El grito la arrancó de su sueño. Confusa, buscó el despertador a tientas y comprobó la hora.

Un segundo grito, aún más agudo, se repitió.

Las 6.55 de la mañana.

Nunca había pensado que un grito podría sonar así, como un aullido. Nuevas voces y chillidos procedentes de las escaleras se colaron como serpientes en su piso.

Gabriela saltó de la cama, se cubrió con una camisola y se asomó a la mirilla.

Vio bajar a la chica de arriba a toda velocidad, gritando como una energúmena. Ahora que su cerebro se había desprendido de las legañas del sueño, entendió lo que decía: «¡Nooo!».

Abrió la puerta del piso y se asomó a la escalera para encontrarse con la madre de la chica que bajaba los escalones de dos en dos. Vestía lo que parecía ser su pijama: unos pantalones cortos y una camiseta sin mangas que mostraba el dibujo de Helio Kitty. Alegres lorzas de carne temblaban a la altura del ombligo y por debajo del culo. Su pelo de zanahoria estaba totalmente alborotado.

—¡¡Sandra!! ¡Sandra! —repetía.

Gabi bajó el tramo de escaleras que la separaba del portal muy despacio, paso a paso.

No estaba segura de si quería ver lo que fuese que la esperaba allí. Aquello que había causado esos gritos inhumanos.

Gabriela no se sentía una persona hasta después de haber degustado su Nespresso matutino. No le gustaba mucho el café, pero estaba encantada con su elegante máquina de Nespresso. Si hubiera estado más espabilada, habría reparado en la correa azul que se bamboleaba junto al ascensor.

—¡Se ha tirado! ¡Se ha tirado! —sollozaba la chica.

Cuando por fin llegó abajo, Gabi dirigió su mirada hacia el bulto colgante que se balanceaba al extremo de una correa de paseo y que Sandra intentaba descolgar.

Entonces reconoció en aquel desmadejado y peludo pelele de tonos canela al chucho de los vecinos.

—¡Se ha tirado! —repitió Sandra desesperada.

«Los perros no se tiran escaleras abajo», pensó Gabriela con su cerebro trabajando a cámara lenta.

—¡Se ha vuelto como loco y se ha lanzado!

Gabi se fijó en la mirada perdida de la madre. Una mirada acuosa que intentaba no reflejar todo el dolor que sentía.

Bonito se había partido el cuello y el producto de unos esfínteres vaciados estaba repartido entre el diminuto hueco que quedaba entre la jaula que protegía el ascensor y la escalera.

—Lo siento.

Ese «lo siento» ronco, procedente de una voz masculina, la hizo volverse.

Gustavo Adolfo se encontraba tras ella. Vestía una camiseta muy usada y un pantalón de pijama tipo bermudas.

—Yo también lo siento.

De pronto recordó a Queta, la perra con la que pasó su infancia. Y el recuerdo de su pelo negro y su mirada tierna se le quedó atascado en la garganta.

Gabriela se dio la vuelta y emprendió el ascenso hacia su piso. Quizás podría dormirse de nuevo. En primavera las horas de la mañana eran las más dulces para dormir.

—¿Gabi? —Gustavo la llamaba con una voz envuelta en dulzura.

Ella se volvió.

Sus ojos mostraban una ternura brillante.

«Oh, no».

—¿Quieres un café?… Podemos desayunar juntos —susurró su vecino.

Gabi negó con un gesto.

—Quiero decir… Abajo, en la cafetería… Si quieres…

—No, gracias. —El tono de voz le salió mucho más frío de lo que había pretendido.

Gabriela se escabulló en su piso y Gustavo oyó desde el rellano cómo aseguraba el cierre con varias vueltas.

Él se volvió hacia su puerta e hizo un esfuerzo para no pegar el tremendo portazo, que era lo que de verdad le hubiese apetecido en ese momento.

Al otro lado de la puerta se quedaron los gritos y lamentaciones de las mujeres del primero.

Los acordes de la música de Weezer llenaban el piso con sonidos juguetones y saltarines. Desde que Sol se había ido, no había vuelto a escuchar las notas que acompañaban a «Island in the Sun». Se trataba de un grupo y, sobre todo, de una canción que asociaba irremediablemente a una época en la que no estaba solo, en la que Sol iluminaba la casa y su vida entera. Hoy la había buscado en Spotify.

Por fin se sentía capaz de escucharla de nuevo.

Y cuando llegó al momento en el que canturreó el «you’ll never feel bad anymooore», por primera vez fue consciente de la letra y de que quizás, en efecto, era el momento de no volver a sentirse mal y de salir del hoyo en el que llevaba revolcándose durante años.

Se duchó y durante más tiempo de lo habitual dejó que el agua lo regase para llevarse consigo las telarañas de tristeza y de tiempo que tenía adheridas a su piel.

Terminó la ducha con un buen chorro de agua fría y le pareció mentira que sólo veinticuatro horas antes aquella bañera hubiese estado a rebosar de agua esperando un cuerpo muerto que ahora en cambio sentía cargado de energía y más vivo que nunca.

Emilio se vistió con su mejor camisa y coronó su aspecto con la corbata de seda que le había comprado Sol en Milán hacía años y que nunca se ponía.

Después de todo, estaba vivo. El sol brillaba y cualquier cosa podía pasar.

Al salir a la escalera el denso olor de la lejía se le metió con violencia por las narices.

Encontró a Sandra, la chica de abajo, en el portal limpiando el pasamanos con los ojos brillantes. Pensó que sería debido a los efluvios de la lejía.

—Buenos días.

Ella no le contestó, pero no le importó.

Cuando llegó a la oficina, su despacho estaba tal y como lo había dejado pensando que no volvería allí nunca jamás. Los montones perfectamente apilados de carpetas agrupadas por temas se repartían por la mesa con una increíble simetría.

—¿Ya estás bien?

Emilio asintió. Nunca sabría si Vanessa, su compañera y actual lío del jefe, era sincera o un mal bicho. A veces se inclinaba por una opción y al día siguiente tenía razones para pensar todo lo contrario.

—Sí, gracias. Ya me encuentro estupendamente… Debió de ser algo que me sentó mal.

Echó un distraído vistazo al rincón en el que se pudría su planta y se dejó caer en la silla. Por inercia agarró la última carpeta en la que había estado trabajando y desplegó ordenadamente ante él los montoncitos de folios repletos de datos.

Luego encendió el ordenador y abrió la hoja de cálculo en la que había trabajado.

—Pau se puso como una fiera cuando supo que no podría enviar el informe.

—Hoy lo tendrá.

—Te caerá una buena. Prepárate.

Emilio no contestó. Toda su atención se había centrado en las casillas de colores que se habían abierto ante él.

Su mano se dirigió hacia el teclado numérico, preparada para introducir los datos que le aguardaban en los folios. Y cuando empezó a hacerlo, tan rápida y mecánicamente como siempre, se dio cuenta de que algo había cambiado.

Sencillamente le importaba un bledo lo que estaba haciendo.

—¡¿Cómo que quieres enterrarlo!? ¡Se tira a la basura y sanseacabó!

—Pero no lo podemos tratar así. Es Bonito. —Su voz se fue haciendo más débil como la de un juguete con las pilas casi agotadas.

—Yo también lo quería, ¿qué te crees? Pero es lo que hay. ¡A la basura!…

Encarna cogió una bolsa de plástico nueva y se dispuso a meter dentro el bulto que aguardaba en el interior de la otra, junto a la puerta.

Sandra, la hija, enrollaba entre las manos con un gesto nervioso, una y otra vez, la correa azul que había pertenecido al perro.

—Ya lo entiendo, mamá. Pero…

—Si no lo tiras tú, ya lo tiro yo…

Encarna cogió el bolso. Llegaba tarde a trabajar. Lo de Bonito la retrasaría y aún no sabía cómo conseguiría arreglar lo de Álex.

—No, espera, mamá. Ya me encargo yo. Hay un sitio en Veterinaria, en la universidad. Lo llevo yo… Lo llevo ahora mismo.

Una cabeza asomó desde la puerta de una de las habitaciones.

—¿Te puedo acompañar?

—¡Tú hoy no sales de casa! —Cada una de las palabras sonó como un latigazo seco—. ¡No salgas hasta que sepamos qué coño hacer con lo tuyo!

Encarna se largó dando un portazo.

Sandra pareció reparar por primera vez en su hermano.

—Claro que puedes venir conmigo. De hecho… Si lo llevases tú, por favor… —Señaló el bulto metido en la bolsa de la basura y lo miró implorante.

Álex asintió.

—¿Te ha dicho mamá algo de lo mío?

—Me ha dicho que no tiene un puto duro. ¿De dónde coño te crees que vamos a sacar seiscientos euros?

—Setecientos.

—Vete a la mierda, Álex. ¿En qué coño estabas pensando?

El chico parecía que fuera a echarse a llorar de un momento a otro.

—Anda, vístete y nos vamos. —Sandra adoptó el papel de hermana mayor—. Y ponte unas gafas de sol… Con esa cara llamas demasiado la atención.

—¿Cuánto tardará en curárseme?

—Lo justo hasta que te vuelvan a dar otra paliza, ¿qué te crees?

Álex se escurrió al interior de la habitación.

No quería que nadie lo viera llorar.

Gerard había quedado con Yolanda en una cafetería del Eixample. La esperaba sentado a una mesa estratégicamente situada. Desde ella dominaba todo el local y disfrutaba de unas vistas inmejorables de la calle.

Desde que asesinaron a Pep, Gerard no había podido hablar tranquilamente con ella. Tras el funeral Yolanda se fue de vacaciones, y después ocurrió lo de su madre: se puso enferma, la ingresaron en el hospital… Y así, su cita fue postergándose.

Yolanda Amat era una compañera de la comisaría, muy amiga de los dos. Si Pep hubiese contado algo a alguien, esa persona sería Yolanda. Si Gerard podía hablar con alguien con total confianza, era con ella.

En cuanto vio asomar su melenita castaña por la puerta, Gerard sonrió. Yolanda siempre le hacía sonreír.

—¡Cuánto tiempo sin vernos, Gerard!

—Ya lo creo. —Sintió sus besos volando alrededor de las mejillas—. Desde el cumpleaños de Pep y el funeral…

Un silencio incómodo se instaló entre los dos. Gerard lo rompió pidiendo un café para ella. El fantasma de los recuerdos de aquel último cumpleaños flotó entre ellos y caracoleó alrededor de las tazas de café. Como siempre, Pep había celebrado una fiesta en su casa en Vilassar. Gerard y Yolanda habían terminado borrachos en el jardín vomitando juntos en el seto de atrás.

—¿Cómo va tu pierna?

—Jodida. —La estiró por debajo de la mesa y el tendón lastimado le recordó su existencia—. ¿Y tu madre? —preguntó él para cambiar de tema.

—Ya en casa. Sigue con su mala salud de hierro. Pero… ¿quieres que te hable de ella o de Pep? Porque si quieres que te hable de mi madre, deberíamos haber quedado con más tiempo. Tendría mucho que contar… —Yolanda sonrió de medio lado.

—Quiero saber de Pep, ya te lo dije por teléfono.

—Ya, de Pep. Mi familia nunca te ha interesado.

—Tú sí que me has interesado.

Yolanda volvió a sonreír de medio lado.

—Sólo cuando tu tasa de alcohol en sangre supera el máximo permitido, company.

—Ya sabes que no es así.

—Sí, ya lo sé. —Yolanda rio de nuevo y se colocó las gafas en la cabeza, a modo de diadema, como cuando estaba en la comisaría—. ¿Has visto a Maite?

Él negó con la cabeza. La última vez que se había encontrado con la viuda había sido en el funeral.

—Está fatal.

—No me extraña.

—Lo superará. Es fuerte como una roca y tiene a sus hijos. Pero llámala de todas formas. Dale un poco de conversación. Le hará ilusión que la llames.

—¿Y qué le voy a contar, Yolanda?

—Ay, por favor, ¡cómo sois los hombres! Habla del tiempo, la salud, tu pierna, su artritis, de la tele… Habla de lo que quieras. Ay. —Se recolocó las gafas—. A ver, ¿qué te pasa con Pep?

Gerard le contó la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Con Yolanda no valían medias tintas. Le explicó lo del mensaje en el contestador que le había dejado justo antes de morir: «Quiero hablarte de algo que he descubierto en Berlín», aunque se cuidó de no mencionarle el número de la calle.

—Puede que no tenga que ver con su muerte. Pero…

—¿Una corazonada?

—Nunca he creído en corazonadas, ya lo sabes. Puede ser una casualidad…

—Lo de Pep no fue normal —lo interrumpió sulfurada—. Su muerte fue cruel. Parecía un aviso. Una barbaridad impropia de… Impropia ¡de todo! Lo torturaron hasta morir. —Su mirada vagó triste durante unos instantes.

—¿Quién va a querer matar así a un mosso vulgar y corriente? ¿Quién fue, Yolanda?

Ella dio un sorbo al café y después continuó:

—Verás, en los últimos días Pep había contactado con alguien de un grupo del Crimen Organizado de la Jefatura Superior de Policía y también con los de Localización de Fugitivos de la Central.

Gerard casi se tiró el café encima.

—¿No lo sabías?… Pues no te estoy contando nada nuevo, todos lo saben. Estuvo haciendo ruido, preguntando por Eduardo Yepes…

El rostro de Gerard no mostró expresión alguna, por lo que Yolanda se vio obligada a explicarle:

—Eduardo Yepes, el Mariscal. Yo tampoco tenía ni idea de quién era antes de que Pep rescatase su nombre y el rumor corriese por la comisaría. No son nuestros asuntos, ya lo sabes. El tal Yepes era el segundo de la mafia colombiana. La mafia colombiana ya no pinta mucho. Antes está la mexicana, la china, la rusa… Bueno, mira, es lo mismo… La cuestión es que, en teoría, el Mariscal estaba muerto.

Él observó cómo su colega gesticulaba con la cucharilla en la mano.

—Hace un año murió en una operación, en Cali, en Colombia. Muerto, al menos en teoría. Porque la leyenda popular cuenta que nunca murió, que está vivo, escondido bajo otra identidad, disfrutando del dinero que ocultó… En fin, vete a saber. Pep empezó a preguntar a nuestros compañeros del Crimen Organizado y a los de Localización de Fugitivos, y… lo matan. —Yolanda revolvió la cucharilla en el aire—. ¿Qué pasa si remueves la mierda? ¡Pues que huele! Total, que ha levantado la liebre y ahora existen serias sospechas de que el Mariscal esté realmente vivo y de que pueda estar aquí, en Barcelona. Con una nueva identidad y una nueva vida.

Gerard se quedó unos segundos sin saber qué decir. ¿La mafia colombiana detrás de la muerte de Pep? Le sonaba totalmente irreal, casi fantástico. No podía existir nadie más alejado de las mafias que Pep.

—¿El Mariscal? —balbuceó—. Eduardo… Eduardo…

—Eduardo Yepes. —Yolanda le recordó el apellido.

—¿En Barcelona?

—Puede ser.

A Gerard le vinieron a la cabeza viejas historias de criminales que iniciaban una nueva vida, muy lejos de sus lugares de origen. Historias y películas en las que demasiado a menudo los malvados desaparecían bajo un nuevo rostro producto de la cirugía estética. Él sabía que un buen estilista podía hacer maravillas, pero ¿para qué querían la cirugía? Si un buen corte de pelo, un tinte, un bigote o barba de más o de menos, pueden convertir en irreconocible a cualquiera.

Gerard necesitó algunos momentos para ordenar sus ideas.

—Pero ¿qué podían tener en común Pep y ese Mariscal? ¿Y por qué le dio a Pep por preguntar por él?

—¡Ahí está la clave, Gerard! No lo sé, no tengo la menor idea. Nadie lo sabe. Lo único que podemos hacer es suponer. Suponer que uno de sus soplones, esos que cultivaba con esmero y con ese estilo suyo tan particular, debió de decirle algo. Algo que le hizo empezar a rebuscar y revolver entre la mierda hasta conseguir que apestase tanto que se lo cargasen. ¡Yo qué sé! —Yolanda apuró su café—. Y ahora, por lo que me dices, pienso que quizás esa pista que le llevó tras el nombre del Mariscal esté ahí, en esa calle Berlín tuya. Así que ándate con cuidado, Gerard. El último que estuvo preguntando por el Mariscal está muerto. Y no me da la gana de perder otro amigo.

La mirada de su compañera se hizo transparente y como muchas otras veces él no supo cómo reaccionar.

—A mí no me perderás —la tranquilizó, pero su mente ya estaba haciendo un repaso de los confidentes con los que solía trabajar Pep.

—Eso espero.

Ella se levantó a pedir una caña de chocolate y cuando regresó le preguntó directamente:

—¿Has contactado ya con los de AIL-MED?

Gerard meneó la cabeza con cansancio.

—Tú solo no irás a ningún sitio, Gerard. No eres un paladín de las causas perdidas.

—Ya lo sé. Anda, no me des la lata con eso…

—Pues si no te la doy yo, ya me dirás quién…

La sombra de Pep sobrevoló de nuevo la cafetería. Era el que más le había insistido en contactar con la asociación que luchaba por los derechos de los mossos que estaban en una situación parecida a la suya. Pero eso significaba reconocer que su cojera era definitiva, que estaba incapacitado para siempre. Sabía que tenía que llamarlos pero le fastidiaba tanto que cada vez que estaba a punto de hacerlo, lo acababa dejando para otro día.

—Lo haré, los llamaré.

Ella sonrió satisfecha.

—Y de pasta, ¿cómo andas? ¿Qué te queda de pensión?

—No te preocupes por eso… Me voy apañando.

El dinero era otro asunto peliagudo. Hasta que la Administración no tomara una decisión, sólo podía contar con una pequeña pensión de la Seguridad Social.

—¿Y tu hija Anna? ¿Le pasas lo que le tienes que pasar?

Gerard refunfuñó por toda respuesta.

—¿Y tu abogado?

—Ahí está, pegándose con la Administración… Ay, no me marees tanto, Yolanda.

Ella comenzó a juguetear con las migas de la caña de chocolate y dejó que la conversación derivase hacia un sucinto repaso de las novedades en la vida de los conocidos de la comisaría.

Cuando dieron las doce, Yolanda dijo que tenía que irse y Gerard la acompañó hasta el metro.

—¿Me prometes que llamarás a los de la asociación?

—Claro.

—¿Y que tendrás cuidado de no meterte donde no te llaman?

—Lo prometo —murmuró con voz cansina.

—No sé si creerte —bromeó.

Los besos de Yolanda volaron de nuevo alrededor de sus mejillas.

El sol primaveral cubría de dorado el pavimento y hasta los árboles parecían temblar ante su dulce caricia.

Cuando Gerard la despidió en las escaleras de la parada, permaneció unos segundos observando su silueta hasta que se perdió bajo tierra, en las profundidades de la ciudad.

A aquellas horas los ferrocarriles de la Generalitat, a los que Sandra llamaba «ferrocatas», circulaban prácticamente vacíos, por lo que los hermanos pudieron ocupar cuatro plazas sólo para ellos. Sandra apoyó los pies sobre el asiento frente a ella y su hermano la imitó. De esa manera todo el espacio se reservaba para ambos y se aseguraban de que nadie se quedaría mirando la bolsa de Ikea que contenía otra de basura y que permanecía en el suelo, entre los dos, oliendo a perro muerto, como un símbolo de todo lo que les separaba.

Cuando llegaron a la parada de Universitat Autònoma, Álex cargó con la bolsa amarilla. Apenas habían hablado entre ellos durante la hora que duró el trayecto. Álex se había quedado dormido enseguida y Sandra escuchaba música y jugueteaba con el móvil.

Una vez que bajaron del tren, Álex siguió a su hermana.

El mundo universitario era un gran misterio para él, un mundo que le resultaba ajeno y que siempre había pensado que nunca pisaría. Era la primera vez que se encontraba en el campus de la Autònoma y lo hacía cargando con el cadáver de un perro, el estómago encogido y la cara hinchada plagada de moratones.

—Vamos a la Facultad de Veterinaria. —Sandra se encaminó hacia unas escaleras.

Álex echó un vistazo a la colina presidida por un edificio serpenteante.

—¿Hay que subir hasta allá arriba?

Su hermana asintió.

Él estuvo a punto de protestar. Pero después se lo pensó mejor y aseguró el asa de la bolsa sobre su hombro para echar a andar hacia las escaleras.

Cuando llevaban recorrido más de la mitad del trayecto, su hermana se paró de repente y le preguntó:

—¿Cuánto debes exactamente?

—Setecientos euros. —Unos segundos después añadió—: Mañana serán ochocientos.

Ella hizo un gesto de disgusto.

—En el tren he tenido una idea… luego te la cuento.

Álex terminó de subir el último tramo del camino con más energías.

Cuando llegaron ante el edificio Sandra tomó un caminillo blanco que lo rodeaba.

—Mi amiga Rosa estudia Veterinaria. ¿Te acuerdas de ella?

Álex asintió. No reconocería su cara, pero sí su escote. Tenía las tetas grandes, no enormes, pero sí bien grandes y muy bien puestas, y las exhibía sin reparos.

—Ella me enseñó este sitio. Está aislado de todo… Ya lo verás.

En efecto aquella facultad parecía alejada del resto. Ese conjunto de edificios agrupados alrededor de la sinuosa construcción principal representaba una mínima parte frente a la mayoría de las facultades y dependencias que se encontraban al otro lado del valle esparcidas por las colinas circundantes.

El camino que estaban siguiendo rodeaba el edificio y prácticamente lindaba con el bosque. Un bosque raquítico de coníferas y abetos, pero bosque a fin de cuentas.

Sandra permaneció en silencio hasta que alcanzó una construcción que se abría ante ellos a través de unas puertas de cristal tintado. Las empujó y se dirigió, sin dudarlo, hacia su derecha.

Álex echó una mirada nerviosa al pasillo que atravesaron. No parecía haber nadie. Siguió los pasos de su hermana.

Sandra abrió una puerta y le mostró una habitación espaciosa en la que había varios arcones grandes. El ruido de los motores creaba un desagradable runrún de fondo.

—Pasa.

Álex la siguió con cierta precaución.

Su hermana se dirigió hacia uno de los arcones y abrió la tapa con dificultad. Parecía pesar mucho.

Él se asomó para mirar en su interior.

Una bofetada de aire helado ahumó sus gafas de sol.

—¿Qué es esto?

—Un congelador, hermanito.

Dentro distinguió muchas bolsas de basura negras y grises. Algunas llevaban etiquetas pero otras no.

—Son perros, gatos, bichos, trozos de bichos… Cosas de Veterinaria. —Dirigió su mirada hacia la bolsa de Ikea—. Aquí se queda Bonito.

Ella misma sacó la bolsa de basura, de un color diferente a las demás, de un gris mucho más claro, y la metió con cuidado en el arcón.

Cuando cerró la tapa, se quedó unos instantes inmóvil, como si recitase una silenciosa plegaria.

El murmullo de los motores apenas dejó oír el «Adiós, Bonito» que, más que dicho, fue musitado.

—¿Y ya está? ¿Qué pasará ahora?

Sandra se frotó los ojos.

—Un día de estos lo quemarán; lo incinerarán. Cuando se les llenen los arcones y la mercancía, hum, se corrompa y no les sea útil.

Álex se encogió de hombros.

—Vámonos, anda. No me gusta este sitio —dijo ella mientras echaba a andar.

El muchacho dobló la bolsa de Ikea con la intención de tirarla a la primera papelera que encontrase.

Al salir al exterior la luz del sol le pareció mucho más brillante. Y la visión de las montañas y colinas verdes le hizo recordar los campos que no visitaba desde su infancia. Respiró hondo como si quisiera acumular un retazo de aquella pureza en su interior.

—¿Podrías vender algunos portátiles de segunda mano? —le preguntó de pronto su hermana.

Álex dudó sólo un momento.

—Yo… no. Pero creo que… Sí que sé de alguien a quien le interesarían.

—Pues entonces vamos.

—¿Adónde?

—A la biblioteca.

Estaban pasando junto a una papelera y Álex estuvo a punto de tirar la bolsa de Ikea.

—¡No la tires! La vamos a necesitar.

—Entiendo.

Él empezó a calcular cuántos portátiles cabrían dentro.

La señora Luisa había informado a Zósimo de lo del perro. Le había explicado lo extraño que le resultaba que un perro se arrojase escaleras abajo para acabar estrangulado en su propia correa.

Su marido había mostrado una sorpresa horrorizada porque siempre le habían gustado los perros. Había contado a Luisa mil veces que se había criado con una perra blanca que se llamaba Perla y que la había llegado a querer como si fuera uno más de la familia. Perla había sido una amiga, una hermana, una fiel compañera de juegos que había terminado atropellada por un haiga en un momento de descuido.

A Zósimo se le saltaron las lágrimas cuando Luisa le contó lo del perro de los vecinos. Cada vez lloraba más a menudo. Como si su decadencia física hubiese ido excavando las capas de protección que había construido a lo largo de su vida y ahora hubiese dejado su sensibilidad expuesta, a flor de piel.

En su enfermedad, después de la etapa de violencia, le había llegado esta otra de lloreras y sensiblerías.

—Es como si la Muerte estuviera rondando por el edificio —le dijo doña Luisa—. Primero María Eugenia y ahora Bonito…

La mirada de Zosi fue suficientemente elocuente.

—¿María Eugenia? —balbuceó.

Luisa volvió a explicarle cómo habían encontrado a la vecina de arriba muerta y momificada. Que habían venido los bomberos y la policía… Y Zósimo mostró la misma sorpresa horrorizada que había sentido la primera vez. Y Luisa comprendió que en dos horas se olvidaría de la historia de Bonito y volvería a olvidar lo de María Eugenia… Aunque, de eso sí que estaba segura, seguiría recordando a su Perla. Mientras recordase a su perra, seguiría siendo él: su Zosi.

Con el alma marchita se fue hacia la cocina a preparar un estofado.

Gabriela había quedado a comer con Mike. Se trataba de una cita que habían acordado hacía más de un mes. El único pasatiempo que conocía en el americano, además de algunas sutiles torturas sexuales, era el de comer en los mejores restaurantes de Cataluña. Y Mike se había empeñado en visitar uno que se había puesto de moda y que quedaba no muy lejos de Francesc Macià.

En contra de lo que solía hacer, Gabi decidió que iría andando.

Se arregló con esmero y preparó su cuerpo y su cabello para el gusto de Mike. Rescató del fondo del armarito una crema hidratante que olía al mismo perfume que él le había regalado. Era un poco fuerte para el gusto de Gabi; demasiadas rosas, demasiado aroma, demasiados rojos, rosados y magentas. Pero a él le gustaba y ella estaba allí para complacerle.

Así que se embadurnó en el perfume de rosas y flores, y se alisó el cabello todo lo que pudo. Y después buscó la ropa interior roja, el liguero y el corsé, y los guardó en su maletín.

Cuando salió de su piso se encontró con su vecino, que justamente salía en ese momento de su casa.

—Buenos días, Gabi.

—Hola, Gustavo. —Fue un «hola» sin energías, muerto y sin matices.

—Estás muy guapa.

Ella esbozó su sonrisa automática. Si lo hubiera pensado, no lo habría hecho. Bajó las escaleras sin decir una palabra.

El halo de una nube de flores se quedó flotando en el rellano. Gustavo respiró ansioso de ese aire y al verla desaparecer, golpeó con el puño la barandilla.

Cuando llegó a la calle, Gabriela se puso unas enormes gafas de sol, cuyo precio hubiera escandalizado a cualquiera de sus vecinos, y echó a andar con determinación.

Disfrutó del paseo. Le gustaba caminar enérgicamente y enseñar las piernas bronceadas a cada paso. Le gustaba cómo se levantaba la falda del amplio vestido que llevaba y sentir cómo caracoleaba alrededor de sus piernas. Le gustaba sentir el aire en la cara y la melena al aire. Y le gustaba cómo la miraban hombres y mujeres a su paso por la avenida de Josep Tarradellas.

El restaurante era uno de los que se ponen de moda de repente, en los que hay que reservar con meses de antelación y luego son olvidados para ser reemplazados por otros sospechosamente parecidos. Este lo habían decorado de forma minimalista y aquí y allá habían colocado algunas piezas que llamaban a gritos la atención: un viejo sofá de piel granate, un rocambolesco centro de plantas y algunos cuadros con unos enormes marcos púrpuras muy barrocos.

Mike estaba de buen humor. Pidió un menú degustación para los dos que después engulló él solito casi por entero. Mike era un tipo fuerte y grande como un armario. Alto, rubio y de mandíbula cuadrada, podría haber pasado por un antiguo marine o por un jugador de rugby. Era americano y no hacía falta que hablase ni escuchar su acento para darse cuenta. Por lo demás, luchaba contra una incipiente barriga corriendo cada mañana por la avenida Diagonal, pero después siempre comía más de lo que pensaba y bebía aún mucho más.

Gabi no sabía exactamente a qué se dedicaba. Tenía claro que gestionaba unas páginas de internet relacionadas con vídeos y sexo, cuya sede fiscal se hallaba en las islas Caimán. Algunas conversaciones le hacían pensar que empleaba a dos o tres personas en una oficina compartida en Rambla de Catalunya y también sabía que él entraba y salía de España como turista cada dos o tres meses.

Lo que sí podía asegurar es que a Mike le gustaba el látex, los corsés, los corpiños, los ligueros y la ropa interior roja, y que se depilaba el vello del pecho.

Además, le gustaba hablar de comida, de vinos y de restaurantes. Ella había aprendido mucho con él. Y lo conocía lo suficiente como para temerle cada vez que pedía más de una botella de vino.

Y aquel día primero pidió un blanco fresco y brillante que bebió casi como si fuera agua, y después una botella de un vino tinto tan denso y tan fuerte como la sangre.

Para cuando terminaron de comer y les trajeron unos cafés requemados que deslucieron el resto de la comida, Gabriela ya supo lo que le esperaba.

Mike pagó sin dejar ni un euro de propina y se levantó tambaleante. Ella se colgó de su brazo y le guio, sin que pareciera que lo hiciese, hasta la puerta.

—Bajemos a Diagonal a buscar un taxi.

—¿Qué haría yo sin ti, preciosa?

Mike la estrechó contra él con tanta fuerza que casi la aplastó.

Doña Luisa terminó de limpiar la mesa de formica con una bayeta gris y grasienta. Algunas migas sobrevivieron a la razia camufladas entre las vetas del dibujo desgastado por el tiempo.

Si tuviera el oído más fino habría escuchado los ronquidos de Zósimo procedentes de la habitación de al lado.

Ella no tenía sueño. Sabía que si ahora se metiese en la cama, acabaría dando vueltas a uno y otro lado. Por eso prefería quedarse un rato trasteando en la cocina, hasta que le llegase el sueño. Ese sueño que desde hacía años se había convertido en algo intermitente y huidizo.

Fue hacia el armarito y rebuscó al fondo del todo, detrás del frasco de Eko, del paquete de azúcar y del cacao del DÍA. Encontró la bolsita y la sacó intentando recordar cuántos palitos de naranja cubiertos de chocolate le quedaban.

Se sentó en la silla y manipuló el cierre de la bolsa con sus manos torpes y temblorosas.

No recordaba cuándo le habían empezado a temblar, ni cuándo habían aparecido aquellas manchas que las cubrían. Si cerraba los ojos y pensaba en sus manos, visualizaba las suyas de siempre, cuadradas, de dedos largos y blancas, muy blancas. Aquellas eran sus manos, no esas de anciana que ahora de repente decoraban el final de sus brazos.

Sacó un palito de naranja y el chocolate se le quedó medio derretido entre los dedos.

Lo mordisqueó y sintió cómo los dientes de la dentadura postiza se pegaban a aquella sustancia dulce y deliciosa. Tendría que masticar durante un buen rato hasta conseguir dominar aquella pasta pegajosa.

Los jugos de la naranja, el chocolate negro y el azúcar estallaron con todos sus matices en la boca. Y la señora Luisa sonrió.

Mientras cerraba de nuevo la bolsita y pensaba en esconderla en un lugar más fresco, detrás de las verduras, en la nevera, repasó de nuevo la lista mental que por fin había completado.

«Lejía, amoníaco y desatascador para tuberías. Lejía, amoníaco y desatascador para tuberías. Lejía, amoníaco y desatascador para tuberías…»

Ya lo tenía todo.

El sabor goloso de la naranja confitada y el chocolate la llenaba por entero.

Luisa pensó que dolería. Beber lejía quema la garganta. Pero lo habían dicho en la tele. El hombre aquel que había matado a las ancianas de la residencia había usado todo eso. Y si él lo había hecho, ¿por qué no podría hacerlo ella también? La otra posibilidad consistía en asfixiarlo con una almohada. Eso parecía menos doloroso. Pero no sabía si tendría suficientes fuerzas o si él se pondría violento. Después de todo era su Zosi.

Terminó de cerrar la bolsita. La envolvió en una del Lidl y la escondió en el fondo del verdulero.

Vería la tele un rato y luego se iría a dormir.

Gerard no sabría decir si había tenido un mal día o uno bueno. Se había llevado el portátil hasta la cocina y ahora la luz de la pantalla iluminaba sus rasgos cansados. Navegaba por internet con un Nescafé descafeinado en vaso, a su lado, y la pila llena de cacharros por fregar.

Por la mañana había ido hasta L’Hospitalet, a Collblanc.

En cuanto puso los pies en aquel barrio y volvió a escuchar la algarabía de sus calles, a encontrar corrillos de gente a la entrada de las tiendas y a tropezarse con los niños jugando en las aceras, tuvo la sensación de que había viajado hacia el pasado.

Un pasado lejano, antes de que ocurriera el incidente. Cuando sabía en cuáles de aquellos baretos hacían las mejores bravas, cuál era el restaurante chino más barato y el día en el que Natalia hacía flan casero e incluía el rabo de toro en su menú de 8,50 euros. Era cuando Pep y él caminaban juntos por las calles de Santa Eulalia y Collblanc, y compartían esas bravas, ku baks tres delicias, rabo de toro y flan. Cuando la vida era rutinaria y él sólo estaba amargado por su divorcio y los disgustos que le daba su hija.

Antes del incidente.

Antes de que aquella mierda de navajazo se cargase su tendón y le alejara de las calles y del trabajo, y le hundiera en un pozo viscoso de semioscuridad.

Y mucho antes de que Pep muriese.

Sí, parecía que hubieran pasado siglos desde la última vez que pisó esas calles de Collblanc. Allí las cosas no habían cambiado; las vías del tren seguían partiendo el barrio en dos, y los colores, los chillidos y los olores latinoamericanos hacían del barrio un barrio, y no una especie de ciudad residencial moribunda como le parecía, a veces, su noble Eixample de Barcelona.

Se dirigió hacia el locutorio de la calle del Doctor Martí Julia.

Recordaba a uno de los confidentes de Pep, uno tan delgado que rayaba lo esmirriado, uno al que llamaban Rosi y que era colombiano. Empezar por él le parecía lo más lógico. Después de todo compartía nacionalidad con el Mariscal.

Abrió la puerta del local y una campanita anunció su llegada.

Habían pasado casi un par de años pero aquel local seguía como siempre. En la penumbra los mismos ordenadores destartalados esperaban a sus futuros usuarios.

Gerard se topó con la mirada del dueño que lo recorrió de arriba abajo y cuando avanzó, cojeando, esbozó una especie de sonrisa. El otro tenía un brazo en cabestrillo.

—¿Un accidente laboral? —preguntó Gerard sin saludarlo.

El hombre asintió. A Gerard le pareció que llevaba una etiqueta pegada en la frente que decía «policía». Aunque él no había tenido tratos con aquel tipo, Pep sí. Más que nunca echó de menos a su compañero.

—Busco a Rosi.

—Pues ya somos dos… —El del cabestrillo se atrevió a sonreírle—. Si lo encuentras, recuérdale que me debe algo.

Gerard sacó su ajada libreta y el dueño, después de resoplar unas cuantas veces y dejarle claro que no sabía nada de nadie, le explicó que Rosi había desaparecido y que no tenía noticias de él.

—¿Cuánto tiempo hace que se fue?

—No se fue, bola. Desapareció…

Gerard guardó silencio. El zumbido de un fluorescente fluctuó.

—¿Cuándo desapareció?

El dueño le contó que un buen día no se presentó en el local y eso había ocurrido la misma semana en la que asesinaron a Pep.

Gerard disimuló su excitación garabateando en una página en la que apenas quedaban espacios en blanco.

Rosi desaparecido. Casi en el mismo momento en el que se cargaron a Pep.

—Si lo ves, dile que tenemos una cuenta pendiente —le repitió.

A Gerard le pareció que el hombre del cabestrillo lanzaba una mirada hacia una puerta entornada y que un sonido casi imperceptible se colaba hasta ellos. Pero sólo durante un instante.

—¿Sabes si había hablado con Pep?

De nuevo le pareció oír un ruidillo más allá de la puerta.

—No sé nada. Y me gustaría saberlo. Ya te digo.

A Gerard no sólo le pareció sincero. También le dio la impresión de que si ese hombre encontraba a Rosi antes que él, le partiría la cara. Con o sin cabestrillo.

Acabó dejando el local con la cabeza repleta de preguntas. ¿Qué podían tener en común Pep y Rosi? ¿Y si Pep había preguntado por el Mariscal a Rosi? ¿Y si Rosi sabía algo sobre el Mariscal y se lo había contado a Pep?… ¿Y si se tratase de algo relacionado con Berlín? ¿Con el 109?

Rosi desaparecido. ¿Y si también habían matado a Rosi? ¿Quién va a preocuparse por alguien que sencillamente no existe? Rosi, un sin papeles, sin familia, sin amigos reales. Alguien que se desvanece en la nada y a nadie le importa. Gerard volvía a toparse con un mundo muy alejado del suyo. Le corroían las dudas. Y los «y si…» empezaban a ser demasiado numerosos. Sus suposiciones resultaban bastante difusas como para sostener ninguna teoría sólida. Podría ser una simple casualidad que la desaparición casi coincidiera con la muerte de Pep. Rosi podría no tener nada que ver con Pep.

Y lo único realmente cierto era el mensaje en su contestador: Berlín, 109.

Por lo demás, sólo quedaba un vecino en el inmueble al que localizar. Uno al que había visto de lejos y que en efecto podría ser colombiano. Un sospechoso ideal que quizás podría convertirse en una auténtica pista.

Dando vueltas a los «y si…» y a los «quizás» Gerard encaminó sus pasos hacia el metro de Collblanc.

Aquellas calles pertenecían a una ciudad muy diferente comparadas con las de su Eixample. Eran más estrechas y las casitas bajas, del siglo XIX y principios del XX, algunas pintadas de tonos alegres y otras desconchadas, cayéndose a pedazos, compartían aceras con comercios que habían vivido tiempos mejores hacía cuarenta o cincuenta años. Allí todo era más colorido y bullicioso. La vida de aquel barrio de inmigrantes supervivientes de la crisis estaba en la calle y no dentro de las casas como en la Barcelona que él conocía.

Antes de abandonar el barrio llamó a Yolanda para pedirle que averiguase lo que pudiese sobre Rosi, el confidente desaparecido.

—Miraré en el archivo de soplones —ironizó Yolanda.

—Tómatelo en serio, por favor, Yolanda. Es por Pep.

—Pues claro, hombre. Ten cuidado, Gerard.

Le prometió que se andaría con ojo.

Llegó a la parada del metro de Collblanc agotado. Encontró asiento y en el vagón, rodeado de mujeres morenas con vestidos ajustados que marcaban sus rotundas curvas, decidió que definitivamente tenía que enterarse ya de quién era ese que vivía en el entresuelo de Berlín, 109.

Y por la noche, en casa, navegando por internet frente a la pantalla del ordenador, con el sabor del Nescafé descafeinado aún en los labios, después de haber revoloteado por Parship con la cabeza aún puesta en Pep y en Rosi, seguía preguntándose si había sido un buen día y si el descubrimiento de la desaparición del antiguo confidente le conduciría a alguna parte.

Gerard se preparó otro Nescafé y cuando estaba a punto de apagar el ordenador, cambió de idea.

Como una polilla atraída una y otra vez por la luz, siguió navegando por la red. Saltó de una página a otra hasta llegar a la web de La Tienda del Espía. Le costó un poco dar con lo que ahí denominaban «Cañón amplificador». Calculó mentalmente cuántos metros habría desde la calle en la que podía aparcar su coche hasta el balcón del entresuelo del número 109 de la calle Berlín. Porque, según la información de la página, sólo podría escuchar lo que pasaba desde una distancia de doscientos metros. Y eran más de doscientos euros lo que costaba aquel juguetito. Demasiada pasta. Leyó y releyó la información hasta que por fin, cansado, decidió apagar el ordenador.

Demasiado caro.

Se metió en la cama, pensando en Pep y en los doscientos y pico de euros. El recuerdo de su antiguo compañero, pegajoso y espeso entre las sábanas, lo atormentó hasta que lo invadió el sueño.

Apenas tenía fuerzas para abrir la puerta del portal. El brazo le temblaba y le costó atinar con la llave en la cerradura y después empujar la pesada puerta.

Se le pasó por la cabeza que debería abrir el buzón por si había alguna carta, pero se sintió demasiado cansada para hacerlo.

Al alcanzar los primeros escalones, le pareció distinguir una sombra que atravesaba la entrada y su corazón le dio un vuelco. Se apresuró a subir las escaleras pero tuvo que agarrarse a la barandilla al sentir el dolor en esos músculos que sólo recordamos que existen cuando los forzamos.

De pronto se acordó de que por la mañana, en ese mismo lugar, un perro se había ahorcado y retiró su mano de la baranda. Gabriela aceleró el paso.

Arriba oyó unos ruidillos. Parecían unas llaves que trasteaban en una cerradura.

Cuando llegó al entresuelo descubrió a Gustavo.

—Buenas noches, Gabi.

Ella lo saludó sólo con un gesto.

Él se fijó en sus ojos brillantes, el maquillaje ligeramente descompuesto, el cabello alborotado, la cara hinchada y, sobre todo, el aire de infinito cansancio.

Dio un paso hacia ella.

—¿Estás bien?

Gabriela elevó su mirada hasta la suya y él la descubrió más oscura y nublada que de costumbre.

—Tengo un café estupendo y el otro día no me dejaste enseñártelo —continuó—. Déjame que te invite. A un café. Sólo un café…

Gabi imaginó la calidez de una taza, una mano en la suya. Las uñas cuadradas de Gustavo. Y su pensamiento derivó hacia la dulzura que le había demostrado la otra noche. A su piel grasa, suave y agradable. A su olor profundo y sus caricias tiernas y bruscas a un mismo tiempo.

—Sólo un café. —Gabi intentó una sonrisa pero le salió un rictus un tanto extraño.

—Claro. Pasa, anda.

Gustavo volvió a abrir la puerta de su casa.

—¿No salías?

—Sólo quería dar un paseo. La calle no se moverá de su sitio… y yo no tengo prisa.

Al entrar en el piso el olor a Gustavo la envolvió por entero. Y olía bien. Olía a ese hombre cuyo sudor no era como el de los demás.

—Anda, siéntate y te lo voy preparando. Descansa, que tienes aspecto de necesitarlo. Quédate en el salón…

Gabi se dejó caer sobre una silla y sintió que le fallaban las rodillas. Una pierna le temblaba.

—… Ya te lo llevo yo.

—No, si… —Ella se levantó—. ¿Te importa que me prepare agua con azúcar?

—¿Tienes…? ¿Cómo lo llamáis vosotros? Hum… ¿agujas? —Su año en Madrid le había ayudado a desprenderse de su dialecto y a llamar a la gente de tú y no de usted, pero aún había algunas palabras que no le resultaban del todo familiares.

Gabriela sonrió.

—Agujetas. No, aún no tengo. Por eso necesito el agua con azúcar, porque mañana no quiero tenerlas.

—El azúcar está ahí. —Gustavo le señaló un armarito.

Gabi abrió el mueble y de pronto tuvo la sensación de encontrarse en su propia casa, cómoda y a gusto, como si hubiese pasado meses conviviendo con ese hombre, y aquel fuese su propio armario y hubiera repetido ese gesto de sacar el azúcar cientos de veces.

Los dos permanecieron en silencio y por unos instantes el único sonido fue el de la cucharilla removiendo el agua con azúcar.

—¿Una sesión dura en el gimnasio?

Gabriela se bebió de un sorbo todo el contenido del vaso.

—Especialmente dura. —Gabi cambió de tema—. ¿Cómo estás tú? ¿Y la herida?

—Me tira un poco y me pica.

—¿Te has tomado el antibiótico?

Él asintió.

—Entonces sólo es cuestión de tiempo.

Gabriela volvió al salón y enseguida apareció Gustavo con las dos tazas de café.

—¿Sabes algo de la vecina muerta?

Ella tomó la taza entre las manos.

—Nada.

—Me ha parecido ver al policía, el cojo, rondando por la calle.

—Estará investigando…

—¿El qué?

Gabriela se encogió de hombros y después dio un sorbo al café.

—Es descafeinado. Para que luego puedas dormir bien.

—No tengo problemas para dormir. —La sonrisa de Gabi fue del todo sincera—. No me afecta la cafeína.

—Qué suerte.

A él, en cambio, le pasaron por la cabeza los recuerdos encadenados de noches sin dormir plagados de pesadillas, de imágenes repletas de una sangre tan espesa que se pegaban a su conciencia sin que lograra desprenderse de ellas.

—Si te soy sincero, prefiero el chocolate.

—¿¡Chocolate!?

—Supongo que me trae recuerdos de mi tierra. —Gustavo hizo una pausa esperando que ella le preguntase de dónde era, pero como Gabi no le interrumpió, continuó hablando—. Cuando era un crío, mi mamá me preparaba chocolate por la mañana y por la noche… y ahora cuando tomo una taza me parece que vuelvo a estar en casa. En una época muy lejana…

—Chocolate a todas horas…

—Con queso.

—¿¡Con queso!?

Por fin había conseguido hacerla sonreír.

—Y a veces pan o galletas. Es típico de mi tierra; se ponen trocitos de queso que se funden con el chocolate y migas de pan. Supongo que te suena raro, pero está muy rico.

—Con queso… —Gabi intentaba imaginar a qué sabría aquello.

Bebió un poco de café y su calor la reconfortó. Le gustaba estar allí, sentada en aquel salón sin apenas muebles, escuchando a un hombre que dirigía una conversación sin que ella tuviera que hacer ningún esfuerzo por seguirla.

—El café nunca me ha gustado —confesó de pronto, y se sorprendió a sí misma por haberlo dicho—. Pero he acabado acostumbrándome a él. El café es… es un acto social.

Gustavo se levantó.

—Dame. —Le quitó la taza de las manos—. A mí tampoco me gusta el café.

Observó sorprendida cómo se llevaba su taza hacia la cocina.

—Te voy a preparar un chocolate.

Gabi rio, esta vez casi a carcajadas.

—Sin queso, por favor —le gritó para que la oyera desde el salón.

—Sin queso —le llegó la voz de Gustavo—. No es igual que en mi tierra, pero no hay nada mejor. Dame un poco de tiempo.

«Todo el que quieras».

Gabi se acomodó en el sillón. Se sentía relajada allí. Se sentía extrañamente relajada con aquel hombre.

Se quitó los zapatos de tacón y los dejó con cuidado a su lado.

Enseguida el salón se llenó de aroma a chocolate caliente.

Cuando llegó Gustavo con dos tazas en una bandeja, le preguntó:

—¿Te gusta la canela?

—Psé. Más bien no.

—Dicen que es afrodisíaca.

—Nunca he necesitado ningún afrodisíaco.

Gabi se llevó la bebida a los labios y una vaharada de calor oscuro la invadió de pronto. Sintió que su estómago y su alma se calentaban, y se bebió todo el contenido sorbo a sorbo, saboreándolo.

—Está muy rico.

—Me alegra que te guste.

Cerró los ojos y apartó el pensamiento de los cientos de calorías que debía de tener aquella bebida. Apuntó en una nota mental que al día siguiente debería añadir «Nadar» a su programa habitual de ejercicios en el gimnasio.

Cuando terminó con su taza, continuó manteniéndola, cálida, entre sus manos.

—No hay nada mejor para terminar un día duro —afirmó él mientras se limpiaba los restos del chocolate en los labios.

A Gabriela lo único que le apetecía ahora era el calor del abrazo de Gustavo.

—A mí sí se me ocurre algo mejor. —Ella se acercó hacia él.

Gustavo intentó no demostrar su sorpresa. Estaba convencido de que, en efecto, lo único que ella deseaba esa noche era un café. Acabar comiéndosela era una maravilla inesperada.

—Pero tengo que pedirte algo. Una condición —le susurró al oído—. Que seas tierno. Tan tierno como algunos ratos del otro día…

—Como desees.

Y Gustavo se esforzó para hacerla feliz y rebuscó en su forma habitual de hacer el amor la parte más tierna. Esa a la que se podría llamar «hacer el amor», en lugar de «follar o comer». Aquello que ahora le apetecía hacer con esa mujer que olía a flores y especias, y parecía una princesa de cuento.

Se demoró en acariciar la piel de su espalda, de sus piernas y el cuerpo entero con la palma de la mano, con las yemas de sus dedos, con la barbilla y, luego, con los labios y la lengua.

Ella se dejó hacer sin preocuparse por nada más excepto su propio placer y su propio deseo. Y disfrutó de cada caricia, cada sensación y cada cosquilleo. Y hubo un momento, al terminar, en que encontró el rostro de él junto al suyo, y sin saber bien por qué, le entraron ganas de llorar. Se mordió la lengua para no hacerlo y dejó caer su pelo sobre la cara para que Gustavo no descubriese sus ojos demasiado brillantes.

—¿Te puedo hacer algunas preguntas personales? —murmuró él.

—¿Por qué?

—Es pura curiosidad; si no quieres contestarme, no lo hagas.

—¿Por qué preguntas personales? —Gabriela se revolvió incómoda entre las sábanas.

—Porque me las provocas, porque me provocas… Porque despiertas mi curiosidad.

Hubo una pausa. Ella volvió a esconder su rostro tras una cortina de cabellos oscuros.

—Bueno, dispara.

—¡Pum! —le susurró al oído.

A ella le hizo gracia aquella broma infantil y sonrió.

—¿Eres hija única, mayor, o de en medio?

—¡Qué cosas! ¿Por qué me lo preguntas?

Gustavo se apoyó en un codo y ella se fijó en el bíceps que se marcaba en el brazo. Era un tipo musculoso que, estaba segura, nunca pisaba un gimnasio.

—Leí hace tiempo que tu posición en la familia determina muchas cosas. Más de lo que nos pensamos. Explica la forma de ser y sobre todo la… —buscó unos instantes la palabra más adecuada— compatibilidad con otros.

—¿Crees en esas cosas?

—No creo en nada, Gabi. —Ahora fue él el que se revolvió incómodo en la cama—. Pero esto de los hermanos tiene lógica. Es pura psicología. Un hermano mayor se llevará mejor con uno que fue pequeño, porque uno ordena y el otro…

Gabriela observó con curiosidad a aquel hombre que le había parecido un iletrado y que sin embargo ahora le venía con estas explicaciones. Se preguntó si no se habría equivocado en sus suposiciones sobre él.

—¿Y tú qué eres? —preguntó ella para retomar el control de la conversación.

—Yo estaba en medio de muchos hermanos…

—Yo era hija única.

Gabi esperó la respuesta de Gustavo y al no llegar se vio obligada a preguntar:

—Entonces, ¿crees que tú y yo encajamos?

—Perfectamente.

—Mira, en eso te doy la razón. —Gabriela rio—. En este aspecto —señaló la cama—, encajamos a la perfección.

Se acercó hacia él para abrazarlo y volver a sentir su calor, y sus labios tiernos y húmedos sobre cada centímetro de su piel.

Huele a chocolate en la escalera. Un olor profundo y oscuro, denso y tan espeso como debe ser el chocolate. Es el del entresuelo. A estas horas de la noche están preparando chocolate. Me asomaría a mirar si no supiera que está con la puta. No quiero verlos entregándose al pecado y a esas prácticas aberrantes.

Huele también a algo diferente que soy incapaz de identificar. Algo que es una mezcla de limpio y sucio, y que asocio a esos nuevos ruidillos que he oído en la escalera. Cierro los ojos, sin que haya ojos, sin que pueda cerrarlos realmente, y creo que son pasitos. Pasitos que a veces me parece oír abajo y otras veces arriba.

Subo hasta el segundo y veo sobre la alfombrilla de mi vecino una fiambrera llena de estofado. Emilio aún no ha vuelto. Es tarde pero no ha vuelto a casa.

Vuelvo a escuchar los ruidillos. Esta vez me parece que provienen del piso de abajo.

Ya estoy allí.

«¡¡El chucho!!» Esta mañana se ha matado en la escalera.

Y la culpa ha sido mía.

He sido yo quien lo ha llamado cuando me pareció que me veía. He sido yo la que ha ido hacia él… Y Bonito ha salido corriendo espantado.

¡Me ha visto!

Ha sido verme y echar a correr, de pronto, hacia el hueco de la escalera. El mango de la correa se ha enganchado arriba y él ha caído hasta que no ha dado más de sí. He sentido un tirón y el chucho se ha debido de romper el cuello. Se ha quedado ahí colgando y bamboleándose como una plomada. Pobre bicho.

Ahora está ahí, a las puertas de su piso, olisqueando la alfombrilla.

«¡Bonito!»

Él me dedica una mirada distraída e insiste en entrar en su casa. Creo que no sabe que ya está muerto.

Atraviesa limpiamente la puerta y entra en el piso.

Pobre bicho. Sé lo que le pasará. Acabará aburriéndose de su casa. Se cansará de pulular buscando su bebedero, que seguro que ya no estará en su sitio. Ni tampoco el comedero ese amarillo que ponían junto a la nevera.

Se cansará de enredarse alrededor de las piernas de sus dueños sin que ellos se enteren. Se cansará de ladrarles, lamerles y aullarles.

Quizás, aun con su reducido entendimiento de animal, acabará entendiendo que nadie le hace caso.

Excepto yo.

Cuando estás muerto el tiempo transcurre de forma diferente.

Tarde o temprano tendré compañía.

—¿Dónde los guardamos para que mamá no los vea?

Sandra observó la abultada bolsa de Ikea. Contenía seis portátiles de diferentes modelos. Por la mañana habían estado en la biblioteca de la Universidad Autónoma, y después en la de Barcelona.

Demasiada gente confiada se iba al lavabo o a fumar dejando su ordenador sobre la mesa. Hacerse con ellos sin que te vieran era una simple cuestión de tiempo y paciencia.

—No podemos entrar con eso en casa.

—Mañana a primera hora se los llevaré al Negro. Si tú entretienes a mamá con cualquier historia, yo entraré en mi habitación y…

—Ni lo sueñes. Está demasiado enfadada contigo como para dejarte pasar sin una palabra… Te echará la bronca y verá la bolsa aunque tú no quieras.

—Quizás si nos ponemos así, como tapándola…

—¡No seas gilipollas! Es demasiado grande.

Los dos hermanos guardaron silencio. Era de noche y permanecían en el portal del edificio cuchicheando junto a los buzones.

Por un momento la mirada de Sandra tropezó con la barandilla, el mismo lugar donde Bonito se había colgado. Porque a su mente sólo se le ocurrían las palabras «ahorcado» y «suicidio». Pero era una idea tan absurda que en cuanto asomaba a su conciencia, la escondía en un rinconcillo oscuro que prefería no mirar.

«Estaba asustado de algo. Sólo estaba asustado y salió corriendo. ¡Bicho estúpido!» Sandra echó un vistazo alrededor y su mirada se detuvo en los buzones.

—Tengo una idea…

A veces, Álex confiaba en su hermana mayor. Había que reconocerle que otra cosa no tendría, pero ideas sí, a montones. Algunas eran idiotas y absurdas, pero otras, como esta de los ordenadores, no estaban nada mal.

—Vamos arriba —cuchicheó.

—¿A casa?

—Más arriba.

Álex se encogió de hombros y siguió a su hermana.

Subieron las escaleras procurando no hacer ruido. El sonido de sus pasos era absorbido por una atmósfera densa y pesada.

Álex no se sorprendió demasiado cuando pasaron de largo su propio piso y siguieron ascendiendo hasta el segundo.

Sandra se quedó quieta ante la puerta de la vecina muerta.

Sólo se oían las respiraciones acompasadas de los dos hermanos. Les rodeaba un espeso silencio.

La chica apoyó la mano sobre la cerradura y empujó.

La puerta se abrió con un crujido.

—Mamá dijo que los bomberos la abrieron procurando no cargársela. Ahora no se puede cerrar…

Sandra entró sigilosamente y Álex la siguió.

—¡Un piso enterito para nosotros! ¡Uau! —murmuró.

Ella buscó el interruptor de la luz a tientas y la encendió.

Avanzaron por el pasillo hasta llegar al salón.

Estaba atestado de libros y el sillón conservaba las manchas de sangre que ahora se habían teñido de tenebrosos marrones. Olía de una manera extraña. Un poco dulce.

—¿Huele a chocolate? —preguntó Sandra.

—No.

—Sí, hombre, sí, ¿no lo notas?

—Huele a… ¡ah! ¡A chocolate de verdad!

—¡Serás idiota! ¡Pues claro! Siempre pensando en lo mismo…

Álex no le dijo a su hermana que también le parecía percibir otro olor más profundo y dulzón. Un olor que le recordaba al de los congeladores de esta mañana. El olor de la muerte enredándose como un velo entre aquellos muebles viejos de madera.

—Vamos al dormitorio…

La primera habitación, la que en su propio piso correspondía al dormitorio de Álex, era una especie de cuarto de estar. Continuaron avanzando hasta llegar a la última puerta.

Estaba entreabierta y la empujaron. Chirrió un poco al abrirse.

Una cómoda con un espejo ovalado les devolvió su imagen desde la pared de enfrente; los dos parecían un poco asustados, con los ojos muy abiertos y el rostro mortalmente serio.

La cama estaba cubierta con un edredón de invierno. Aquella cama estaba hecha desde el pasado invierno.

Álex permaneció en el umbral. Fue Sandra la que se atrevió a entrar y abrir el armario de doble puerta. La madera crujió.

El interior estaba escrupulosamente ordenado, como todo en aquella casa. Por lo que parecía, la propietaria había sido una maniática del orden y la organización.

Sandra apartó algunas faldas que colgaban de las perchas e hizo un hueco para la bolsa.

Álex se acercó y se la pasó.

—¿Conseguirás los setecientos euros con esto?

—Mañana puede que necesite ochocientos.

—¡Joder! Si te falta dinero, ya sabes cómo va la cosa. Ve a alguna biblioteca. Se acerca la época de exámenes… Ahora ya has visto cómo se hace.

Sandra cerró la puerta del armario con una vieja llave dorada y se la entregó a su hermano.

—No vendrá la policía, ¿no? —preguntó él mientras se guardaba la llave en el bolsillo.

Sandra rio.

—¿Cuántas pelis has visto, hermanito? En el mundo real nadie va a preocuparse por una vieja muerta.

Álex recordó a Gerard, el inspector que le había ayudado a volver a casa cuando le dieron la paliza.

—Aún no sabemos si la mataron o qué pasó… Deben de estar investigándolo.

—¡Anda ya! Aquí no va a venir ni Dios.

Álex resopló. La tensión que había estado aguantando durante los últimos días se aflojó un poco.

—Gracias, Sandra.

Ella gruñó. Fue un bufido que sonó parecido a un «De nada».

Los dos hermanos se encaminaron hacia la puerta.

—¿Por qué me has ayudado…? —La voz de Álex parecía la de un niño.

Sandra se volvió hacia él, abrió la boca para contestarle y luego la volvió a cerrar arrepentida. Miró al suelo, hacia un lado, y por fin se decidió a confesarle:

—Te he metido yo en este lío…

Él sintió como si aquel momento se congelase en el tiempo. Tardó unos instantes en poder reaccionar.

—¿Qué? ¡¿Tú?!

—Sé a lo que te dedicas, idiota. Desde hace tiempo… Psé, mira, cada uno se busca la vida como quiere. Yo no voy a meterme en eso. Pero…

Álex permanecía expectante frente a ella.

—… había visto un chaleco monísimo, de piel. Es… Era… ¡una pasada! Y una oportunidad única, un precio especial sólo por unos días…

Álex empezaba a comprenderlo todo. La sangre coagulada bajo sus magulladuras comenzó a hervirle.

—Sabía dónde guardabas las placas. Sabía quién me las compraría…

—¡Fuiste tú!

Sandra hizo un mohín de disgusto. Como una niña pequeña pillada en una travesura.

—Lo siento mucho…

—¡Me cago en…! —La mano de Álex voló hacia el rostro de Sandra. Ella fue lo suficientemente rápida como para evitarlo.

—¡Ya te digo que lo siento! Tío, cuando te vi llegar con el poli, con la cara así… De verdad que lo siento… Mira, te he ayudado, ¿no? Después de todo, ¿no somos hermanos?

—¡¡Vete a la mierda!!

Álex salió corriendo y Sandra oyó cómo bajaba los escalones hasta su piso.

Permaneció quieta en aquella casa extraña repleta de trastos.

No le sorprendía el enfado de su hermano. Tenía todos los motivos del mundo para enojarse con ella.

«El chaleco era tan mono. Tan mooono». Apagó las luces de todas las habitaciones y se dirigió hacia la salida. Se fijó en un paragüero junto a la puerta. Además de un bastón, había un paraguas con un motivo de florecitas. Muy kitsch. Estuvo tentada de cogerlo, pero en el último momento se arrepintió.

Cuando salió del piso afianzó cuidadosamente la puerta en el marco para que pareciera que estaba cerrada.

Esperó unos instantes en el descansillo del segundo piso y le extrañó ver una fiambrera llena de comida en el suelo, junto a la puerta de Emilio.

También sintió la tentación de recogerla, pero lo dejó correr y después bajó hasta su casa.

Emilio salió del ascensor arrastrando los pies.

Había sido un día largo. No había abandonado la oficina hasta terminar de cuadrar y cerrar la caja B. Le dolía la cabeza. Todo lo que se cobraba en negro no podía aparecer en los informes. Y Pau exigía el mismo orden en sus negocios en limpio, como en los sucios.

Los números, líneas y fórmulas de las hojas de Excel se le habían quedado enredadas en la mente y formaban una maraña de la que no podía desprenderse.

Mientras rebuscaba las llaves en su bolsillo, tropezó con algo.

Dirigió su mirada al suelo y se encontró con el estofado de Luisa en una fiambrera.

Lo recogió y lo apretó contra su cuerpo. Levantó la tapa con cuidado y se encontró con un guiso con patatas, pimientos y algo de carne. Le resultaría exquisito una vez recalentado.

No había cenado nada y su comida había consistido en un pincho de tortilla frío engullido con prisas en el bar frente a la oficina. Y de eso hacía ya muchas horas.

Ahora, por fin, comería algo caliente. Algo cocinado con esmero y con tiempo. Algo que no comía desde hacía años.

Gabriela se había quedado a dormir.

Gustavo se había despertado varias veces a lo largo de la noche pensando que ella habría vuelto a su piso. Pero ahí seguía, a su lado, respirando delicadamente, oliendo a flores y a algo que le recordaba a la madera.

Le sorprendía a sí mismo la dulzura que había demostrado para con ella. Le gustaba recordar la expresión de Gabi cuando le había acariciado el cabello. Le encantaba tenerla al lado y sentir su suave respiración.

«Dios, cómo me gusta esta mujer». Para cuando amaneció, él seguía despierto, contemplándola. La luz de la mañana le descubrió, poco a poco, sus rasgos. Las sombras se levantaron sobre los valles y colinas que configuraban su rostro y su cuerpo y le hicieron vislumbrar detalles en su piel que aún no conocía.

Disfrutó observando los trazos de las pestañas sobre sus mejillas, el pozo de su boca entreabierta, la nariz chata, una barbilla desafiante y puntiaguda.

Le hubiera gustado repasar detenidamente todo su cuerpo, pero ella se cubría con la sábana, dormida, y se aferraba a ella como un niño se abraza a su peluche favorito.

Gabi era el tipo de mujer que siempre había buscado sin saberlo y ahora que la había encontrado no iba a dejarla escapar así como así. Si ella quería ternura, sería tierno. Si quería que permaneciera a su lado, ahí estaría. Y si necesitaba aire, dejaría un buen espacio entre ambos.

No solía dedicar ninguna atención a las mujeres después de follárselas, pero esta valía la pena.

Cuando la luz del día venció a las tinieblas, eran casi las siete. Gustavo se levantó y se dirigió hacia la cocina.

No tenía muchas cosas en la nevera, pero comenzó a preparar un desayuno como a él siempre le hubiera gustado que le hicieran.

Y estaba tan absorto en su tarea que ni siquiera oyó los desnudos pasos de ella, que lo sorprendió de espaldas, frente a la encimera, mientras exprimía unas naranjas.

—Buenos días.

—¿Has dormido bien?

Ella asintió.

—Hacía tiempo que no dormía tan bien.

—¿Te gusta el jugo de naranja?

Sin decir una palabra, ella tomó un vaso ya lleno y se lo acercó a los labios.

Él hubiera querido sentarse a la mesa, esa mesa que aún no había tenido tiempo de preparar. Le hubiese gustado que tomasen juntos los zumos y las tostadas que estaba a punto de hacer.

—Gracias, estaba muy bueno —le dijo con el mismo tono que podía haber usado con un camarero.

Le sonrió. Pero era una sonrisa distante, como si tras la noche, ese muro que él había derribado, ella lo hubiera levantado de nuevo, por la mañana, más alto y más sólido que antes.

—Lo pasé muy bien contigo anoche.

—Yo también. —Gabriela le dio un ligero beso en el hombro herido y se dirigió hacia el dormitorio. Allí empezó a vestirse.

—¿No quieres quedarte a desayunar?

—No, Gustavo. No.

Él pensó que a continuación le daría una excusa. Pero ella continuó vistiéndose en silencio. Observó cómo recogía el bolso, se lo colgaba al hombro y se dirigía hacia la puerta.

—Gracias, Gustavo —le dijo desde el descansillo.

Cuando él quiso decirle «adiós», ella ya había desaparecido de su piso.

Gustavo regresó a la cocina y contempló las naranjas abiertas y destripadas sobre la encimera. Exactamente igual como sentía su corazón: abierto y despachurrado.

Se bebió su zumo de un trago y cuando lo terminó, estrelló el vaso de cristal contra la pila.

Aún era temprano y el calor pegajoso anunciaba un día que anticipaba el verano. La luz que se colaba por el patio de luces amarilleaba y olía a la mañana; a aire más puro, a café, restos de chocolate y un poco de polvo.

Emilio salió de casa preparado para marcharse a su trabajo con el frescor de la ducha aún en el cuerpo, cuando, mientras esperaba el ascensor, oyó unos ruidos en el piso de al lado.

Primero fueron unos sonidos tan sutiles que pensó haberlos imaginado, pero después los arañazos, crujidos y pisadas se abrieron paso a codazos hasta su conciencia.

Sintió miedo, una especie de miedo paralizante que le estranguló la nuca y le dejó petrificado frente al ascensor que acababa de llegar.

Con la mano en el tirador de la puerta del ascensor, dudó si entrar en el habitáculo y olvidarlo todo. Pero el pensamiento de que aquello que podría estar pasando en el piso de al lado podría luego alcanzar su casa, le hizo reaccionar.

Soltó el tirador, se armó de valor y se dirigió despacio, sin hacer ruido, hasta la puerta del piso de María Eugenia.

La observó con detenimiento y descubrió que no estaba cerrada con llave, sino solamente entornada.

Le pareció escuchar unos pasos delicados al final del pasillo.

Empujó la puerta con cuidado y se quedó observando el desnudo corredor.

La luz que llegaba desde el salón hacía innecesario encender las luces. También se colaba algo de claridad artificial desde una de las habitaciones del pasillo.

Sin casi darse cuenta, repasó sus bolsillos en busca de algo que pudiera servirle como arma. Sólo encontró su pluma azul, que agarró como si se tratase de un cuchillo.

Emilio avanzó unos cuantos pasos con todo el sigilo que pudo. Cuando llegó hasta la puerta, una sombra amarilla se abalanzó sobre él.

Emilio gritó.

La sombra chilló aún más.

—¡¿Qué haces aquí… Álex?! —Recordó de pronto el nombre de su vecino de abajo.

El chico cargaba con una enorme bolsa amarilla de Ikea.

—¡Qué susto me has dado, joder!

—Tú sí que casi me matas de miedo.

Álex repasó mentalmente unas cuantas mentiras, pero todas las que se le ocurrieron le sonaban igual de absurdas e imposibles.

Por fin se decidió a explicar:

—Yo… he… He escondido algo aquí —farfulló—. No cabía en mi casa y… no quería que lo viese mi madre.

—Pero ¡cómo se te ocurre!

—Total, no hay nadie. No he hecho mal a nadie y sólo ha sido una noche.

La mirada del chaval le parecía sincera, aunque Emilio observó con sospecha la enorme bolsa.

—He estado a punto de llamar a la policía cuando he oído los ruidos —mintió.

Álex dejó vagar su mirada por el suelo.

—No se lo digas a nadie, por favor.

Emilio no dejaba de observar la bolsa amarilla que se adivinaba repleta de bultos pesados.

Por fin suspiró.

—Anda, vete y que no te vuelva a ver por aquí.

—Gracias, eh… esto, vecino.

—Emilio.

—Gracias, Emilio.

Álex le dio la espalda y se dirigió hacia la entrada.

Emilio echó un vistazo distraído al dormitorio de María Eugenia, apagó la luz y cerró la puerta de la habitación.

Luego recorrió el pasillo en silencio. Sus pasos sonaban amortiguados sobre la alfombra verde y roja de aquella casa que olía a soledad y a polvo. Le dio la sensación de que la muerte flotaba allí mismo, le pareció percibir el olor dulce de los cuerpos que comienzan a descomponerse.

Antes de salir su mirada tropezó con la butaca del salón en la que habían encontrado a la muerta. Una mancha más oscura le recordó la cantidad de sangre que debía de haber perdido María Eugenia antes de morir.

Se preguntó qué le habría pasado a la anciana. El policía no había vuelto a dar señales de vida.

Se encaminó hacia la puerta e intentó que quedase bien cerrada, pero sólo pudo entornarla.

A la señora Luisa le pareció escuchar pasos en el piso de arriba. Puso más atención y el sonido de los pasos desapareció como una voluta de humo en el aire. La imaginación le debía de estar jugando malas pasadas.

Terminó de sacar las galletas de su envase y las dejó desparramadas sobre la mesita de la cocina.

Fue a despertar a Zósimo y lo liberó de las húmedas sábanas. Lo condujo hasta la cocina y volvió al dormitorio.

Abrió la ventana de la habitación de su esposo y dejó que el aire de primavera entrase en el cuarto y ventilase el aire rancio.

Recogió las sábanas y se las llevó hasta la lavadora.

—¡¿Zosi?!

Su marido permanecía en el mismo lugar donde lo había dejado. Sentado, en pijama, frente a la mesa de formica. Contemplaba un bol de café con leche y migas de pan. Las galletas repartidas por la mesa formaban una especie de espiral.

Luisa le dio la cuchara, partió una galleta en pedacitos y los echó en el café con leche. Esperó a ver qué hacía.

Zósimo dudó unos instantes. Y luego su mano temblorosa se dirigió hacia los migotes empapados en café.

Luisa suspiró aliviada.

—¿Te acuerdas de María Eugenia? —tanteó ella.

Zosi asintió con una cabezada.

—¿Y del perro de la vecina? ¿De Bonito?

El anciano mostró una mueca de incomprensión.

—La Muerte se pasea por esta casa, Zosi. A María Eugenia la encontraron muerta…

Zósimo saltó en su sitio.

—Pobre mujer —murmuró de modo casi incomprensible—. ¿Qué le ha pasado?

A Luisa no le apetecía explicárselo otra vez.

—Aún no se sabe. Murió en su sillón, yo la encontré… Y el perro se ha colgado.

—¿Qué?

—Un accidente en la escalera. Se ahorcó con su propia correa… —Luisa no quería dar más detalles—. ¿Te acuerdas de Perla?

Los ojos de Zósimo se cubrieron de un velo ensoñador. Su perra le ponía la cabeza en el regazo para que la acariciase. Su perra corría a su lado en el campo. Su perra tenía el pelo blanco y largo, y cuando salía empapada de la acequia se sacudía el agua y lo mojaba como si él mismo se hubiera bañado. Su perra.

Luisa se sentó frente a él para tomar Nescafé con galletas. Evitaba los opacos ojos de su marido perdidos en su propio universo de recuerdos.

Mientras mordisqueaba una galleta reblandecida, pensó en María Eugenia. No era santa de su devoción. Había sido una marisabidilla que se creía superior a los demás. Pero la pobre había terminado convertida en mojama. Nadie les había dicho qué le había pasado exactamente a su vecina.

Al tragarse la última galleta, ya había tomado una decisión: llamaría a los mossos para preguntar por María Eugenia. O, mejor aún, al inspector ese tan simpático.

Dirigió su mirada hacia la pila. El grifo goteaba.

En el armarito de abajo tenía lejía, amoníaco y desatascador para tuberías.

Emilio salió del trabajo con los hipidos de Marisa aún resonando en sus oídos. Hoy le había tocado a ella. Pau tenía un mal día. Quizás no había dormido lo suficiente, quizás le había dejado su último lío, quizás no se le había levantado aquella noche, quizás necesitaba un poco más de coca, quizás no había conseguido el contrato con la Consejería o se lo había levantado otro, o simplemente, quizás tenía ganas de ver llorar a alguien… Eran muchos «quizás» por los que ya no valía la pena preguntarse. Eran buenos o malos días los de su jefe. Y sencillamente ese día había sido uno de los malos y la había tomado con su compañera Marisa.

Cuando Pau dejó de gritarle, ella salió de su despacho con los ojos rojos y el rímel corrido, y Emilio se levantó de su sitio y la invitó a un café.

Era la hora del bocadillo y los dos se escabulleron, bajo las miradas comprensivas del resto de los compañeros, hasta el bar de abajo. Ella se había pedido un té y a él le habían dado ganas de abrazarla.

—¿Ya estás mejor, Marisa?

Ella asintió sin levantar la mirada.

—Ese hijo de puta… —murmuró—, me ha dicho que le estaban entrando ganas de no renovarme el contrato.

—¿Cuándo te vence?

—El mes que viene…

—¡Desgraciado!

—Mira, si me voy al paro, pues me voy al paro. Ahora, de verdad que ya me da lo mismo. Todo con tal de no aguantarlo más…

—Te acostumbrarás. Pau es así.

—¿Así? ¡Y eres tú quien me lo dice! ¡Venga, Emilio! Yo no quiero acostumbrarme —estalló—. Yo no quiero ser como tú, aguantando a ese idiota desde hace ocho años.

«Son ya diez», pensó Emilio. Pero se guardó la corrección para sí mismo y no dijo nada.

—¡Si no puede vivir sin ti! —continuó Marisa casi a gritos—. ¡Si lo sabes todo de la empresa! ¡Más que él! Mira, de verdad, si yo fuese tú, me hacía una copia de todo y se la mandaba a… ¡yo qué sé! ¡A la prensa!

—Tonterías, Marisa. —Emilio sonrió con tristeza—. A la prensa no le interesa esta empresucha de mierda…

—¿Y a Hacienda?… ¡Yo se lo mandaba a Hacienda! Para que descubran todo lo que hay ahí detrás, en negro…

—Hombre, a Hacienda puede que sí le interesase, pero ¿qué íbamos a ganar? —Se encogió de hombros—. Nos pondrían una multa que acabaría por mandar a la empresa a la mierda y todos nos iríamos a la calle.

—Pues ¡a la calle!

—Somos doce. Doce que tendrían que buscar otro trabajo, pagar las hipotecas, la comida, el colegio de los hijos de Mercè, de Remedios, de Jessi, Toni…

—Vale, vale, ¡mejor no decírselo a Hacienda!…

Marisa bebió de la taza de té.

—No sé para qué me bebo esto, lo que necesito es una tila.

—¿Te pido una?

—No. Ay, gracias, Emilio, ya estoy mejor. —Marisa desvió la mirada hacia la calle.

—Lo único que tienes que hacer es pasar de él.

—Es cierto que hay días que lo llevo mejor; pero otros… De verdad que lo mataría. Te juro que lo mataría…

A Emilio le vino a la cabeza la imagen de Marisa, tan bajita, tan poca cosa, asesinando al bestia de Pau. A Emilio le nació una sonrisa en los labios.

—Si decides matarlo, cuenta conmigo.

Marisa tomó su taza de té como si se tratase de un vaso largo y forzó un brindis con Emilio.

—Por la muerte de Pau.

—Por su muerte.

—Dolorosa y lenta.

—¡Hecho!

En cuanto acabaron sus bebidas volvieron a la oficina. El resto de la mañana transcurrió en un tenso silencio. Las conversaciones se desarrollaban entre susurros y cuando el jefe salía de su despacho casi podía sentirse como si cortase el denso aire con su cuerpo. Entonces Marisa levantaba la mirada y le hacía a Emilio el gesto de un brindis. Él también brindaba con una copa invisible por la muerte dolorosa y lenta de Pau. Los dos sonreían con su chiste privado.

Como si el mismo Pau pudiera sentir el peso del odio en el ambiente, se marchó al mediodía a comer y sorprendentemente no regresó a la oficina por la tarde, de modo que la atmósfera volvió a ser respirable, las voces y las sonrisas regresaron y todos acabaron saliendo antes de lo habitual.

Emilio decidió volver a casa caminando.

Era algo que sólo ocurría contadas veces, cuando hacía buen tiempo, cuando salía pronto, como hoy.

Caminó sin poder apartar de su mente la mirada llorosa de Marisa y el «Yo no quiero ser como tú» que le había salido sin pensar. Hacía ya diez años que trabajaba para Pau.

Diez años que habían volado. La vida vuela. Su vida, la que se le había hecho tan pesada que casi acaba con él. La que había estado a punto de dejarlo hundido en una bañera.

Emilio apenas reparaba en las calles por las que transitaba.

Cuando llegó al barrio, decidió tomar el camino del parque. Y después de atravesarlo, mientras esperaba en un paso de cebra para cruzar la calle descubrió su reflejo en el escaparate de una cafetería.

Emilio era alto y delgado. Pero ahora se veía enfermizamente delgado. Se estaba quedando casi calvo. Hacía dos años aún conservaba una hermosa cabellera, pero para entonces, y después de haber intentado que creciera más fuerte rapándose al cero, apenas conservaba unos pelos ralos y escasos creciendo por aquí y por allá.

Había sido guapo y atractivo, pero lo que encontró reflejado en la cafetería apenas era un espectro de lo que había sido.

«Chocolate caliente», «Granizados», «Horchata», rezaban unas letras rojas de vinilo en el cristal, sobre el reflejo de su silueta.

Y, después del paseo, cansado y sudado, se dijo que se merecía un granizado de limón bien fresquito.

Entró en la cafetería, buscó con la mirada un lugar donde sentarse y una mancha anaranjada captó su atención.

Descubrió en la barra a su vecina, la madre del chaval que había pillado por la mañana en el piso de María Eugenia.

Si hubiera sido cualquier otro día, seguramente se hubiese dado la vuelta antes de que ella lo viese, o se habría dirigido a una de las mesas del fondo y se habría sentado de espaldas para evitar que ella lo reconociera.

Pero lo que había pasado con Álex por la mañana le hizo dirigirse hacia ella.

«El Destino —se dijo—. Es cosa del Destino». Un destino con mayúsculas que le estaba obsequiando con un día un tanto extraño.

—Hola. —Le salió un «hola» birrioso y falto de energías.

Encarna levantó la mirada de la barra y se enfrentó a la imagen de su vecino.

—Huy, hola, buenas tardes.

Emilio miró los restos de la infusión que reposaban frente a ella. Era del mismo color de sus ojos mates. Le recordó al té que había compartido con Marisa esa misma mañana.

—¿Cómo va eso?

—Tirando. —Ella se encogió de hombros. No parecía tener muchas ganas de hablar.

—Un granizado de limón, por favor —pidió al camarero—. De los grandes…

Emilio se sentó en el taburete junto a ella.

Encarna lo miró de reojo. Él se fijó en la infusión que casi había terminado.

—¿Quieres algo?

—No, gracias…

—Yo te invito. Venga, ¿te apetece un granizado?

—Hace siglos que no pruebo uno…

Emilio tomó aquello por una afirmación y buscó al camarero para pedirle:

—Otro granizado de limón, por favor. De los grandes.

—Gracias…

Ese «gracias» sonó más dulce que cualquier granizado e hizo que Emilio descubriera la belleza que se escondía detrás de la careta cansada de la mujer. Nunca se había fijado en su vecina, pero ahora que la tenía al lado, tan cerca, descubrió unas largas pestañas oscuras y unos enormes ojos de color miel, velados por una expresión cansada. Descubrió una boca llena y bien dibujada y una nariz respingona enmarcada por unas grandes ojeras.

—¿Qué tal los niños? —le preguntó por decir algo. Sabía que las madres suelen hablar de sus hijos. Y él quería averiguar algo sobre Álex, tener alguna idea de lo que estaba escondiendo en el piso de la muerta.

—Bien.

—¿Estudian?

—Los dos están estudiando. —Pareció que aquel tema levantaba más ganas de conversación—. La niña, Sandra, es un encanto, está en la universidad, hace Historia. Es muy aplicada.

—Es para estar orgullosa.

—¡Y tanto! No como su hermano… Álex no hace otra cosa que darme disgustos…

La mirada de Encarna se tornó vidriosa y a Emilio le recordó la de su compañera Marisa. Hoy parecía que le tocaba consolar mujeres. Pero si había algo que siempre se le había dado bien, era escucharlas.

—¿Por qué?

Encarna abrió la boca como si fuera a explicárselo pero luego calló. En esos instantes le vino a la cabeza la conversación que había mantenido con su hija por la mañana. «¿Álex está bien?», le había preguntado. «Está arreglando sus asuntos, no te preocupes, mamá». «Pero ¿de verdad está bien?» «Todo está arreglado. No te preocupes más». Su hija se lo había asegurado varias veces y ella había terminado pensando que prefería no conocer los detalles. No quería saber más. Sólo quería que no se metiera en otros líos. Y olvidar. Olvidarlo todo.

El camarero trajo los granizados.

—¿Quieres que nos sentemos en aquella mesa?

—Bueno.

Se dirigieron a una del fondo. El sol se reflejaba en los diminutos cristales de hielo de sus bebidas. Abandonaron los restos del té que habían dejado en la taza un cerco con forma de corazón.

—¿Sabes? Nunca vengo aquí. He entrado porque, ejem, he tenido una urgencia. Nunca entro en los bares, son muy caros y no está el horno para bollos —le confesó ella.

—Sí, es una mala época.

—Sobre todo para la juventud. Lo tienen todo tan difícil…

Emilio iba a darle la razón, a ciegas, como siempre, dejándose llevar por una conversación sobre el tiempo, la salud y los tópicos que nunca nadie podría rebatir. Pero de pronto no le dio la gana decir lo que tocaba.

—Nosotros también lo tuvimos difícil… —Emilio se fijó en las manos de ella, destrozadas por los detergentes y el trabajo—. Pero salimos adelante.

Ella lo repasó con la mirada.

—La vida es dura.

—Mucho.

—Pero vale la pena hacer el esfuerzo que sea necesario para poder dar a nuestros hijos lo que nosotros no tuvimos.

—Siempre que lo sepan aprovechar.

Encarna calló un momento antes de continuar.

—Eso es verdad.

—Supongo que la educación es sólo una herramienta que pones a su disposición. Unos la usarán mejor que otros.

—¿Tienes hijos, Emilio?

Él negó con un gesto de la cabeza.

—Entonces es difícil que lo entiendas…

—No lo creo.

Ella lo atravesó con sus ojos nublados por el cansancio y sonrió.

—¿Estás casado?

Él volvió a negar con el mismo gesto.

Le extrañó que su vecina no recordase a la mujer que, sin duda, debía de haberse cruzado una y otra vez en la escalera hacía años. Una mujer que, de pronto, dejó de vivir allí.

—Ya no… —No quiso dar más explicaciones.

—Yo tampoco —repuso ella—. Ya no.

Los recuerdos de Encarna resbalaron por un momento sobre la imagen de Alfredo. El puto vago, regordete, moreno, bajito y, en apariencia, sonriente Alfredo con el que había llegado a convivir tantos años y cuya imagen empezaba a borrarse de su cabeza.

Recordaba la sonrisa repleta de dientes tal y como aparecía en la foto del día de su boda, la que adornó la entrada durante tanto tiempo, que ahora escondía en alguno de los cajones, junto a algunas facturas y papelotes viejos. Recordaba esa imagen de colores desgastados en la que ella se aferraba a su brazo y sin embargo ya no podía asegurar de qué color eran sus ojos, ni el tono de su piel, ni si tenía mucho o poco vello en las piernas y en el pecho. Los detalles del que había sido su marido se esfumaban empujados por la marea del tiempo. Todo se desdibujaba excepto esa imagen de la boda y el peso de su cuerpo y de la bombona de butano.

El pasado se perdía en los lagos del olvido y todo lo que quedaba ahora era una imagen de colores desvaídos oculta en algún cajón de la mesilla.

Se preguntó si Emilio se acordaría de su marido. Si vivía ya arriba cuando los gritos y golpes nocturnos atravesaban las paredes.

A Encarna le recorrió un escalofrío. Algunas noches aún se despertaba medio asfixiada, soñando con Alfredo. Algunos recuerdos están mejor escondidos en los cajones.

—Ya no —repitió saliendo de su ensoñación—. Vivo sola con los niños.

El sol de la tarde comenzó a caer. Los granizados fueron deshaciéndose y su sabor, ácido y dulce a la vez, se concentró hasta convertirse en un mejunje amarillento que los dos tomaron a pequeños sorbos con pajitas de colores estridentes.

—Hacía siglos que no me tomaba uno de estos.

—Están muy buenos. Pero no hay que abusar… Tienen mucho azúcar.

—¿Tienes algún problema con el azúcar?

Emilio negó.

—¿Estás enfermo?

Por fin lo había soltado. Se había atrevido a preguntar qué le pasaba. Había visto cómo su vecino había adelgazado, perdido el pelo… Cómo había envejecido diez años en un par de ellos y su piel se había convertido en una especie de pergamino.

Emilio se quedó mirándola sin saber bien qué decir.

—No… —Y luego se arrepintió y le soltó un «Sí» apresurado.

Ella alzó las cejas a modo de muda pregunta.

—Estrés… —dijo él como si aquello lo explicase todo—. Mobbing, supongo.

—¿Mobbing?

Ella repasó mentalmente los tipos de cáncer que conocía. Aquel no le sonaba lo más mínimo.

—El trabajo… Mi jefe…

Entonces Encarna se dio cuenta de que aquella palabreja le sonaba de otra cosa. La había oído en la tele alguna vez.

—¿Tu jefe te putea?

A Emilio le hizo gracia que ella lo resumiera de una forma tan clara.

—Sí, mucho. Me putea desde hace demasiado tiempo y mi cuerpo ha empezado a quejarse.

Al decirlo, así, en voz alta, le pareció que todo era fácil. Mucho más que cuando se lo explicaba al médico del CAP.

—No vale la pena preocuparse por el trabajo. Un día estamos aquí, y al siguiente… Mira la pobre vecina…

—Por cierto, ¿se sabe qué ha sido de ella? ¿Qué le pasó?

Encarna negó con un gesto.

—Yo no tengo ni idea. ¿Tú no sabes nada? ¿No te ha llamado la policía?

—No. Nadie me ha llamado.

Sin darse cuenta, Emilio echó mano del móvil en su bolsillo. Hacía horas que no tenía noticias de su jefe, y Pau podría llamarlo en ese instante, en un rato, en una hora. Puede que lo hiciera a la hora de cenar o aun más tarde, como había hecho mil veces, para gritarle, para pedirle algo, para hundir en él el filo de su propia frustración.

Sacó el teléfono que mostró su reluciente pantalla a la luz de la tarde.

—El trabajo no vale la pena… Pero a veces es más fácil la teoría que aplicarla a la práctica.

Emilio comprobó si había algún mensaje y al no encontrarlo, lo apagó. El aparato se despidió de ellos con un sonido parecido al de una campanita.

—Es como una maldición.

—¿El qué?

—El móvil. Ahora suena en cualquier momento, no te deja en paz… Mi jefe me llama a cualquier hora.

—Yo me acuerdo de cuando nadie llamaba por la noche. Si un teléfono sonaba por la noche es que había pasado algo malo.

—Ahora pueden sonar en cualquier momento. Siempre hay que estar disponible.

—Y con los niños es peor. —Encarna suspiró—. Si no están hablando, están enganchados a esos jueguecitos… Mi hijo al menos… En cuanto ve una pantalla, ahí va él atraído como una polilla que no puede evitar ir hacia la luz.

—Será la edad —mintió Emilio.

—¡Será!

—Pero seguro que es un buen chico, en el fondo… —tanteó Emilio.

—Sí, un buen chico. Muy en el fondo, me parece a mí.

Encarna parecía incómoda hablando de Álex, así que Emilio decidió no continuar por ese camino.

Los bancos del parque que se divisaban desde la cafetería se habían llenado de jovencitos de la edad del hijo de Encarna. Los chicos se desparramaban sobre el respaldo de los bancos y parecían esperar a alguien.

—Cuando yo tenía su edad —dijo Emilio señalándolos—, ya trabajaba. También estudiaba…

—Huy, ¡y yo! Sólo que yo no pude estudiar. Lo dejé enseguida… Me puse a servir en una casa. Había venido del pueblo…

—¿De dónde eres? —le interrumpió Emilio.

—De Jaén. Pero me vine muy jovencita.

—Mis padres eran de Málaga…

El tiempo se dilató entre los recuerdos de infancia y adolescencia que comenzaron a compartir entre susurros. La realidad que los rodeaba se tiñó de campos plagados de olivos y del olor del pescaíto frito y las sardinas asadas en la playa.

Un grupo de jubiladas entró en el local; se sentaron, hablaron de sus cosas y acabaron marchándose. El camarero recogió sus vasos y los de la mesa vecina. Un par de mujeres con un niño en un cochecito se acomodaron junto a ellos. El niño chuperreteó un cruasán, ellas se tomaron un par de cafés. Cuando se marchaban el carrito tropezó con la silla de Encarna.

—Ay, perdón.

—No pasa nada.

El golpe le hizo volver a su realidad.

—Madre mía, ¡qué tarde es!

Emilio miró su reloj.

—Con este sol parece que sea mucho más pronto.

—Es la primavera. ¡Anochece tan tarde!

Las sombras de los transeúntes sobre la acera se habían alargado y la luz era aún más amarilla.

—¡Tengo que volver a casa!

—Y yo. Vamos.

Emilio se despegó de la silla y se dirigió a la barra a abonar la cuenta.

Encarna lo esperó junto a la puerta. Observó con el rabillo del ojo el parque, a los chavales repartidos por los bancos. De alguna manera esperaba encontrar a su Álex entre ellos. Por un lado quería verlo, asegurarse de que estaba bien, pero por otro temía encontrarlo allí. Con aquella gente. Vendiéndoles vete a saber qué.

—Ea, ya está. ¡Vamos!

Encarna dejó de vigilar el parque y se fijó en Emilio. Era más alto de lo que pensaba. Le sonrió sin darse cuenta.

Echaron a andar hacia la calle Berlín.

Caminaron unos metros y de repente Encarna no supo qué decir. Se dio cuenta de que hacía mucho tiempo que no caminaba junto a un hombre por la acera. Hacía siglos que no hablaba con un hombre. Hacía una eternidad que no sabía lo que era tener pareja.

Le subieron los colores a las mejillas y se sintió como cuando era adolescente.

—Tengo que hacer la cena —dijo para romper el silencio.

—Y yo.

Emilio recordó que aún le quedaba algo del estofado de Luisa. Lo recalentaría otra vez en el microondas. Con unas patatas fritas Lays completaría el plato.

Sus pasos les fueron acercando hasta el edificio.

—Cada vez cocino menos. Me aburre cocinar para mí solo…

Emilio recordó cuando vivía con Sol. Se metían en la cocina durante horas, los domingos preparaban la comida para toda la semana y la casa se llenaba de olores, de sabores, de calor. Ahora apenas hacía nada.

—A mí no me gusta cocinar. Nada. Pero sí que me gusta comer, y lo hago por los niños, claro.

—Ya son mayores. Seguro que podrían apañarse ellos solos.

—Son un desastre.

«Yo sí que soy un desastre», pensó Emilio. Y clavó su mirada en la de Encarna esperando ser lo bastante elocuente.

Habían llegado al portal y fue él quien sacó las llaves, abrió la puerta y se la sostuvo para que pasase ella.

—¿Quieres que cenemos juntos? —La frase le salió tan débil que ella no estuvo segura de haberla entendido bien.

Encarna se quedó parada en el umbral. Observaba a su vecino con perplejidad.

—¿Me estás tirando los tejos?

Emilio no contestó.

—Es que hace mucho tiempo que nadie me tira los tejos.

—También hace mucho tiempo que yo no tiro los trastos a nadie. He debido de perder práctica. Aunque me parece recordar que hubo un tiempo en que no se me daba tan mal. Voy a tener que ser más directo… ¿Qué te parece si cenamos juntos?, y después, bueno, ¿quién sabe?

Encarna estuvo a punto de estallar en una carcajada, pero la evitó a tiempo y lo que salió fue un gesto extraño que acabó en una sonrisa.

—No… No puedo. —Y después se corrigió—: Hoy no puedo. Quizás otro día.

Entraron al portal. Ya no había moscas en la entrada. Encarna se dirigió hacia los buzones y Emilio al ascensor.

—¿Subes?

—Voy andando.

—Hasta luego entonces, Encarna.

«Quizás otro día».

«Quizás».

Encarna entró en su casa con la factura del agua en la mano. Una parte de su cerebro se preguntaba cómo era posible que consumieran tantísima agua. Cada vez era más cara. Y ellos sólo eran tres en casa. No acababa de entender aquello del canon y de pasarse de los veintidós litros. ¡Si nunca se bañaban, sólo se duchaban! Todo era tan caro…

Pero otra parte de su cerebro estaba sonriendo y cosquilleaba en una nube de burbujitas. Hacía años que no sentía aquello.

—¿Mamá?

Encarna permanecía en la entrada del piso. Por primera vez se había parado frente al espejo que había encima del mueblecito. Era un espejo ovalado y anticuado al que apenas prestaba atención.

Descubrió su pelo reseco y naranja, pero también, debajo, unos ojos dorados brillantes y chispeantes.

—¿Mamá?

Sandra asomó desde el pasillo.

Encarna observó el cabello castaño de su hija, largo y sedoso. Sus ojos tan parecidos a los suyos propios, su figura espigada… Ella había sido igual que su hija. Más hermosa si cabe. El padre de Encarna le había dado una boca fina y una barbilla puntiaguda. Eso era lo único que ahora quedaba de él.

—Sandra, dime, si tuvieras que… Si tuvieras que arreglarme el pelo, ¿cómo lo harías?…

Su hija alzó las cejas con un gesto de sorpresa.

Encontró algo en la mirada de su madre que le hizo contestarle en serio.

Por primera vez la examinó como a una mujer, no como a una madre…

—Bueno, pues primero te quitaría ese tinte que no te favorece nada. Te pondría un castaño más parecido a tu color, a lo mejor un poco rojizo… —Se estaba emocionando—. Y una mascarilla para la cara, y maquillaje. Y otra ropa, claro. Otra ropa.

Encarna volvió a mirarse en el espejo.

—No hay dinero para otra ropa.

—Pero se puede combinar de otra manera.

La mujer del reflejo le sonreía con unos ojos muy brillantes.

—Eso sí… De otra manera.

Emilio llegó a su piso canturreando «Friday I’m in love» de The Cure.

Se dirigió a la cocina y abrió la nevera, que se quejó con un sonido de goma reseca como si la puerta se hubiese pegado por falta de uso.

Repasó el triste contenido. Olía a rancio.

Abandonó la cocina y fue hacia el salón. Rebuscó en la mesa el papel en el que había escrito la lista de la compra. Se sorprendió al descubrir que por el otro lado ponía «A quien pueda inter…».

Encendió el ordenador y conectó Spotify. Las notas eléctricas de The Cure rebotaron por el piso.

Sacó el móvil del bolsillo y lo encendió. Pensó en su jefe, si lo habría llamado o no. Si llamaría por la noche o atacaría al día siguiente. Lo dejó encima de la mesa.

Lo había pasado bien hablando con Encarna, aquella mujer de mirada triste y pelo naranja. Era graciosa pero parecía no haberse percatado de ello. Tenía unos rasgos equilibrados y era hermosa a su manera, pero tampoco parecía haberse dado cuenta. Por eso le gustaba.

La mirada de Emilio resbaló por el piso vacío. The Cure continuaba esparciendo su música alrededor: «… it’s a wonderful surprise…».

Volvió a la cocina y rebuscó en el lavadero un carrito de la compra que hacía años que no usaba. Le sacudió el polvo y comprobó que no hubiera nada dentro.

Se dirigió con resolución hacia la puerta.

El móvil se había quedado sobre la mesa. Una luz parpadeante avisaba de una llamada perdida.