La señora Luisa
Se había ido la luz. No había corriente eléctrica. Luisa sólo se dio cuenta cuando después de levantarse se dirigió al lavabo, un cuartucho al final del pasillo carente de luz natural. Y allí su gesto automático de pulsar el interruptor no dio ningún resultado.
Salió al descansillo y comprobó que a la escalera tampoco llegaba la electricidad. Pulsó el botón del ascensor y ¡nada! Tampoco funcionaba.
Llamó a Endesa después de rebuscar el teléfono en una libreta en la que se acumulaban números y tachaduras en un orden que sólo su creador podría comprender.
Y después de que una chica con acento extranjero le dijera que sí, que ya estaban informados de la avería y que estaban solucionándola, Luisa decidió que, total, ya que no podía poner la lavadora, ni hacer casi nada en casa, daría un paseo hasta la pastelería Natcha. Su pastelería y panadería preferida.
Ya no hay pan como el de antes. Sí, existen muchos hornos y panaderías monos y muy bien puestos. Pero se ha perdido ese olor… ese olor a harina y a horno auténtico. El que Luisa asociaba con el mostrador de mármol tras el que se refugiaba la persona que había madrugado para amasar el mismo pan que luego vendía. Una persona que vestía un sucio delantal y cuya higiene personal dejaba bastante que desear.
El pan de hoy en día se convierte enseguida en chicle o en piedra. Y está como hueco. Y a veces parece plástico. Y luego están esos otros panes que parecen buenos, pero que son tan malos como los otros.
Por eso doña Luisa, de vez en cuando, escapaba de su zona de influencia y recorría Josep Tarradellas arriba en busca de esa pastelería que también era panadería y que le pillaba un poco lejos, pero que servía un pan que, sin ser ninguna maravilla, era mejor que los demás.
Aunque el pan era sólo la excusa para regalarse un auténtico lujo. Una vez cada dos o tres meses se compraba una bolsita de dulces que eran la especialidad de la casa: finas tiras de cáscaras de naranja cubiertas con chocolate negro fundido. Y luego se comía los deliciosos palitos en la cocina, a escondidas, sintiéndose culpable por gastarse ese dineral en una bolsa diminuta de golosinas.
Ir hasta allá, casi al final de Josep Tarradellas, representaba toda una excursión.
Como no había luz, ni ascensor, le fue imposible coger el carrito de la compra. Y era una lástima porque le iba la mar de bien para apoyarse. Casi como si se tratase de un bastón, sólo que mucho más cómodo y con ruedas.
En cuanto la señora Luisa empezó a subir Josep Tarradellas, comenzó a sentirse cansada y a echar de menos su carrito.
Apenas llevaba recorridos cien metros y ya parecía que se encontrase en otro barrio.
En Josep Tarradellas los edificios modernistas, como los de Berlín, habían desaparecido. Allí no se encontraba ni una puñetera finca con más de cincuenta años. Los pisos más antiguos databan de los años sesenta o setenta. Y eran altos, de muchas plantas. Y había oficinas. Y mucho cristal. Y señores encorbatados yendo de aquí para allá.
Las señoras ya no llevaban bolsas del Lidl con la compra, sino bolsos de piel de marca, o incluso maletines, y se maquillaban y vestían como auténticas burguesas o como a las que se querían parecer.
A Luisa le gustaba la palabra: «burguesa», «burgués». La «burguesía catalana», ese mundo en miniatura que una vez tuvo la ciudad en sus manos y cuyos apellidos aún hoy la conservan, sólo que con más disimulo, entremezclados entre las grandes empresas, la política y la Administración.
Luisa recordaba perfectamente los solares, descampados y casitas bajas que existieron en aquella zona antes de ser invadida por las moles de cemento. Aún pervivían los restos de un antiguo solar junto a la farmacia, una especie de jardincillo que conducía hasta el local que se situaba en un bajo.
La señora Luisa no tenía prisa. Zósimo la estaba esperando en casa, dormitando. Y tenía un día bueno. Lo había dejado escuchando la radio.
Decidió que luego, al volver, bajaría por el centro del bulevar. Por donde pasean las señoras que no trabajan, las chicas que cuidan de sus casas, de sus viejos y de sus perros, y por donde patinan los jóvenes, y donde los jubilados y los parados dormitan al sol.
Y como era jueves, en la parte de arriba del todo se repartirían los puestecillos de antigüedades.
Luisa se detuvo un momento para tomar aliento y se entretuvo mirando el escaparate de una peletería muy chic. Porque esos abrigos y chaquetas que lucía el escaparate no se parecían en nada a los modelos de piel de sus tiempos. A ella se le antojaban cantidad de modernos todos esos colores y esas piezas con cosas colgando.
Permaneció ante el escaparate unos instantes, observando una cazadora azul con una especie de mocho de plumas en el cuello, cuando le pareció distinguir, dentro de la tienda, a la hija de la vecina de enfrente. Sandra, la nena de Encarna. No estaba muy segura así, sin gafas.
Pero no podía ser ella. Se fijó mejor y se dijo que, en efecto, aquella chiquilla no podía ser Sandra, sino alguien que se le parecía mucho.
Luisa tomó aliento, pensó en su bolsita de dulces, en el pan recién horneado, y siguió adelante.
El día había comenzado sin luz. Pero acabaría mejor. Paladeando una fruta confitada de naranja cubierta de chocolate cuando Zósimo estuviera en la cama.