Encarna, Álex y Sandra
El cuarto era pequeño, y los pósters pegados por todas las paredes hacían que pareciera aún más diminuto. La cama era un viejo modelo de Ikea sobre el que se arremolinaban un edredón, la almohada, una toalla naranja y, reinando sobre el caos, Álex con sus piernas largas cruzadas, rebuscando en una caja metálica. Unas cuantas bolsas de plástico vacías cubrían el suelo y el variado contenido de cajas y cestas se repartía caprichosamente sobre el colchón y el escritorio.
Álex todavía llevaba puesto un pijama de pantalones cortos y así, con el cabello revuelto, tenía el mismo aire inocente del niño que había sido hasta hacía no demasiados años.
Se había acostado tarde con la cabeza como un bombo. Su madre había estado rallándolo durante una hora y pico. Sin parar. Había tenido la mala suerte de que lo descubriera en el parque.
Y eso había desencadenado la madre de todas las charlas. Que qué era eso de no ir al instituto. Que qué coño estaba haciendo a esas horas. Que si hay algo sagrado son los estudios. Que a ella no la chulea nadie. Que si quería un futuro, había que estudiar. Que si ella se sacrificaba por él y su hermana, era precisamente para darles lo que ella no había tenido: una oportunidad de futuro. Los estudios, los estudios, los estudios… ¡Los malditos estudios eran lo más importante!
Que mira tu hermana Sandra lo bien que está sacando la carrera, que hasta puede conseguir una Erasmus… Bla, bla y bla.
A Álex todo eso de estudiar le parecen soplapolleces. Lo importante es la pasta.
La pasta que había empezado a brotarle en los bolsillos. No lo había hecho a propósito. Se vio metido en ello casi sin darse cuenta.
Primero, como todos sus colegas, había sido un simple fumador de porros. Compraba costo al Negro. Un tío que se pasaba la vida entre «el bareto del guarro y la cervecería de al lado del insti». Y un día, cuando uno de clase lo encontró en la calle fumando, le vendió parte de su propia piedra. Y unos días después, ya en el instituto, el chaval aquel le volvió a pedir, y Álex le vendió de nuevo. Y ese se lo dijo a otro, y ese a otro… Y de pronto se había encontrado con que una buena parte de los chicos de su instituto lo buscaban para que les pasase sus piedras de costo, y con que el Negro le hacía descuentos de 1 × 4 o 3 x l0. Así, su propio consumo le salía gratis.
Sin apenas inflar los precios, en muy poco tiempo había conseguido el iPhone que tanto le gustaba y los altavoces, y ahora tenía cierta moto metida entre ceja y ceja y pensaba que podría conseguirla enseguida.
La charla de la noche de su madre le había pillado de tranqui. Las historias y los gritos de siempre le habían resbalado. Mientras su madre le hablaba de tonterías, de estudiar y del futuro, de ese futuro que ella no conocía pero que imaginaba para sus hijos, él había mantenido la calma. Imperturbable. Relajado. Quizás porque estaba fumando el mejor polen o porque su espíritu estaba en calma o ¡vete a saber por qué!
Esa noche no le había contestado. La había dejado gritar todo lo que había querido mientras él sonreía como un tonto y repartía su mirada por las paredes, como si su madre se hubiera convertido en una figura bidimensional en una pantalla de televisión que berreaba blablablás sin sentido.
Y después, cuando la buena mujer terminó, muy digno él, se había ido a su cuarto, se había encerrado y se había liado otro porro. Y así, ya de madrugada, después de zamparse un bocadillo de chóped, se había quedado dormido como un bendito. Acunado por la química y la música de una voz ronca que acariciaba sus oídos procedente de unos altavoces de un diseño moderno, elegante y limpio.
Eso había ocurrido por la noche.
La mañana había resultado muy diferente.
Nada más levantarse había ido a buscar su caja. La de los cables y los cargadores y la vieja cámara y las pilas y las antiguallas tecnológicas. La caja que su madre jamás abriría.
Y estaba vacía.
Allí estaban los cables, y los cargadores, y la vieja cámara y decenas de porquerías. Pero las placas habían desaparecido. Seiscientos euros volatilizados.
Había revisado cada rincón, otras cajas, cada posible escondrijo…
Nada. No estaban.
Y antes de echarse a llorar había buscado su propia caja metálica. La piedra de polen que guardaba en la mesilla. La de consumo propio. La que el Negro le pasaba aparte, con la que realmente te pillabas los mejores cebollones.
La misma voz ronca de la noche se imponía ahora desde los flamantes altavoces, rebotaba contra las paredes y cubría el repiqueteo de los nerviosos dedos de Álex sobre su caja metálica.
Las manos le temblaban y aunque hacía mucho tiempo que liar un porro se había convertido en un conjunto de gestos, que por repetidos tantas veces resultaban mecánicos, ahora algunas hebras se le escapaban y se empeñaban en engancharse al sudor de la palma de la mano.
Cuando por fin consiguió liarlo, abrió el ventanuco que daba al patio interior y se apoyó en el alféizar a fumar.
Sólo podía haber sido su madre. Y aunque se le hacía difícil imaginarla rebuscando entre su caja de cables, ahí estaba la prueba: esa caja metálica y vacía. Las madres lo saben todo. Como Dios.
Necesitaba calmarse.
El Negro no se lo perdonaría. Aquello no sería como cuando un compañero de clase debía sesenta o setenta euros. Entonces el Negro lo solucionaba yendo a la casa del chaval a la hora de la cena y explicando a sus padres el dinero que le debía su hijo y por qué. No. Aquello era diferente. Eran seiscientos eurazos.
Absorbió el humo y dejó que inundase sus pulmones. Enseguida comenzó a sentirse relajado. A gusto. La bendita calma comenzó a expandirse por su cuerpo.
Ya lo arreglaría después. Buscaría a su madre, le diría que se lo devolviese, que si no, tendría que enfrentarse al Negro y, por lo tanto, meterse en un buen lío. Después de todo era su puta madre, ¿no?
A Álex le temblaba la mano.
Cuando dio la última calada, por fin se aquietó.