«¡No me dejéis aquí!» ¿Por qué daba por hecho que mi alma quedaría libre en cuanto encontrasen mi cuerpo? Lo que había sido yo se alejaba en una furgoneta negra del servicio judicial pero al mismo tiempo seguía allí, en el portal, mirando estupefacta cómo desaparecía tras un rastro de humo.
Había intentado entrar en el vehículo pero no lo conseguí. Parecía estar encadenada al edificio. Una fuerza viscosa me obligaba a permanecer junto a la puerta.
«No. No. No. No puede ser para siempre. Por favor que no sea para siempre. Que cuando digan la misa por mí vaya a donde tenga que ir, pero que no me quede aferrada a este mundo. Dios mío, por favor, escúchame. Padrenuestroqueestásenloscielos…»
La furgoneta del servicio judicial partió. Las letras naranjas y blancas del rótulo dejaron de ser visibles y se convirtieron en signos difusos sobre el rugiente negro.
El hombre cojo apenas le echó un vistazo. Hablaba con los cuatro mossos en la acera y toda su atención parecía puesta en aquella conversación.
Después dos policías se metieron en el coche patrulla y se marcharon. Los otros continuaron allí mientras el que cojeaba entraba en el portal.
La finca olía a humedad y a alcantarilla. Los vecinos hablaban en susurros junto al ascensor. Una mujer de cabello seco y anaranjado gritaba:
—¡¿Una momia?!
—Pero no era como las de las películas… Yo creía que se quedaban, yo qué sé, como la madre de Norman Bates en Psicosis, como las momias precolombinas de los museos —explicaba un hombre muy delgado vestido con un albornoz—. Algo parecido a carne seca y arrugada… Pero era diferente. Estaba marrón y como hinchada y tenía unas manchas blancas…
—Son las moscas —interrumpió el hombre cojo—. Las manchas blancas las causan los insectos.
El grupo se quedó mirando al individuo que renqueó ostensiblemente al acercárseles. No era muy alto, de hombros anchos y con un cuerpo tan cuadrado como su cabeza. Tenía el cabello negro, extremadamente negro y brillante, y unas cuantas canas que amenazaban con invadir tanta negrura. Vestía una chaqueta oscura y dada de sí.
—Últimamente había muchas moscas —afirmó la mujer del pelo estropajoso—. Por la escalera y en el patio. Eran muy gordas, de esas como metálicas…
—Callipboridae… —aclaró el hombre cojo con una voz profunda—. Me llamo Gerard Tauste, de la comisaría de Les Corts.
Recorrió con la mirada a los presentes y con un gesto teatral sacó una libreta pequeña, muy usada.
—¿Quién encontró el cadáver?
El tipo del albornoz levantó la mano.
—¿Y se llama…?
—Ya se lo he explicado todo a los mossos…
—Pues va a tener que explicármelo también a mí.
—Emilio Fernández Quesada —explicó con cansancio—, soy del segundo primera. —En ese momento encontró los ojos oscuros, un poco abesugados, del policía y le resultó lejanamente familiar. Se preguntó si no lo habría visto en alguna otra ocasión.
—Yo echaba de menos a María Eugenia —intervino doña Luisa, un poco nerviosa—. Y le pedí a Emilio que mirase y miramos por la ventana y rompimos el cristal y la vimos…
Los vivos hablaban de mí y ese desconocido tomaba nota de todo excepto de lo verdaderamente importante. Luisa estaba muy alterada, en cambio Emilio mantenía una calma fría y extraña. Había menos moscas pero las pocas que quedaban se empeñaban en volar a mi alrededor. Me pregunté si ellas podrían verme y si con su diminuto cerebro de insecto comprenderían que yo no era como los demás, que ya no pertenecía a este mundo. Ni, por lo que parecía, al otro.
—Nunca me cayó bien; se creía la «marquesa del pan pringao», pero de ahí a merecerse una muerte como esa… —Luisa bajó la voz al decirlo.
—Pues a mí no me parece mal —intervino Encarna—. Morirme mirando la tele. Es una muerte dulce.
—Depende del programa —bromeó el policía.
El portal continuaba abierto y por él entró un chico extremadamente delgado que al ver a un individuo cuadrado tomando notas se echó para atrás.
Su madre avanzó un paso hacia él.
—Pasa, Álex… ¡No te imaginas lo que ha ocurrido! —le avisó—. Han encontrado muerta a María Eugenia, la del segundo…
A Gerard le pareció que el chico suspiraba aliviado.
—Momificada —aclaró Emilio.
—… en su piso. Estaba mirando la tele.
—¿La han matado?
Los vecinos guardaron silencio.
—Aún no lo saben —intervino Luisa con una insegura vocecilla—. Para eso está aquí este señor, para aclararlo.
—Gerard, Gerard Tauste, de la comisaría de Les Corts. Y… Tú ¿eres?
—Álex Sánchez —balbuceó el chico.
—Mi hijo. —Encarna lo interrumpió.
El policía apuntó su nombre en la libreta y, como un sabueso, olisqueó el aire que lo rodeaba y que lo delataba como lo que él, en su anticuado vocabulario, llamaría «un fumeta». Después escuchó atentamente la historia de Emilio, el tipo del albornoz, de Luisa, la viejita que daba la impresión de estar más lúcida que todos los demás juntos, y contempló de reojo las reacciones de Encarna y de su hijo, Álex.
Cuando terminó con ellos, les entregó unas tarjetas con sus datos, se despidió amablemente, y antes de salir del portal, echó una ojeada a los buzones metálicos.
Repasó los nombres y los comparó con los que había apuntado en su libreta. Escribió uno nuevo: «Gabriela Galván, Entresuelo 2.ª».
El último buzón, el del entresuelo primera, no mostraba nombre alguno.
Gerard echó un vistazo por si algún vecino aún lo observaba, pero seguían cuchicheando junto al ascensor sin prestarle atención. Metió la mano por la abertura del buzón y sus dedos aletearon intentando encontrar alguna carta o documento a través del que poder conocer el nombre del último inquilino que le quedaba por identificar.
No consiguió nada.
Echó un último vistazo al portal y sintió un escalofrío.
Un grupo de moscas revoloteaba a su lado. Las ahuyentó de un manotazo.
El café se había quedado frío sobre la mesa.
Gustavo seguía tirando de una conversación que Gabi no deseaba continuar. Le había hablado del tiempo, de las noticias de actualidad, le había preguntado cien cosas y no había sacado de ella más que su nombre y cuatro frases hechas.
—Gabi, Gabriela —le había dicho. Y a él le había sonado suave y rotundo, como las mujeres de su tierra.
Gustavo se había tomado un café con leche, una Coca-Cola y unas papas fritas.
Gabriela sólo probó una patata frita que se comió sin perder de vista el portal.
—Parece que ya se han ido todos —dijo por fin ella.
La última patrulla de los mossos hacía ya un rato que había desaparecido y ahora un tipo cuadrado salía cojeando del edificio, guardándose una libreta en el bolsillo de la chaqueta. Un bolsillo dado de sí que seguro que estaba acostumbrado a esconder mucho más que una simple libreta.
Gustavo se lo quedó mirando. Ella pilló su gesto de reconocimiento al vuelo.
—¿Lo conoces?
Él asintió en silencio. Gustavo, después de haber estado guiando la conversación, ahora callaba.
—Creo que sí —reconoció al fin—. Deambulaba por el barrio, observaba nuestro portal.
Gabi grabó la imagen del cojo en su memoria.
—Parece un policía.
Gustavo asintió de nuevo en silencio.
Mantenía el pañuelo ensangrentado a su lado. La sangre se había convertido en una pasta reseca y marrón.
—¿Te duele? —Ahora era ella la que, de repente, dirigía la conversación.
—No. Hace un rato ya que no… Gracias. —Él le devolvió el pañuelo.
—Quédatelo. —Gabi lo miró como si ya hubiera olvidado que se tratase de algo suyo y ahora le diera un asco vomitivo.
Gustavo se lo guardó en el bolsillo.
—Gracias.
—Ya no queda nadie en la casa —dijo ella sin escucharlo—. Esperemos un poco más.
Ahora se mostraba habladora.
Gustavo hizo un gesto al camarero para que le trajesen la cuenta.
—Hubo unos días que apestaba, ¿te acuerdas? Pero luego no tanto… Como a veces huele a alcantarilla…
—Un mosso ha dicho que al ser delgadita podía quedar momificada en poco tiempo, puede que en tres meses… Y ese aire acondicionado…
—Yo no la veía desde noviembre.
—Cuando olía peor fue entonces. Me acuerdo de las moscas…
Álex asistía fascinado a la conversación que se desarrollaba alrededor. Por primera vez se fijaba en sus vecinos, y ahora, encima, esa vieja y el tío medio calvo tenían algo interesante que contar. Una muerta. Una momia. En su mismo edificio. Uau.
Se enteró de que esos dos eran los que habían descubierto el cadáver y que los bomberos habían venido para abrir la puerta del piso en el que habían encontrado a la momia.
La viejita, Luisa, se empeñaba en repetir que hacía muchos meses que no veía a María Eugenia y en explicar cómo la había echado en falta.
De pronto sonó una especie de explosión y todos dieron un salto.
Les llegó el ladrido de un perro desde un par de pisos por encima de ellos.
El runrún del motor del ascensor comenzó a rugir su propia letanía.
—¡Ha vuelto la luz!
—Ya era hora.
Entonces la puerta del portal se abrió y todos se quedaron mirando la silueta que se recortó sobre la luz.
Una chica joven y delgada, vestida con tejanos ajustados, botas altas con un poco de tacón y una larga cola de caballo que recogía un cabello castaño y rizado, entró a grandes zancadas. Llevaba gafas de sol y una bolsa de lona, y sobre la chaqueta, una especie de chaleco de piel, una pieza muy pequeña y bastante moderna, que destacaba por encima de las demás piezas baratas de H&M y de mercadillo a las que intentaba otorgar un toque original.
Cuando descubrió a tanta gente en el portal se quedó parada y afinó la mirada.
—¡Ay, niña! —exclamó su madre—. ¡Han encontrado muerta a la vecina del segundo!
—¿La han matado?
A Emilio le llamó la atención que los dos hermanos pensasen en lo mismo: en la posibilidad de un asesinato. Él no había dicho nada a los vecinos de lo que había visto. Eso era cosa de la policía. Pero tenía toda la pinta de no haber sido una muerte natural. Sobre la momia amarronada y como hinchada, se distinguía una mancha de sangre, una mancha seca y sucia, en la pechera de su camisa. Y una herida en la sien, un boquete que había terminado convirtiéndose en el hogar de las moscas esas que se comían los cadáveres.
Gerard echó un último vistazo al edificio de la calle Berlín. Se sentía lleno de energía; la adrenalina circulaba por sus venas como si su cerebro la estuviera bombeando a litros. Ni siquiera le dolía la pierna. De nuevo estaba en la calle, en marcha. Tenía un caso. O más bien, una excusa para rondar por el edificio.
Se sentía culpable y canalla.
Lo que había hecho no estaba bien. Se la estaba jugando. Ahora sí que el honor se podía ir a freír espárragos. Tanto reivindicar el honor y los honores, y ahora, más que nunca, con su actuación, los había arrojado al cubo de la basura.
No había podido evitar la tentación.
Ya no era policía y se había hecho pasar por uno.
Pero se lo habían puesto tan a huevo que le fue imposible resistirse.
Los vecinos no tenían ni idea de procedimientos, sólo sabían lo que veían en la tele, en esas series americanas que él también devoraba a veces y que nada tenían que ver con la realidad española.
Se lo debía a Pep, claro. Podía mentirse a sí mismo y decirse que lo había hecho por Pep, por su antiguo compañero. Pero sabía que no era así. Que sencillamente se había dejado llevar. Conocía a sus antiguos colegas y los había saludado, y al principio se había interesado por lo ocurrido como un viandante más, pero también como un excompañero… Y, en fin, había entrado en la finca con sus excamaradas, los vecinos lo habían visto vestido de paisano, moviéndose entre los mossos, y le habían tomado por lo que ya no era. O mejor dicho, lo que ni era ni dejaba de ser, al menos hasta que dictaminasen sobre su estado y la maldita Administración tomara una decisión. Porque desde que le hirieron, se movía en un terreno indeterminado y resbaladizo: era un discapacitado con un «grado mayor al de parcial» en espera de que le asignaran una plaza especial. Una plaza en la que realizaría alguna función complementaria a las estrictamente policiales; quizás en inteligencia, como auxiliar de la científica, o en la oficina de denuncias, o puede que acabase haciendo intervenciones telefónicas… Quién sabe. Alguna mierda de esas. Pero ya no tendría derecho a los honores policiales, nada de uniforme, placa o arma.
No era un policía en activo. Aunque tampoco se podía decir que no lo fuera. De momento no era nada… Tan sólo un lisiado que pasaba el tiempo esperando que la sacrosanta Administración decidiera su futuro, y mientras tanto, vivía otra realidad enganchado a internet y rondando alrededor de un edificio donde pensaba que quizás podría ocultarse alguna pista que aclarase el asesinato de Pep.
De pronto el destino le había puesto ante los morros una oportunidad de oro para poder moverse entre los vecinos abiertamente, sin tener que observarlos desde la parada de autobús de enfrente ni desde el bar. Ahora que le habían tomado por un inspector de policía, podría estar con ellos y preguntarles lo que quisiera.
En cuanto Gerard llegó a la calle Calabria y entró en su piso, toda la tensión acumulada se le vino encima.
El efecto de la adrenalina se disolvió como una vieja ilusión y de repente se sintió tan cansado como si un pedazo de mundo se le hubiera caído encima.
Nunca podría volver a ser un policía. Si andar veinte minutos lo dejaba en ese estado, ¿cómo narices podría enfrentarse a cualquier situación? Sí, claro, si lo reincorporaban, podría ocuparse del trabajo administrativo, de los papeleos, la oficina, e incluso formar parte de alguna de las unidades de investigación. Pero nunca más regresaría a la calle.
Con aquella pierna jodida, nada volvería a ser lo mismo. Mierda de vida.
El eco de sus pasos, ahora cansados, lo acompañó por el piso. Era un sonido con su propia cadencia, un paso más lento y pesado que el otro, arrastrándose por un pasillo largo y oscuro. Uno de tantos pasillos largos y oscuros tan propios de los viejos pisos del Eixample.
Gerard dejó las llaves sobre la mesa del comedor y se sacó del bolsillo la libreta en la que había estado tomando notas.
«Pep —pensó—, ¿qué hay en ese edificio y qué relación tiene contigo? ¿Qué querías que investigase? ¿A quién? ¿Acaso esa muerta momificada tiene algo que ver con tu asesinato?…» A Gerard no se lo parecía.
Se mordió los labios y se dirigió hacia la cocina a prepararse un Nescafé.
Tenía que hablar con Yolanda enseguida. Si alguien sabía en qué había estado metido Pep, era ella. Alguien en quien, además, confiaba y que no dudaría en explicarle lo que supiera.
Su pensamiento derivó desde Yolanda a lo que había visto en la calle Berlín. Todo apuntaba a que la pobre mujer había abierto la puerta del mueble de la cocina y se había pegado un golpe contra ella. Quizás se desmayó y cayó contra la esquina. Esa herida en la sien… ¿Quién sabe? Debió de marearse al ver la sangre y se sentó en el sillón… Y allá se quedó, desangrándose frente a la tele. Y luego se fue momificando, como la mojama. Muerta como un pajarillo de esos que se asfixian y se resecan dentro de una chimenea.
Una muerte natural como esa, era la hipótesis más probable, pero a los vecinos no les habían dicho nada. Hasta que no existiera un dictamen sólo era una posibilidad. Y ¡a él le venía tan bien que pensaran que estaban investigando! Le venía de maravilla que le tomaran por un inspector.
Gerard maldijo entre dientes y se dirigió cojeando hasta la mesilla, en busca de esas gafas que, desde que no pisaba la comisaría, apenas usaba.
Ojeó sus notas e hizo un repaso mental de todos los vecinos que había conocido.
Ninguno le había gustado, le daba la impresión de que todos tenían algo que ocultar. ¿Todos? Bueno, todos excepto Luisa, la viejecita sagaz.
Emilio, el del albornoz y los ojos de muñeco, estaba a ratos demasiado nervioso, y a otros, demasiado tranquilo. Y además, ¿qué coño hacía en albornoz a esas horas de la mañana?
Encarna, la mujer del pelo naranja, de estropajo, evitaba su mirada como si escondiera algo. Igual que su hijo, el fumeta.
Y según lo que indicaban los cartelitos de los buzones, aún le quedaba por conocer a la hermana del fumeta, a otra mujer y a alguien más. Un hombre. Ese otro que había visto por primera vez fumando en la calle y reciclando las cajas de Ikea. El sudamericano.
Si cualquiera de ellos tenía algo que ver con la muerte de Pep, lo descubriría.
Gabi se empeñó en pagar, pero Gustavo no podía permitirlo. Con dificultad rebuscó las monedas en su cartera; no quería soltar la bolsa con la que cargaba. Mientras tanto, Gabi se limitaba a observarlo en silencio, con curiosidad.
Se fijó en sus nudillos despellejados, pero también en las uñas cuadradas y cuidadas. En el dorso de sus manos, en su piel bronceada. Le parecía un tío atractivo. De una manera instintiva, le resultaba atractivo.
Ella se fijó en que no dejaba nada de propina. Y Gustavo pensó que aunque debería hacerlo para quedar bien ante ella, aquella mierda de café que se habían tomado no merecía ni un céntimo de más.
—El café no vale nada —se sintió obligado a explicar.
Ella asintió.
—Te invito a un café de verdad, en mi casa —dijo ella mientras repasaba con la mirada los restos de sangre reseca en su muñeca.
Él, sorprendido, alzó las cejas un milisegundo.
—Con una condición —Gabriela se adelantó a cualquier frase que él tuviese el valor de formular—: que me dejes ver esa herida tuya.
Gustavo sopesó la proposición. Una mujer hermosa quería curarlo. Su preciosa vecina le iba a poner las manos encima.
Ella observó, divertida, el efecto de sus palabras sobre él.
Nunca va mal tener a un matón de barrio de tu parte. Ni a un hombre fuerte por vecino; uno que sea capaz de hacer agujeros en las paredes, cargar muebles, cambiar fluorescentes y todas aquellas menudencias que complicaban su existencia de mujer independiente. Nunca está de más ganarte a tu vecino.
Cuando llegaron al portal y abrieron la puerta, se quedaron inmóviles. Un grupo de vecinos cuchicheaba y la chica más joven gritaba un «¡Qué fuerte!».
—Buenos días. —Gabi sonrió con esa sonrisa que sabía que desarmaba a cualquiera.
Varios saludos se superpusieron en el tiempo y en el espacio.
Gabriela se fijó en el precioso chalequito de piel que llevaba la chica joven. Sandra, en cambio, observó sus bolsos, el de Loewe y el otro, el negro que parecía de médico y que debía de costar una pasta gansa.
Las miradas de ambas se encontraron y se sonrieron con la complicidad de dos lobas de la misma manada, de las almas gemelas que, a pesar de la distancia de la edad y de los miles de euros que las separen, se reconocen como iguales.
Emilio se sintió de pronto desnudo. Mucho más desnudo de lo que estaba debajo del albornoz. Porque acababa de encontrarse con una mujer preciosa, con clase, en su propio portal, y a él le pillaba de esa guisa. Los colores le subieron a la cara, al cuello, a las manos y a gran parte de la pálida piel que quedaba al descubierto.
Gustavo barrió con la mirada a los presentes. A unos se los había encontrado alguna vez por la escalera. Otros le eran del todo desconocidos. La señora del pelo naranja lo miraba con una cara de inmenso interrogante. Observó durante más segundos que los que marcaba el decoro al hombre esmirriado vestido con un albornoz. Estaba ojeroso, su palidez recordaba al amarillo de los pergaminos… Un enfermo.
—¿Qué pasa? —preguntó Gabi con un tono de voz que, ahora que Gustavo sabía cómo conversaba ante una taza de café, le pareció falsamente inocente.
—¡Han encontrado muerta a la vecina del segundo! —gritó un chaval esquelético.
—¿Qué le ha pasado?
—Aún no se sabe. —Emilio se encogió de hombros.
Gabi se fijó por primera vez en aquel tipo medio calvo que la miraba con ojos de ternero degollado.
A base de retazos e historias interrumpidas por diversas explicaciones, al final Gustavo y Gabriela consiguieron enterarse de lo que había ocurrido.
Quedaron tan sorprendidos como el resto de los vecinos.
—La había visto alguna vez, sí…
Gabi recordó la imagen de una mujer delgada y menuda con la que de vez en cuando había coincidido en el ascensor. Se acordaba de ella, de su forma de vestir propia de otros tiempos, de sus gestos de señora venida a menos. Se acordaba bien, porque cada vez que se la encontraba se preguntaba si ella sería igual cuando fuese anciana. Sola. Digna. Andando tan derecha como el palo de una escoba. Mirando a los demás por encima del hombro.
De pronto la recorrió un escalofrío. Como si una corriente helada y cortante como un cuchillo la atravesase en un instante.
—Yo me subo a casa. Ay, he dejado a mi marido demasiado tiempo solo. Cuando le cuente todo esto… le va a dar algo.
—Adiós, doña Luisa.
La viejita sonrió a la mujer del pelo estropajoso que era la única de todos los presentes que conocía su nombre desde ayer, anteayer, e incluso desde los días que precedieron a anteayer hasta remontarse a la época en que llegó al edificio.
Gabriela abrió la puerta de su piso y dejó entrar a Gustavo.
Él se fijó en el busto de un emperador romano que presidía la entrada, una pieza que imitaba el mármol, que combinada con aquellos muebles modernos quedaba la mar de bien.
—Pasa, pasa… —Lo guio hasta el comedor.
Aunque aquel piso era el espejo del suyo, el único parecido se encontraba en la configuración de los espacios. El de Gustavo aún mostraba las paredes desnudas y estaba decorado con cuatro muebles de Ikea que simulaban madera de haya y de abedul. El de ella estaba plagado de detalles que le otorgaban una belleza equilibrada: un bodegón hiperrealista en los mismos tonos de otro cuadro que mostraba un paisaje inglés. Una alfombrita verde del mismo color que algunos almohadones. Un sofá enorme que parecía no haber sido usado nunca. Y los muebles lacados y de maderas nobles habían salido de la mano de artesanos y no de los bosques de Suecia.
Todo estaba impoluto y olía a canela y a naranja.
Ella le invitó a sentarse con un gesto en una butaca de diseño.
—Enséñame qué te ha pasado.
A Gustavo le gustó que no acentuara el «qué» sino que, simplemente, hablara de «enseñarlo».
Dejó a sus pies la bolsa del DIR, y de pronto se sintió tímido. Hizo un esfuerzo por fingir una seguridad que no sentía y se deshizo de la chaqueta sin quejarse.
La camisa estaba manchada de sangre seca.
Se la empezó a desabrochar y se desprendió del gurruño de papel que se había puesto en el lavabo de Salou. Se le había quedado pegado a la herida.
—Tsk, tsk… —masculló Gabi mientras lo observaba y abría el maletín negro que parecía de un médico de los de antes.
—¿Eres enfermera? —preguntó Gustavo.
Ella negó.
Gustavo entrevió unos saquitos o paquetitos de terciopelo. Gabi sacó una carterita de piel y la dejó a la vista.
—¿Médico? —Él no se rendía.
—No… —Abrió la cartera y quedaron a la vista una especie de agujas curvadas y lo que parecían unas pinzas.
—Entonces… ¿a qué te dedicas para llevar en el bolso estas cosas?
—Hay que estar preparada para todo.
Por un momento Gabriela sintió la tentación de contarle a aquel desconocido las veces que esas agujas e hilo la habían sacado de un apuro. Pero finalmente se guardó para sí misma la historia de Joan, al que ella misma tuvo que llevar al hospital con los huevos casi desprendidos. «Aprieta más fuerte. Más. Más…», le había gritado en el clímax de la excitación. Y ella apretó. «Más y más». Y el nudo corredizo se tensó aún más y Joan gritó de placer y de dolor. De hecho se tensó tanto que si no llega a realizar una primera cura de urgencia, los hubiera perdido.
Joan nunca había tenido huevos, pero si ella no llega a llevar su carterita de piel, aquella frase se le hubiera podido aplicar de forma literal.
«Hay que saber hacer de todo», solía decirle su madre.
Aunque seguro que nunca había pensado en las circunstancias en las que su nenita necesitaría algo más que unos simples conocimientos de primeros auxilios.
—¿Cuántas horas hace desde que te lo hiciste? ¿Cuatro? ¿Cinco?…
—Más o menos —asintió.
—Primero hay que limpiar todo bien. Y te va a doler.
Se lo advirtió aun sabiendo que no le importaría y que era el tipo de hombre que no se quejaría.
Gustavo se encogió de hombros. Apenas se movió cuando limpió la herida y el yodo quemó su piel.
Él la dejaba hacer. Y ella, mientras lo curaba, se fijaba en su color tostado. Y en su olor. Gustavo olía a desodorante y a él mismo. Y aquel olor oscuro y profundo que percibía bajo otros superficiales y artificiales, le gustaba a rabiar. No tenía nada que ver con el sudor agrio de la mayoría de los hombres. Él olía de forma agradable.
—Tendría que darte un par de puntos.
—Haz lo que te parezca… Quiero decir, lo que consideres adecuado.
—No tengo anestesia…
Él volvió a encogerse de hombros.
Ella desapareció en la cocina y regresó con una bolsa con hielos.
—Esto no es lo más adecuado. Pero…
Gabi apoyó la bolsa sobre la piel y observó cómo reaccionaba a su contacto.
—Te quedará una cicatriz.
—Da igual. No importa.
Gabriela hincó con cuidado la aguja en la carne. Gustavo dejó escapar un gemido.
—Lo siento.
La aguja atravesó la piel con limpieza. Gabi tiró del hilo con las pinzas y aseguró la puntada con una lazada. Él se fijó en sus manos finas que sin embargo cosían con seguridad. Por un segundo su mirada resbaló sobre sus propias manos cuyos nudillos se mostraban casi desollados.
—¿De verdad sabes lo que haces?
—Más o menos. Tendrás que fiarte de mí —le contestó ella divertida.
Cortó el hilo. Volvió a aplicar un poco de yodo y abrió un paquete de gasas con los dientes.
—Me fío de ti.
Ella dejó escapar una risa cantarina.
—Haces mal en fiarte de alguien como yo. —Ella le sonrió y terminó de asegurar las gasas sobre la piel dolorida.
A Gustavo se le puso la piel de gallina.
—Me fío de ti —susurró.
—Puede infectarse.
La tenía muy cerca. El rostro de Gabi se encontraba a un palmo del suyo.
—Compra antibióticos.
Gustavo la tomó por los brazos y la atrajo hacia él. Por un instante pensó que lo rechazaría. Que la mano que ella le colocó, de pronto, contra el pecho, pretendía alejarlo. Pero no fue así.
Gabriela, con la sencillez de los gestos rutinarios, se dejó llevar.
A Gustavo le dolía el hombro. Pero no le importó. Se iba a comer a una mujer hermosa de verdad.
Emilio volvió a su piso y al entrar le pareció que olía de forma diferente, como si la densa y pesada atmósfera que hasta entonces lo había acompañado se hubiese disipado. Sentía el aire más liviano y más puro, cubierto de promesas.
Respiró profundamente y se dirigió al baño.
Cuando se encontró con la bañera llena, por un instante, breve como un chispazo, se preguntó para qué toda aquella agua.
Parecía que hubieran pasado siglos desde que la había llenado aquella misma mañana. Una corriente de aire frío y húmedo le penetró por la abertura del albornoz y lo atravesó, como una lanza, desde el pecho hasta las rodillas.
Emilio se abrochó mejor y rio sin saber por qué.
Se dirigió a la bañera y tiró del tapón. Se quedó unos segundos contemplando cómo el agua se escapaba por el desagüe, creando un remolino.
Un pensamiento cabalgó sobre otro y terminó preguntándose quién hubiera encontrado su cuerpo… ¿Cómo hubiese quedado su cadáver después de, según suponía, varias semanas? ¿Estaría arrugado como una pasa flotando en un agua rojiza? ¿Descompuesto en una masa gelatinosa? ¿Blanquecino? ¿Hinchado? ¿Casi deshecho?… En cualquier caso, seguro que no se parecería en nada al de la momia tostada que habían sacado del piso de enfrente.
¿Lo hubiera echado de menos doña Luisa, la anciana vecina? Su jefe lo hubiese llamado mil veces, pero seguro que no se hubiera atrevido a llamar a la policía. Ni a nadie.
Nadie se hubiese enterado de su muerte.
A nadie le importaría.
El perro de abajo ladró.
Emilio se preguntó si el chucho quizás habría olido su cuerpo descompuesto. Si las moscas hubiesen abandonado a su vecina para cebarse en él.
Suspiró. Estaba solo. Por primera vez en su vida era consciente de su inmensa soledad.
Hacía ya tres años que Sol lo había dejado. Y desde entonces había seguido un solo camino: cuesta abajo.
Se ajustó el albornoz aún con más fuerza y escuchó el silbido de una olla a presión que se coló por su ventana. Fue a la cocina. Abrió la nevera. Una triste manzana, un paquete de queso reseco y un brik de leche le saludaron desde distintos estantes.
Se dirigió al salón. Cogió la nota que había dejado a medio escribir, la dobló en cuatro partes y tomó la pluma azul que ahora, sobre la mesa, acompañaba a la tarjeta del policía.
Volvió a la cocina y sobre el papel doblado empezó a escribir la lista de la compra.
Nunca había usado su preciada pluma para un acto tan asquerosamente cotidiano.
La olla a presión silbaba como si se tratase de un artilugio directamente importado desde el infierno, pero doña Luisa apenas le prestaba atención.
Le había contado a Zósimo lo que había pasado. Que habían encontrado a María Eugenia muerta y momificada. Que Emilio y ella habían tenido que romper la ventana. Que habían sido ellos los que la habían descubierto. Que habían estado los bomberos en el edificio. Y la policía. Se emocionó explicándole todos los detalles.
Pero era un día malo.
Se lo había repetido varias veces. Zósimo la observaba hablar desde una mirada vacía. Tan vacía como la de la propia María Eugenia.
La válvula de la olla a presión giraba sobre sí misma.
Luisa tenía ganas de llorar. Otra vez.
«Si yo no estuviera, ¿quién cuidaría de ti, Zosi? ¿Quién se daría cuenta de que falto?… Te morirías de hambre frente a la tele, como María Eugenia, o quizás en la cama, o en el baño». El río de imágenes arrasó su conciencia.
Luisa agarró la olla rugiente y la apartó de fuego.
—Enseguida vuelvo —gritó a Zósimo, a su marido, a la nada.
Tomó las llaves y salió de su piso dando un suave portazo.
Echó un vistazo al ascensor, pero lo ignoró y se agarró a la barandilla de la escalera. Empezó a subir, despacio, lentamente.
Cada escalón le arrancaba un suspiro.
Cuando llegó al piso de arriba, apenas dedicó una mirada a la puerta de María Eugenia que los bomberos habían abierto procurando hacerle el mínimo daño posible.
Se detuvo ante la de Emilio para recuperar el resuello.
El timbre tronó y su eco reverberó escaleras abajo.
—Soy yo, Luisa —gritó antes de que nadie preguntase.
Emilio abrió la puerta. Seguía vistiendo el albornoz y en la mano sostenía una pluma azul y un papel doblado en cuatro partes.
Al igual que había sucedido aquella misma mañana, la viejita le arrojó un discurso que más que dicho, fue vomitado.
—Mi marido está enfermo, Emilio; tiene alzheimer. Si a mí me pasase algo… Si yo no estuviera… Nadie se enteraría. —Luisa buscó los ojos de Emilio y se encontró el reflejo de su propia sorpresa por hacer tales confesiones—. Por favor, cada día abro la ventana que da al patio. Se ve desde su piso. Si un día ve que no la abro…
Los ojos de Luisa evitaron los de Emilio y resbalaron sobre la puerta. Acariciaron la madera oscura, tantas veces barnizada, la antigua mirilla ahora cegada.
—Me hago cargo. Estaré al tanto. —Tragó saliva antes de continuar con voz más firme—. Con una condición…
—¿Cuál? —La vocecilla de Luisa era casi inaudible.
Emilio no se atrevió a mirarla a los ojos. Y dejó su mirada resbalar sobre el jersey fino, repleto de pelotillas por la zona de los pechos, por la falda de paño grueso y la mancha grisácea que adornaba los bajos.
—Con la condición de que usted también esté al tanto de lo que me pasa a mí. Nadie me echaría de menos.
Luisa contempló con nuevos ojos a ese chico que siempre le había parecido tan apuesto.
—¿No tiene familia?
—Está lejos… —confesó sin ganas de dar más explicaciones.
—Nosotros no tenemos a nadie.
Un silencio incómodo atravesó el descansillo. Las confidencias que se habían escapado de un modo tan natural, de pronto, sonaban extrañas.
—No quiero acabar como María Eugenia.
—Nadie quiere acabar como ella.
Otro silencio.
—¿Le gusta el estofado? —atacó Luisa por sorpresa—. Me sale muy bueno, con patatas y pimientos verdes. ¿Le gustan los pimientos?
Emilio asintió.
—Pues mañana le subiré un poco.
—Mañana trabajo. Me paso casi todo el día fuera.
—Ya… Pues a la noche.
Emilio sonrió y Luisa descubrió la dentadura blanca y perfecta de su vecino.
—Muchas gracias.
—Gracias a usted. —Un breve silencio—. Hasta mañana, Emilio.
Luisa se despidió con un gesto que pareció borrar vergüenzas en el aire.
—Hasta mañana, doña Luisa.
Emilio se quedó en la puerta observando cómo se alejaba la viejita.
Sonrió.
El recuerdo del olor del estofado de Luisa se difuminaba poco a poco en mi memoria en una espesa confusión de pimientos, col, telarañas, patatas con carne y pensamientos desmechados. En cambio las sensaciones que me producía las recordaba claramente: por un lado sentía asco, pero por otro también lo asociaba al hogar, a cómo olía mi casa cuando regresaba a ella desde el trabajo.
Nunca me había sentado en las escaleras, pero ahora no me importaba hacerlo. Estaba cansada sin estar cansada, porque no tenía un cuerpo físico que se cansase. Me estiré con cuidado la falda y observé si en el escalón había alguna mancha. Ya lo sé, no me puedo ensuciar, pero las costumbres no se pierden así como así.
Una diminuta arañita se quedó de pronto quieta, en la pared, a mi lado.
Detrás del pasamanos se escondía una telaraña. Puede que fuese su hogar.
Luisa no quiere acabar como yo. Nadie quiere acabar como yo he acabado. Y eso que no saben lo peor; que sigo perdida en este edificio, condenada a observar sus idas y venidas, y hasta las telarañas y la suciedad que se esconde en cada rincón. Se me confunden las ideas y se mezclan con las suyas.
Luisa ha conseguido arrancar una sonrisa a Emilio. Falta le hacía. Yo también querría sonreír. Y probar su estofado. Y volver a saborear cualquier cosa que no sea el polvo y la podredumbre que me parece sentir atascados en la garganta.
—Hay que sacar a Bonito. Anda, Sandra, llévatelo a dar un paseo.
—¡Vale, mamá! Enseguida vuelvo.
Encarna esbozó la sonrisa que muestran todas las madres orgullosas de sus niñas.
Sandra rebuscó la correa en el cajón del mueblecito de la entrada y con un gesto diestro la enganchó en el cuello del chucho. En cuanto Bonito se dio cuenta de que lo sacarían a la calle empezó a dar saltitos de alegría.
—¡Áleeeex! Pon la mesa mientras caliento esto… —Encarna ni siquiera esperó unos segundos para comprobar si su hijo venía o no. Continuó gritando—: ¡Áleeex! ¡¡Te he dicho que vengas!!…
La puerta de la calle se cerró y los pasitos saltarines de Bonito y de Sandra se perdieron en el exterior del piso. Encarna afinó el oído y escuchó trastear a su hijo en la habitación.
Removió la sopa de tomate. Reguló el fuego de la cocina hasta dejarlo al mínimo y se dirigió hacia el cuarto del muchacho.
—¿Vas a poner la mesa o no?
Álex permanecía sentado en su cama con una caja metálica sobre las piernas.
—¡¿Qué has hecho?! —Sin pretenderlo su voz subió en intensidad.
Álex arrojó con furia la caja sobre la cama. Rebotó y acabó golpeando la pared y después el suelo.
Los ecos hirientes del metal se incrustaron en cada rincón.
—¡¿Qué has hecho?! —repitió.
—¡La he cagado pero bien!
La afirmación no iba dirigida a nadie en concreto.
Álex se levantó de la cama y como una exhalación salió de su habitación dando un portazo.
Cuando Encarna lo alcanzó, él ya había dado otro portazo y se alejaba bajando las escaleras del edificio de dos en dos y chillando «¡Me cago en la puta!».
Encarna permaneció unos segundos junto a la puerta. Dudó si gritarle algo, pero antes de que un «¡Vuelve aquí!» saliese de sus labios, decidió darse la vuelta y regresar a la cocina.
La sopa de tomate ya estaba burbujeando.
Le añadió unos fideos finos y se quedó mirando cómo flotaban sobre la masa rojiza, naranja y grumosa. Después los removió con una cuchara de madera hasta verlos hundirse y desaparecer entre aquello que casi parecía la lava de un volcán en erupción.
Gabriela se había quedado sola.
Gustavo había vuelto a su piso y ella había echado las dos vueltas de su cerradura de seguridad.
Sola se sentía mucho más a gusto.
Caminó descalza por el pasillo. Sentía el cuerpo palpitar y su piel viva y sensible. El vecino había resultado ser un amante mucho mejor de lo que pensaba. Lo había imaginado en cuanto se fijó en esas uñas cuadradas tan cuidadas, pero no había sospechado que sería tan bueno.
—«La vida te da sorpresas. Sorpresas te da la vida…» —comenzó a canturrear mientras entraba en la ducha.
Dejó que el agua fresca la regase y por primera vez en mucho tiempo, después de practicar sexo, repasó algunos de los gestos que había compartido con Gustavo. Se demoró en el recuerdo voluptuoso de cada uno de ellos.
Le había gustado su mezcla de delicadeza y brutalidad.
Cerró los ojos y recordó cómo la había cogido para darle la vuelta sobre la cama. Cómo le había clavado los dedos en la carne. Cómo había aferrado sus pechos y sus muñecas. Cómo le había agarrado por la espalda.
Le había llamado la atención el agradable sabor de su piel grasienta y morena, y la textura de la cicatriz de su costado.
Para variar, se había dejado hacer. Y sorprendentemente lo había pasado de maravilla.
Dejó que el agua la cubriera y se llevase el denso olor de Gustavo.
Todavía se deleitó con la última imagen con que él se despidió: un gesto simpático, desde su puerta, con la camisa desabrochada y la bolsa del DIR al hombro. Esa bolsa a la que no había dejado de echar miradas nerviosas durante toda la mañana, ni siquiera mientras follaban.
El agua se escapaba por el desagüe y arrastraba con ella algunos pelos negros y rizados que ahora iniciaban un viaje desconocido a través de las alcantarillas subterráneas de Barcelona.
Cada día anochecía más tarde. Los días se alargaban y la luz amarillenta del atardecer dibujaba largas sombras sobre la acera que se arrastraban como si sintieran su pronto final fundidas entre la oscuridad de la noche.
A Gerard le gustaba pasear a esas horas. Cuando se empezaba a echar de menos una chaqueta y los parques quedaban en silencio porque los niños y sus gritos emigraban hacia la intimidad de sus hogares. Era el momento en que los perros sacaban a pasear a sus amos y los gatos regresaban desde sus ocultos mundos diurnos para dominar la tierra.
La sombra de Gerard cojeaba pegada a él bajo la acera. Pensaba si no tendría razón su hija al decirle que debería comprarse un bastón. Decía que así se parecería a House, el doctor de la tele, y que así demostraría más personalidad. Que los bastones ya no eran sólo para viejos. ¡Como si él necesitara más personalidad!
Quizás su hija Anna se pasaría por Barcelona esta Semana Santa. O puede que la viese en verano. ¿Sería aún rubia como el año pasado? Le había gustado de rubia. Le recordaba a cuando era un bebé. Porque su niña, vete a saber por qué, había nacido rubia. Un bebé rubio como la cerveza que no se parecía ni a su madre ni a él.
Ya desde pequeña había decidido ser ella misma y no deber nada a su padre ni a su madre. Después, con el tiempo, ese pelo rubio de reflejos de trigo y cebada desapareció para convertirse en una preciosa melena castaña, repleta de matices rojizos y caobas y marrones y sienas y tostados. Una melena que el año pasado ella había teñido de rubio por sorpresa.
Un anciano se levantó de un banco y Gerard aceleró el paso para hacerse con el sitio.
Era un magnífico lugar de observación. Como a los mayores, le gustaba aquel banco. Desde él se veía la salida del metro de Entença y resultaba muy entretenido mirar a todos los que iban y venían. Era mucho mejor que contemplar el avance de las obras de la manzana de abajo. O que navegar de nuevo por internet acechando si aparecía algún nuevo mensaje en su perfil de Meetic o de Parship, para acabar descubriendo que todo seguía igual y que nadie sentía ningún interés por conocer al tío que estaba allí retratado. Cuando entraba en la red acababa decepcionado y aburrido a partes iguales. Y frente al mundo virtual, la realidad de sus tardes y noches solía terminar en el bar de la esquina, con el sempiterno plato de pasta, el carajillo de café descafeinado y el repaso a la prensa del día.
Gerard, más que sentarse, se dejó caer sobre el banco.
Pensó en lo bien que le sentaría un cigarrillo y procuró alejar el tentador pensamiento. Se fijó en el perro labrador que ya conocía de otras tardes y, sobre todo, en su dueña; una cuarentona atractiva que nunca llevaba sujetador y que en primavera y verano ofrecía un espectáculo mucho más interesante que en invierno. Observó al joven sentado frente a él que parecía no tener prisa y trasteaba en su móvil mientras escuchaba música por unos enormes auriculares de color pistacho.
Estiró la pierna y pensó en que debería comprarse unos calcetines nuevos, fresquitos, de hilo escocés, de los que siempre le habían gustado. Empezaba a hacer demasiado calor y los que llevaba le dejaban después, por la noche, pelotillas entre los dedos.
Y mientras pensaba en calcetines marrones y beiges y en dedos pulgares que asoman desde agujerillos, se encontró con que un zombi tambaleante aparecía justo en el límite de su ángulo de visión.
Pasó junto al banco, como un barco que ha perdido el gobierno. Unas piernas largas y delgadas embutidas en unos pantalones ajustados apenas lo mantenían en pie.
Gerard levantó la vista y descubrió una nariz rodeada de una maraña de sangre reseca. El ojo permanecía casi oculto por un párpado abultado y rojizo. Un brazo sostenía al otro, y el bamboleo del cuerpo recordaba al de un tentetieso de juguete.
Sin gafas, a Gerard le llevó unos segundos reconocerlo. Su cerebro repasó rápidamente los nombres que había apuntado en su libreta por la mañana.
—¿¡Álex!?
La rendija ensangrentada en que se había convertido la mirada del chico se posó sobre Gerard sin reconocerlo.
Él se levantó de un salto.
—¿Qué te ha pasado? ¿Estás bien?
Álex no contestó de inmediato. Se limitó a echar una ojeada cubierta de neblinas. Sin darse cuenta se apoyó en el brazo de Gerard. Él lo sostuvo.
—No —dijo sin saber bien a qué pregunta contestaba.
—Te acompañaré a casa. —Gerard tiró del chaval.
—No.
Gerard se lo quedó mirando con detenimiento.
—Mejor pasamos por el hospital…
Álex cogió aire. Como si ese nuevo aliento cargado de oxígeno le otorgara la cordura suficiente.
—Sólo necesito un poco de hielo.
—Eso también es verdad. Déjame que te mire.
El párpado estaba muy hinchado y probablemente se pondría peor en unas horas.
—Vamos al bar.
Señaló la cafetería de la esquina.
Álex se dejó llevar.
La bamboleante pareja fue tragada por la oscuridad del local.
Gustavo contemplaba la pantalla del móvil con el mismo interés que hubiese mostrado si su resplandor azulado fuese a revelarle una gran verdad universal.
Nadie le había llamado.
Su mirada divagó desde el teléfono hacia la bolsa del DIR que permanecía en el suelo, bajo la mesa de madera Ingo, modelo de Ikea.
Gustavo cabeceó con un gesto de negación. Se levantó y se dirigió hacia el dormitorio.
Su cuerpo aún conservaba el calor de su vecina.
Apenas podía creer que una mujer tan hermosa se le hubiera ofrecido así. Era algo más bien propio de sus sueños de adolescente. Y sin embargo… Ahí estaba ese cosquilleo que aún sentía en la espalda, el agotamiento que invadía cada músculo y cada extremidad, y el pene, blando y encogido como un bronceado calamar.
Se dejó caer sobre la cama y echó un vistazo a la cajetilla de tabaco que reposaba, junto al mechero, en la mesilla.
La tentación era demasiado grande.
Cogió el tabaco, se acercó al balconcillo y encendió un pitillo.
Lo de la vecina sólo tenía una explicación, seguramente se trataba de una cuestión de equilibrio universal. Dios, en su infinita sabiduría, le compensaba de todo lo que le había ocurrido por la mañana.
Sin darse cuenta se pasó la yema del dedo sobre el recosido que le había hecho Gabriela. Tendría una nueva cicatriz. La había observado con detalle delante del espejo. Las puntadas eran perfectas, iguales, mantenían la misma distancia las unas de las otras. Le quedaría una cicatriz equilibrada y limpia.
Como el recuerdo de Gabi. Perfecto. Como ella. Una mujer limpia que olía a vainilla. Que sabía a vainilla. Que había podido disfrutar sin vergüenza. Que se había dejado llevar hasta donde él había querido. Aquella mujer le gustaba demasiado. Hubiera sido mejor no probarla.
Una débil pulsación arrancó en la parte inferior del vientre.
Apagó el cigarro en la barandilla y tiró con fuerza la colilla a la calle.
Se dirigió hacia el salón.
La bolsa del DIR lo miró con su único ojo.
Se dirigió hacia ella.
Sopesó el bulto.
Lo dejó sobre la mesa y abrió la bolsa metiendo los dedos en la abertura como si fuera un sádico dentista preparado para exterminar una caries rebelde.
Cuando descubrió lo que había dentro, cerró los ojos.
Respiró hondo y entonces, muy despacio, volvió a cerrarla.
Ató con mucho cuidado las asas alrededor de la abertura de la bolsa. Y miró alrededor, buscando un lugar donde esconderla. Aunque llevaba semanas allí, su piso aún estaba casi vacío.
Fue hacia la cocina y sacó una bolsa de basura bajo el fregadero. Metió la del DIR dentro y le hizo un nudo sencillo.
Dejó la bolsa junto al cubo de la auténtica basura.
Gustavo cada vez fumaba menos. Apenas cinco o seis cigarrillos al día. Y sin embargo, salió de la cocina y regresó al balcón para encender otro.
Lo necesitaba.
Mientras daba unas profundas caladas observó sorprendido cómo se acercaba por la acera el policía que había visto más de una vez merodeando cerca del edificio acompañado de un joven delgado que parecía sostener algo sobre su cara. Le costó reconocer al vecino, el imbécil que tenía una hermana preciosa.
«¿Qué hacen juntos esos dos?» Gustavo se refugió en la casa para que no lo viesen.
Sin pretenderlo su mirada se dirigió a la cocina. A la galería donde se encontraban la basura y su bolsa.
Gerard llamó al timbre. Unos ladridos agudos fueron la única respuesta durante unos segundos, pero enseguida escuchó unos pasos que se acercaban al dintel.
En cuanto se abrió la puerta recordó el nombre de la mujer.
—¿Encarna?
—¡¡La madre de Dios!!
La mujer no sabía si mirar al policía o a su hijo. Su mirada asustada basculaba del uno al otro sin saber en quién detenerse.
—Me he caído, mamá.
—¡Vete a la mierda!…
—No es nada grave. No tiene nada roto. Lo he encontrado hace un rato… —Para su propia sorpresa Gerard comenzó a tartamudear.
Encarna contempló de reojo al policía. Era el rostro de su hijo el que atraía casi toda su atención.
—¿Qué coño has hecho? ¿En qué lío te has metido?
—Me he caído… —repitió.
Gerard soltó al chico, que se arrastró hacia el interior del piso.
La mujer, Encarna, se quedó mirándolo en silencio hasta que por fin se animó a decirle:
—Pues muchas gracias por traerlo.
Estuvo a punto de contestarle que cuidase de él, que no se metiera en líos, que no se preocupara… Pero todas las posibilidades que flotaban alrededor de sus labios le sonaban absurdas frente a la honda mirada de la mujer de pelo naranja.
—De nada —murmuró.
Gerard se dio la vuelta para ser tragado por el ascensor chirriante.
Encarna no cerró la puerta del piso hasta que lo vio desaparecer.
—¡¡¡Álex!!! ¿Qué coño ha pasadooo? —gritó.
Se dirigió hacia la habitación de su hijo, pero al pasar junto a la puerta de la cocina se dio cuenta de que Álex estaba allí, sentado sobre una banqueta, mientras su hermana le examinaba las heridas.
—¿Qué tiene?
—Unos cuantos golpes que te cagas…
Álex permanecía con la cabeza gacha y una bolsa del Lidl en la mano llena con hielos medio derretidos.
—Necesito seiscientos euros. Y cien más por cada día que pase sin pagarles. Si no, me matarán.
El estómago de Encarna cayó hasta el suelo para, a continuación, rebotar y volver a su posición inicial.
—¿Te matarán de verdad o es una forma de hablar? —preguntó su hermana Sandra con naturalidad.
Álex levantó la mirada con infinito cansancio.
—Es una forma de hablar. Pero ¿qué más da? Me pegarán una paliza aún peor que esta…
—Pues entonces puede que solo te dejen ciego —dijo la chica mientras le examinaba un párpado—. Espérate aquí bien quieto que voy al botiquín. A ver qué podemos hacer… Pero que sepas que mañana te dolerá más. —Su voz terminó muriendo por el pasillo.
—¿¡Seiscientos euros!? ¡Quién coño tiene seiscientos euros! ¿En qué lío te has metido?
—Debo dinero.
—Ya, cuando tu padre se largó de casa yo también debía dinero, pero nadie me partió la cara…
—Excepto él. —Sandra volvió a la cocina con un tubo de crema en la mano.
—¿Qué?
—Que el único que te partía la cara era papá…
—Allá se pudra en el infierno.
—Amén —concluyó la chica con un monótono tono de voz propio de las frases repetidas tantas veces que acaban convirtiéndose en una especie de mantra—. Tú también mereces condenarte al infierno y que te maten, por gilipollas. Mamá —se volvió hacia Encarna—, ¿tienes tú ese dinero?… ¿De dónde vamos a sacar la pasta?
—No tengo la menor idea.
Gerard bajó hasta el portal y se dirigió hacia los buzones. El del entresuelo primera seguía mostrando la ventanita vacía, como una invitación en blanco abierta a cualquier posibilidad.
Por un momento tuvo la tentación de subir los escasos escalones que lo separaban del entresuelo y llamar tranquilamente a la puerta, pero al final no lo hizo.
Ya descubriría el nombre del sudamericano que ocupaba el piso, ese al que había visto revoloteando alrededor del edificio en varias ocasiones.
Gustavo Adolfo descorrió la cortina y observó que el policía, solo, salía del portal cojeando. La tentación de encender otro cigarrillo ardió en él con la intensidad salvaje de un incendio.