Gustavo Adolfo y Gabriela
Los pensamientos de Gustavo Adolfo eran tan oscuros como el humo del motor diésel del taxi en el que se dirigía a casa.
Nada podía haber salido peor.
Lo que se suponía que iba a ser una vulgar entrega había terminado en un tiroteo. ¡Un tiroteo en un lugar en el que prácticamente nunca hay tiroteos!
Cuando el Rubio se acercó al otro coche para intercambiar unas palabras, Gustavo sólo pudo ver cómo, de pronto, iniciaba el gesto de sacar su arma. Ni siquiera pudo hacerlo.
Gustavo sólo escuchó una sorda explosión y vio cómo el Rubio se desplomaba sobre el suelo. Apenas tuvo tiempo para agacharse, salir del carro por la otra puerta y sacar su propia pistola.
No pudo ni apuntar. Alguien le disparó y le alcanzaron en el hombro. Una quemazón, como la que hacía mucho que no sentía, le hizo caer al suelo.
Alguien más disparó.
Gustavo Adolfo se arrastró hacia el asiento del conductor, arrancó el coche y salió volando sin mirar atrás.
Los otros no le persiguieron.
Ahora comprendía que el bulto que el Rubio portaba les debió de hacer pensar que aquella era la mercancía. Y por eso lo dejaron marchar. Pero el paquete estaba junto a él, en el vehículo.
Condujo herido hacia el chalet de Juan, pero antes de llegar, cuando estuvo seguro de que nadie lo seguía, aparcó y lo llamó al teléfono que le habían proporcionado. Y Juan le dijo que «ni hablar». Que no se acercase por allí. Que dejase el coche donde le pareciera y que ya se pondría en contacto con él.
—¿Qué hago con lo tuyo, Juan? El Rubio no ha llegado a entregarlo.
—Guárdalo tú, Gustavo. ¿Me puedo fiar de ti?
—Por supuesto.
—Pues ya te llamo yo y te digo algo.
Gustavo guardó un breve silencio hasta que se atrevió a hablar.
—Estoy herido.
—¿Para morirte?
—No. —Incluso en sus circunstancias la expresión de Juan le hizo sonreír—. Puedo tirar… Claro.
—Pues tira pa’delante. Como último recurso, si necesitas un médico vete a ver a Beas, ¿lo conoces?
Gustavo gruñó un «sí».
—¿Está todo claro?
Le contestó con otro «sí» que sonó como un bufido.
—Y, Gustavo, ni una gilipollez. Me dijeron que eras un tío de fiar y ahora es cuando te toca demostrarlo.
Nada de aquello le gustaba.
Había dejado el coche junto a una urbanización de Cambrils, en un solar que se usaba de parqueadero. Y había dedicado un buen rato a limpiar sus huellas con la chaqueta. Estaba convencido de que habría dejado todo tipo de restos orgánicos que podrían delatar su identidad, pero también estaba casi seguro de que no había testigos. Nadie podría decir que ese coche era el mismo del tiroteo. Y también sabía que pasarían meses hasta que alguien reparase en que ese automóvil había sido abandonado.
Después anduvo hasta el pueblo. En un bar se limpió lo que resultó ser algo más que un simple rasguño. Se puso unos cuantos papeles, de esos de secarse las manos, tapando la lesión. Dejó de sangrar, pero estaba seguro de que si hacía algún gesto brusco, volvería a hacerlo.
Se dirigió hacia la estación de trenes y de allá directamente a Barcelona, a la estación de Sants. Allí por fin se atrevió a coger un taxi, aunque su casa apenas estuviera a unos cuantos minutos de la estación. Ignoró la cara de asesino con que le recibió el taxista cuando le comunicó su destino. Sí, ya sabía que era una mierda de carrera después de las horas que seguramente había estado haciendo cola en la estación para conseguir un guiri al que poder sacarle la plata. La mala hostia del taxista se la traía al pairo. Su mala hostia era mucho mayor.
La herida empezaba a dolerle. Pulsaba como si poseyera vida propia.
Cuando Gustavo Adolfo llegó a la calle Berlín, miraba fijamente la bolsa de deportes con el logotipo de los gimnasios DIR que permanecía sobre su regazo y que el Rubio nunca había llegado a entregar. En cuanto llegase a casa se limpiaría la herida como Dios manda y se prepararía un bocadillo de salchichas con pimientos. Y queso. También le pondría queso.
Echó una ojeada distraída al taxímetro y avisó al taxista que parase allí mismo, junto a la parada de autobús.
Rebuscó el dinero necesario, le dejó una buena propina, se apeó del taxi y sólo entonces lo vio.
Una furgoneta negra con el rótulo de SERVEI JUDICIAL y dos coches de los Mossos d’Esquadra estaban aparcados en la acera junto a su portal. Un grupo de curiosos remolineaba alrededor.
Gustavo Adolfo se quedó petrificado junto al semáforo del otro lado de la calle. ¿Cómo había sido tan idiota para no darse cuenta antes? ¿En qué estaba pensando?
El semáforo se puso en verde.
Algunos peatones cruzaron, pero él continuó inmóvil en la acera.
Miró a uno y otro lado y entonces reparó en la sombra que permanecía junto a él.
Alguien quieto. A su lado.
La reconoció por el bolso Amazona. Llevaba también un elegante maletín negro y vestía un traje de chaqueta en tonos burdeos.
Su vecina.
La hermosa mujer tampoco parecía dispuesta a cruzar la calle.
Sus ojos negros se posaron por un momento en los suyos y él sintió que lo observaba con la misma expresión de un científico que investiga una bacteria a través de un microscopio.
Ella continuó repasándolo de arriba abajo, deteniéndose algo más de lo normal en su bolsa de deportes y en la mano que la agarraba con fuerza.
Entonces Gustavo Adolfo sintió que algo resbalaba desde su mano al suelo.
Su corazón dio un vuelco al encontrarse con una gota de sangre que se deslizaba desde su muñeca hacia la acera.
Su vecina también la había visto.
Se guardó las ganas de maldecir y cerró el puño con fuerza.
Al hacerlo, sintió de nuevo esa misma sensación resbaladiza y tibia que le recorría el brazo hasta alcanzar el puño.
Plop.
Otra gota bermeja se estrelló contra el suelo.
Gabriela apartó la mirada y rebuscó en su bolso.
Después de unos largos segundos, sacó un pañuelo de un inmaculado hilo blanco y sin decir una palabra se lo ofreció.
Él lo tomó, se limpió la palma sin cuidado y lo apretó en el puño.
Los dos volvieron a mirarse sin pronunciar ni una palabra.
Entonces la puerta de su edificio se abrió y apareció una camilla con un bulto, una bolsa blanca con una cremallera que tenía toda la pinta de contener un cadáver.
A la chica se le escapó una especie de gemido.
La furgoneta negra abrió sus puertas y el cuerpo desapareció en su interior. Dos mossos salieron del portal y se reunieron con la otra pareja de policías que permanecía en la calle junto a los coches patrulla.
El semáforo frente al que esperaban volvía a estar en verde.
Él se aclaró la voz.
—Necesito un café… ¿Me acompañas?
Ella lo miró de reojo.
—Vamos —contestó sin enfrentarse a su mirada.