adelantado. Por cobarde.

Marc se lo estaba explicando con la misma frialdad con que le hablaba de sus negocios, de los problemas con la competencia o de las dificultades que tenía para firmar determinados contratos. Sólo los ojos un tanto más brillantes y los gestos nerviosos, un poco más rápidos de lo habitual, delataban sus emociones.

—Son tantos años…

Gabi se adelantó al camarero y le sirvió un poco más de vino.

—¿Qué vas a hacer?

—Dárselo, claro. Concederle el divorcio. Quiere el piso, la mitad del negocio, el apartamento de Puigcerdà… No sé, tengo que hacerme a la idea. Ha sido un mazazo. Tengo que hablar con Mateu, el abogado.

La mujer de Marc era una sombra casi invisible. Alguien que siempre había estado allí pero que apenas contaba. Gabriela solía imaginársela con un traje de chaqueta y un collar de perlas. Ya sabía que las perlas no se llevaban nada, pero ella no podía dejar de imaginarla así. Como una abuela perfecta para los nietos que aún no le habían llegado pero que tarde o temprano vendrían. Porque así son las cosas y la familia está para reproducirse y seguir el proceso que todas las familias de bien han de seguir: casarse, tener hijos, bautizarlos, hacer la comunión y llevar los negocios con la misma discreción con la que se mantienen amantes y se folla a las putas.

—¿Sabes qué vamos a hacer, Marc? En cuanto acabes ese bocado, vamos a irnos al hotel. Déjame que te haga olvidar este día.

—Eres un encanto, querida.

—Sólo contigo. —Gabriela le regaló una amplia sonrisa.

Gustavo llegó hasta Paseo de Gracia en su caminata nocturna. La noche era agradable y sus pasos le habían conducido hasta el centro de la ciudad.

Había pensado en el Mariscal, en la posibilidad de contactar con alguien que le pudiera poner al día de sus andanzas. Aunque era arriesgado y al Mariscal no le habría hecho ninguna gracia, el tiempo pasaba y él comenzaba a impacientarse.

Mientras esperaba que un semáforo se pusiera en verde, a punto de cruzar una calle, descubrió una pareja que salía de un restaurante en la acera de enfrente.

Ella se agarraba a la cintura de él y él la abrazaba por la espalda. No podía estar seguro pero parecía que él, un hombre que debía de rondar los sesenta años, le acariciaba el culo sin ningún recato. Y Gustavo conocía bien aquel culo, y aquel traje.

Gabriela. Era Gabi, preciosa, con su melena suelta, agarrada a ese hombre de pelo blanco.

Ella lo besó en la mejilla y luego en la boca. Un beso de amantes que se conocen bien. De viejos conocidos.

«¡Cuero! ¡Malparida!»

Gustavo permaneció clavado en la acera y no los perdió de vista.

La pareja se dirigió a un coche aparcado allí mismo, un reluciente Lexus gris. El hombre mayor le abrió la puerta y Gabi entró sonriente.

Gustavo avanzó unos pasos en su dirección, dejó la acera y pisó el asfalto sin fijarse en que cualquier coche podría atropellado.

El Lexus arrancó y Gustavo pudo ver, justo cuando pasaron ante él, cómo Gabi metía mano al conductor.

El coche se alejó.

Sonó un claxon.

Un automóvil rojo le pasó a un palmo de distancia.

Sólo entonces se percató de que estaba casi en medio de la calle y terminó de cruzarla.

La estela del coche que casi lo había arrollado permaneció durante unos segundos pegada a su retina.

Sus pies se hundían en la arena. El horizonte era sólo una difusa línea que apenas diferenciaba el cielo del mar.

Una parte de su cerebro se preguntaba qué estaba haciendo allí. Hacía tanto tiempo que no iba a la playa que le extrañaba la sensación de sentir la brisa, el sol y la blanda y crujiente arena húmeda.

Encarna respiró hondo en aquella atmósfera que no olía a nada y volvió a dirigir su mirada hacia el horizonte.

El mar estaba algo picado y pequeñas olas puntiagudas saltaban aquí y allá descubriendo cimas de espuma blanca.

Supo con total seguridad que aquella ilógica tranquilidad no duraría más, que se había acabado para siempre.

Debía prepararse para el tsunami que se le iba a venir encima y huir hacia algún lugar alto que le proporcionase protección.

Había un pueblo a su espalda. Un pueblo de casitas blancas y encaladas, como las de su tierra. Un pueblo típico de la costa.

Salió corriendo hacia él y ya estaba en una calle estrecha flanqueada por paredes encaladas. La callejuela presentaba una cuesta empinada y de pronto, y sin que le extrañase lo más mínimo, las construcciones que la rodeaban se habían convertido en modernos bloques de hormigón.

Ahora corría entre relucientes edificios de oficinas cuyas fachadas estaban cubiertas de cristales.

Encarna tenía la certeza de que si los miraba encontraría su reflejo en ellos, pero también sabía que ahora no podía parar. Su única oportunidad consistía en seguir corriendo hacia lo alto, hasta alcanzar un lugar seguro en el que protegerse.

Las calles eran cada vez más empinadas y el mar llegaría pronto a la ciudad. Tenía que correr más.

Encarna sabía que podía hacerlo y no tenía miedo.

Nunca había sido miedosa y ahora sólo tenía que subir un poco más.

Corrió por una calle, cuesta arriba, sin cansarse, sin que le costase ningún esfuerzo, con el impulso de una energía que no había sentido desde que era una niña.

Y cuando alcanzó una especie de plaza, contempló los modernos edificios cubiertos por cristales que se alzaban alrededor. Junto a uno de ellos había una barandilla metálica. Brillante, nueva, resistente. Perfecta.

Se acercó a ella y la contempló pensando si sería lo bastante fuerte como para aguantar la fuerza del agua. De alguna manera sabía que sólo podría resistir su embate si encontraba algo lo suficientemente sólido a lo que agarrarse.

Se quitó el cinturón, un cinturón que tampoco recordaba haberse puesto, y se ató con él a la baranda.

Justo a tiempo.

Porque entonces sintió la fuerza del agua que ya rozaba sus pies.

No tenía miedo. Ella nunca tenía miedo.

Se agarró a la barandilla y aguantó el embate de las olas que pretendían arrastrarla. Era una fuerza que primero alcanzó sus pies, y luego sus rodillas, y después su cintura.

El agua empujaba su cuerpo; pero ella no pensaba dejarse arrastrar. Se agarró aún más fuerte a la barandilla.

Las ventanas de los edificios se rompían. La fuerza del agua las hacía venirse abajo. Los enormes cristales caían en el agua azul, se perdían en ella y al hacerlo estallaban en amortiguadas explosiones.

Encarna no tenía miedo. Ni tan sólo sentía la humedad del agua que la cubría ya casi hasta el pecho. Sólo percibía ese impulso que intentaba arrastrarla cuesta abajo. Pero ella permanecía aferrada a aquella barandilla con todas sus fuerzas.

Y ya había ganado. Y lo sabía.

La barandilla era resistente. El cinturón la sostendría.

El agua perdió fuerza y de pronto fue sólo un arroyo que bailaba a sus pies y se alejaba bajando hacia la playa.

Se desató el cinturón y sonrió.

Y justo entonces escuchó un crujido sobre su cabeza.

El cristal de uno de aquellos edificios de oficinas comenzaba a desprenderse y estaba a punto de aplastarla.

Encarna gritó y todo el miedo que había mantenido a raya durante el tsunami se concentró en ese breve instante, y quiso gritar y correr y llorar, pero sólo pudo permanecer junto a la barandilla observando cómo el cristal caía sobre ella, sabiendo que la partiría en dos.

Abrió la boca pero lo único que salió de su interior fue un grito mudo.

Abrió los ojos. Despertó.

El terror se esfumó en cuanto contempló los contornos conocidos de su habitación.

Su despertador le anunció, con unos números en verde fosforito, que apenas quedaban diez minutos para levantarse.

Encarna se incorporó en la cama y se dio cuenta de lo absurdo del temor en el sueño.

«Sólo tenía que saltar un metro en cualquier dirección. No me hubiese pasado nada. Sólo hay que saltar un poco para evitar el cristal. No hay que tener miedo. Sólo hay que prepararse y saltar un poco. Qué pesadilla más absurda. En realidad no hay más que saltar un poco».

Gustavo sabía que no debía hacerlo, pero ahora, más que nunca, le apetecía un whisky, y el club de Juan no quedaba demasiado lejos.

La noche había resultado ser una mierda, de manera que le pareció el momento adecuado para terminar de embarrarlo todo.

Se sentía un completo idiota por haberse quedado colgado de una chica de la que lo único que sabía era que era preciosa. Tenía que habérsela follado y haberse largado a su piso. No debería haber hablado con ella, ni mucho menos haberse mostrado tierno aquella segunda vez.

Se sentía un bola por no haberla considerado más que un polvo estupendo. Por haber pensado que ella podría convertirse…

«¡A tomar por culo!», como decían los españoles.

Gustavo aceleró el paso y determinó olvidarla.

«¡A tomar por culo!», se repitió.

Intentó redirigir sus pensamientos hacia otros temas. Temas que lo empujaron hacia un ánimo igual de oscuro. ¿Y si no lo llamaba el Mariscal? ¿Dónde se había metido?… ¿Y Juan? ¿Por qué no lo llamaba Juan? ¿Qué coño iba a hacer con su mercancía?

Parecía un sardino esperando que todos los demás lo llamaran.

«¡Se acabó el esperar!» Eran demasiadas las llamadas que no se producían.

Había llegado el momento de pasar a la acción.

Intentó no pensar ni en Gabi ni en nadie ni en nada. Aceleró el paso y se concentró en cada una de sus zancadas, en el aire que acariciaba su cara, en el calor de la llama del enésimo cigarrillo que encendió, en el humo seco y caliente que inundaba sus pulmones. Visualizó el whisky que le esperaba en el club. Imaginó su sabor y cómo quemaría dulcemente su garganta. Se cruzó con las parejas de gays que poblaban las calles del Eixample y que demostraban sus afectos de una forma que jamás había visto en su tierra. Le entraron ganas de partirle la cara a cualquiera de ellos.

Cerró los puños con fuerza.

Cuando llegó ante el club de Juan se detuvo para terminar de fumar un cigarrillo. Las luces de neón, de un diseño que había resultado muy moderno hacía treinta años, proporcionaron un tono púrpura a su tez.

Mientras disfrutaba de la última calada, dudó por última vez si entrar o no. A Juan no le gustaría. Pero ¡qué más daba! ¡No estaba dispuesto a seguir esperando una llamada!

«¡A tomar por culo!» Gustavo empujó las puertas con decisión y se encontró con su imagen reflejada cientos de veces en multitud de espejitos ahumados. La entrada del club y su decoración también mostraban un estilo propio de los años ochenta.

Reconoció a una de las chicas que atendía detrás de la barra. Era la que le había preparado un bocadillo con salchichas y pimientos el día que conoció a Juan.

Se acercó a ella con resolución.

—Hola, guapa.

Ella lo repasó de arriba abajo. Como si no lo reconociera.

—Hola, ¿qué quieres?

—¿Qué whiskies tienes?

Con un gesto le mostró las botellas expuestas sobre una estantería de cristal y espejos.

Gustavo suspiró. Aquel no era el mejor sitio para encontrar lo que de verdad le gustaba.

—De ese —señaló—. En vaso alto. Sin hielo.

Cuando lo tuvo ante él observó el color y entonces pensó que hubiera sido mejor mezclarlo con Coca-Cola.

Se lo bebió despacio, a largos sorbos, mientras contemplaba a los hombres que entraban y salían, y los culos y las tetas de las mujeres que lucían vestidos ajustados y diminutos. Ninguna de ellas era tan elegante como Gabi, ninguna tan guapa.

El whisky le calentó el estómago y la cabeza.

—¿Me harás un favor, guapa? —Su lengua aún no se había convertido en una masa pastosa difícil de manejar—. Dile a Juan que tengo lo suyo y que estoy esperando que me llame.

Se quedó pensando unos segundos por si tenía algo más que añadir.

—Dile que soy Gustavo. ¿Lo recordarás?

Ella lo miró con cara de no entender nada.

—Claro.

Gustavo bajó del taburete de escay y sintió el suelo sólido bajo sus pies.

El bar de Taquígraf Serra estaría aún abierto y quedaba muy cerca de su casa. Pasaría a comprar una botella entera de una marca que realmente le gustase.

La noche acababa de empezar.

El amanecer sorprendió a Gabriela en el taxi.

Las nubes anaranjadas, casi rojas, se alzaban desde el horizonte como si la ciudad estallase en unas llamas que se reflejaban en los cristales de los edificios de oficinas junto a los que circulaba.

Ella, cansada, apoyaba la cabeza en la ventanilla, sin dejar de observar una ciudad que comenzaba a despertar. Su cabello rizado y oscuro se desparramaba sobre el cristal y el asiento. Ni se lo había recogido, ni había repasado su maquillaje. Cada vez se permitía mayores confianzas con Marc. Y eso, a veces, le preocupaba.

Cuando el taxi aparcó frente al portal, el quiosco de enfrente acababa de abrir.

Rebuscó en el monedero el dinero de la carrera y observó los pocos billetes que llevaba. Quedaban cada vez más lejos los tiempos en que volvía a casa con un buen fajo de ellos.

Y ahora Marc se divorciaba.

Se habían dado un baño juntos, porque a él le encantaban los baños de espuma sin perfume, y después se había subido sobre su espalda y le había estado dando un suave masaje. Le había acariciado los riñones durante un buen rato, como a él le gustaba. Y Marc se había quedado dormido enseguida. Nada de sexo. Con Marc cada vez había menos sexo.

Ella se había echado a su lado. Sólo quería descansar un poco, pero se había dejado llevar por un sueño pegajoso y relajante, y los dos habían terminado pasando la noche juntos. Y eso era algo que no le sucedía casi nunca.

Dormir juntos. Vaya. Sin follar. Las cosas cambiaban. La rutina se tambaleaba. Lo que siempre había sido de la misma manera, de repente dejaba de serlo.

A veces Gabi sentía que atravesaba vórtices vitales. Era una tenue sensación, como si alguien soplase sobre su piel con dulzura. Y ahora creía percibir esos pequeños cambios que anunciaban uno aún más grande.

Entró en el portal y en un instante sus ojos hubieron de acostumbrarse a la oscuridad.

Y al hacerlo una sombra sinuosa se dibujó sobre las escaleras.

Fue sólo un momento, pero el suficiente como para distinguir una forma oscura que se alzaba sobre los primeros peldaños.

Gabi parpadeó al mismo tiempo que su corazón dio un salto dentro de su pecho.

La puerta se cerró a su espalda y al hacerlo sonó como si alguien hubiese dejado caer la tapa de un féretro.

Abrió los ojos y los posó de nuevo en las escaleras.

No había nada.

Gabriela se tranquilizó. Respiró hondo.

«Habrá sido un efecto óptico. Claro, he entrado así, a oscuras, y en la calle ya había luz…», se decía, sin terminar de creérselo del todo.

Subió presurosa las escaleras y se dirigió hacia su piso.

Abrió la puerta con rapidez y al notar el olor familiar de su hogar se sintió un poco más tranquila.

Dejó el bolso en el mueble de la entrada y se dirigió directamente al baño.

Se quitó la ropa y la arrojó al suelo sin ningún cuidado.

Hoy, más que nunca, necesitaba una ducha. Y después, dormir un poco, un par de horas nada más. Lo suficiente como para olvidar y volver a empezar un nuevo día desde cero. Desde cero.

Gerard se despertó demasiado pronto.

Toda su vida había deseado que le tocase la lotería para no tener que trabajar, para poder dormir cuanto quisiera, vivir de rentas y no hacer nada. Y ahora que no trabajaba, nada se parecía a lo que había anhelado. La maldita pierna le dolía un día sí y otro también. Le dolía cuando cambiaba el tiempo, cuando hacía mucha humedad, cuando la forzaba… Mierda. Le dolía cuando simplemente a la jodida pierna le daba la gana de molestar.

Y hacía tiempo que el sueño ya no consistía en un descanso profundo, sino que era un continuo dormirse y despertarse enlazado en una completa confusión. Y en cuanto salía el sol se descubría con los ojos abiertos y ninguna gana de permanecer en la cama. Por no hablar del dinero. No trabajar significaba que la pasta estaba a punto de convertirse en un problema. Hasta que la Administración no dictaminase qué sería de él, la mierda de pensión de la Seguridad Social apenas le alcanzaba para nada. Sus ahorros, los pocos ahorros que había podido ocultar a su exmujer, se le estaban agotando sin remedio.

Gerard arrastró su cuerpo hasta la cocina, se preparó un Nescafé, esta vez repleto de cafeína, y mientras se lo tomaba, decidió hacer las cosas bien. No dejar cabos sueltos.

Y Rosi, el antiguo confidente de Pep, era el cabo suelto más grueso que había encontrado. Tenía que descubrir dónde vivía y con quién, y entonces averiguar si sabía algo más: si ese cabo suelto podría amarrarse de alguna manera a la historia de su amigo.

Tenía que regresar a Collblanc.

La pierna le dolía y no le apetecía andar, pero aparcar en L’Hospitalet sería aún peor y la gasolina estaba cada día más cara. Así que se encaminó hacia el metro y decidió tomarse el viaje con paciencia.

Por el camino iba repasando mentalmente las preguntas que haría al dueño del locutorio, el hombre del brazo en cabestrillo. Pero cuando llegó ante el local, se sorprendió al encontrar sola, tras el mostrador, a una chica morena no mucho más mayor que Anna, su propia hija.

—Hola. Buenos días.

Ella también pareció sorprendida de verlo.

—Tú… Eres el amigo de Pep, el que mataron. El que buscaba a Rosi —soltó ella de improviso—. Te oí el otro día cuando hablabas con mi padre…

Ahora se explicaba lo de los ruidos que le había parecido oír detrás de la puerta.

—¿Sabes algo de Rosi?

Gerard se acercó unos pasos y al hacerlo reparó en su mirada vidriosa. Aquella chiquilla estaba al borde de las lágrimas.

—Rosi está muerto. —Su voz terminó de romperse en un sollozo.

—¿Cómo que está muerto? —La pregunta le salió más brusca de lo que hubiera deseado.

La chica intentaba hablar pero sus hipidos hacían que no se le entendiese nada.

—Tranquila, tranquila… —murmuró Gerard mientras rebuscaba en el bolsillo de la chaqueta un paquete de pañuelos de papel.

Le tendió uno. Ella lo tomó y se limpió las lágrimas y los mocos. No se sabía dónde empezaban las unas y terminaban los otros.

—Tú eres un poli… puedes encontrarlo. —Ahora que podía hablar se le notaba un fuerte acento catalán, casi más marcado que el del propio Gerard. Probablemente pertenecía a la primera generación de emigrantes nacida y educada en Barcelona—. Seguro que está muerto. Busca su cuerpo, por favor.

Las frases se solaparon las unas con las otras y las palabras acabaron confundiéndose en un concierto de gemidos y sollozos.

—Tranquila —repitió—. ¿Cómo te llamas?

—María Rosa. Rosa… Rosi, como él.

Gerard se fijó entonces en sus enormes ojos oscuros, preciosos. Iluminados por la riada de lágrimas.

—Tranquila, Rosi. ¿Por qué crees que está muerto?

—¿Creer? —Intentó reírse pero le salió una especie de quejido—. Él me quería… Mi padre me matará si se entera de que yo… Que él y yo… —No pudo acabar la frase.

—¿Quieres contármelo? ¿Te apetece un café? Te invito, venga.

—No, no… No puedo dejar esto solo. Mi padre está en el médico, por lo del brazo.

—¿Quieres que te traiga un café, Rosi? ¿O algo? ¿Cualquier cosa?

Ella levantó la mirada y por primera vez pareció un poco más tranquila.

—No. No quiero nada. Sólo que encuentres a Rosi. Su cuerpo. Él… Escucha, no tenemos mucho tiempo, mi padre volverá en cualquier momento. Cuando mi padre se cayó…

—¿Lo del brazo?

Ella asintió.

—Se cayó y se rompió el brazo. Entonces yo me hice cargo de la tienda, y Rosi y yo… Rosi y yo nos enamoramos.

A Gerard le asaltó la imagen mental que guardaba de Rosi, un joven esquelético, un elemento que no desearía como novio para su hija ni para nadie.

—Mi padre no sabía nada y Rosi me contaba cosas, me hablaba del futuro, de… cosas. Como lo de tu amigo.

—¿Pep?

—Sí, Pep. Ayudó a Rosi, ¿lo sabías? —Sollozó de nuevo. Gerard tuvo miedo de que volviera a ser presa del llanto, pero en esta ocasión enseguida se recuperó—. Quería casarse conmigo, ¿sabes? Teníamos planes. Un futuro.

Gerard asentía intentando morderse la lengua y ocultando su impaciencia.

—Rosi hizo una tontería… Mira, qué más da. Un robo. Un robo sin importancia. Pero Pep se enteró de que había sido él, y vino a verlo. —Hipó—. Tu amigo era un buen tío, ¡mierda de vida! Rosi, mi Rosi, le pidió que lo tapase, que no dijera nada, le explicó que teníamos planes, y que a cambio… que si callaba, a cambio le explicaría algo valioso de verdad…

La chica volvió a sonarse. Gerard empezaba a atar los cabos que le quedaban sueltos.

—Rosi sabía algo gordo. ¿Conoces al Mariscal?

Gerard asintió. Su corazón empezó a latir más rápidamente.

—Rosi me lo había contado. Que el Mariscal estaba vivo, que vendría a Barcelona. Lo único que sabía era con quién contactaría aquí. Dónde vivía su mano derecha, o algo así, su mano, su amigo. Sabía que vendría a Barcelona y con quién contactaría. Y eso fue lo que le dijo a tu amigo, a Pep…

Gerard abrió la boca para hacerle una pregunta, pero ella se le adelantó.

—¡Yo no sé nada! ¡Te lo juro por mi madre! Rosi nunca me dijo quién era, no sé nada más. Sólo sé eso. Pero lo que sí sé, seguro, es que se lo dijo a Pep. Y después… —Sus ojos volvieron a humedecerse—. No sé qué hizo tu amigo, pero mi Rosi se fue una mañana y no volvió. No volvió más…

La chica se limpió las últimas lágrimas.

—Y después salió en la tele lo de Pep, y entonces supe… supe que se había acercado demasiado al Mariscal. Y que los que se habían cargado a tu amigo también habrían matado a Rosi. Porque él siempre habría vuelto por mí, ¿lo entiendes? ¡Él habría venido por mí!

El pañuelo de papel en sus manos ya era sólo una pelotilla humedecida.

—Yo sólo quiero que encuentres a Rosi…

Gerard pensó en Pep. En su cuerpo destrozado en la cuneta cerca de Castellbisbal. Con seguridad el cuerpo de Rosi estaría en otra carretera, pudriéndose, alimentando a los animalejos del campo.

—Prométeme que lo encontrarás…

—Te lo prometo —mintió sin dejar de mirarla a los ojos—. Te prometo que haré todo lo posible.

—No se lo he podido contar a nadie y su alma me atormenta cada noche. Sé que no descansará hasta que su cuerpo repose en paz.

—No te preocupes, Rosi. No te preocupes. Lo encontraremos…

—¿Me lo prometes?

—Te doy mi palabra. —Clavó sus ojos en la mirada oscura de la chica y por un instante sintió una lástima sincera.

Cuando Gerard salió del locutorio le pareció que el día había cambiado por completo. Como si el aire estuviera más limpio, el cielo más azul y la atmósfera más clara. Apenas reparó en el camino que tuvo que recorrer hasta el metro. Por fin lo tenía. Había encontrado el vínculo entre Pep y Rosi. Su amigo había removido el tema del Mariscal y con eso había atraído su atención. Era la mano derecha del Mariscal quien vivía en Berlín, 109. Ahora estaba seguro. Y toda apuntaba a que sólo podía ser el individuo del entresuelo primera.

Ya casi lo tenía. Había encontrado el cabo suelto y sólo le faltaba hacerle un buen nudo para que no se le escapara.

Lo decidió mientras estaba sentado en el vagón del metro. Eran más de doscientos euros, pero ¡valía la pena! Como policía nunca se hubiese atrevido a hacer algo así. Pero ahora, como particular, sin ser ni un mosso ni un civil, en esa tierra de nadie en la que se movía hasta que la sacrosanta Administración se decidiese a etiquetarlo entre unos u otros, nadie le impediría comprar un cañón amplificador en La Tienda del Espía.

Esperaba no encontrarse con nadie conocido. Le daba vergüenza, casi tanta como cuando entró en su primer sex shop.

Encarna salió de casa de Mari en punto.

Normalmente se demoraba en quitarse la bata, doblarla y recoger sus cosas, y le daba igual salir diez o quince minutos más tarde, pero aquel día quería acabar puntual. Y lo consiguió.

Anduvo hacia el parque con el mismo bolso recosido de costumbre colgado del brazo. Pero eso era lo único que seguía como siempre.

Encarna se había puesto unos leggins negros y una camiseta larga. Sandra, su hija, le había dejado un cinturón de piel que marcaba sus caderas. Y su pelo ya no era naranja sino castaño, un castaño brillante con un toque rojizo. El tono que su hija le había dicho que le iría mejor. Y se había pintado las uñas de las manos y de los pies.

Cuando se veía reflejada en los escaparates de las tiendas le costaba reconocerse. Si hasta incluso le parecía que andaba más derecha y como si diera saltos, casi como si volase.

Cuando llegó al parque, echó un vistazo rápido a los bancos, buscando a Álex o a sus amigos. Pero no reconoció a nadie, y entonces, sin darse cuenta, sus hombros se relajaron y su sonrisa se hizo aún más amplia.

Dio un par de vueltas a la manzana en la que se encontraba la cafetería de los granizados. En los cristales leyó los rótulos que anunciaban «Chocolate caliente», «Granizados» y «Horchata».

Echó un vistazo a la mesa en la que había estado sentada con Emilio que ahora estaba ocupada por un par de abuelillas. Se preguntó si debería entrar a tomar algo, si habría alguna oportunidad de volvérselo a encontrar dentro. Sopesó lo que le cobrarían por un granizado y le pareció un gesto inútil. Luego pensó en tomar una manzanilla, que resultaría mucho más barato.

«¿Y si hoy no pasa por aquí? ¿Y si mañana tampoco? La verdad es que no me apetece tomar nada».

Entonces tendría que buscar alguna excusa para subir a su piso y eso le daba un poco de apuro. Prefería encontrárselo «por casualidad».

Encarna dio otro par de vueltas alrededor de la manzana.

No lo encontró.

Ni siquiera estaba segura de la hora a la que él saldría del trabajo. El otro día se habían encontrado a estas horas, pero no tenía ni idea de si eso era lo habitual en él o no.

«Qué tonta soy, madre mía».

Encarna echó un último vistazo al parque y a la cafetería y a las aceras y a las calles por las que pensaba que Emilio podría aparecer. Y después de un rato sin novedad alguna, decidió volver a casa.

Hizo el mismo recorrido que había hecho con Emilio, pero esta vez andaba sola.

Miró hacia atrás esperando ver la silueta de su vecino.

Gustavo salió a buscar otra botella de whisky. Ya había terminado la que había comprado por la noche en el bar, de modo que fue al supermercado a por otra: una marca de calidad media a un precio más económico.

Salió de la tienda con una bolsa de plástico que contenía una botella y una tableta de chocolate negro, y después se dirigió hacia el estanco a comprar tabaco.

Cuando salió de él casi se estampa contra una mujer que caminaba sin mirar hacia delante.

—Perdón —le dijo aun a sabiendas de que él no tenía la culpa y que era ella quien prácticamente se había abalanzado sobre él.

—No es nada…

Gustavo se la quedó mirando.

—Hola.

Ahora la reconocía. Era la vecina de arriba, la madre del crío que había llegado la otra noche con el policía. Era ella pero estaba muy distinta. Le brillaban los ojos y el cabello ya no era naranja, sino caoba. Y se le veían las piernas. Unas piernas gruesas pero musculosas, muy bien formadas. Unas sandalias muy planas realzaban unos tobillos finos y dejaban ver unos pies adornados por unos dedos largos de uñas rojas y oscuras.

—Hola, vecina.

Ella lo miró de arriba abajo hasta reconocerlo.

—Huy, hola. Perdona, casi me choco contigo.

—No pasa nada. —Su mirada la repasó de nuevo. Se detuvo a la altura de sus pechos. La camiseta los marcaba, amplios, redondos. Gustavo imaginó unos pezones grandes y oscuros, a juego con aquel tipo de tetas—. Te has hecho algo… —señaló la cabeza—. Casi no te reconozco…

—Vengo de la peluquería. —Encarna mintió sin pensar.

—Te queda muy bien.

—Gracias. —Sonrió.

—Estás muy guapa.

Ella sonrió aún más.

Gustavo clavó sus ojos en los de ella. Unos iris dorados, color miel, de esos que cambian de color según les dé la luz.

—Pareces otra persona.

Encarna rio con una risilla infantil y cantarina.

—¿Vuelves a casa?

Ella asintió.

—Yo también. Había salido a comprar algunas cosas. —Alzó la bolsa—. Vicios, principalmente… —Los dos echaron a andar hacia el edificio.

Ella distinguió a través de la bolsa la caja de una botella, un paquete de tabaco de liar y una tableta de lo que parecía chocolate. Una compra absurda propia de un hombre soltero.

—¿Chocolate?

—Es una marca nueva que han sacado. ¿Te gusta el chocolate negro?

—Me encanta. —Hacía mucho tiempo que no compraba chocolate, ni siquiera para los niños.

Gustavo se imaginó la boca de Encarna mordiendo una porción de chocolate y se preguntó cómo era posible que hasta ese momento no se hubiese fijado en lo carnal de sus labios. En lo mucho que le gustaría morderlos.

Los dos habían llegado ya hasta el portal.

—No me acuerdo de tu nombre.

—Gustavo.

—Yo soy Encarna.

—Sí, ya me acordaba. Es un nombre muy bonito —mintió por partida doble.

—¡Es un nombre terrible!

—A ti te queda bien. Encarna, de carne, de carnal… —Su elocuente mirada recorrió su silueta.

Ella sonrió.

—¿Quieres probar este chocolate, Encarna?

Ella rio nerviosa. Durante años nadie le había tirado los trastos y ahora, en pocos días, dos vecinos diferentes se le insinuaban.

—Te aseguro que con whisky está de muerte. ¿Lo has probado alguna vez con whisky?

—La verdad es que no.

—¿Te gusta el whisky?

—Psé…

Hacía siglos que no se tomaba un whisky. El único alcohol que probaba de Pascuas a Ramos era el anís.

—Pues resalta el sabor del chocolate negro.

—No lo sabía.

—Cuando quieras probarlo, baja y me lo dices.

—Lo haré, te lo aseguro.

Él sonrió.

Ella le devolvió la sonrisa y apretó el botón para llamar al ascensor. Gustavo echó a andar hacia su casa.

Encarna subió los pisos como si ascendiera en una nube. Al salir del ascensor se encontró en el descansillo con la señora Luisa que lo estaba esperando.

—Buenas tardes.

Bona tarda… Encarna.

Luisa miró dos veces a su vecina. De pronto parecía que hubiera retrocedido quince años en el tiempo. Cuando Encarna era aún castaña y vivía con su marido, cuando los niños eran dos criaturas encantadoras que la saludaban cuando se la cruzaban en la escalera.

—Estás muy bien… con… ese pelo.

—¡Gracias, Luisa!

Doña Luisa entró en el ascensor asimilando la nueva imagen y la nueva sonrisa de su vecina.

Encarna entró en su casa y por un instante echó de menos los pasos de Bonito saliendo a recibirla.

En el recibidor tropezó con su propio reflejo plasmado en el espejo. Estaba colorada como un tomate. Aún no sabía cómo se había atrevido a seguirle el juego al vecino de abajo. Pero le gustaba.

Se vio los ojos brillantes y sonrió a la nueva Encarna.

Sólo percibo una ligera vibración.

Pensaba que podría tocarlo, acariciarlo, volver a sentir la calidez de su piel y la suavidad de su pelaje. Después de todo, Bonito está tan muerto como yo y todo quedaría entre iguales.

Pero no.

Cuando acerco mi mano hasta él, sólo siento una especie de vibración muy ligera en el aire, tan ligera que ni tan siquiera estoy segura de si la siento o la imagino.

Pero estamos juntos en esto. Él se sienta a mi lado y me mira con sus ojillos negros. Sé que le extraña su nueva situación, aunque se está acostumbrando porque cada vez entra menos en su casa y prefiere quedarse conmigo pululando por la escalera y por mi piso.

Creo que está olvidando lo que era que le acariciasen o hasta el comer. Está olvidando su vida pasada.

Como yo. El presente me retiene con la fuerza de un gigantesco imán y el pasado se deshilacha en mi memoria.

Estamos juntos.

Es lo único que puedo decir.

Estamos juntos y nadie más nos ve. O… casi nadie. La puta ha estado a punto alguna vez.

Ella es mi única esperanza. La puta. Hay que fastidiarse.

«Ven, Bonito, ven».

A Gustavo le gustaba disfrutar de cada trago de whisky, aunque los últimos siempre se sucedían mucho más rápido que los primeros. Y con cada sorbo degustaba, lentamente, una onza de chocolate negro. Áspero, un poco arenoso, amargo pero también dulce. Como él mismo.

Los cubitos de hielo bailaban en su vaso; uno se había derretido y el de encima se sumergió sobre el líquido dorado tintineando. Su sonido cantarín se superpuso a los recuerdos que estaba repasando. El Mariscal y sus fiestas en playas de arena blanca, junto a piscinas tan azules como el mismo mar. Mujeres bailando. Mujeres rubias, morenas y castañas, de todos los tipos, razas y tamaños que habían pasado por sus manos. Y ahora, alentado por los ahumados vapores del alcohol, las imágenes de sus pechos enormes, redondos, pequeños o puntiagudos, se confundían unas con las otras en una maraña entre la que destacaban las tetas perfectas de Gabriela y su culo con forma de corazón.

«Mariscal». Gustavo removió el vaso. Apenas quedaba un dedo aguado de whisky.

Se levantó y miró el móvil que permanecía sobre la mesa enchufado a la red. Ninguna llamada. Ningún mensaje. Más de un año esperando. Primero en Madrid y ahora en Barcelona. Nada.

Él era un hombre de acción. Lo de Juan ya se movería. Había ido a su club. Ahora tenía que dar algún otro paso respecto al Mariscal.

Empujado por el alcohol, tomó el teléfono y con las manos temblorosas rebuscó un número en la agenda. Antiguamente se lo sabía de memoria pero de aquello hacía demasiado tiempo.

No lo encontró en el breve listado de sus contactos. Tampoco le extrañó demasiado.

Se dirigió hacia el armario y rebuscó en uno de los estantes una pequeña libreta arrugada. Cuando la encontró, pasó algunas páginas hasta dar con un número escrito de cualquier modo en uno de los márgenes de una página.

No figuraba ningún nombre. Ni falta que le hacía.

Fue hacia el móvil y marcó el número.

Esperó el tono de llamada y después de escuchar unos cuantos crujidos y pitidos, estuvo a punto de colgar. Pero algo le hizo aguantar unos cuantos segundos más.

Al otro lado de la línea seguía sonando una señal desatendida.

Por fin, alguien descolgó. Pero no dijo nada.

—Soy Gus, Gustavo Adolfo. —Se aclaró la voz—. ¿Jostin?

—¿Cómo que llama a este número, bola?

—Estoy desesperado… esperando al Mariscal. ¿Hay novedades?

—Le dijimos que esperase. ¿Sigue donde le dijimos? ¿En Berlín?

—Claro.

—Pues continúe allá.

—¡Espere, no cuelgue! —le gritó adivinando sus intenciones—. ¿Dónde está, Jostin?

—No debería haber llamado, bola.

—Jostin… —rogó—. Por los viejos tiempos.

Al otro lado se escuchó sólo silencio. Un silencio pesado como una duda.

—Por los viejos tiempos —repitió Gustavo.

—Está en Barcelona, bola. Y desde hace ya un año. Pero yo no sé nada. No llame nunca más.

Jostin colgó.

La línea se convirtió en un zumbido continuo.

Gustavo dejó caer su brazo y el móvil cayó rebotando contra el suelo.

Sonó un crujido en seco, como si se hubiera roto.

Sabía que el Mariscal lo había hecho antes con otros. Pero siempre pensó que a él no lo abandonaría. No sería capaz. Ellos eran amigos. Eran algo más que amigos. Se lo había prometido. A él no podría pasarle.

«Está en Barcelona». Las palabras retumbaron en su cerebro embotado por el alcohol.

«Desde hace ya un año». Gustavo recogió el móvil del suelo. La carcasa de plástico se había rajado.

Estaba solo.

El Mariscal lo había dejado tirado y nunca lo llamaría.

«¡Bingo!»

Una sombra agazapada dentro de un coche, a unos ochenta metros del número 109 de Berlín, sonrió a la oscuridad.

El cañón amplificador no era ninguna maravilla. Pero entre crujidos y sonidos de estática había conseguido escuchar lo que le interesaba. Los doscientos y pico euros habían resultado una buena inversión.

Gerard escribió el nombre de Gustavo Adolfo en su libreta, junto al de todos los demás. Y a su lado, con letras mayúsculas, el del Mariscal.

Domingo.

Los domingos eran aún mejores que los sábados: Encarna podía dormir mucho más; no tenía que cuidar de Mari ni limpiar el piso de la calle Urgell. Los domingos eran para ocuparse de su propia casa: limpiar el polvo, pasar el aspirador y la fregona, cambiar las sábanas de todas las camas, poner lavadoras, tender, destender, colocar la ropa, planchar, hacer la comida para casi toda la semana, congelarla…

Domingo.

Encarna entreabrió los ojos y al recordar el día que era se revolvió sensual entre las sábanas. El despertador que reposaba sobre la mesilla destartalada le informó de que era casi la misma hora de cada día y que, por lo tanto, aún podía permanecer un rato más en la cama.

Volvió a perderse entre las brumas del sueño.

Despertó, de pronto, con unos gritos clavados en la conciencia.

«¡Ni hablar!»

«¡Fue por tu culpa! ¡¡¡Ahora me lo pagas!!!»

«Yo te dije cómo arreglarlo… Y si no te vale, véndele también tu Apple…»

La rabia burbujeó en su interior y, como un resorte, se levantó. Abrió la puerta y gritó:

—¡Callaos de una vez! ¡Para un día que puedo dormir!

Sus hijos bajaron la voz y a ella le extrañó conseguirlo al primer grito.

Sorprendida, volvió a la cama.

Se escurrió entre las sábanas, dio un par de vueltas y comprendió que ya no podría retomar el sueño.

Maldijo entre dientes.

Sus hijos seguían discutiendo entre ellos, pero ahora en susurros. Tan sólo de vez en cuando podía distinguir alguna palabra como «debes» o «dinero»…

Escogió ropa limpia, se encaminó al lavabo, se echó agua en la cara y se metió en la ducha.

Por lo general abría el grifo lo justo, porque no quería gastar demasiada agua, pero esta vez lo abrió a tope, para que un fuerte chorro la cubriera por entero, para sentir la fuerza del agua golpeando su piel, para no escuchar las voces que iban subiendo de intensidad en el salón.

Cuando salió de la bañera y cerró el grifo, Sandra y Álex estaban gritándose de nuevo.

El agua caliente había llenado de vaho el baño y Encarna tuvo que frotar el espejo con la mano para contemplar su rostro.

Se reencontró con sus ojos dorados rodeados por una cascada oscura de cabellos en una imagen que se difuminaba entre el vapor.

Los gritos de sus hijos subieron de intensidad.

Se vistió y salió al salón para chillarles.

—¿Queréis callaros de una puta vez? —vociferó.

Sus hijos la miraron como si la vieran por primera vez y no comprendieran de dónde había salido aquella mujer que de pronto se había materializado junto a ellos.

Ella observó la pila de ropa que había amontonada sobre un sillón preparada para planchar. Su cerebro hizo un rápido repaso: había ropa tendida, tendría que colocarla y enseguida habría aún más ropa para planchar. Y cuando pusiera la lavadora…

—¿No os dije que me ayudarais? —chilló—. ¿No os dije que plancharais eso?

Sandra y Álex dirigieron la vista, al mismo tiempo, hacia el montón de ropa que señalaba su madre. Como si se hubiera tratado de una montaña invisible que ahora descubrían por primera vez.

—¿Cuántas veces os he dicho que…? —continuó Encarna.

Y estaba a punto de repetirles que ella no podía con todo, que a ver si ponían la lavadora o recogían la ropa, y que había que planchar y fregar los cacharros… Y entonces, justo antes de que su boca lo escupiera, se calló.

«¿Cuántas veces?» Sabía que volvería a gritarles y que ellos la ignorarían como acostumbraban. Como si fuera un juego en el que ella estuviera obligada a recitar el papel de esclava y ellos al de ningunearla. Y gritaría y gritaría, y gritaría de nuevo.

De modo que abrió la boca y se calló.

Y contempló el montón de ropa sobre el sillón, y las pelusas amontonadas en el rincón en el que siempre se apelotonaban, y el polvo sobre la estantería. Y vio su bolso.

Y lo cogió.

Y salió de casa.

Y se fue sin decir ni una palabra ni dar un portazo.

Se dejó llevar por las escaleras, descendiendo con calma; primero pensando en ir a comprar el pan, y luego, con cada peldaño que bajaba, en qué pasaría si sencillamente no lo hiciera.

Y para cuando tomó la decisión de salir a la calle, simplemente a pasear sin prisas, ya se encontraba a la altura del entresuelo.

Y se descubrió frente a la puerta de Gustavo. Oyó ruidos en su piso.

Y entonces se acercó aún más y apoyó la oreja sobre la madera para poder oír con mayor claridad. Y le pareció escucharlo trasteando en la cocina.

Sin pensarlo demasiado, llamó al timbre.

Y sólo entonces se echó a temblar. Pero era demasiado tarde como para salir corriendo porque Gustavo ya estaba abriendo la puerta.

—Buenos días —le dijo temblorosa.

—¡Encarna, hola! Buenos días…

Ella se fijó en las ojeras de Gustavo, pero también en su piel brillante y su boca gruesa, y en los bíceps musculosos que asomaban debajo de la camiseta.

—Me preguntaba si… Me preguntaba si aún te queda chocolate.

—¿Con whisky? Aún queda algo en la botella.

—Es un poco pronto para beber, ¿no?

—Nunca es demasiado pronto.

Gustavo le abrió la puerta y ella entró.

«¿Has visto, Bonito? Ya nada es igual».

El del entresuelo, el extranjero, se lio con la puta, que ya me parece bien. Pero ahora… Ay, Encarna. Escucha estos ruidos que hace con ella. Me da asco quedarme aquí oyendo los gemidos, los suspiros y los gritos.

Mejor me subo para arriba para no oírlos.

Tan rápido que ya estoy en mi casa profanada. Porque los niños de Encarna entraron en mi casa y en mi dormitorio… Qué sinvergüenzas. Ya no se respeta nada.

Escucha, el vecino de al lado vuelve a poner música.

Me gusta la música que escucha.

La puerta del piso de Gustavo se cerró tras de sí y ella se quedó unos momentos en el descansillo, simplemente respirando hondo, sintiendo cada centímetro de su piel viva y ardiendo.

Su vientre pulsaba, como si poseyera vida propia y aún acogiese el cuerpo de Gustavo dentro del suyo.

Ahora sólo deseaba llegar a casa y meterse en la cama para disfrutar de la dulce flacidez que inundaba sus extremidades y dejarse llevar por la nube en la que se había convertido su cerebro.

Algunos pensamientos se entrometían en su estado de placidez, pinchándola, arrastrándola hacia la realidad: había que recoger la ropa, que seguro que los niños no lo habían hecho. Y cocinar y congelar la comida de la semana… Pero eran pensamientos pequeños y ligeros, saltarines, que al poco eran arrastrados por el vendaval del bienestar que la llenaba por entero y por los vapores del alcohol.

Subió las escaleras muy despacio. Ya desde el entresuelo oyó el jaleo. Álex y Sandra continuaban gritándose.

Abrió la puerta del piso y le extrañó que Bonito no saliera a recibirla. A veces tenía la impresión de que continuaba a su lado y cuando recordaba que ya no estaba allí, la invadía un deje de tristeza. Hasta que le faltó, no se dio cuenta de lo mucho que Bonito la acompañaba. Era el único que la recibía con alegría cuando llegaba a casa, el que correteaba alrededor mientras cocinaba, el que daba saltitos de contento y la miraba con ojillos brillantes cuando sabía que iba a sacarlo a pasear. Seguro que hubiese sido el único que, con su olfato privilegiado, podría haber descubierto los rastros de sexo en su piel y el aura de nueva felicidad que llevaba consigo alrededor, como el aroma de un perfume caro, de esos que no se van así como así, y que aun después de haber pasado todo un día, al meterte en la cama se percibe un sutil aroma rodeándote y trasladándote a otro mundo.

Cuando Encarna entró en su piso, Álex y Sandra estaban en el salón y, como si se tratase de un fantasma que atravesara la habitación, ni siquiera la miraron.

Encarna se dirigió hacia la cocina y la galería.

Como imaginaba, la ropa seguía tendida. Seguro que habría absorbido parte del olor a fritanga que impregnaba el patio interior. Había que poner una lavadora. Y en el salón continuaba la montaña de bragas, calzoncillos, camisetas, camisas, pantalones… esperando a ser colocada y planchada.

Recogió la ropa del tendedero y la fue doblando primorosamente sobre la misma lavadora.

Sacó un par de fiambreras del congelador y las dejó sobre el mármol de la encimera.

Atravesó el salón, ignorando a sus hijos, y se metió directamente en el baño.

Se duchó y después de lavarse la cabeza buscó una crema de su hija para el cabello y se la aplicó como una mascarilla. Mientras hacía efecto, se puso otra crema en los pies y en las manos. Cuando acabó, no quedó satisfecha con el resultado y rebuscó en el estante de Sandra alguna laca de uñas que le gustase. Se cortó y se repintó las uñas de los pies con una laca roja y brillante, como la sangre.

Entonces se sintió más a gusto y por fin salió del baño y en vez de dirigirse hacia la cocina, fue hacia la puerta de la casa.

—Adiós, chicos.

La puerta se cerró tras ella.

Sólo entonces repararon en su madre.

Gustavo fumaba en la cama.

Era su casa y hacía lo que le apetecía: fumar en la cama.

Hacía mucho tiempo que había perdido la costumbre y ahora disfrutaba del reencuentro con antiguos gestos y viejos placeres. Del placer del tabaco cuyo aroma se mezclaba con el de la mujer a la que se había comido.

Había disfrutado de un sexo sin más complicaciones que la de intentar no caerse de la cama en los momentos más apasionados. Y estaba muy bien volver a recuperar viejas costumbres como esas: follar por follar y fumar en la cama.

Apoyó el cigarrillo sobre la mesilla sin importarle si dejaba una marca o no sobre ella, y alargó el brazo para beber de un vaso de whisky.

La mujer se había acabado el suyo y a él aún le quedaba un dedo.

Se lo bebió despacio, saboreándolo como había saboreado a la mujer. Y después se incorporó para alcanzar la última onza de chocolate que le quedaba.

Y sumergido entre sus propios vapores de bienestar se durmió, con el sabor del chocolate, el whisky y la mujer aún en la boca.

Hasta que un timbre le arrancó del sueño.

Le costó recordar de dónde procedía el sonido y luego dónde había dejado el móvil.

Cuando por fin lo encontró, la pantalla le mostró el rótulo de «Número oculto».

—¿Gustavo? —preguntó una voz femenina.

—¿Sí?

—Juan quiere que le devuelvas lo suyo.

Le pareció que se trataba de la mujer de la barra del club, pero no estaba seguro.

—¿Aún lo tienes?

—Pues claro.

—Y quizás te ofrezca otro trabajo…

—Aún me debe el anterior —lo interrumpió él.

—Yo de eso no sé nada. Ya se lo dirás tú… Escucha, esta noche, sobre las ocho, en la dirección que te doy. Toma nota.

—Un momento. Sí… dime… Ya lo tengo. En Sitges, la avenida de Navarra… Sí… —Gustavo escribió con rapidez.

—A las ocho.

—Ajá.

—Sé puntual.

—Siempre lo soy.

La mujer colgó y Gustavo permaneció unos segundos con el móvil en la mano. Dejó la nota sobre la mesa y se asomó al balcón.

A esas horas había mucha gente por la calle. Todos los que se levantaban tarde y tenían algo que comprar parecían ponerse de acuerdo para salir en el mismo instante.

«Un momento. Ese coche azul en la calle Ecuador, ¿no lleva dos días ahí aparcado? ¿Hay alguien dentro?»

A Gustavo le pareció distinguir una sombra en su interior. Pero desde allí no podía verlo con claridad.

Respiró hondo y se tranquilizó. Enseguida se desharía del paquete de Juan.

«Sitges», pensó.

Esta vez alquilaría un coche.

Había una empresa que los alquilaba acá al lado, a unos cincuenta metros de su casa. Eran serios y baratos, y no se trataba de una de esas grandes franquicias que tan poca gracia le hacían.

Gustavo encendió el ordenador, abrió Google Maps y localizó la dirección que le habían dado.

No fue el único.

Enfrente, a unos ochenta metros, en un coche de la calle Ecuador, Gerard acababa de apuntar en una vieja libreta la misma dirección.

«¿Juan? —se preguntaba—. ¿Qué Juan? ¿Y qué es “lo suyo”?»

Gerard supo que esa noche él también acabaría en Sitges.

Emilio abrió la puerta de la oficina. Había tenido que usar sus propias llaves porque se la había encontrado cerrada.

Al entrar, un olor a cerrado y a sudor rancio se le echó encima envolviéndolo como una manta vieja y pringosa.

Su jefe, Pau, lo había llamado por la tarde. Emilio había decidido apagar el móvil y cuando lo encendió, se encontró con su mensaje en el contestador. No se oía muy bien pero entendió que quería verlo y reunirse con él urgentemente en la oficina.

Así que se encaminó hacia allá.

La puerta del despacho de su jefe estaba abierta de par en par y sobre la mesa se encontró, tumbado o dormido o semiinconsciente, al propio Pau. La chaqueta estaba en el suelo, hecha un gurruño; la camisa que vestía, medio desabrochada.

Emilio se dirigió hacia el cuerpo.

Pau roncó ruidosamente. Y el primer ronquido fue seguido de otro aún más fuerte que resonó contra los cristales como si se tratase de un arma de destrucción por ondas acústicas.

El jefe olía a sudor y tenía toda la pinta de haber dormido allí y no haberse cambiado desde el día anterior. Al acercarse también descubrió un tufo a alcohol y a rancio, como el de los viejos.

—¿Pau?

El cuerpo inerte no dio señales de haber advertido la pregunta.

—¿Pau? —repitió.

Emilio fue hacia el lavabo y llenó un vaso con agua fría. Lo dejó sobre la mesa dudando si echárselo encima. Por fin, decidió zarandearlo hasta que abrió los ojos.

—¡Pau! ¿Estás bien?

Intentó levantarse sin éxito.

Emilio lo ayudó a incorporarse.

—¿Qué haces tú aquí? —farfulló.

—Me has llamado… Bueno, me has dejado un mensaje en el contestador —se corrigió.

Pau pareció, al fin, darse cuenta de dónde se encontraba.

—¡Mierda!

A duras penas se levantó. Buscó con su mirada vidriosa el lavabo y se dirigió tambaleante hacia él.

Emilio se quedó en su despacho. Observó una botella vacía de Chivas en la papelera y otra, casi acabada, en el suelo, junto a un charco maloliente y un preservativo usado. La noche del sábado parecía haber sido brillante.

Mientras oía que su jefe tiraba de la cadena en el baño, abrió una ventana para ventilar la oficina.

Hacía casi dos años ya le había pasado algo parecido. En aquella ocasión era de noche. También lo había llamado y le había pedido que viniera con una voz pastosa y arrastrada.

Entonces se lo había encontrado tirado en el portal, muy borracho pero no tanto como para no poder mantenerse en pie. Lo había tenido que acompañar hasta su casa; a ratos, prácticamente lo había llevado a rastras, otros, se apoyaba en él como si se tratase de un bastón.

Emilio se había preguntado muchas veces qué tipo de amistades tendría Pau para verse obligado a acudir a él. En ocasiones pensaba que no tenía ni un solo amigo, ni siquiera un conocido en el que confiar, y que él, su trabajador de confianza, era el único con quien se atrevía a mostrar su estampa de perdedor. El único al que cuando estaba tan borracho y puesto de todo, podía llamar para pedirle ayuda.

Aquella lejana noche Emilio descubrió que Pau no sólo era un alcohólico, sino también un adicto a la cocaína.

En su casa su jefe no sabía muy bien lo que le decía. A ratos se había mostrado acelerado y a otros, cansado y medio muerto; también farfulló palabras sin sentido. Recordaba que le habló de la puta de su mujer y de su hijo. Él siempre la llamaba así, «la puta de mi mujer», aunque hiciera años que no fuera su mujer sino su exmujer. Le explicó que ella sólo pretendía esquilmarlo, sacarle hasta el último euro y arruinarle la vida. Le contó que estaba obligado a pasar una pensión de ciento cincuenta euros a su hijo. A Emilio le pareció una miseria y se le escapó un «¿Y no te parece muy poco?». Pau se había carcajeado y le había contestado balbuceando que «¿Qué coño va a necesitar? ¡Si el colegio es gratis!». Así descubrió Emilio que Pau había tenido un hijo que no le importaba nada y del que nunca hablaba con «la puta de su mujer».

Emilio también recordaba que Pau había terminado vomitando en una farola y le había manchado el bajo de sus pantalones. Recordaba que le dio por llorar y por reír.

Y desde aquella fatídica noche en la que lo ayudó a volver a casa y lo dejó en su cama durmiendo la mona, todo había ido de mal en peor.

Emilio pensó que quizás, ya que lo había ayudado, lo respetaría más.

Pero ocurrió justo lo contrario.

Ahora había visto su auténtico yo; la parte de Pau Blanc que quería ocultar. Y desde entonces las cosas se habían puesto aún peor en la oficina.

Aquello había coincidido con su depresión por lo de Sol, y desde ese momento su cuesta abajo se aceleró como una bola de nieve cayendo por una escarpada pendiente.

Maldita época aquella que había empezado ayudando a un Pau borracho.

Y ahora, ahí estaba de nuevo la parte oscura de su jefe. Y de nuevo Emilio estaba ahí delante para verlo.

Sólo que ahora, ¿qué podría ir peor?

Emilio se dirigió hacia su propia mesa y se sentó sobre ella.

Oyó a Pau vomitar en el baño.

Hacía poco había decidido matarse. Pero no lo había hecho.

Y sentía como si aquello significara una nueva oportunidad. Las cosas habían cambiado desde entonces. No sabía bien por qué, pero ahora se tomaba todo de otra manera. Como si una vez alcanzado el fondo de un pozo muy oscuro ya no quedase más camino que el de ascender hacia la luz.

Le dio por pensar que quizás lo había conseguido: se había matado en aquella bañera y no se había enterado. Quizás ya estaba muerto. Porque ahora contemplaba el espectáculo con una tremenda frialdad. Como si fuera un espíritu alejado de las preocupaciones terrenas de los mortales. ¿Qué más daba todo lo que ocurriera ahora?

Hacía casi dos años, la primera vez que un Pau borracho lo había llamado, se había preocupado por la empresa y por su jefe, por la persona que había debajo de aquella máscara.

¿Y ahora? Ahora simplemente esperaba a que saliese del baño.

Emilio dirigió la mirada hacia el despacho de su jefe.

Sabía la combinación de la caja fuerte, sabía qué días se depositaba allí dinero en efectivo y cuáles no había casi ni un euro. Sabía dónde estaban los libros de cuentas de la caja B. Sabía dónde estaban los archivos y los programas de esa doble contabilidad.

Sabía que en pocos días Pau cerraría el acuerdo con la Consejería y que luego entregarían unos cuantos falsos estudios firmados por falsos consultores. Sabía que habría un importante intercambio de efectivo. Sabía que podría hacerlo coincidir con el día de cobro. El cobro en B, se entiende. Porque todos tenían una parte del sueldo en negro.

Escuchó que Pau tiraba de nuevo de la cadena y a continuación abría el grifo y dejaba correr el agua. Suponía que se estaría lavando, echándose agua por encima. Espabilándose.

—¿Necesitas ayuda? —le gritó.

Pau no le contestó. Quizás no le había oído.

Cuando por fin salió del baño, estaba ojeroso, con los ojos aún más brillantes que cuando había entrado.

—¿Estás bien?

Pau meneó la cabeza con un gesto que Emilio no supo interpretar si se trataba de una negación o de una afirmación.

—¿Quieres que te acompañe a tu casa?

Un «No» profundo y oscuro salió de la garganta de Pau.

Emilio contempló a su jefe.

—Es lo mismo, Pau. Te acompaño.

—No —murmuró.

—Di lo que quieras. Te acompaño a casa. No hay más que hablar.

Volvía a encontrarse con la parte más oscura de su jefe.

Pero ahora sabía que ya nada malo podría pasarle.

Gustavo no tuvo dificultades en dar con la dirección de Sitges. Se encontraba a las afueras del pueblo, no demasiado lejos del enorme campo de golf que ponía punto y final al núcleo urbano.

Condujo despacio el Seat Ibiza rojo alquilado a lo largo de la avenida de Navarra. Se iba fijando en los números de la calle. Dejó atrás una iglesia y contempló con curiosidad los chalets, bloques de apartamentos y pareados que parecían pertenecer a familias muy normales. Sólo algunos edificios daban la impresión de acoger a alguien realmente adinerado.

Aquello no le parecía propio de un individuo como Juan. Más bien se trataba de una zona vacacional o de segundas residencias de los afortunados que podían permitírselo en esos tiempos de crisis.

Al llegar al número de la calle que le habían indicado se encontró con un chalet rodeado por un enorme jardín y una valla alta encalada. Las buganvillas y las palmeras del interior asomaban a la calle. La finca era más grande que la de los vecinos y el edificio, por lo que se veía, casi podía considerarse una mansión. Si bien poco tenía que ver con las mansiones del Mariscal que había conocido. Si Juan iba a ser su nuevo jefe, aquello no alcanzaría el mismo nivel. Ni mucho menos.

Gustavo contempló la entrada vigilada por una cámara de seguridad. Aparcó muy cerca de ella. Recogió la bolsa de basura que contenía la del DIR y se encaminó hacia la puerta.

Al salir del coche escuchó los acordes musicales de una cancioncilla de moda procedentes del jardín. Para las notas musicales, como para las buganvillas, la tapia no suponía una auténtica frontera.

Se dirigió hacia el portero automático y pulsó el botón.

—Soy Gustavo, traigo algo para Juan. Me está esperando.

Nadie le contestó. Tan sólo un murmullo eléctrico parecía indicarle que el cacharro funcionaba a la perfección.

Esperó durante casi un minuto y volvió a llamar.

Por fin, una voz impersonal le pidió que esperase unos momentos.

Gustavo afinó el oído y oyó, bajo el sonido de la música pachanguera, conversaciones lejanas, risas y chapuzones en lo que supuso que sería una piscina.

Recordó las fiestas del Mariscal. El estómago se le puso duro como una piedra.

Aquellos ruidos se le parecían demasiado.

Finalmente la puerta se abrió.

La chica de la barra, la que le preparó el bocadillo con pimientos en el club, lo miraba sonriente.

—Hola, pasa.

Gustavo dio un paso al frente. El jardín olía a las flores de primavera que para entonces, al atardecer, desprendían sus más intensos perfumes. Un camino de gravilla blanca conducía hasta el garaje. La mansión tenía dos plantas y un tejadillo que probablemente albergaría una buhardilla. Poseía un aire americano, con arcos de ladrillo adornando las puertas y ventanas.

A la derecha, más que ver, se adivinaba una piscina. De allí provenían la música, las voces y el sonido de las zambullidas. Gustavo vio a una mujer en biquini riendo frente a un tipo esmirriado que vestía vaqueros y una camisa blanca de manga larga.

—¿Y Juan? —preguntó a la chica.

—Ahora está ocupado.

—Sólo se lo entregaré a él.

Ella se rio.

—Ya lo supongo. No sufras —ironizó—. Sólo tendrás que esperarlo un poco.

La chica lo acompañó hasta una puerta lateral que conducía directamente a un salón de la casa.

—Espera aquí. Vendrá enseguida.

Gustavo echó un vistazo alrededor. El salón estaba presidido por la enorme pantalla de un televisor. Todo estaba decorado con un dudoso estilo colonial.

—Si tienes sed, prepárate algo. —La chica le señaló un mueble bar.

—Me comería un bocadillo con pimientos… —bromeó él.

—Ja, ja, ja. Pues ahora va a ser que no.

—Podría comerme otra cosa aún más sabrosa y apetecible. —Le lanzó una mirada lo bastante elocuente.

—Me parece que eso tampoco… Anda, sé bueno y espera un poquito, ¿vale? Juan vendrá enseguida.

La chica se escurrió por la puerta que daba al jardín y Gustavo se dirigió hacia el mueble bar. Dejó la bolsa al lado y descubrió que Juan, al menos, sí que tenía buen gusto para los whiskies.

Tomó una botella de Lagavulin y se preparó un vaso. Mientras escanciaba la botella oyó gemidos en la planta de arriba. Alguien follaba con alguien. Y la mujer gritaba escandalosamente.

Gustavo se acercó al ventanal que se abría al jardín. Saboreó un trago del whisky y su sabor ahumado y cálido le ayudó a sentirse bien. La música lo envolvía y sin querer empezó a llevar el ritmo con el pie.

Observó interesado a la chica que charlaba con el tipo esquelético. Una rubia pálida con dos tetas increíbles. Su mirada se deleitó en la contemplación de sus pezones erectos y la exagerada uve que formaba el exiguo biquini en su escote. Probablemente aquello era pura silicona, pero qué más daba. Después se dedicó a la contemplación de su culo. Muy bonito también, pero no tan llamativo como las tetas.

El hombre delgado hablaba con ella sin mirarle el cuerpo. Eso le hizo gracia a Gustavo. Ningún macho se mostraría tan relajado junto a una hembra como aquella.

Por fin, Juan apareció junto a la pareja y se dirigió hacia el salón. Intentó una sonrisa pero le salió una mueca. No era de los que sonreían; era un tipo serio que, por lo que parecía, no sabía vestir. Llevaba unas bermudas y una camisa de manga corta. Calzaba unas chancletas de goma.

—Juan. —Gustavo inclinó ligeramente la cabeza a modo de saludo.

—Me alegra verte bien. ¿Y la herida esa que te hiciste?

A Gustavo le agradó que le preguntase por ella. Quizás sería un buen jefe. Al menos fingía bastante bien su preocupación por él.

—Fue poco más que un rasguño. Ya está casi bien… —Le escoció el recuerdo de Gabi y se apresuró a sepultarlo en el fondo de su conciencia.

Gustavo señaló la bolsa de basura.

—Ahí lo tienes.

Juan se dirigió hacia el mueble bar y abrió la bolsa. Sacó la del DIR y contempló su interior.

Su rostro anguloso se iluminó.

—Bien —se dijo—. Muy bien.

Entonces se volvió hacia Gustavo.

—Me habían hablado bien de ti y tenían razón. Espera un momento…

Juan tomó la bolsa del DIR y se marchó por la puerta que conducía al interior de la casa. La chica seguía follando en la planta de arriba y sus gemidos sonaban aún más falsos. Gustavo se acercó de nuevo a la ventana. Aunque aún quedaba suficiente luz del sol, encendieron las luces del jardín.

Dio un nuevo sorbo al vaso de whisky y entonces lo vio.

Apareció por donde había llegado Juan y se encaminó hacia el tipo delgado.

—¡Eh, tú! —gritó el hombre dirigiéndose a alguien que quedaba fuera de su ángulo de visión.

Gustavo dio un paso atrás para ocultarse entre las sombras del salón.

Aquella voz la hubiera reconocido entre mil.

Aquella voz ronca era la del Mariscal.

Si sólo lo hubiera visto, hubiese tenido que mirarlo dos veces para reconocerlo. Porque era él pero parecía alguien diferente.

Allí seguía estando su piel morena, su barriga y sus piernas gruesas y fuertes, pero ahora se había dejado barba y bigote, y el pelo lo llevaba echado hacia atrás, peinado con gomina. Usaba gafas, unas gafas muy modernas de pasta, y todo su cabello era cano, absolutamente blanco. No quedaba rastro de su pelo negro azabache teñido; pero allí continuaban su nariz ganchuda y los huesos de la frente y las mejillas tan marcados.

Vestía una camisa de manga larga y pantalones chinos con pinzas. También había desaparecido su sempiterna cadena de oro al cuello.

Parecía un europeo, un español. Podría pasar por uno de esos hombres maduros de negocios al que las cosas le van bien.

El vaso de whisky le tembló en la mano.

El Mariscal lo miró. Sus ojos oscuros refulgieron bajo las gafas de pasta intentando discernir la figura que acechaba entre las sombras.

Gustavo dio un paso al frente y buscó su mirada.

Comprendió que lo había reconocido y entonces levantó su vaso en un brindis invisible. Le sonrió.

«Me debe la vida, gonorrea. Estuve con usted en lo de Cali. Estuvimos juntos por años. ¿Y ahora qué? Mira hacia otro lado y me olvida, ¿no?»

El Mariscal dirigió unas palabras al hombre delgado y los dos desaparecieron de su vista.

Entonces Juan volvió al salón.

—Lo prometido es deuda.

Gustavo se bebió de un solo trago lo que le quedaba del whisky y alargó la mano para recoger el fajo de billetes que le estaba entregando. Le pareció algo más de lo acordado.

—Una propina, por las molestias —le aclaró Juan.

Gustavo lo dobló ceremoniosamente y se lo metió en el bolsillo.

—Ha sido un placer hacer negocios contigo.

Gustavo no se molestó en contestarle y en completo silencio se dio la vuelta y salió al jardín.

—Te llamaré en cuanto te necesite de nuevo.

Gustavo se volvió y asintió con un gesto de cabeza que Juan interpretó como un «de acuerdo» y que en realidad significaba «ahora da igual».

Se dirigió directamente hacia la entrada. El camino de gravilla estaba flanqueado por luces a ras de tierra que, como a un avión en el aeropuerto, le indicaban el camino a seguir.

Él mismo abrió la puerta y la cerró a su espalda.

En la calle respiró hondo del aire de la noche que, al contrario que en Barcelona, olía a flores, a fresco, a hierba y a mar.

Se dirigió con andares cansados hacia el coche y cuando se sentó ante el volante dejó caer la cabeza y dio un puñetazo al salpicadero.

Tardó unos minutos en tranquilizarse y arrancar, y cuando lo hizo no se fijó en el cochecillo azul que lo seguía.

Era de madrugada cuando Álex regresó a su casa.

Unos pocos coches circulaban por la calle. Las drogas legales e ilegales causaban efectos contrarios en los conductores. Algunos corrían a más velocidad de la permitida, otros se desplazaban indolentemente por la ciudad. A veces desde alguno de ellos se escapaban notas de coplas o de música máquina a todo volumen.

Álex aún continuaba fumado y su espíritu tenía razones para flotar en un completo estado de serenidad. Por fin había conseguido liquidar su deuda con el Negro. Vale, había tenido que venderle hasta su propio portátil, pero había valido la pena.

Ahora podría volver a empezar, desde cero. Tendría más cuidado. No confiaría en nadie y vigilaría a su hermana. No volvería a guardar nunca más el material en su habitación. De momento usaría algún escondrijo en la casa de la vecina muerta, y luego, algún sitio más seguro. Ya pensaría dónde. Lo pensaría cuando tuviera la cabeza un poco más despejada.

Rebuscó las llaves en el pantalón de los vaqueros y abrió la puerta del portal.

Justo en ese momento reparó en una sombra que pareció surgir de la nada y que, a su lado, fingió el gesto de buscar algo en su bolsillo.

Sujetó la puerta con la mano para que no se cerrase.

—Gracias, chaval.

Álex sólo prestó la justa atención a aquel hombre bien vestido, con barba y cabellos blancos, que entró detrás de él. Se dirigió hacia el ascensor y lo llamó pulsando el botón.

El hombre pasó a su espalda para subir por las escaleras. Álex ni siquiera le dio las buenas noches. El otro tampoco dirigió la palabra a aquel adolescente que olía a marihuana.

Álex, con su mente en modo retardado, tardó un poco en darse cuenta de que el ascensor no funcionaba. Volvió a apretar el botón y, viendo que no oía ningún ruido eléctrico, lo pulsó de nuevo. Y luego otra y otra vez.

«Mierda —murmuró entre dientes—. Seguramente alguien se ha dejado la puerta abierta en algún piso». Empezó a subir las escaleras con la misma lentitud de los osos perezosos.

El Mariscal permanecía junto a la puerta de Gustavo. Procuró no hacer ni un mínimo ruido. Había sacado una pistola de su americana y ahora estaba montándole el silenciador.

De pronto, escuchó el sonido de unos pasos acercándosele. Se volvió hacia ellos.

Álex alcanzó el entresuelo. El hombre del pelo blanco estaba junto a la puerta del vecino de abajo.

La mirada de Álex resbaló sobre él casi sin verlo. Pero algo brillante captó su torpe atención.

Juraría que era una pistola. Una pistola muy alargada que acababa de esconder detrás de su cuerpo.

Sus lentos reflejos le impidieron mostrar sorpresa alguna.

Continuó subiendo las escaleras como si no hubiera visto nada y al pasar al lado del hombre musitó un «Buenas noches» como si fuese lo más normal del mundo.

El Mariscal dio las buenas noches al sardino.

Lo observó subir unos escalones más y se preguntó si habría visto su rostro. Si ese chaval fumado sería capaz de reconocerlo.

Ante la duda, sacó la pistola que había escondido y lo apuntó.

Álex subía las escaleras tambaleándose y preguntándose si lo que le había parecido ver sería real o no.

El Mariscal retiró el seguro y… la luz de la escalera se apagó.

—¡Mierda! —exclamó Álex.

Y con la seguridad de quien conoce su casa por haberla recorrido veinte mil veces, continuó subiendo a oscuras, a ciegas, con la misma tranquilidad de antes.

El Mariscal tanteó la pared en busca del interruptor de la luz, pero no encontró más que una pared fría y desnuda.

Cuando por fin dio con uno, lo pulsó y en vez de encenderse la luz tal y como esperaba, sonó un timbre.

Álex llegó a su piso. Aún a oscuras, tanteó la cerradura, metió su llave, abrió la puerta y entró en su casa.

El sonido del timbre sobresaltó al Mariscal y lo obligó a dirigir su atención hacia la puerta de Gustavo y olvidarse del sardino fumado.

Oyó que unos pasos se acercaban a la puerta.

El Mariscal aseguró la pistola y se la metió entre el pantalón y los riñones.

—¿Quién es? —La voz le resultó familiar y le trajo recuerdos del pasado.

—Soy yo, Gustavo.

Apenas un segundo después se abrió la puerta.

—Estaba esperándole. Sabía que vendría.

—Me conoce demasiado bien.

Gustavo hizo un gesto al Mariscal para que entrase.

—Sé que hay asuntos que prefiere arreglar en persona.

—Una cuestión de honor, parcero. Fuimos amigos usted y yo.

—Camaradas. —Gustavo le corrigió.

—Compartimos muchos business, sí… Si usted no nos hubiera hecho caso y hubiese buscado otro piso franco o de arriendo por su cuenta, no le habría encontrado.

—Confiaba en ustedes —lo interrumpió—. Además, sería un lugar seguro, si no le hubiera visto, ¿cierto?

El Mariscal se encogió de hombros.

—Una chimbada… Pero los caminos del Señor son inescrutables.

Gustavo contempló de arriba abajo a su antiguo jefe. Ahora vestía una americana y con ese pelo tan blanco y arreglado parecía más que nunca un honrado y acomodado hombre de negocios.

—¿Quiere pasar?

—¿Para qué? Aquí acabaremos antes.

—¿No dijo que era una cuestión de honor? Pues acépteme un trago. Por los viejos tiempos.

El Mariscal clavó su mirada en la de Gustavo y viera lo que viese en ella, decidió aceptar su invitación.

—Está bien, un trago. Por los viejos tiempos. Será un whisky de calidad, ¿no?

—Por supuesto. Hay cosas que nunca cambian… Un cabrón whisky.

El Mariscal entró en la casa y la puerta se cerró.

Álex descubrió a su madre mirando la tele, en el salón. Todavía no se había acostumbrado a su nueva imagen. Le costaba reconocerla con ese peinado; le recordaba a las fotos antiguas de la familia, esas que hacía siglos que no veía y permanecían difuminadas entre el aire viejo y mohoso de su infancia.

—¿Estás bien, Álex?

Encarna observó la mirada ausente de su hijo. Los moratones casi habían desaparecido y su rostro mostraba un tono amarillo y verdoso. Sobre el arco iris de su piel resaltaba su mirada vidriosa y brillante, y unas pupilas dilatadas que ya conocía de otras ocasiones. Pero por encima de todo ello descubrió un curioso aire ausente, de extrañeza o de miedo.

—¿Estás bien? —repitió.

Álex pareció reparar en ella por primera vez.

—Sí… No…

—¿Qué te ha pasado?

Álex parpadeó.

—Nada… A mí nada. Creo que… Me parece que hay un tío con una pistola en las escaleras —murmuró más para sí mismo que para ofrecer información a su madre.

Las cejas de Encarna se elevaron en un exagerado gesto de sorpresa. Se esperaba cualquier respuesta excepto esa.

—¿Alguien con una pistola en nuestras escaleras?

—Está en la puerta del vecino de abajo, del sudaca.

—¡¿Gustavo?!

El corazón de Encarna se encabritó y comenzó a latir furiosamente.

—No sé cómo se llama…

Su madre se levantó del sofá ignorando los gritos de los contertulios que en la tele se lanzaban improperios.

—¡¿Dónde estaba?! —jadeó.

—En la puerta del vecino, ya te digo —respondió Álex con una frialdad y calma artificial—. Con una pistola larga en la mano.

—¿Estás seguro? —Su madre lo tomó por el brazo.

La mirada de Álex resbaló por la habitación.

—La verdad es que no, mamá. No estoy seguro.

Encarna contempló a su hijo. Le dio una mezcla de pena y coraje verlo así, con aquella cara hecha puré y ese pasotismo en el alma.

—¡Pues vamos a verlo! —Lo arrastró hacia la puerta.

—Pero ¡¿qué dices, mamá?!

—Que vamos a asegurarnos… No querrás que dejemos a un tipo armado por ahí suelto en nuestra escalera.

—Pues cierra la puerta, echa la cadena y llamemos a la policía.

Encarna se planteó, por un instante, la sensatez del consejo.

—¿Estás seguro de lo que has visto?

—No…

Intentó recordar cuál era el número de emergencias, el de la policía de ahora. Se acordaba claramente del 091 antiguo, pero no estaba segura si ahora había que llamar al 080 o al 088. No. Esos eran los bomberos. ¿Dónde tenía la tarjeta del policía cojo? Ese que trajo a Álex el día que le dieron la paliza. ¿Dónde estaba la última guía telefónica que habían repartido? ¿No estaban todos los teléfonos de emergencias en la guía?…

Los pensamientos se le amontonaban en la mente y Encarna saltaba de uno a otro a la velocidad de un rayo.

Todas las posibilidades que se le ocurrían le parecían lentas y absurdas.

—Lo mejor es que miremos y nos aseguremos.

—Estás loca, mamá.

—¿Prefieres llamar tú a la poli mientras yo bajo?

Álex echó un vistazo alrededor.

—¿A la poli? ¡Ni hablar!

—Entonces vamos abajo… —Lo arrastró del brazo—. Ay, qué lástima que no esté ahora Bonito…

A Álex le hizo gracia la imagen de su chucho como fiero perro guardián. Estuvo a punto de soltar una risilla, pero con un esfuerzo, se calló.

Cuando salieron al descansillo las luces de las escaleras estaban apagadas. Reinaba el más absoluto silencio en la finca.

—No hay nadie —susurró Álex en la oscuridad.

—Chis —chistó Encarna—. Vamos… No enciendas la luz de momento…

«¿Has visto, Bonito? ¡¡Dios mío, qué barbaridad!!»

El chucho había estado remolineando entre las piernas del hombre de barba y cabello blancos. Ladrándolo con una muda desesperación.

Y María Eugenia había permanecido en un rincón, apretándose las manos mientras observaba al hombre que había estado a punto de matar al hijo de Encarna. Sin duda el chaval era un sinvergüenza, pero no merecía morir. Ella no quería verlo. No más muertos. Una pistola. ¡Dios mío! ¡Una pistola!

María Eugenia siguió a Bonito hasta el piso de Gustavo.

Bonito ladraba al hombre de la pistola y le enseñaba los dientes saltando a su alrededor.

El Mariscal estaba sentado en una silla con las piernas abiertas y un vaso de whisky en la mano.

Gustavo se encontraba enfrente de él. Su vaso estaba mucho más lleno que el del Mariscal.

—Siempre me gustó usted, Gustavo.

—Pues haberme llamado, qué chévere. No haberme dejado tirado, malparido.

—Una nueva identidad, una nueva vida… Nueva: la propia palabra lo dice. Si se empieza desde cero, no caben los viejos camaradas. Sobre todo cuando había un poli que sabía de usted. —Bebió un poco de whisky.

—Sabe que nunca habría dicho ni una palabra, Mariscal.

—Probablemente. Pero no era sólo usted, era también la sospecha de si le iban detrás…

Gustavo se encogió de hombros.

El Mariscal sacó la pistola y le apuntó.

Gustavo dio un lento sorbo al whisky, dejó el vaso a su lado y se acomodó en la silla sin dejar de mirar a los ojos, fijamente, al Mariscal.

«Oh, Dios mío. Oh, Dios mío».

María Eugenia se retorcía las manos junto a Gustavo.

Bonito continuaba saltando alrededor del Mariscal sin dejar de emitir unos ladridos inaudibles.

María Eugenia observó la pistola.

No se parecía en nada a las de las películas. Esta era muy pequeña, como si fuera de mujer. Y llevaba adaptado un tubo largo que seguramente era un silenciador. Ese sí que se parecía más a los que había visto en la televisión y en el cine.

Contempló el arma. Se concentró en ella. Aquello seguramente sería mecánico, no eléctrico, o no… Quizás… Si ella pudiese…

El hombre de barba y pelo blancos quitó el seguro.

«Dios mío, ayúdame, Dios mío, ayúdame, Dios mío, ayúdame…»

El Mariscal disparó.

Click.

Gustavo abrió los ojos preparado para enfrentarse con el auténtico rostro de la muerte.

La pistola, encasquillada, era sólo un objeto inútil y diminuto perdido entre las manazas del Mariscal. Su rostro expresaba la misma sorpresa que el de Gustavo.

—¡Rrriiinnnggg! —El timbre de la puerta rompió con el silencio de la escena.

—¿Estás bien, Gustavo? ¿Estás bien? —Una voz de mujer se coló hasta el salón.

Gustavo reconoció la voz de Encarna, la vecina de arriba.

El Mariscal desvió su atención un momento, apenas un segundo, al mirar hacia la entrada.

Encarna continuaba golpeando la puerta con varios toquecitos suaves.

—¿Estás bien? —repitió.

Gustavo aprovechó la oportunidad y se abalanzó sobre el Mariscal. Intentó quitarle la pistola de las manos.

Bonito ladró y se lanzó también hacia un Mariscal insensible a sus mordidas. María Eugenia gritó e intentó alcanzar el arma.

Encarna, a oscuras en las escaleras, continuaba golpeando la puerta.

Ahora sí que se oían ruidos procedentes del interior de la casa. Golpes, forcejeos y gemidos entrecortados.

—¿Gustavo? ¿Estás bien? —gritó.

Álex permanecía a su lado con la boca abierta como un pez.

—¡Gustavo! ¿Gustavo? ¡Gustavo!

La pelea seguía en el salón. Se oyó una especie de chasquido: un disparo amortiguado seguido por un grito sordo.

—¿Gustavo?

Encarna miró con horror a su hijo. De pronto, todo fue silencio.

El tiempo se estiró como un chicle.

Unos pasos se acercaron a la puerta.

Encarna, sin darse cuenta, se colocó delante de su hijo, protegiéndolo con su cuerpo.

La puerta se abrió y sobre una lengua de luz apareció la silueta de su vecino.

—¡Gustavo! ¿Estás bien?

Encarna se hubiera lanzado en sus brazos, pero cuando inició el gesto, se frenó. Después de todo Álex estaba allí y Gustavo no tenía cara de querer abrazar a nadie. Más bien parecía llevar sobre su rostro una máscara reblandecida con expresión de cansado desconcierto.

Encarna distinguió, al fondo, en el salón, el cuerpo de un hombre en el suelo.

—Te lo dije, mamá. Te lo dije. Había un tío con una pistola.

Unos gritos rasgaron las brumas del sueño y obligaron a Gabriela a abrir los ojos.

«¡Gustavo! ¡Gustavo!», unos chillidos de mujer sonaban en las escaleras.

El sueño y la realidad batallaron durante un segundo en su mente. Estalló en su cabeza, como empujado por un rayo, el recuerdo del incidente del perro muerto. Y entonces comprendió que lo que había oído era el nombre de su vecino y saltó de la cama.

Salió disparada hacia la puerta, tal cual, con un pijama de raso compuesto por un pantaloncito corto y camiseta sin mangas.

Cuando la abrió, se encontró a Gustavo, jadeante, con el rostro descompuesto, y a la vecina de arriba, diferente, con el pelo de otro color, y a su hijo.

—¿Qué ha pasado?

Nadie le contestó.

Ni falta que hacía. Su mirada se dirigió hacia el interior del piso y tropezó con un cuerpo en el suelo en una extraña posición.

—¿Está muerto? —preguntó mientras avanzaba hacia Gustavo.

Él se encogió de hombros.

Gabriela lanzó una mirada interrogadora a Encarna y Álex, y después se dirigió hacia el cadáver que se encontraba en el salón.

Se acercó con cautela.

Gustavo la siguió y tras él avanzaron la madre y su hijo.

Gabi observó al hombre y de un solo vistazo lo situó en una clase social elevada. Aquella camisa a medida de diminutos cuadritos, el pantalón, el cinturón con la marca de Ferrari grabada en la piel…

«Qué poco gusto». Se agachó y le tocó bajo el cuello.

—¿Está muerto? —preguntó esta vez Gustavo.

—Eso parece.

Gabi volvió el cuerpo con una cierta dificultad para observar la herida que lo había matado.

—No deberías tocarlo. Lo he visto en las películas —le explicó Álex.

—Ella sabe lo que se hace —le contestó Gustavo muy serio.

—¿Eres médico? —preguntó Encarna.

—Más o menos —contestó Gabi sin dirigirle la mirada.

Observó la herida que había dejado un charco de sangre espesa y oscura, y soltó el cuerpo del Mariscal que cayó con un «plof» sobre el suelo desnudo.

Los cuatro se contemplaron expectantes.

—Hay que llamar a la policía.

Gabi miró de reojo a su vecina. Gustavo cerró la boca con tanta fuerza que se le marcaron los músculos de la mandíbula. Álex resopló.

—Mamá…

—Al policía ese cojo.

—Mejor que no. —Gustavo lo expresó con una voz tan firme y sombría que sonó como una amenaza.

—Pero… ¿vino a matarte, no? —Encarna se volvió hacia su hijo en busca de una respuesta.

—Yo lo vi con la pistola, sí… —explicó Álex.

Gustavo se sorprendió. Por un efímero instante pensó en la posibilidad de llamar a los mossos. Había alguien que testificaría que el Mariscal vino a matarlo, que fue en legítima defensa.

—Es cierto que vino a por mí —dijo con seguridad—. Pero… no vamos a llamar a nadie.

Sus ojos negros recorrieron las miradas de los otros tres. Allí nadie iba a llamar a la policía.

Gabriela fue la única que no retiró la mirada y se enfrentó a la suya.

—Por mí está bien. Yo no he visto nada.

Álex se movió con un cierto nerviosismo.

—Yo… Yo… prefiero no saber nada de la poli… Gustavo observó entonces los rastros de una paliza que se mostraban, ahora multicolores, en su rostro. Recordó que lo había visto venir con el cojo y prefirió no saber más. Ya preguntaría a su madre qué tipo de turbios asuntos mezclaban a aquel chaval con un policía.

—¿Encarna? —preguntó Gustavo.

Ella tampoco tenía ninguna simpatía por la ley. Nunca se había sentido amparada por ella. Recordó cuando recién casada había ido a la comisaría a denunciar la primera paliza de su marido. «¿Sólo ha sido eso? Vuelva a su casa y hagan las paces», le dijeron. De eso hacía mucho tiempo. Pero ella no lo había olvidado. Como no había olvidado el peso del cuerpo de Alfredo atado a la bombona de butano.

Encarna tragó saliva. Miró a su hijo y lo interrogó con la mirada.

—Yo no quiero nada con la poli —repitió a su madre.

—Yo tampoco —respiró hondo y continuó—. ¿Qué hacemos entonces?

Sólo contestó el silencio. Un silencio tan pesado como el de la mirada de la muerta que se cogía de las manos en la esquina del salón.

—Yo me ocupo —dijo por fin Gustavo—. Es cosa mía. Vosotros no sabéis nada. Volved a vuestras casas.

—¿Qué vas a hacer con el cuerpo? —preguntó Gabi con tanta frialdad que a Encarna le recorrió un escalofrío. Nunca le había gustado esa vecina tan mona y tan presumida, que ahora más que nunca le daba auténtica aprensión.

En la calle Ecuador, Gerard luchaba con el cañón amplificador.

Había seguido a Gustavo Adolfo toda la tarde. Lo había observado entrar en aquella mansión de Sitges con una bolsa en la mano y salir sin ella. Había escuchado que tenía algo que entregar a un tal Juan y, por lo que parecía, lo había hecho.

Ya en Sitges, en la avenida de Navarra, el cañón le había empezado a dar problemas. Primero había escuchado con claridad la música procedente del jardín y algunas conversaciones intrascendentes. También captó a alguien fingiendo hacer el amor. Pero no fue capaz de dar con Gustavo Adolfo ni con alguna conversación que le proporcionase una pista valiosa.

Y al final comenzó a fallarle. Fueron las malditas pilas. No llevaba ninguna de recambio y por lo que parecía aquel cachivache chupaba energía que era un gusto.

Se vio obligado a apagar el cañón cuando vio salir a Gustavo.

Antes, mientras lo esperaba en la calle, le había dado tiempo de llamar a Yolanda, proporcionarle la dirección de Sitges y pedirle que investigase quién vivía allá. Le rogó que añadiese el nombre de un tal Gustavo Adolfo a sus pesquisas sobre Rosi, el soplón.

—¿Se trata de otro confidente, Gerard?

—No tengo ni idea. Pero no es un nombre muy común. Míramelo, anda. A ver si te sale algo… Algo relacionado con el Mariscal…

—Me tendrás que pagar de alguna manera. —Ella lo había interrumpido y él había tenido unos instantes para decidir no explicarle nada sobre el mañoso que ahora sabía que estaba en Barcelona.

—Te pagaré en carne, cuando quieras.

—¡Qué más quisieras!

Yolanda tenía la virtud de ponerlo de buen humor.

Gerard había observado cómo Gustavo salía de la mansión sin aquel paquete sospechoso. Pero algo debía de haberle ido mal porque también vio cómo, después de entrar en el coche, machacaba a golpes el salpicadero.

Lo siguió de regreso a Barcelona, a través de los dichosos túneles y el caro peaje, hasta llegar a la calle Berlín, y entonces se vio obligado a aparcar un poco más lejos del lugar de costumbre, porque no hubo forma de encontrar otro sitio.

Observó desde lejos que Gustavo Adolfo entraba en el portal del número 109 y entonces conectó el cañón.

Si en Sitges había empezado a fallar, ahora lo hacía casi de forma constante. Cuando apuntaba directamente hacia el balcón de Gustavo, sólo le llegaban algunas palabras deformadas por un zumbido eléctrico.

Pensó en ir al cercano OpenCor a comprar más pilas, pero entonces descubrió al chico al que habían dado una paliza, Álex, llegando al portal, y a un hombre bien vestido, de cabello y barba canosos, que nunca había visto hasta entonces.

Quizás ese hombre tendría algo que ver… Después de todo no estaba usando sus llaves y fue Álex el que le permitió el acceso.

Gerard decidió quedarse y escuchar lo que pudiera. Las pilas se estaban agotando, el zumbido se iba haciendo más fuerte y las palabras se mezclaban con los crujidos eléctricos.

«… chimbada… Pero los caminos del Señor son inescrutables».

«Zzz… Crrrsss… zzzz».

«¿Estás bien, Gustavo?»

«Crrsss…»

«Muerto… muerto».

¡Muerto!

Gerard aguzó el oído. Las palabras se desdibujaban hasta convertirse en murmullos eléctricos ininteligibles.

Observó cómo se encendía la luz del entresuelo, de la vecina de Gustavo, Gabriela. También estaba encendida la del propio Gustavo. Y la de la casa del chaval, Álex. Y… la de la señora Luisa.

Eran casi las cuatro de la madrugada y en aquel edificio todos parecían estar despiertos. Sólo los dos pisos superiores se mantenían con las luces apagadas: el de Emilio, el tío enfermo del albornoz, y el de la muerta.

Algo pasaba y la mierda del cañón amplificador agonizaba entre graznidos eléctricos.

«Muerto». Alguien había dicho «muerto».

Gerard se revolvió en el coche intentando extraer alguna otra palabra al artilugio de La Tienda del Espía.

Debería entrar. Allí dentro estaba pasando algo. Pero ¿qué coño iba a hacer? ¿A quién llamar y para qué? ¿Qué excusa tenía para entrar y buscar a ese «muerto» que le parecía haber oído?

¿Y si avisaba a sus compañeros aunque no supiese nada de lo que estaba ocurriendo? Después de todo los mossos ya estaban acostumbrados a recibir llamadas absurdas: que si mi vecina arrastra los muebles de madrugada y mi madre muerta me espía desde los cables del teléfono.

Gerard continuaba luchando para entender algo coherente en medio de aquel zumbido en el que se habían convertido las palabras del cañón. No despegaba la vista del edificio que de noche aparecía envuelto en un amarillo de mortaja vieja.

Y entonces se encendió otra luz.

Gerard ni siquiera parpadeó cuando contempló el nuevo resplandor de la lámpara del piso de María Eugenia.

Se acababan de encender las luces del piso de la muerta que encontraron con la cabeza abierta.

Gerard rebuscó su móvil en el bolsillo y marcó el número directo de la comisaría.

—Buenas noches, mi nombre es Gerard Tauste, estoy en Berlín, 109 —comenzó—, y…

—Un momento por favor —le interrumpió una voz impersonal. Después de algunos segundos, continuó—: Ya tenemos un aviso para esa dirección, en breve llegará una patrulla.

Gerard farfulló unas palabras y colgó.

Abrió la puerta del coche, se giró en el asiento, se levantó con los brazos la pierna mala y la apoyó en la acera.

Maldijo entre dientes mientras salía del automóvil, y después se dirigió hacia el portal.

No conocía a ninguno de los dos mossos que llegaron en el coche patrulla. Cuando se acercó a ellos, se presentó con prisas. Los dos policías parecían cansados y no le hicieron demasiado caso.

—¿Por qué os han llamado? ¿Se trata de un homicidio?

—No, qué va —le contestó el más joven con mirada de besugo.

El otro mosso lo ignoró y en el telefonillo pulsó el botón del 1.° 2.ª, el piso desde el que habían recibido el aviso.

—¿Luisa Martí? —preguntó.

Así que era ella quien les había llamado. Gerard recordó el rostro de la anciana. Era la que le había parecido más inteligente de todo aquel grupo de vecinos.

Su voz se coló por el interfono, pero tan deformada que no comprendió lo que decía.

En cualquier caso les abrió la puerta y entraron en el edificio.

Se oían voces en la escalera. Gerard miró hacia arriba y creyó distinguir algunos cuchicheos.

Se dirigió junto con los mossos al ascensor, que tardó una eternidad en bajar.

Después subieron traqueteando hasta el primer piso, tan lentamente que Gerard pensó que andando habrían podido hacer tres o cuatro veces aquel recorrido.

Cuando por fin salieron al rellano, lo primero que vieron fue a Encarna y a su hijo que se quedaron mirando con rostros desencajados a los policías. Gerard se fijó en la vecina de abajo, esa chica preciosa, Gabriela. Y junto a ella el sudamericano: Gustavo Adolfo. Estos dos últimos parecían relativamente tranquilos.

En el dintel de la puerta, retorciendo entre las manos un pañuelo, estaba la señora Luisa.

Ella vestía una falda de paño grueso y un jersey verde de lana fina. Tenía los ojos humedecidos y rojos a causa el llanto.

—¡Muerto! ¡Está muerto! —sollozó.

—¿Quién? —preguntó ansioso Gerard.

—Mi marido, Zosi… Zósimo. ¡Ay, Dios mío!

Los dos mossos pasaron al piso de doña Luisa. Gerard se quedó afuera unos segundos, contemplando a aquellos vecinos. Unos vestidos, otros en pijama, pero todos ellos mirándolo torvamente como si cada uno de ellos tuviera algo que ocultar.

—Buenas noches. —Recorrió sus rostros con la mirada buscando algo que leer en cada uno de ellos y, después, siguió a los mossos al interior del piso de la anciana.

Gerard se moría por fumar un cigarrillo. Creía que lo llevaba relativamente bien y que fumar ya formaba parte del pasado, de esa otra vida que ahora le parecía tan lejana y ajena. Pero en momentos como aquel le apetecía más que nunca sentir un pitillo entre los dedos y llenarse los pulmones de ese humo seco que los dejaría renegridos y pringosos como el alquitrán.

Amanecía en Barcelona. La calle Berlín se libraba del manto de la noche y comenzaba a cubrirse de un tono dorado. El resplandor del día hacía a un lado a las tinieblas.

Gerard permanecía en la calle, junto al portal, dudando si marchar a su piso o irse a comprar pilas nuevas y entonces regresar al coche a espiar a todos aquellos vecinos que por fin habían terminado por volver a sus casas.

Todos le habían parecido sospechosos. Encarna y su hijo evitaban el contacto visual, como si no fuese la misma persona que ayudó al chaval el otro día. Gustavo, ahora que lo tenía cerca, le parecía demasiado tranquilo. Él y Gabriela mantenían su mirada, pero lo hacían de tal manera que le había dado la sensación de que eran los dos, y no sólo el sicario del Mariscal, los que le ocultaban algo. Si hasta la pobre señora Luisa le había parecido diferente. Como si lo observara con recelo. Con mucho recelo.

El día y la noche habían sido demasiado largos. Quizás estaba cansado y su mente imaginaba miradas esquivas y encontraba secretos en todos sitios. Quería volver a casa y tumbarse en la cama, y dejar la pierna tranquila y dejarse llevar por un sueño blanco que le hiciera olvidarse de todo.

Un anciano muerto. Había sido un simple anciano muerto de viejo.

«Noventa y tres años», dijeron. «Tenía alzheimer», explicó la pobre viuda.

Los vecinos curiosearon desde los rellanos y dieron el pésame a la anciana. Sólo cuando estaba a punto de marcharse, Álex, el chaval al que había ayudado cuando le dieron la paliza, se acercó a él para preguntarle por la vecina de arriba.

—¿Sabéis ya qué le pasó a la muerta?

A Gerard le extrañó que ninguno se lo hubiera preguntado antes. Dudó un instante si debía seguir manteniendo su mentira y explicarles de nuevo que aún lo estaban investigando. Al fin, decidió que era absurdo; después de todo, todos le conocían y le tomaban por un policía en activo. Si quería saber algo, siempre tendría la puerta abierta.

—Fue un accidente. —Se quitó un peso de encima al decirlo—. Parece que se dio un golpe con la puerta de uno de los armarios de la cocina y se hizo un corte profundo. Se debió de marear y se sentó en la butaca. Allí debió de perder el conocimiento y se desangró. Murió sin sufrir —añadió para darse cuenta de que al chaval aquella información probablemente le importaría una mierda.

—¿Lo han investigado? —Álex evitaba su mirada en todo momento.

—Sinceramente… No. Es lo que apuntan todos los indicios que encontramos en el piso.

—¿Han ido al piso a investigar? ¿Van a volver?

Álex parecía demasiado ansioso por conocer los detalles.

—No. No hemos vuelto al piso de la muerta. Ni vamos a volver —le aseguró.

Le dio la impresión de que le acababa de dar una buena noticia. Tanto interés por la muerta y su piso también le pareció sospechoso. Se preguntó por un momento si ese chico quizás usaría la casa de la vecina para llevarse allí a su novia.

Los demás continuaron rondando un rato por las escaleras antes de volver a sus pisos respectivos. Durante todo aquel tiempo a Gerard le había parecido que había algo más rondando en la escalera. Una presencia densa y pesada como un secreto.

La muerte de aquel anciano nada tenía que ver con Pep ni con el Mariscal. Nada que ver con Gustavo Adolfo, ni Sitges, ni la bolsa sospechosa.

Gerard estaba cansado, tan cansado… Doblaba y desdoblaba mecánicamente un envoltorio de chicle entre las manos.

Había visto a todos los vecinos excepto a Emilio, el hombre delgado del albornoz, y la hermana del chaval, Sandra, aquella chiquilla tan guapa. ¿Por qué todos le habían dado la impresión de esconder algo? Como si fuesen culpables de vete a saber qué.

Gerard tampoco había visto al hombre de cabello blanco. Supuso que estaría en alguno de los pisos.

Suspiró. No había nada extraño en la muerte de un anciano. Y sin embargo todo le chirriaba, como si no acabara de encajar.

Y ahora, allí abajo, con ganas de encender un cigarrillo y volver a contaminar sus pulmones, Gerard contemplaba el amanecer de la ciudad dudando si ir directamente al OpenCor a por las pilas o a su casa, donde le esperaba una bendita cama.

Emilio se despertó antes de que sonase la alarma del despertador con la sensación de haber pasado una noche plagada de pesadillas.

Nunca recordaba sus sueños pero era como si aún no se hubiera podido desprender de la peste de los vómitos de su jefe y como si unos pasos cautelosos resonaran todavía en su mente adormilada.

Necesitó una ducha bien larga para espabilarse y salió de ella envuelto en su albornoz y en frescos deseos de una nueva vida.

Ya nada sería igual. Nada estaba resultando de la misma manera. Por primera vez en su vida tenía la sensación de que él manejaba los hilos.

Se preparó un buen desayuno y mientras devoraba unos cereales rellenos de chocolate, de una variedad que nunca antes se habría atrevido a comprar porque le parecía infantil, repasó en su mente el plan que había empezado a urdir.

Canturreó «We Are The Champions» de Queen mientras se vestía, y aún tarareaba sus notas cuando salió de su piso al descansillo de la escalera.

Miró el reloj. Era bastante temprano, pero no le importaba llegar pronto. Tenía mucho por hacer.

Llamó al ascensor y volvió a echar un vistazo al reloj. Había tiempo de sobra. Y le quedaba algo por comprobar.

Primero se aseguró de no oír a ningún otro vecino rondando la escalera y luego se acercó con cautela a la puerta de María Eugenia. Prestó atención por si se oía algo dentro, y después la empujó con cuidado.

Se abrió sin dificultad.

El pasillo permanecía en la penumbra. La primera luz del día luchaba contra las sombras.

Avanzó un paso. Y luego otro. La madera del suelo crujió.

Se dirigió hacia el salón.

Su mirada pensaba resbalar, como siempre, por encima del sillón en el que encontró el cadáver de su vecina. Pero en esta ocasión se vio anclada, irremediablemente, al cuerpo que descubrió en él.

Sentado de cualquier modo, en una extraña postura, había un hombre.

Un hombre muerto.

Tenía el cabello y la barba blancos. Su piel era morena. La elegante camisa de cuadritos presentaba una enorme mancha de sangre reseca.

Emilio reprimió un grito que se le quedó enganchado en la boca del estómago como un hipido mal hilvanado.

Entonces empezó a hiperventilar, a respirar tan deprisa que hacía más ruido del que hubiera querido emitir. Se apoyó en la pared del pasillo y se acercó un paso más hacia el muerto. Porque no había dudas de que estaba muerto. Porque aquellos ojos mates que asomaban detrás de las gafas sólo podían pertenecer a un cadáver. Porque su postura era forzada y extraña. Porque olía a muerte y a viejo y a polvo.

Emilio echó a correr fuera del piso y, sólo cuando llegó al ascensor, su cabeza recobró la lógica del pensamiento.

«La policía. Tengo que llamar a la policía». Sacó el móvil con las manos temblorosas. Estaba apagado.

Ahora lo desconectaba por las noches.

Lo encendió.

Aquel cacharro tardaba siglos en arrancar.

Emilio resopló nervioso.

Mientras la pantallita le mostraba luces naranjas y verdes y amarillas, repasó en su cabeza a qué número llamar, y entonces asomó a su memoria el policía cojo. El que había venido el día que descubrieron a María Eugenia. Seguro que guardaba su tarjeta en algún sitio.

Sacó la cartera del bolsillo del pantalón y comenzó a rebuscar.

Aparecieron sus propias tarjetas arrugadas por las esquinas, un calendario diminuto, un vale de descuento del OpenCor y algunos tíquets de compra, antes de dar con la tarjeta que le interesaba.

«Gerard Tauste», decían unas sobrias letras negras sobre un fondo de color vainilla.

Su móvil, por fin, le mostraba la pantalla de inicio.

Marcó los números muy despacio, para asegurarse de que no se equivocaba.

No se daba cuenta del sonido de su respiración. Un ruido enfermizo y como de asmático que podía oírse por toda la escalera.

Gerard estaba pagando en el OpenCor. El dependiente metía cuatro paquetes de pilas, una palmera de chocolate, un paquete de chicles y un bote de Nescafé en una bolsa.

Él rebuscaba en la cartera el billete con el que pagar y la caja acaba de abrirse con un «clinc».

La llamada nunca sonó en su móvil.

Hacía horas que se había quedado sin batería.

A Emilio le saltó el contestador automático de Gerard.

Una voz electrónica lo saludó y se vio obligado a resoplar varias veces hasta conseguir hablar, pero cuando por fin pudo articular palabra no supo qué decir. Así que colgó.

Se quedó mirando la pantalla de su móvil como si ese cuadradito brillante poseyese todas las respuestas a sus mudas preguntas.

Marcó un cero y un ocho, y estuvo a punto de completar el número de los mossos, el 088, pero su cerebro empezaba a funcionar con otra lógica, y en cuanto oyó ruidos procedentes del primer piso, decidió bajar.

Casi se rompe la crisma al saltar los escalones de dos en dos.

Encarna estaba en la cocina.

El café en una vieja cafetera renegrida borboteaba al fuego. Álex aún permanecía en pijama y Sandra estaba a punto de salir.

El timbre de la puerta interrumpió sus rutinas diarias.

—Ya voy yo —dijo Sandra.

—Soy el vecino de arriba… —La voz de Emilio se coló en la casa como un gato salvaje.

La chica abrió la puerta y se encontró con el rostro de Emilio congestionado.

—¿Está tu hermano? —le preguntó casi gritando.

Encarna, que había reconocido su voz, apareció frente a la puerta.

—Buenos días, Emilio.

Los dos se sonrieron, pero la sonrisa de Emilio salió torcida.

—¿Está tu hijo?

—¿Qué pasa?

Emilio calló. Encarna le caía demasiado bien como para soltarle de repente que creía que había encontrado algo perteneciente a su hijo en el piso de arriba. Algo que en esta ocasión resultaba mucho más peliagudo que un simple paquete: un muerto.

Álex asomó desde la cocina.

—Hola, vecino.

—¿¡Hola!? —Emilio le contestó furioso—. ¿Cómo que «hola»? ¿Qué narices has dejado en el piso de María Eugenia?

Álex dio un salto, pero el de Encarna, su madre, fue aún mayor. Sandra alzó las cejas en un gesto de sorpresa.

—Nada —titubeó el chico—. Yo no he hecho nada.

Encarna tragó saliva antes de añadir:

—No ha sido él… Hemos sido… nosotros… todos.

—¿¡Nosotros!? —Emilio se volvió hacia ella—. ¡Encarna! Por el amor de Dios, hay un muerto ahí arriba; en el sillón…

La mirada de Sandra saltaba de unos a otros.

—¡Un muerto!

Su madre se acercó a ella.

—Anda, Sandra, vete ya a la facultad. Mejor que no sepas nada. No pasa nada.

Sandra entornó los ojos. Miró a su hermano, al vecino de arriba que ahora parecía inflamado por la furia y, finalmente, a su madre.

—Me voy —dijo con frialdad.

Cogió su bolsa y la carpeta mientras todos guardaban silencio.

—No sé qué os traéis entre manos, pero tened cuidado.

—No quieras saberlo, hermanita —le contestó Álex con retintín.

—No quiero saberlo, te lo aseguro.

Sandra echó una seria mirada a todos y se marchó ceremoniosamente.

Los tres se observaron en silencio.

—Es una larga historia. —Encarna suspiró antes de hablar—. ¿Quieres desayunar con nosotros mientras te la cuento?

—No estoy seguro…

—Ahora que lo has visto, estás con nosotros, vecino —le dijo el chico con sorna.

—Lo dudo mucho.

—Con nosotros, Emilio. —La voz de Encarna sonó quejumbrosa.

Él se dejó caer en la silla de la cocina que Sandra había dejado libre.

Encarna le acercó una taza de Duralex y le puso un poco de café.

—¿Quieres magdalenas?

—Ya he desayunado, gracias.

De hecho, los cereales que había ingerido hacía unos minutos habían comenzado su propia danza en el estómago.

—Anoche murió el marido de doña Luisa…

Ahora fue Emilio el que saltó en su sitio. La imagen de la anciana se superpuso al del muerto canoso. Pensó que tendría que ir a darle el pésame.

—… Y cuando llegó la poli —continuó Álex—, no se nos ocurrió otro lugar donde dejarlo.

—Pero, pe, pe, pero… ¿a quién? ¿Al marido de la señora Luisa?

—No, al que yo antes me había encontrado en las escaleras… Llevaba un arma; una pistola…

—Es una larga historia —le interrumpió su madre—. Vayamos por partes. Escucha…

Lo he visto. Lo he visto. Ha sido sólo un instante. No me ha dado tiempo a saludarle ni nada.

Estaba como cuando se vino a vivir aquí, muy joven y muy guapo. Porque la verdad es que siempre fue un hombre guapo. Moreno como un trozo de madera barnizada. Zósimo siempre me gustó.

Su fantasma se esfumó en cuestión de segundos. Lo vi ahí, junto a su cama y su propio cadáver, mirándose como con lástima. No le he podido decir nada, ni preguntarle que por qué él se va y yo no. Es igual que el otro muerto, el que está en mi sillón, que tampoco se ha quedado. Sólo estamos Bonito y yo. Gracias, Bonito, por quedarte a mi lado.

No sé por qué sigo aquí. He sido una buena persona. Hombre, tenía mis cosas, como todo el mundo. Si hasta iba a misa cada domingo. Bueno, es verdad que en los últimos años no tanto, sólo cuando me aburría o me apetecía arreglarme y ponerme la chaqueta de punto gris y la camisa blanca de botones de nácar… ¿Dirán unas misas por mí? ¿Quién podría encargarlas? Yo pensaba que una luz intensa me llamaría, que Dios me esperaría para poder sentarme a su diestra, aunque sólo fuese un ratito. Pensaba que, no sé, que al menos un rato… Después de todo, cuando se trata de la eternidad un ratillo es sólo un ratillo… A lo mejor no debería pensar tanto. Si no pensase, no sería; no estaría. Porque ya sólo me quedan los pensamientos aquí enredados unos con otros, y sin pensamientos no hay nada. Si no pienso… Si consigo no pensar, no sería nada, ¿no? Ya no quedaría nada. Y entonces, quizás… me iría como ellos.

Los restos del café aguado permanecían en la taza frente a Emilio. Encarna y su hijo acababan de contarle una historia que a él se le antojaba casi imposible.

—Esta noche —dijo Álex— he tenido tiempo de pensar y ya sé qué podemos hacer con el muerto.

—Eso es cosa de Gustavo. Nosotros no tenemos nada que ver y haremos como si no supiéramos nada.

—Pero, mamá, le ayudamos a subirlo…

Emilio seguía su conversación mirando ora a uno, ora al otro, como si se tratase de un partido de tenis. Le parecía mentira estar asistiendo a un coloquio como aquel.

—Y ¿qué hará con él? He tenido una idea y ¡no puede quedarse ese cuerpo ahí para siempre!

—¡Es cosa suya, Álex! Además, el de María Eugenia estuvo allí desde noviembre, ¿no? Y a nadie le molestó.

—Hombre, estaban las moscas esas asquerosas —intervino Emilio con timidez.

—Eso es verdad. Estaría bien que no volvieran las moscas…

—Las llaman moscas del diablo o del infierno. ¡Qué mal rollo!

Emilio observó en silencio cómo Álex se levantaba a buscar un paquete de galletas.

—Hay que llevarse ese muerto de ahí —dijo mientras lo sacaba del armario—. Y yo sé dónde dejarlo.

Encarna suspiró y miró con cansancio a su hijo. Pensó en Gustavo, en su piel suave y su cabello negro y salvaje.

—¿Estás hablando en serio?

—Pues claro, mamá.

Encarna clavó su mirada en la de su hijo y por primera vez en mucho tiempo le dio una cierta sensación de confianza.

—Pues entonces, ve, Álex; baja y llama a Gustavo. Dile si quiere desayunar con nosotros, que tienes una idea. Después de todo, si no nos ayudamos los unos a los otros, ¿quién lo hará? —terminó con otro suspiro.

Aquella frase le recordó a Emilio algo que había dicho doña Luisa.

El chico se levantó con la galleta a medio morder en la boca y salió del piso.

Emilio contempló su vaso y después miró a la mujer. Le gustaba aquella boca tan bien dibujada, y su mirada firme y asustada a un mismo tiempo.

—Encarna —le rogó con ojos de cervatillo—, ¿tienes coñac, ginebra, whisky o alguna cosa así?

Ella asintió.

—Tengo un coñac por ahí.

—¿Te importa ponerme una copa, por favor?… Creo que necesito un trago. Cualquier cosa fuerte… Y voy a llamar a la oficina. Les dejaré un mensaje en el contestador. Me parece que hoy no iré a trabajar.

María Eugenia observaba desde un rincón el trajín que se había organizado en su salón. Nunca había estado tan lleno de gente. Ni siquiera en aquellas Navidades de hacía ya casi treinta años en las que habían invitado a un profesor que se había quedado solo en Barcelona.

Encarna miraba cómo Emilio y Gustavo manipulaban el cadáver. Su hijo, Álex, a veces les echaba una mano.

—Nunca pensé que sería tan difícil poner una camisa a un muerto —dijo Emilio.

Encarna calló. Ella había vestido y desvestido varios muertos. Y también sabía cómo mover el cuerpo de los ancianos que apenas pueden valerse por sí mismos. No era tan difícil. Era como tratar a un bebé pero mucho más pesado. A veces tenía la sensación de que los hombres eran medio tontos.

Habían quitado la camisa ensangrentada al Mariscal y le habían puesto una de Gustavo. Le quedaba algo estrecha, pero el muerto no se quejaría. La del Mariscal la habían metido en una bolsa del Lidl.

—Sería mejor hacerlo de noche —murmuró Encarna.

—No puede ser. Seguro que de noche la universidad está cerrada. Hay que sacarlo de día.

—Lo mejor es que parezca un viejo tambaleante —había dicho Gustavo.

—María Eugenia tenía un bastón —señaló ella—. Vosotros podéis llevarlo en volandas y yo llevaré el bastón, como si se lo sostuviera. Es lo que haríamos si fuese un anciano que no pudiera andar, ¿no?

—Perfecto.

Emilio se veía inmerso en una enorme sensación de irrealidad que los vapores del coñac contribuían a alimentar. Ya le había pasado algunas otras veces en su vida. Como cuando Sol lo dejó. Entonces era como si contemplase la escena desde fuera, como si él no la estuviera viviendo y sólo fuese el espectador de una mala película.

Por fin se atrevió a preguntar:

—¿Quién era este?

Gustavo dudó si contestarle.

—Mejor no quieras saberlo.

Finalmente añadió:

—No era un buen hombre.

—Eso seguro —remató Álex.

—Pero en algún momento fue mi amigo.

—Teniendo amigos como estos, ¿quién quiere enemigos? —le contestó el chico con sorna.

—¿Lo echarán de menos?

Gustavo no pudo evitar esbozar una sonrisa.

—No. Nadie lo espera.

Conocía al antiguo Mariscal. Estaba seguro de que no le habría dicho a nadie adónde iba. Era el tipo de hombre que se ocupa de sus propios asuntos. Tardarían días en echarlo de menos. Pensarían que se había ido de putas baratas, a sus business, como le gustaba decir a veces. Unos creerían que estaría con otros, y los otros con los unos. Y cuando por fin lo echaran de menos, nadie denunciaría su desaparición. Después de todo ya había muerto en Cali y nadie puede morir dos veces.

«Yo soy el único que lo hubiera echado de menos. El único que lo esperaba. Maldito parcero».

Los tres contemplaron su obra.

El cadáver del Mariscal permanecía casi sentado en el sillón de María Eugenia. En el tapizado los restos de sangre seca de la mujer se habían unido a los de él. Parecía un viejito bien vestido. Le habían puesto las gafas y le habían abrochado la chaqueta con cuidado.

—Esos ojos dan muy mal rollo —dijo Álex.

Los ojos muertos del Mariscal los contemplaban ciegos. Era el único elemento que traicionaba su falta de vida.

—Necesitamos unas gafas de sol o algo así. Le irían mejor…

—Una boina también iría bien… —añadió Emilio.

—No, hombre, no. Mejor un sombrero panameño… Va mejor con el personaje —indicó Gustavo.

—No, ¡si ahora vamos a ponernos pijos y todo! —exclamó Encarna.

—Tengo unas gafas de sol abajo. Son una mierda sin marca… Voy a por ellas. —Álex se dirigió hacia la entrada del piso.

Emilio recordó un sombrero de paja que le habían dado en una feria hacía años. Debía de estar en el altillo del armario.

—Yo tengo un sombrero que creo que le irá bien.

—El bastón de María Eugenia tiene que estar por aquí…

Encarna fue hacia la puerta y rebuscó en el paragüero. Regresó con el bastón y lo dejó junto al cadáver.

—¿Dará el pego? —preguntó a Gustavo.

—Psé… Depende de nosotros. Del teatro que le pongamos. De que parezcamos una familia preocupada por nuestro abuelo.

—O algo así —dijo ella echando un vistazo al cadáver.

—O algo así.

—Hubiese preferido hacerlo de noche, sin que nadie lo vea —insistió ella.

—No hay nada más sospechoso que sacar un hombre así —Gustavo señaló al muerto— de noche. Y sólo nos faltaría también meterlo en el maletero. Nada de eso. Sólo los imbéciles de las películas guardan los cadáveres en los maleteros de los coches. Lo mejor es sentarlo como un pasajero más, atrás, con el cinturón de seguridad bien apretado. Le pondremos el sombrero calado hasta los ojos, las gafas de sol y rezaremos a la Virgen y a todos los santos para que nadie se fije demasiado en él.

—Ni en nosotros… —añadió Emilio.

—Ni en nosotros.

«Me alegro de que se lo lleven de mi casa».

«Guau».

Emilio respiró profundamente y un olor dulzón y amargo a la vez invadió sus fosas nasales. Aguantaba el cadáver del Mariscal por un sobaco y Gustavo por el otro. Entre los dos sostenían el cuerpo como si realmente se tratara de un anciano que no pudiera mantenerse en pie.

El sombrero con una cinta verde de publicidad le estaba un poco grande al Mariscal. Encarna se lo colocó mejor. También le arregló la americana y le puso las gafas de sol. Le había guardado las gafas graduadas en la chaqueta.

—¿Preparados? —preguntó Gustavo.

Estaban a punto de salir del portal hacia la calle. Él había bajado unos minutos antes para aparcar el coche de alquiler justo delante de la puerta.

—Recordad: es como si fuera un abuelo dormido, ¿ok?

Todos asintieron.

Encarna abrió la puerta. Le temblaba el cuerpo entero. Ella llevaba el bastón del «abuelo». Álex salió el primero, con las llaves del coche en la mano.

—Es ese de color rojo —le indicó Gustavo.

El grupo se dirigió hacia el vehículo.

Álex pulsó el botón que abría las puertas del automóvil y fue hacia los asientos de atrás. Entró en el coche para ayudar a Gustavo y a Emilio a sentar al Mariscal dentro. Lo colocaron tal y como lo hubieran hecho con un anciano impedido.

El cuerpo les quedó un poco deslavazado y Álex intentó ponerle el cinturón de seguridad para que quedase más sujeto.

Encarna estaba acostumbrada a mover ancianos, pero con un muerto todo resultaba un poco más complicado.

Cuando acabaron de colocarlo, Emilio resopló satisfecho.

Sólo entonces se atrevió a echar un vistazo a la calle.

Aún era temprano y por la acera pasaban peatones que afortunadamente no les dedicaron ni una mirada.

Entonces la vio.

Sola, tambaleándose, con la misma falda de paño grueso y el mismo jersey verde que había vestido por la noche. La señora Luisa se acercaba por la acera sin apartar de ellos unos ojos congestionados por las lágrimas.

Su mirada se quedó fija en el muerto que, sentado en el coche, permanecía atado con el cinturón de seguridad y la cabeza algo inclinada, como si se mirase los zapatos.

Álex estaba subiendo al vehículo por el otro lado.

—Buenos días, Luisa. —Aún con los nervios a flor de piel, a Emilio le salió un educado saludo—. Siento mucho lo de Zósimo.

La anciana retiró la mirada del cadáver y la clavó en la de su vecino.

—Gracias, Emilio.

—No, gracias a usted. Gracias.

La señora Luisa esbozó una dulce sonrisa.

—Gracias —repitió Emilio—. Ahora tenemos cosas que hacer —señaló el coche—, pero después, cuando regrese, me pasaré a verla. Ya me dirá dónde es el velatorio.

Luisa asintió en silencio.

—Yo también me pasaré —añadió Encarna antes de darle un par de besos a la anciana.

La señora Luisa suspiró y les dijo con voz cansada:

—Tenemos que ayudarnos los unos a los otros.

La anciana miró de reojo a Álex que, sentado junto al Mariscal, le colocaba el sombrero de forma que le tapase aún más los ojos.

—Todos olemos a muerto —les dijo a Encarna y a Emilio. Y entonces, sorprendentemente, sonrió. Y parecía una sonrisa franca y brillante, muy diferente a la que hubieran esperado en ella—. Id en paz.

La señora Luisa se dirigió lentamente hacia el portal.

La noche había resultado muy dura. Todo aquel alboroto había coincidido con lo de Zosi. Ahora volvía a casa agotada y por primera vez en muchos años nadie la esperaba.

Sus pasos se aceleraron casi imperceptiblemente.

En la cocina guardaba unos deliciosos palitos de naranja confitada recubiertos de crujiente chocolate negro. Hoy se los tomaría despacio, muy despacio; saboreando cada uno de ellos como si fuese lo último que comiese en este mundo. Sin prisas. Como si no existiera nada más allá de aquellos palitos y de ella misma.

El ambiente resultaba pesado en el Seat Ibiza rojo. Es lo que tienen los coches pequeños cuando cuatro personas lo comparten con un muerto. La ciudad que les rodeaba se desdibujaba afuera, más allá de las ventanillas. Sólo contaba mirar hacia delante, hacia las calles que se abrían ante ellos como un laberinto plagado de posibilidades.

Cuando Gustavo no tenía claro qué calle tomar, Álex le indicaba el camino.

—Hubiese preferido que no vinieras —dijo su madre.

—Ninguno de vosotros sabe adónde vamos. Además, no me lo hubiera perdido por nada del mundo.

—¡Serás idiota!

—No te preocupes, Encarna. Es menor de edad. Si nos pillasen con el muerto a cuestas… Él es menor de edad. No le pasaría nada.

—A ninguno os pasaría nada —intervino Gustavo muy serio—. Yo cargaría con toda la responsabilidad. Juro por lo más sagrado que diría que os obligué a punta de pistola a ayudarme a deshacerme del muerto.

Álex se removió en el asiento.

—¿Puedo…? ¿Puedo quedarme con la pistola del muerto?

—¿Eres idiota o imbécil? —le gritó su madre—. ¡Ni se te ocurra!

La pistola estaba en la bolsa del Lidl junto a la camisa ensangrentada, a los pies de Emilio.

—De la pistola me encargo yo. La camisa se queda junto al cuerpo.

—Pero…

—¡Ni una palabra!

—Nunca te quedes con la pistola de un muerto —continuó Gustavo con voz neutra—. Es la manera más fácil de que te relacionen con él… De la pistola me encargo yo… —insistió entre dientes.

Estaba convencido de que aquella arma estaría limpia. El Mariscal sabía cómo hacer las cosas.

—Y ¿se puede saber en qué líos se ve metido un chaval como tú como para volver por las noches con la cara machacada y un poli del brazo?

Lo preguntó con toda la calma del mundo. Por fin lo había soltado. Quería saber qué tenía que ver el cojo con el hijo de Encarna.

—Precisamente por eso quiero la pistola… para que no me vuelvan a pegar —contestó Álex con voz infantil.

—Con una pistola de lo único que te aseguras es de que la próxima vez te meterán un balazo.

Emilio quedó sorprendido por la respuesta de Gustavo. Nunca pensó que una especie de asesino como él diese un consejo de ese tipo.

—Mantente alejado de las armas, niño.

—¡Ya no soy un niño!

Gustavo apartó unos instantes la mirada de las calles y la volvió hacia Álex.

—Eres un crío, pero me has ayudado. Te debo una. Luego, si quieres, me cuentas qué te pasó.

—Mejor es que salga de sus líos él solo —intervino Encarna.

—Tu madre tiene razón. —Gustavo meneó la cabeza al decirlo—. ¿Por dónde ahora?

—Por esa calle de la derecha y luego hacia arriba. No queda lejos.

Los últimos pisos y casas de Barcelona se fueron espaciando hasta desaparecer.

Dejaron atrás la ciudad. La carretera retrepaba por colinas que enseguida se convirtieron en verdes montañas.

—Aquí siempre hay polis para cazar motoristas.

—Nosotros somos una familia de excursión.

—Intentaré creérmelo.

Emilio contempló el paisaje. Después de un invierno muy lluvioso la naturaleza había estallado en un millar de verdes.

Las flores amarillas de la retama y algunas amapolas salpicaban los campos.

—Abre las ventanillas, por favor, Gustavo. Deja que nos entre el aire. Nos vamos a asfixiar con este muerto dentro.

Gustavo bajó un poco los cristales y todos respiraron un aire que olía a primavera, a campo y a pureza. Emilio cerró los ojos para disfrutar con toda intensidad de la atmósfera que prometía una vida nueva.

A Encarna le entraron unas ganas absurdas de entonar alguna canción de esas que se cantan en las excursiones, pero se mordió los labios.

Gustavo continuó conduciendo por las curvas cerradas. Cuando llegó a lo alto de la montaña rompió el silencio:

—No os he dado las gracias, vecinos. Gracias… Os debo una.

Cuando llegaron a la universidad, a Álex no le fue tan fácil orientarse. Sólo había estado una vez y había venido desde la estación de los ferrocarriles.

—¡Ahí está! —Lo señaló en cuanto reconoció el edificio de la Facultad de Veterinaria sobre la colina.

Gustavo tomó la carreterilla que parecía conducir hacia ella.

—La entrada está por detrás… Por aquel camino.

El coche subió las últimas decenas de metros que quedaban, giró en una esquina y…

—¡Mierda!

Casi se pudo escuchar cómo sus corazones se congelaban. Frente a las puertas de cristal que el muchacho había señalado se hallaba aparcada una furgoneta blanca.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Emilio.

—Pues lo único que podemos hacer: esperar a que se vayan. Con paciencia.

—Esto no me gusta nada —dijo Encarna mirando de reojo al muerto.

—¿Y a quién le gusta?

—Es sólo cuestión de paciencia. Tranquilos.

Gustavo aparcó al otro lado de la carreterilla, lejos de la furgoneta y bajo la sombra de unos árboles. Salió del coche y encendió un cigarrillo.

—Aquí ya no podemos sacar al «abuelo» como si fuéramos una familia —bromeó Álex.

—Ahora es cuando hay que tener cuidado de verdad. Nadie debe vernos —señaló Emilio—. ¿Hay cámaras aquí?

—¡Qué dices! ¿Qué te crees que es esto? Sólo una mierda de universidad.

Todos salieron del coche excepto el Mariscal, que permanecía pegado al asiento de atrás con el sombrero tapándole la cara. A su lado reposaba el bastón de María Eugenia, como si el abuelo fuera a cogerlo de un momento a otro y, apoyándose en él, darse un paseo por los campos.

—Con un poco de suerte nadie lo descubrirá —dijo Álex para llenar el silencio—. Lo tenemos que dejar en el fondo del todo. Al fondo de los arcones que os conté. Así, cuando necesiten cuerpos, cogerán los primeros. Y con un poco de suerte…

«Como la que hasta ahora nos ha acompañado», pensó Emilio.

—… pasarán más de tres meses y entonces quemarán los cuerpos en el crematorio, sin mirar si son perros, lobos, elefantes, marcianos…

—U hombres muertos —le interrumpió Gustavo.

—Sí. Hombres muertos…

Encarna se sentó en el bordillo, a la sombra.

—«A la sombra de los pinos…» —canturreó Emilio.

—Vaya humor…

—En los peores momentos también hay que reírse. Tendría que reír más a menudo.

—Y yo.

—Tienes una sonrisa preciosa, Encarna.

Ella dejó escapar una carcajada. Gustavo se volvió hacia ellos con curiosidad.

—¿Vas a seguir tirándome los tejos, Emilio? ¿Aquí? ¿En medio del campo y con un cadáver sentado en el coche?

—Él no dirá nada.

—¿Y mi hijo?

—Mmm. Me parece que tampoco dirá nada.

Álex los contemplaba de reojo. Sorprendido de la sonrisa de su madre.

Un zumbido agudo les interrumpió.

Emilio saltó en su sitio. Encarna, Gustavo y Álex se volvieron hacia él.

—Es… Sólo es… —tartamudeó mientras sentía una vibración en el bolsillo de su pantalón—… Es mi móvil.

Lo sacó y observó un número desconocido en la pantalla.

—Dígame.

—Soy Gerard Tauste, tengo una llamada perdida de este número.

Fue como si el suelo se abriese a los pies de Emilio. Había olvidado completamente que hacía poco más de un par de horas había encontrado un cadáver y entonces había llamado al policía cojo.

Comenzó a balbucir:

—Sí, no… Gerard. Sí —afirmó por fin—. Soy Emilio Fernández Quesada, de la calle Berlín.

Percibió cómo Gerard contenía la respiración al otro lado de la línea.

—Le he llamado hace un rato, sí. Me he equivocado de número. Lo siento mucho.

Le colgó.

—Dios mío, qué susto. —Soltó aire—. Es la peor interpretación que he hecho en mi vida.

«Tendré que ensayar más —pensó—. Tendré que acostumbrarme a mentir».

Gerard se quedó con un móvil silencioso en la mano.

Aquello era raro. Emilio se había mostrado especialmente nervioso. Si lo tuviera delante sabría con seguridad que había mentido. Así, por teléfono, podía asegurarlo sólo en un noventa y cinco por ciento.

Algo pasaba en Berlín, 109. Algo más que nada tenía que ver con la muerte de un anciano.

Se sentó en la cocina y abrió la bolsa de la palmera de chocolate que había comprado. Había regresado a casa y se había echado en la cama para descansar un rato. Pero apenas había dormido media hora. Estaba demasiado excitado y se sentía tan cansado como antes. Como si el peso de la noche se le hubiera caído encima. Y la pierna le dolía de cojones. ¡Cómo iba a volver al cuerpo y a la calle si una noche en vela ya le dejaba así de baldado!

Suspiró y se zampó casi media palmera de un bocado.

El móvil seguía a su lado. Sobre la mesa de la cocina.

Lo cogió mientras mordisqueaba la pasta.

Buscó la última llamada y guardó el número bajo la entrada de «Emilio Berlín». Quiso poner «109» pero no sabía cómo escribir los números y no le apetecía ponerse a investigar cómo hacerlo.

Recogió las migas de la mesa con la mano y se las comió. En cuanto las hubo tragado, llamó a Yolanda.

—Déjame adivinarlo… no puedes vivir sin mí.

«Pero cómo me gusta esta mujer».

—Eso es verdad. Pero te llamo por otra cosa. Algo ha pasado esta noche.

—¿Qué ha pasado? —le interrumpió ella alarmada.

—Ha muerto… —Se vio incapaz de explicárselo todo—. ¡En realidad no sé qué ha pasado, Yolanda! Ha muerto alguien que no debería haber muerto y creo que hay algo más y no sé qué es… Sólo sé dónde.

—Vamos bien, Gerard. De maravilla.

—Como siempre.

—Venga, dime qué te pasa.

—¿Me has podido mirar eso que te dije?

—A ver… Veamos… No tengo casi nada de Rosi, el colombiano. Me dijeron lo que ya sabías: que era un soplón de Pep y que era colombiano. Me han dicho que ya no frecuenta los lugares que solía frecuentar. Vamos, ¡nada!

—¿Y de Gustavo Adolfo?

—¡Gerard, por tu padre! Si no me ha dado tiempo a mirarlo, que tengo un trabajo y una madre que cuidar. Dame un poquito de tiempo, anda.

—Lo siento, Yolanda. Lo siento. Pero me lo mirarás, ¿verdad?

—Pues claro que sí, pero dame un respiro, hombre.

Gerard sonrió y ella adivinó su sonrisa a través de la línea de teléfono.

—Pero sí que tengo otra cosa…

—¿Qué tienes? —La ansiedad de Gerard se hizo patente.

—Todo sobre el Mariscal.

Gerard guardó silencio. Mariscal, el pez gordo. Casi lo había olvidado ahora que todo su interés se centraba en el pez chico, en Gustavo Adolfo. Suspiró. Iría paso a paso.

—¿Me lo envías por e-mail?

Yolanda no le contestó enseguida.

—No, Gerard. Hay cosas que prefiero que no salgan de aquí. Ya sabes, a veces me pongo paranoica. Prefiero verte en persona.

—Vale, de acuerdo —la interrumpió—. Voy para allá. Pero déjame darme una ducha, que estoy hecho un asco. Llego en menos de una hora.

—Estupendo. Me apetece verte.

—¿Me dejarás invitarte a un café?

—Claro. Y a un cruasán.

El sol brillaba con más fuerza y la agradable calidez de la primavera se estaba convirtiendo en auténtico calor. Se agradecía el aire que de vez en cuando mecía los pinos y les traía el aroma resplandeciente de las montañas.

Gustavo apenas prestaba atención a las bromas que intercambiaban sus dos vecinos. La mujer coqueteaba con Emilio y Emilio con ella. Su mente se encontraba lejos de allí, repasando posibilidades. Se preguntaba si su piso seguiría siendo un lugar seguro. Por precaución tendría que dejarlo. Era una lástima. Barcelona era perfecta para vivir. Le gustaba aquella ciudad. Tendría que buscar otro pero en otro barrio.

De pronto, se oyó un ruido.

Gustavo y los demás observaron a dos chicos salir por las puertas de la facultad y dirigirse hacia la furgoneta. Enseguida entraron en ella; el vehículo arrancó y se alejó para perderse en el campus.

Esperaron un poco por si veían a alguien más.

—Se han ido. Bien. —Gustavo señaló a Encarna—. Tú, colócate allí, en la calle, y fíjate si viene alguien para acá, y si viene, nos avisas. Álex, tú entrarás primero. Vigila que no haya nadie y entonces nos haces una seña para que entremos. Emilio, ayúdame con… el cuerpo.

Por poco le llama «el Mariscal». No quería que supiesen quién era. Les había explicado que era un delincuente y sabían que había intentado matarle. Pero no quería que estuvieran al corriente de nada más.

Todos obedecieron las órdenes.

Álex entró en la facultad y Emilio y Gustavo cargaron con el cuerpo. Lo arrastraron hasta la entrada con más facilidad que en Barcelona.

—Empiezo a cogerle el truco a esto —bromeó Emilio. Gustavo le contestó con un gruñido.

Yolanda y Gerard se encontraron en una diminuta cafetería muy cercana al centro comercial de L’Illa y a la comisaría. Allí desayunaban muchos policías. Los precios eran razonables y el camarero muy simpático, lo que no era habitual ni en la zona ni en toda Barcelona.

A Gerard le agradó comprobar que sus excompañeros seguían visitando ese bar; al menos aquella costumbre no había cambiado en su ausencia.

Yolanda y él ocuparon la mesa del fondo. Sobre ella una sencilla carpeta de cartón azul compartía el espacio con dos cortados y un cruasán.

—Te lo he fotocopiado todo, company. —A veces lo llamaba así, igual que había hecho Pep.

—Como en los viejos tiempos, ¿eh?

—Tú eras el que hacía las fotocopias, Gerard —le recordó riendo Yolanda.

Él abrió la carpeta y hojeó los papeles. Enseguida se fijó en una foto del Mariscal.

—Esta te la he impreso. No es una fotocopia. Si no, se vería fatal.

Era una imagen en blanco y negro que mostraba el primer plano de un hombre con cabello oscuro, peinado con una especie de melena muy pasada de moda.

Gerard dio vueltas y más vueltas a la fotografía entre sus manos. Luego, en completo silencio, sin atender a las palabras amables de Yolanda ni al camarero, observó las otras imágenes. Había un par de ellas en las que se le veía de cuerpo entero.

«Sólo lo vi de lejos… El hombre que entró de noche en el edificio. Si tuviera el cabello blanco y gafas, quizás…»

A Gerard le temblaron las manos.

Pensaba que había encontrado más de lo que estaba buscando. Pudiera ser que aquel Mariscal hubiese entrado en la casa delante de sus narices.

—¿Has descubierto algo?

—No estoy seguro.

—Últimamente no estás seguro de nada.

—Debe de ser que estoy madurando —consiguió bromear—. Tengo que irme, Yolanda.

—¿Me vas a dejar así? ¿Con el café a medias?

Apenas se encontraban a quince minutos de la calle Berlín. Serían diez, si él no cojeara.

Puede que casi por casualidad hubiera encontrado al mañoso. Puede que el Mariscal aún estuviese allí mismo, en el edificio. O que aquella noche, mientras los vecinos se entretenían con un anciano muerto, el Mariscal hubiera salido tranquilamente por el portal. Incluso puede que se lo hubiera cruzado en la puerta.

A Yolanda no le pasó por alto el nerviosismo repentino de Gerard. Mordisqueó el cruasán sin ganas.

—Vaya, me parece que vas a dejarme aquí tirada.

—Me temo que sí. Pero, por lo menos, déjame que te invite.

—Sólo si me das un beso.

—¿En la mejilla?

—Claro.

Gerard besó a Yolanda y ella sintió sus labios demorarse un poco más de lo permitido sobre su piel.

—Ten cuidado, Gerard. Estas —señaló la carpeta azul— no son cosas para tomarse a broma.

—Que sí… Tendré cuidado.

—¡Y llama a los de AIL-MED! —le gritó mientras observaba su silueta salir de la cafetería.

Gerard anduvo todo lo rápido que le permitía su cojera.

Bajó hacia Berlín con la carpeta azul que le había proporcionado Yolanda bajo el brazo. El calor bochornoso tan propio de Barcelona se le pegó a la piel en forma de película viscosa.

Cuando llegó ante el portal del número 109, estaba casi sin aliento.

Primero llamó al entresuelo 1.ª, el piso de Gustavo. Insistió varias veces en el botón del portero automático pero nadie le contestó. No le sorprendió demasiado.

Llamó también al piso de Gabriela. Nada. Nadie. Sin respuesta.

Y justo estaba probando con el de Encarna, sin obtener resultados, cuando una sombra se aproximó al portal.

Gerard se volvió para encontrarse con la hermana del chico al que habían dado la paliza. Ella lo reconoció de golpe.

—Buenos días, Sandra, ¿verdad? —La voz le salió entrecortada, aún cansado por el esfuerzo que había hecho.

Ella terminó de abrir la puerta.

—Sí, Sandra —contestó con sequedad.

Gerard se fijó en la chica. Era muy guapa y vestía con un estilo muy moderno. Llevaba un vestido de muchos colores y texturas diferentes, de esos tan de moda.

También observó que Sandra cargaba con una bolsa grande en la que probablemente llevaba una carpeta. Quizás vendría de la universidad.

—Tengo algunas preguntas.

—¿Sobre la muerta? Mi hermano me ha dicho que fue un accidente, ¿no? Muerte natural.

Sandra se dirigió hacia los buzones, aparentando normalidad. A Gerard le dio la impresión de que era una chica lista. De esas que lo son, pero no tanto como creen. De las que siempre necesitan demostrárselo a los demás.

—No, no se trata de esa muerte. Hablo de anoche…

Gerard detectó nerviosismo en la chica. Algo le pasaba por mucho que ella intentase disimularlo.

—¿Qué pasó anoche? —preguntó ella fingiendo naturalidad.

—Nada. Zósimo murió.

—¿Quién? —Su sorpresa era del todo sincera.

—El marido de la señora Luisa.

—¡Ah!

Sandra pensaba a toda velocidad. Necesitaba aclararse. Recordaba que por la mañana el vecino había dicho que había un muerto «arriba», no «al lado». Zósimo debería estar al lado. ¿Se habían llevado el cadáver arriba? ¿Se trataba de otro muerto? ¿Dónde estaba el problema para que este policía le viniese ahora con preguntas?

—No sabía nada —respondió titubeante.

Gerard observó que su actitud había cambiado. Ahora sí que se comportaba con normalidad. Sus aires de listilla se habían disuelto en la nada. Algo pasaba por la cabeza de Sandra.

—Fue una muerte natural. Noventa y tres años.

—Pobre Luisa. No sabía nada —repitió.

—Pero anoche vino alguien al edificio y necesito saber si lo has visto.

Gerard rebuscó en la carpeta azul la fotografía del Mariscal y se la mostró.

—¿Lo has visto antes?

Ahora que sabía lo que quería de ella, la chica se sintió más tranquila.

—No, nunca. —Sandra lo observó con detalle.

Parecía una respuesta sincera.

—Quizás con el cabello canoso, con barba y con gafas…

—No. Nunca, estoy segura.

Gerard clavó su mirada en ella.

—Estoy segura —repitió Sandra—. Nunca he visto a este tío, ni anoche ni nunca.

Con un chirrido, de pronto, la puerta del portal se abrió.

Los dos se volvieron al mismo tiempo para encontrarse con la silueta de Gabriela recortada sobre la luz del día.

Ella se los quedó mirando con una sorpresa que de inmediato tiñó de cuidada educación.

—Buenos días. Hola, Sandra.

Gabriela venía probablemente del gimnasio. Sujetaba su cabello en una coleta alta. Vestía unos leggins deportivos con una línea lateral blanca que marcaban sus largas piernas y una especie de cazadora con capucha de un tejido que parecía de plástico. Gerard no entendía de marcas pero supo que aquel conjunto debía de ser de alguna cara, muy cara. Si alguien podía ir moderna y elegante a hacer deporte, esa era esta mujer.

Antes de que su mente empezase a imaginarla haciendo determinados ejercicios en las máquinas del gimnasio, la saludó:

—Buenos días, Gabriela.

Sandra lanzó una extraña mirada a su vecina. Una mirada que ella interpretó como de socorro o ayuda.

—Hola, ¿qué le trae de nuevo por aquí, agente?

Gerard se sintió culpable al oírse llamar «agente».

—Llámeme Gerard, por favor.

El cerebro de Gabriela establecía conexiones a toda velocidad. Lanzó una mirada curiosa a Sandra, deseando saber qué narices sabría ella y de qué podrían estar hablando esos dos allí. Quizás la madre de la chica o su hermano le habrían contado algo. Porque anoche Sandra no estaba entre ellos. En teoría ella no tenía por qué saber nada.

—Anoche… —comenzó a decir Gerard.

—Anoche murió el marido de la señora Luisa —se adelantó Sandra.

—Sí, ya lo sabía. Estuvimos con ella. Pobre mujer.

Sandra calló de repente.

—Anoche había alguien más en el edificio —intervino Gerard.

Gabriela intentó no demostrar ninguna emoción.

—Un hombre. —Le enseñó la foto—. Este hombre.

Gabriela observó la imagen detenidamente. Aunque tenía el cabello diferente, estaba claro que aquel era el muerto de Gustavo.

—¿Lo vio anoche?

—Tutéeme, por favor. Me haría sentir mejor.

Gerard cometió el error de mirarla a los ojos. Gabriela era una mujer bellísima, tenía unas pestañas largas y unos ojos brillantes e invitadores. Rogándole que lo tutease, con ese tono de voz, consiguió que se sintiera tan nervioso como un colegial.

—¿Lo viste anoche? —consiguió preguntar sin tartamudear.

—No, nunca lo he visto.

—Quizás se vea algo diferente. Elegante, bien vestido, con una chaqueta oscura… Imagínalo con gafas y barba. Una barba canosa. Y el pelo blanco también. —Estaba describiéndolo a la perfección.

Gabriela negaba con la cabeza.

—No, nunca he visto a ese hombre.

—¿Estás segura? —Gabi asintió con un gesto—. Y tú, Sandra, ¿estás segura también?

—Del todo —dijo la muchacha.

Gabriela observó a Sandra. Ella no lo había visto. Estaba claro. Su mirada repasó el conjunto de Desigual que vestía la chica. Se fijó en su cabello, en su manera de dirigirse a Gerard. En el suave maquillaje que se había puesto. A Gabriela le recordó a ella misma cuando tenía su edad.

Gerard suspiró.

—Está bien… Por favor, si lo veis, ¿me llamaréis?

—Por supuesto.

—Es muy importante.

—¿Quién es? —preguntó Sandra con inocencia.

—Un delincuente muy buscado. Y peligroso.

—¡¿En serio?!

Gabriela reprendió la expresión de Sandra con una elocuente mirada.

—Si lo vemos, le llamaremos, agente.

Gabi repitió ese «agente» que cayó en el estómago de Gerard como una piedra.

—¿Puedo subir a casa? Tengo muy poco tiempo para comer y si me retraso no me dará tiempo a ir a la uni.

—Claro. Gracias, Sandra. Gracias, Gabriela.

Sandra salió disparada hacia el ascensor. Gabriela se encaminó hacia su piso. Gerard la siguió.

Ella demoró sus pasos. Andaba despacio porque sabía que Gerard estaría mirándole el culo que sus leggins marcaban con todo detalle. Gabi pensaba en Gustavo y en ese delincuente peligroso cuyo nombre desconocía pero cuya sangre espesa había visto derramada por el suelo.

Ella sacó las llaves y cuando iba a meterlas en la cerradura, se volvió hacia Gerard, que estaba aproximándose a la puerta de Gustavo con la clara intención de pulsar el timbre.

—Gerard —lo llamó.

—¿Sí?

—Creo que… Tengo algo que decirle…

Sandra estaba terminando de engullir un recalentado arroz con verduras cuando escuchó que alguien llamaba a su puerta.

Se acercó con precaución.

El poli la había puesto nerviosa. En cuanto llegase su madre, se lo contaría todo y le preguntaría por el muerto ese del que habían estado hablando por la mañana con el vecino.

—¿Quién es?

—Soy Gabi, la vecina de abajo.

Sandra descubrió la mirilla, comprobó que era ella y le abrió la puerta. Ahora se había vestido con unos tejanos y una aparentemente sencilla camiseta blanca. Un cinturón de piel muy ancho resaltaba su cintura.

—¿Qué pasa?

—Nada, chiquilla. Nada. Pero di a tu madre y a tu hermano, en cuanto lleguen, que tenemos que vernos y que es urgente. Que a las cinco quedamos todos en la casa de María Eugenia.

—Vale. Se lo digo. Y si no los veo, les dejaré una nota.

—Nada de notas. —La voz de Gabriela se cubrió de seriedad. Su tono dejaba claro que aquello era casi una orden—. Tú también has de estar. Tenemos que hablar todos los vecinos. Es importante, ¿comprendes?

—No, no lo comprendo. Pero me imagino que lo entenderé esta tarde, ¿no?

A Gabi no le desagradó del todo aquella respuesta de listilla sabelotodo.

—La señora Luisa ya está avisada, pero no he encontrado al de arriba.

—¿Emilio? Me apuesto lo que quieras a que llegará con mi madre y con Álex. Esta mañana estaban juntos.

Gabi disimuló un gesto de sorpresa. De modo que él también sabía algo. Era el único que faltaba por la noche… Además de esta chiquilla, claro.

—Ya que no voy a ir a la universidad, ¿me cuentas qué narices ha pasado y de qué muerto estaban hablando esta mañana?

Gabi resopló cansada.

—¿Has comido? —continuó Sandra—. Nos queda un arroz muy rico. Acompáñame y, mientras, me cuentas lo de anoche. Y ya, de paso, me dices de dónde has sacado ese cinturón tan chulo.

—Es de una artesana… ¿Es arroz con tomate?

—Con verduras.

—Estupendo. Lo prefiero.

María Eugenia se sentía como una niña en Navidad. Nunca había visto a tantos vecinos juntos, ni siquiera cuando asistió a alguna junta de propietarios.

Todos estaban allí. En su casa. Y aunque no podían verla, se sentía como la anfitriona de una fiesta improvisada.

Bonito participaba de la excitación general correteando entre las piernas de todos, moviendo la cola y formando un alboroto que sólo María Eugenia podía celebrar.

Después de comer, Sandra y Gabriela habían ido a la pastelería. Gabi había comprado pastas de té y tejas, porque le gustaban y porque le apetecía. Sandra se ofreció para hacer café, pero Gabi fue a su piso y subió su máquina Nespresso y un montón de cápsulas hasta la casa de María Eugenia.

Gustavo estaba sentado en el salón, mojando una pasta en un café al que había añadido mucha leche. Emilio, Encarna y la señora Luisa también se habían sentado en las sillas alrededor de la mesa. Luisa era, con diferencia, la que más pastas comía.

Álex estaba de pie y Sandra se apoyaba en el quicio de la puerta.

El sillón con las manchas de sangre de María Eugenia y del Mariscal permanecía vacío. Y viendo que iba a continuar así, María Eugenia decidió sentarse en él.

Todos guardaban silencio. Sólo se oía la máquina de Nespresso llenando la última taza. Cuando acabó, el aroma del café se había extendido por todo el piso y Gabriela se animó a hablar:

—Esta mañana ha estado Gerard en la finca, el policía ese cojo. Ha estado preguntándonos a mí y a Sandra por el muerto de anoche. De alguna manera cree… en fin, yo diría que está seguro de que ese tipo entró en el edificio. —Gabi recorrió a todos con su mirada—. Sabe que estuvo aquí.

A Gustavo se le quedó el café atascado a medio camino entre la boca y el estómago.

—No quiero saber quién era el muerto —continuó Gabriela—. Me da igual. Me vale con lo que me dijiste —añadió mirando a Gustavo—, y lo que el policía nos ha explicado a Sandra y a mí esta mañana: que era un delincuente muy peligroso.

—Lo era. Tenlo por seguro.

Gabriela asintió.

—Bien, seguro que lo era. Pero no quiero que ese muerto, fuera quien fuese, me joda la vida.

Todos permanecían en silencio. Gustavo se sintió obligado a hablar:

—No lo hará. Si tuviéramos cualquier problema, diré que lo hice yo, que os obligué a esconderlo, que os amenacé…

—¡Pero si fue un accidente, Gustavo! Fue defensa propia o como se diga —intervino Encarna—. Álex y yo lo vimos.

El chico explicó de nuevo cómo había visto al hombre con la pistola y el silenciador apostado en la puerta de Gustavo.

—Bien. Veréis, no quiero saber dónde lo habéis metido —prosiguió Gabriela—. Me vale con que me digáis que no encontrarán nunca el cuerpo.

—Hombre, las posibilidades de que lo encuentren… Puede que lo descubran en unos meses, o puede que desaparezca para siempre —explicó Emilio.

Encarna pensó en cómo sería vivir de nuevo con la angustia de no saber si encontrarían o no un cadáver. La recorrió un escalofrío y, de improviso, le entraron ganas de llorar. Se le encogió el alma y el estómago, y sus ojos se humedecieron.

—Si lo encuentran, tampoco es fácil vincularlo con nosotros —continuó Emilio.

—Bueno, en las pelis y en CSI pueden hacerlo. Y seguro que dejamos nuestro DNI en las ropas del muerto y por todos sitios.

—Es el ADN, Álex.

—Ay, ¡eso! Que se me va la olla.

—Eso sólo pasa en las películas, no en la realidad. No quieras saber lo que tardan en hacer un análisis de ADN —aclaró Gustavo.

—¿Semanas? —preguntó Emilio.

—No. —Gustavo se rio—. Meses, muchos, muchos meses… Y antes tendrían que averiguar quién es el muerto. Y cuando lo averigüen, comprobarán que ya estaba muerto.

—¡¿Eh?!

—¡¿Cómo?!

—Es mejor que no lo sepáis, pero a todos los efectos ese tipo está muerto desde hace más de un año.

Emilio pensó en lo extraño que resultaba morir dos veces. A él casi le había ocurrido lo mismo. Casi había muerto una vez, de forma simbólica, en la bañera. Aún le quedaba otra: la auténtica.

—Perfecto —dijo Gabi.

—Para estar muerto se conservaba bastante bien —bromeó al mismo tiempo Álex.

Su madre le lanzó una mirada de reprobación.

—Estaría muerto, pero el poli tenía una especie de informe sobre él. Y estaba seguro de que había estado aquí anoche.

Encarna recordó el episodio de la noche anterior. Cuando subieron el cadáver a la casa de María Eugenia, apareció la señora Luisa en las escaleras.

—¡Bendita casualidad! —Al notar que la miraban, se apresuró a explicar—: Lo siento mucho… me refiero a la muerte de su marido, doña Luisa…

La anciana sacó su mirada de la pasta de chocolate que sostenía en la mano.

—No fue una casualidad —murmuró tan imperceptiblemente que sólo Gustavo, a su lado, la entendió.

Por primera vez su rostro rompió con su habitual gesto de indiferencia y expresó una genuina sorpresa.

Luisa lo miró desafiante y él le susurró:

—Ya comprendo.

Gabi continuó hablando después de la interrupción.

—… Gerard estaba seguro de que anoche un hombre mayor, canoso, entró al edificio… Ese delincuente al que busca. —Suspiró para hacer una pausa—. Pero podemos estar tranquilos porque ese hombre nunca estuvo aquí. —Gabi remarcó el «nunca» de forma que sonó un poco teatral—. Anoche vino otro hombre canoso y mayor, un hombre que es amigo mío y que jurará, si llega el caso, ante quien sea necesario jurar, que estuvo en mi casa. ¿Comprendido?

Gustavo asintió. Su máscara de indiferencia se había roto por completo. No podía creer lo que estaba escuchando. Gabi, la Gabi que tanto le gustaba y que le ignoraba, les estaba proporcionando a todos una salida.

—No, no lo acabo de entender —intervino Álex.

Gustavo se aclaró la garganta:

—Nadie ha visto el cadáver, excepto nosotros, y en el caso de que lo encuentren, lo que ya es muy improbable, se trata de un delincuente que murió hace más de un año en otro país.

—O sea que no hay cadáver —interrumpió Emilio—. Y lo más importante: que ese hombre nunca estuvo aquí.

—¡Ah, vaya! Ya lo entiendo…

Gustavo bajó la cabeza y contempló a sus vecinos.

—… Es decir, que no hay caso. No hay nada.

Emilio sonreía a Encarna con una taza de café entre las manos. Su piel mostraba un color más sano que el de los últimos días. A Encarna le brillaban los ojos mientras le devolvía la sonrisa. Álex y Sandra seguían de pie, comiendo. La señora Luisa parecía absorta en su propio mundo, pero permanecía atenta a cada palabra que se decía. Y Gabi lo estaba mirando fijamente.

—Gracias —murmuró Gustavo—. Gracias a todos.

Encarna, esa mujer de carnes flojas y una risa fácil, había bajado con su hijo a su piso para avisarle de que alguien quería matarlo. Gabriela había encontrado a un amigo que se parecía al Mariscal y que, si fuese necesario, diría que estaba con ella en su casa. Encarna, Álex y Gabi le habían ayudado a subir el cadáver hasta el piso de la muerta. Emilio también había colaborado para ocultarlo en los congeladores de la universidad.

—Yo… Nunca pensé que… Gracias, vecinos.

Por primera vez en su vida tenía la impresión de que la gente lo había ayudado, que las cosas podían solucionarse gracias a los demás. Y él, en cambio, ¿qué había hecho? Acostarse con una mujer que necesitaba un polvo para despertar su sonrisa y casi enamorarse de una chica hermosa. Si no fuese porque ya se le había olvidado cómo hacerlo, se habría emocionado.

Clavó su mirada en la de Gabi y encontró una cálida simpatía. Desde luego que era una mujer increíble. Pero no más que aquella otra, la valiente Encarna. Dirigió su mirada hacia ella, para agradecerle lo que había hecho por él, pero Encarna no perdía de vista a Emilio, el vecino con quien no paraba de coquetear.

—Quiero que sepan que les debo una, que si puedo hacer algo por ustedes…

A Álex se le pasó por la cabeza lo genial que resultaría tener un amigo como aquel.

—Entonces, ¿lo olvidamos? —preguntó Gabi—. ¿Está todo claro?

Se miraron los unos a los otros, asintiendo.

—Sólo queda un fleco suelto —intervino Emilio—. Ese policía curioso.

—Se cansará. Cuando no tenga cuerpo, ni caso, ni nada, se cansará —afirmó Gabriela.

Gerard estaba sentado en su coche. Tenía los brazos cansados debido a que llevaba un buen rato sosteniendo en una extraña posición el cañón amplificador que ahora, con pilas nuevas, funcionaba de maravilla.

Le resultó muy extraño escuchar cómo hablaban de él, como si no estuviera allí. Y sin embargo… sin embargo, se sentía parte de todo, como una presencia invisible pero cercana.

«Se cansará», habían dicho.

El antiguo Gerard nunca se hubiera cansado.

El de ahora… El de ahora ni siquiera era un policía. La Administración no se había pronunciado aún. Si levantaba el caso, tendría que hacer hablar a todos aquellos vecinos. Obligarles a explicar qué habían hecho con el cadáver de un mañoso que, en efecto, ya estaba muerto.

Gerard dudó si apagar el cañón.

Se acordó de Pep, de su amigo, su compañero y camarada. No podía hacer nada para devolverlo a la vida. Los que lo habían asesinado seguramente eran los hombres del Mariscal. Hombres que con probabilidad seguirían en Barcelona y que sin su jefe continuarían dedicándose a los mismos negocios que hacían cuando el capo vivía.

Esos eran los auténticos culpables.

Gerard apretó los dientes con fuerza y continuó escuchando.

María Eugenia sonreía. Percibía aquel café tan aromático cuyo olor acariciaba toda su casa. Y escuchaba a unos y a otros pululando por el piso. Sonreía, plena y feliz. Sin saber por qué. Sólo porque todos los vecinos se encontraban en su casa y le insuflaban vida. Y ella se sentía como una radiante anfitriona, aunque no la vieran ni supieran que estaba allí. Como si gracias a ella hubieran reorganizado sus vidas y todos y cada uno de ellos se sintieran algo más felices y acompañados. Como si por fin hubiera hecho algo bueno por los demás.

En vida nunca los había invitado a café y pastas, pero ahora, por primera vez, no los sentía como intrusos que invadían su hogar, sino como invitados. Y sabía que todos se sentían contentos.

María Eugenia sonreía. Sonreía con ellos.

Álex curioseaba en la cocina de María Eugenia. Abría los armarios y miraba qué había dentro, qué se había podrido y qué no. Le impresionó descubrir en la esquina de la puerta de uno de ellos una mancha de sangre. Imaginó que era aquel contra el que se había dado el golpe en la cabeza.

A Álex le dio repelús, dejó la cocina y regresó corriendo al salón.

—¿Qué pasará con este piso? —preguntó a su madre.

—María Eugenia tenía un sobrino, me lo contó hace tiempo. Supongo que él lo heredará. Pero vete a saber cuándo. Vivía en el extranjero, en Italia, creo —contestó su madre.

—¿Y cortarán la luz?

—No, mientras haya dinero en el banco.

Álex pensaba en lo guay que sería tener un piso al que poder llevar chicas y donde guardar sus cosas, sin que se enterase ni su madre ni su hermana. Y mientras planeaba aquello, curioseaba entre las estanterías. Encontró una caja metálica de galletas un poco oxidada, muy parecida a la suya propia.

—No toques eso.

—¡Qué más da!

—No se toca por respeto a María Eugenia.

Álex ya la había abierto.

—Mira, son sus fotos…

Puso sobre la mesa un puñado de fotografías que se esparcieron sobre la madera llenándola de sonrisas, miradas y poses estudiadas.

—¡Mira aquí! Qué joven estaba…

—Y qué guapa —apuntó Sandra.

—¿Quién es este? —preguntó Álex señalando a un hombre con una chaqueta marrón y a dos niñitas de la mano.

María Eugenia se acercó a mirarlo, pero ya no recordaba quién era aquel señor. Observó otras imágenes repletas de personas desconocidas. No podía recordar quiénes eran esos que aparecían en las fotos. Sólo se reconocía a sí misma. Pero se sentía muy bien. A gusto.

—Algún día alguien mirará nuestras fotos… —dijo la señora Luisa.

Todos se volvieron hacia ella.

—… y no sabrán quiénes eran nuestros seres queridos.

—Hace mucho tiempo que no hago fotos —dijo Encarna con tristeza.

—¿Y eso por qué? —le preguntó Emilio.

—No sé. Supongo que no tengo nada que valga la pena recordar. ¿Para qué? Las fotos guardan los recuerdos, los instantes. Yo no quiero recordar ninguno… —Su mente voló unos segundos hacia el pasado—. Las últimas fotografías que hice fueron… de esos días que estuvimos en Tossa, ¿os acordáis?

—Papá acababa de marcharse —remarcó Sandra.

—Sí… Encarna recordó los nervios de aquel viaje y cómo había gastado sus pocos ahorros en un fin de semana con los niños en la costa. Quería tener un buen recuerdo de ellos por si encontraban a Alfredo en el lago de Banyoles. Un recuerdo para ella pero también para sus hijos. Para proporcionarles momentos que pudiesen recordar durante toda su vida, si ella desaparecía de las suyas. Y aunque era octubre, habían disfrutado de la playa y se habían bañado. Y aunque eran mayores, habían construido castillos de arena y los habían defendido de las olas. Habían jugado a piratas y a buscar tesoros, habían trepado por las rocas y caminado por los montes.

—Lo pasamos muy bien en Tossa —dijo Sandra.

—Lo pasamos realmente bien —añadió Álex sonriente.

Y entonces Encarna descubrió que lo había conseguido. Que había logrado grabar en sus memorias un recuerdo feliz. Al menos uno. Uno que atesorasen en su corazón durante el resto de sus días. Al que pudieran acudir cuando se acordasen de ella.

Y se sintió tan feliz que sonrió, y su sonrisa la hizo brillar tanto que a Emilio le pareció en ese instante la mujer más hermosa del mundo.

Luisa pensó en su propio álbum de fotos. En quién lo hojearía cuando muriera. En que no tenía nadie a quien legárselo. Y de pronto le entraron ganas de enseñárselo a Encarna y explicarle quién era su tío, aquel señor con bigote que aparecía en tantas de sus fotos, y enseñarle el retrato de sus padres. Esa única foto descolorida y manoseada, tan vieja que casi era digna de mostrarse en un museo.

La señora Luisa tomó el último sorbo de su café y por encima de la taza contempló a Álex y a Sandra.

«Cómo han crecido estos chiquillos».