La señora Luisa y Zósimo
Según avanzaba la noche, los sonidos iban desapareciendo hasta que de madrugada eran casi inexistentes. Ya sólo quedaba el zumbido del eterno aire acondicionado y de la televisión de María Eugenia.
La señora Luisa se revolvió entre las sábanas.
Algo la había sacado de su frágil sueño.
Se trataba de un sonido inesperado. Y provenía de su misma casa.
Una alarma se disparó en el cuerpo de Luisa y salió de la cama.
—¿Zosi?
Los ruidos parecían provenir del lavabo.
Luisa se abocó hasta el pasillo y descubrió una rendija de luz que escapaba de la puerta entrecerrada del cuarto de baño.
—¿Zosi?
Encendió la luz y se encaminó hacia el cuarto de baño. Sin saber por qué, necesitaba tocar la pared. Como cuando era niña y por las noches, a oscuras, se levantaba para salir al retrete. Entonces sólo el tacto de las sólidas paredes le proporcionaba la seguridad que necesitaba.
—¿Zosi?… —Luisa se aferró al picaporte y abrió la puerta—. ¡¡Zósimo!!
Su marido se estaba afeitando. Repetía los mismos movimientos que había hecho durante decenas de años, cientos de días en los que su mano firme había rasurado el rostro hasta dejarlo tan suave como el culo de un bebé.
—¿Qué haces, Zósimo?
—Afeitarme, ¿qué voy a hacer?
Luisa se dio cuenta entonces de que su marido se había puesto sobre el pijama la chaqueta del traje. Esa que estaba guardada en el armario y que no se ponía desde hacía años. Desde que iba a trabajar.
A trabajar.
—Zosi —murmuró suavemente—, son las tres de la mañana…
Su marido se fijó en el espejo y por primera vez reparó en ese rostro desconocido que le contemplaba desde su propia mirada.
—… y hace veintiocho años que te jubilaste. Zosi…
Su mirada se nubló y la cuchilla se hundió sobre la barbilla.
—¡¡Zosiiii!!
Una grieta carmesí se abrió en su piel.
Luisa se abalanzó sobre la maquinilla con unos reflejos que no sabía ni de dónde habían salido. Agarró la toalla y se la impuso sobre la piel.
La mano temblorosa de Luisa se llenó de nuevas fuerzas y apretó el paño contra la barbilla de su marido.
El inicial reguero de sangre acabó por desaparecer y la mancha rojiza se extendió por la toalla. Ella apretó aún más fuerte. Y sólo cuando comprobó que ya no salía ni una gota, se relajó lo suficiente como para buscar la mirada de Zósimo.
Él continuaba contemplándose en el espejo. Horrorizado.
—Zosi —murmuró con dulzura.
Zósimo nunca había sido un hombre de esos que lloraban. Pertenecía a aquella estirpe de machos del siglo pasado que pensaban que demostrar sus sentimientos era una debilidad propia de otro mundo, uno que él no debería hollar.
—¿Luisa?
Y Zósimo lloró.
Y ella no pudo evitar que se le derramasen las lágrimas por las mejillas, porque en ese instante comprendió que tenía de nuevo a su marido con ella. Y que por un momento, al no reconocerse en el espejo, al menos sí que la había reconocido a ella.
Lo abrazó con fuerza.
—Vamos, deja que te ponga agua oxigenada. Déjame… Seguramente te escocerá un poco.
Se desprendió de la garra en que se había convertido la mano de su marido, pegada a su brazo como un monstruo sarmentoso. Rebuscó el agua oxigenada en el armarito y después le limpió la herida que terminó cubriendo con una tirita.
—¡Ya está!
Luego lo tomó del brazo y lo condujo hasta el dormitorio.
Él, manso, se dejó guiar.
Le quitó la chaqueta y la colgó en el armario.
Lo ayudó a meterse en la cama.
Zósimo se arropó con la manta y cerró los ojos.
Luisa se lo quedó mirando.
Su perfil, tan delgado, y aquella nariz afilada de pronto le recordaba al primer Zósimo que había conocido. Rememoró los momentos más felices de sus primeros meses de matrimonio; las noches en las que él llegaba tarde de trabajar y se metían juntos en una cama helada. Se abrazaban con fuerza buscando el mutuo calor de sus cuerpos, y cuando él se dormía, a ella le gustaba contemplar su perfil recortado frente a la escasa luz que se colaba por la ventana.
Y ahora, tantos años después, delgado y demacrado, este Zósimo se parecía a aquel primero que tanto amó.
Luisa acarició la frente de su marido y apagó la luz.
Volvió a su habitación a oscuras, balanceándose como un barco en una marejada, pensando, como le pasaba cada vez con más frecuencia, en lejía, desincrustantes de tuberías y amoníaco.