Emilio

Emilio llegó al trabajo sudando como si acabase de correr una maratón. Se dejó caer en la silla, sacó el ordenador de su bolsa, lo conectó, tomó su pluma azul, la colocó junto al portátil y como cada día, mientras el aparato se iniciaba, se dirigió a la máquina de cafés. Sacó uno solo y no le añadió ni una pizca de azúcar.

Cuando volvía hacia su mesa se cruzó con Pau Blanc, su jefe. No era algo habitual, él no solía llegar tan temprano a trabajar.

—Buenos días, Emilio. ¿Cómo estamos?

—Bien. —Inició un amago de sonrisa que se le partió en los labios cuando descubrió que Pau no preguntaba por llenar el silencio, sino que lo acompañaba hacia su mesa en busca de algo más. El café solo le tembló en las manos.

—Esta tarde hay que enviar el informe mensual.

—Lo sé. Aún me faltan los datos de La Coruña…

Su jefe continuó como si no hubiera hablado.

—… La central me ha pedido también el informe trimestral.

—Lo enviaremos el día 8, como siempre.

—No. En esta ocasión debe salir mañana.

—Es imposible…

—¡No hay nada imposible! —Su jefe esbozó una amplia sonrisa—. Es sólo cuestión de saber organizarse.

—Con el nuevo sistema informático no se puede, Pau. Los datos no concuerdan, los informes no son fiables, el programa se cuelga… Hay que repasar todo de forma manual y eso lleva un tiempo —repitió lo mismo que le había explicado en otras ocasiones—. También está lo del Icex. —Señaló una carpeta sobre la mesa—. Estoy sobrecargado de trabajo…

—Si no te gusta este trabajo, puedes irte cuando quieras. La puerta está abierta.

Emilio tomó aire.

—No es eso, ya lo sabes, Pau. Es sólo que no doy más de mí… Estoy pasando una mala racha, ya lo sabes.

—El informe mensual y el trimestral —le dijo sin dejar de sonreír—. Y lo del Icex…

—Es im-po-si-ble —remarcó Emilio pronunciando muy despacio cada sílaba—. Quizás me he expresado mal… —Recompuso sus ideas—. Prioricemos… el mensual puede estar para mañana, pero el trimestral tardará…

—Lo quiero mañana sobre mi mesa. Y si no… Ya sabes cómo están las cosas. Tu trabajo es un chollo, Emilio. Hay cientos de personas que matarían por un empleo fijo como el tuyo.

Emilio echó un vistazo al titular que aparecía en la sección de economía del periódico que reposaba sobre la mesa. Un veinticuatro por ciento de parados. El estómago se le endureció como una piedra y el café que había ingerido hizo una pirueta en busca de una nueva salida.

Pau le dio la espalda y se dirigió al despacho. Una vez dentro, levantó las persianas.

Eso significaba que en cuanto entrase Marisa, le echaría la bronca. Y que quería que todos lo viesen.

Su jefe tenía un mal día. Y, para colmo, desde primera hora de la mañana.

Emilio suspiró y se sentó en su silla. El ordenador le reclamaba la clave. Lo ignoró. Tomó su pluma azul. Su tacto le proporcionaba seguridad. Observó la ventana. El paisaje que mostraba era el de un patio interior gris y sucio, plagado de cagadas de paloma.

Volvió su vista hacia la mesa de enfrente. Una maceta albergaba una palmera cuyas hojas estaban marrones y resecas por las puntas. Sin pensarlo, con un gesto automático, cogió las tijeras del cajón, se levantó y fue hacia la planta. Cortó los extremos muertos, retiró las hojas que se habían caído y, cuando acabó, apoyó la mano sobre la tierra. Estaba húmeda. Muy húmeda. ¿Por qué se empeñaba esa maceta, su planta, el único motivo de alegría de su oficina, en pudrirse anegada en agua?

Emilio tiró las hojas a la papelera y volvió a su mesa.

Pensaba que si llamaba a Pereira, de La Coruña, quizás pudiera conseguir los números que necesitaba antes de que los entrasen en el sistema. Y si usaba la macro de Excel que se había programado, entonces sí que podría tener el informe listo para el día siguiente. Sí, como siempre, si saltaba contra las cuerdas y hacía un triple mortal y aceleraba su cerebro al máximo, podría conseguirlo.

Y lo del trimestral y lo de la caja B que tenía que poner al día… Bueno, eso ya lo pensaría mañana.

Pau se lo recordaría a gritos dentro de un rato.

«De ahí sale tu bonus, Emilio —le diría—. Y si no actualizas el B, no podré pagarte».

Abrió el Excel. Descolgó el teléfono. Dirigió su mirada hacia el cuadradito de cielo que se podía vislumbrar desde la ventana. Estaba gris. Como si hubiera vuelto el invierno.