Luisa y Emilio

Doña Luisa regresó a casa sudando. En una bolsa de tela a cuadritos llevaba dos barras de pan. Y en el bolso, aparte, sus golosinas. Cuando entró en el portal y este permaneció a oscuras, recordó que no había luz en el edificio.

Abrió casi a tientas un buzón metálico y oxidado que se quejó chirriando. No había nada. Ninguna carta. Luisa casi no recibía correo; pero ella continuaba abriendo el buzón cada día. Era una costumbre que, como todas las rutinas, resultaba muy difícil de romper.

Y cuando cerró el buzón, se percató del silencio.

Si la señora Luisa no hubiera perdido parte del oído, habría oído las moscas revoloteando en el recibidor. Pero su mente percibía un silencio casi perfecto. Denso y espeso. Inesperado.

Se agarró a la barandilla que acompañaba a los tres escalones que conducían hasta el ascensor y una vez frente a él, descubrió lo cansada que estaba.

Se quedó junto a la puerta del elevador y pulsó el botón.

Un pesado silencio fue la única respuesta a su gesto.

«Ay».

Los escalones que le separaban de su piso le parecieron de pronto un obstáculo insalvable. Había andado demasiado. Hacía calor. Estaba agotada.

Necesitaba tomar aliento y descansar para recuperar las fuerzas.

Volvió a pulsar el botón.

Nada.

La puerta del portal se abrió de pronto. Una lengua de luz partió la oscuridad. Sobre la claridad se recortó la sombra de alguien. Un alguien que avanzaba deprisa hacia ella. Un joven.

Sólo cuando se encontró ante ella, se dio cuenta de que era el vecino de arriba. El joven que se estaba quedando calvo.

—Buenos días —saludó él.

Bon dia. No tenemos luz.

El chico asintió.

—¿Todavía no ha vuelto? Cuando me he ido esta mañana, me han dicho que ya estaban reparándolo.

—A mí me han dicho lo mismo.

Los dos se miraron.

Emilio se apresuró a rellenar el silencio antes de que se convirtiera en algo incómodo.

—A ver si no tardan mucho.

—Sí.

La mirada de Emilio se desvió unos instantes hacia las escaleras. La señora Luisa se dio cuenta de que estaba a punto de despedirse de ella para subir hasta su piso. Tres plantas. ¡La madre de Dios!

—Pues nada, venga, hasta luego.

Adéu.

Emilio dio un par de pasos.

Y de pronto la señora Luisa hizo lo que nunca se había atrevido a hacer.

—Joven…

Emilio se detuvo y se volvió hacia ella.

—… ¿le importaría…? ¿Le importaría ayudarme a subir hasta mi piso?

No supo ni por qué lo había preguntado, porque ella nunca pedía nada a nadie. Pero lo miró y sintió que podría decírselo. Que tenía que continuar hablando con él. Ella estaba cansada. Y él era joven.

Emilio reparó por primera vez en esa vecina que hasta ese preciso momento no había sido más que la sombra de una anciana que a veces se encontraba en el ascensor. Se fijó mejor en sus arrugas profundas, en su pelo blanco y gris despeinado. En la sonrisa de dientes caballunos. Y sobre todo en los ojos azules, claros y desvaídos de la mujer.

—Por supuesto. —Avanzó hacia ella y le ofreció el brazo.

Ella se colgó de un brazo que descubrió más blando y delgado de lo que esperaba. Él reparó en que la anciana olía a sudor rancio.

—Es una lata lo del ascensor —dijo él, por decir algo.

—Sí… Además he andado mucho. Estoy agotada…

—Y hace calor.

—Huy, mucho calor.

—Mucho más que ayer.

—Es que el verano se nos ha echado encima de repente.

—Cierto, ya no hay primaveras… ni otoños.

Cuando Emilio estaba a punto de agotar su repertorio de frases banales, se encontró frente a la puerta de la anciana.

—Muchas gracias…

Él se dio cuenta de que ella le estaba preguntando por su nombre.

—Emilio.

—Muchas gracias, Emilio.

—De nada, mujer.

—Me llamo Luisa.

Y sonrió.

Y de pronto él comprendió que le caía bien esa señora. En su extraño último día esa sonrisa le proporcionó un poco de calidez.

—Si necesita algo, ya sabe dónde estoy; arriba, en la puerta primera —le soltó, y al instante se sorprendió de lo absurdo de todo.

—Sí, enfrente de María Eugenia.

Él asintió. Aunque hasta ese momento había ignorado el nombre de su vecina.

—Hace tiempo que no la veo… —dijo la señora Luisa mientras rebuscaba las llaves en un bolso desastrado.

—Ni yo.

Sólo entonces Emilio fue consciente de que hacía meses que no veía a su vecina de enfrente.

Le pareció sentir un escalofrío.

Los dos se quedaron escuchando el silencio. Un silencio que de repente ya no resultaba incómodo.

—Qué raro se me hace no oír su tele.

—Ni el aire acondicionado —apostilló Emilio.

Las moscas revoloteaban alrededor.

—Es agradable este silencio —dijo él.

—Sí que lo es.

La puerta de la señora Luisa ya estaba abierta y la imagen de la Virgen de las Angustias sorprendió a Emilio. De repente se sintió azorado.

—Bueno, pues me subo.

Luisa observó entonces que Emilio llevaba un sobre del CAP en la mano. Dedujo que venía del médico.

Adéu, bon dia, Emilio.

Adéu.

Ella cerró la puerta y los ecos de ese «Adéu» se perdieron en el viscoso silencio.