María Eugenia y Gabriela

El tiempo se vuelve gelatinoso y espeso cuando estás muerto. Y cuando se hace de noche aún resulta más denso y pesado. Tanto como la propia carne que se resiste a pudrirse y a abandonar el alma que permanece anclada a ese cuerpo que contempla la televisión desde unas cuencas sin ojos, oscuras y casi vacías.

Los pasos de Emilio, el oficinista, que llega más tarde que de costumbre, despiertan unos ecos en la escalera que compiten con los últimos estertores del ascensor al frenar en nuestro último piso.

Huele a café y a ese aroma indefinible que delata que ha cenado en el restaurante chino de abajo, en la avenida. Y arrastra un aire de cansancio que me empuja hacia él.

Cuando saca las llaves del bolsillo, su tintineo me hace temblar, y el perro de los de abajo levanta la cabeza de su cojín y, en un momento, como si se tratara de un radar, sus orejas se orientan hacia la puerta y hacia arriba. Y de pronto estoy ante él. Y, como siempre, el chucho me mira sin verme; a veces permanece alerta, como si olisquease un pájaro muerto y momificado que llevase años atascando un hueco de la ventilación.

«Soy la vecina de arriba. ¿Me recuerdas?», le digo.

Pero nada. No me ve. Soy un espejismo que se disuelve en el vacío. El chucho, como siempre, baja la cabeza y se acomoda en su cojín, y se olvida de todo lo que existe más allá de su sucio rincón y su eterno cansancio.

Y yo continúo vagando por las escaleras preguntándome por qué las moscas desaparecen de noche, cuando de día no hacen más que acompañar mi deambular. Casi echo de menos su zumbido. Son unas moscas diferentes a las normales, un asco de bichos, gordas y verdosas… Pero ¿nadie se fija en ellas? Yo seguro que me hubiese percatado. Me hubiese preguntado por la causa de esa invasión de criaturas infernales y las hubiera gaseado con insecticida.

«¿¡Tenéis un cadáver arriba, vecinos!?»

Bajo las escaleras y contemplo el pasamanos pulido y una mancha en el suelo que apuesto a que dejó el chucho. Yo no hubiera permitido esos restos en la escalera. Hubiera sacado la fregona y lo hubiese limpiado yo misma. Menuda guarrería.

Oigo de pronto que alguien trastea en la cerradura del portal y me planto allí en un instante.

Es la vecina del entresuelo. La puta.

Me quedo mirando el traje que lleva. Es de un tejido de los que apenas se usan ya. De calidad. Muy bonito. Hay que reconocer que tiene buen gusto.

Ella se queda ante el portal y no entra en el edificio.

El aire frío de la noche me atraviesa.

La puta permanece en su sitio. Quieta como una estatua.

Me mira. ¡Está mirándome! ¡¡Pero si nadie puede verme!!

Alargo una mano hacia ella.

Ella da un paso hacia atrás.

«¡¡¡Soy María Eugenia!!!», grito.

Pero no me oye.

Simplemente continúa apostada ante el portal.

«¡¡Estoy aquí!!», grito de nuevo.

Pero de mi boca no sale ningún sonido. Es exactamente igual que en algunas pesadillas, en esas en las que quieres chillar pero no puedes.

Empiezo a angustiarme. Casi como si estuviera viva. La miro a los ojos. Intento tocarla.

La chica pone una cara que expresa determinación y da un paso decidido hacia delante. Un calor repentino me atraviesa como una exhalación.

Gabriela sube de tres en tres los escalones hasta llegar a su puerta. Saca las llaves y la abre deprisa, muy deprisa, y se refugia en su piso.

No le sirve de nada. Puedo entrar en su casa.

Hace tiempo que las paredes no representan ninguna dificultad para mí.

Ya estoy dentro. Justo en el recibidor de luces suaves y decoración tan mona. Tan arreglada. Parece un piso moderno de esos de las revistas.

Ella ha encendido todas las luces. Y se ha sentado sobre una silla, y allí se queda mirándome, sin verme, igualita que el chucho. Todavía conserva el bolso sobre su regazo. Saca el móvil. Uno de esos sin botones con muchos colorines en la pantalla.

—¿Mike? ¿Has llegado ya a casa?… Oye, perdona que te moleste, ya sabes que no suelo llamar así como así. Pero de repente me ha dado… me ha dado cosa… Bueno, mira, que me ha entrado miedo, un poco de miedo… ¡No! ¡Nada de eso! No ha pasado nada. Sólo que… Me siento tan rara contándotelo… Hacía frío y tenía la sensación… No, gracias, no hace falta que vengas. Sólo cuéntame algo, anda… Estoy sola, claro… Lo mismo de hace un rato. Aún no me lo he quitado… Y la falda y las medias… Sí, y el liguero… La chaqueta…

Y le cambia la voz, y habla de otra manera, y le dice que se va a quitar la chaqueta, y la camisa…

Pero Gabriela continúa allá, sentada, tensa, aferrando el bolso y el móvil con los nudillos pálidos. Y aunque se encuentra completamente vestida, le cuenta que ya está medio desnuda…

Y entonces me da asco. Tanto asco que me voy.