Gustavo Adolfo

Era de noche. Gustavo Adolfo fumaba junto a la ventana abierta de par en par y el ojo rojizo y brillante de su cigarrillo había estado siguiendo los pasos de su preciosa vecina hasta ser engullida por el portal.

No había podido conciliar el sueño y aunque odiaba fumar dentro de casa, había terminado por hacerlo en el balcón, a oscuras. Sabiendo que la luz del pitillo lo convertiría en un blanco fácil. No podía evitar ese tipo de pensamientos, aunque su vida ya no dependiera de ellos.

Ahora sus trabajos se habían convertido en trabajillos de tercera. Si al menos llegase pronto el Mariscal… Ya no podría tardar demasiado.

Y mientras tanto ahí estaba, ocupándose de pringados que se creían alguien y trapicheaban con drogas y mujeres. Y él, él que había vivido como un rey junto al Mariscal, ahora tenía que obedecer a esos individuos a los que despreciaba.

«¡Gonorreas!» Al amanecer partiría a Salou. Era una misión absurdamente sencilla. Tan sólo tenía que acompañar a los de Juan a realizar una entrega. Llevar su arma, afinar la vista y vigilar que no pasase nada. Parecía sencillo. Pero si algo había aprendido en estos años es que nunca sabías qué podía pasar. Que el trabajo más fácil podía convertirse en una pesadilla.

Gustavo Adolfo suspiró.

Apenas corría aire y el calor húmedo de Barcelona le hacía sudar. El fino papel de fumar se le pegaba a los dedos. Apuró la colilla y sus pensamientos, como el humo, caracolearon alrededor del encargo que le esperaba al día siguiente y desde allí retrocedieron hasta aquella, su primera vez.

Su primera muerte ocurrió en un día de primavera tan hermoso como eran los días de primavera en su tierra. El cielo lucía azul y sin nubes, y la luz era amarilla. La luz de su tierra siempre había sido más brillante, más clara, más salvaje que la de acá. Una luz que quemaba.

Aquel día habían andado demasiado y todos estaban cansados. Los gringos mucho más, y uno de ellos, el herido, retrasaba la marcha del grupo. Si no hubiera sido por lo que valía, ya lo habrían matado de un tiro en cualquier ladera.

Gustavo Adolfo nunca había tenido un arma como aquella entre las manos y sencillamente se le escapó. El sonido y el movimiento de la ráfaga le pillaron desprevenido. Controló el arma a tiempo y eso salvó al hombre, pero no a la chica.

—¡No pusiste el seguro! ¡Serás bola!

Otro tomó su arma y le mostró cómo se hacía.

Fue sin querer. La mató de una manera así de torpe y chapucera. Contempló las piernas destrozadas de la americana y su único pensamiento fue que había sido una lástima acabar con lo único bonito que tenía esa mujer de aspecto caballuno e idiota.

Se notó raro por no sentir nada excepto rabia al aguantar el chaparrón de Cortés reprochándole el estropicio.

Era muy joven e inexperto.

Su primera muerte fue una muerte estúpida. Pero ¿acaso no lo son todas? Y ¿acaso no son estúpidas todas las vidas?

El cigarrillo había terminado por extinguirse entre sus dedos.

Gustavo Adolfo contempló el semáforo ponerse en ámbar y dos carros arrancar. Uno rapidísimo, como si le faltase tiempo para llegar a ningún sitio. El otro lento y torpe, como si fuese un conductor que acabase de aprender a conducir o un borracho de reflejos aturdidos.

Observó cómo se perdían por la avenida y entonces arrojó la colilla a la calle. Acertó a encestarla en la papelera.