Álex y Encarna
Después de despertarse y una vez libre del influjo de la química, Álex se planteó si se marchaba al instituto o esperaba en casa el regreso de su madre. Finalmente su particular sistema de prioridades le hizo decidirse por la segunda opción.
Pero sin luz eléctrica, enseguida se agobió y terminó saliendo a la calle para esperar allí a Encarna y sus explicaciones.
Primero estuvo paseando por el parque, cada vez más nervioso, hasta que después regresó a su calle y la recorrió de arriba abajo, como un perrillo, desde la Plaza del Centre, el principio de la calle Berlín, hasta que desemboca en Josep Tarradellas.
El tiempo transcurrió ajeno a sus paseos, hasta que la inconfundible silueta gordezuela de su madre asomó desde la calle París. Allí llegaba con sus cabellos estropajosos y casi anaranjados, su andar cansado y el enorme bolso recosido al brazo.
Álex esperó hasta que cruzó la calle y entonces le salió al encuentro.
—¿Dónde lo has puesto? —gritó.
—¡¿Álex?! ¿Qué haces a estas horas en la calle?
—¡¡No te das cuenta de lo que has hecho!!
Los dos gritaban a la vez y ninguno escuchaba lo que decía el otro. Los diálogos se pisaron como unos torpes bailarines con zapatos de Frankenstein.
—¡¿Qué te pasa?!
—¿Dónde lo has puesto? ¿Por qué lo has cogido?
Un hombre que cojeaba pasó a su lado y se los quedó mirando sin ningún disimulo. Ellos no se percataron de nada.
—¿Por qué no estás en el instituto?
—¿¡¡Te digo que dónde lo has puesto!!?
—¿De qué coño estás hablando? Y ya que has salido a la calle ¡por lo menos podrías pasear a Bonito!
A Encarna le dio la impresión de que el corazón se le iba a salir por la boca. Calló un momento para coger aliento y entonces entendió el sentido de las palabras que chillaba su hijo.
—¿Que dónde he puesto el qué? —preguntó más despacio.
—¡Mis cosas!
—¿Qué cosas? ¿De qué coño estás hablando?
—De mis cosas… las cosas de la caja de los cables.
Aquella respuesta absurda sacó de su enfado a Encarna.
—Pero ¿de qué hablas?
—¡De la caja de la estantería de arriba! ¡La de los cables!
—No sé de qué me estás hablando. —La expresión atónita de Encarna resultó tan sincera que Álex también dejó de gritar.
—De mi caja metálica, la de las pastas de Reglero… Dentro estaban los cables de la tele y el ordenador, y los cargadores viejos y… ¡mis cosas!
—¿Qué cosas? Pero ¿de qué me estás hablando?
Álex miró a los ojos a su madre, esos ojos igualitos a los suyos. La conocía lo suficientemente bien como para darse cuenta de que, en efecto, ella no tenía ni puta idea de lo que le estaba diciendo.
—Entonces… ¿tú no has cogido la caja?
—Hace años que no toco tus cosas. Ya lo sabes. Y ni siquiera entraría en tu cuarto a limpiar si no fuese porque de no hacerlo, criarías cucarachas y te comería la mierda…
Álex sabía que era verdad. Que no le estaba mintiendo.
—¡¡Me cago en la puta!!
—¿Qué has hecho? ¿Qué te pasa, Álex?
Su hijo cerró los ojos y apretó tan fuerte la mandíbula que casi se hizo daño. Cuando abrió de nuevo los ojos repitió las mismas palabras:
—¡Me cago en la puta!
Pero su forma de expresarlas fue tan diferente que su madre se lo quedó mirando extrañada y no le quedó otro remedio que seguir la dirección de su mirada.
—¡Coño!
Una patrulla de los Mossos d’Esquadra acababa de aparcar frente a su portal y dos policías se dirigían directamente hacia su casa. Hacia el 109.
Encarna se acercó más a su hijo y musitó:
—¿Qué ha pasado? ¿Qué has hecho, Álex?
El chico se volvió hacia ella con los ojos como platos y la misma expresión inocente que le devolvía a su infancia.
—Nada, mamá… Nada…
Madre e hijo se quedaron clavados en la acera.
El hombre cojo que permanecía junto a ellos se acercó hasta el portal y observó a qué piso llamaban.
Como no había electricidad, nadie les contestó. Pero unos segundos después alguien les abrió desde dentro.
—Voy a ver qué ha pasado… Y tú, Álex —susurró Encarna—, vete a dar una vuelta. Espérate un poco antes de volver a casa.