Encarna

La primavera acariciaba su rostro y las prisas se diluyeron entre los ladridos de los perros, el susurro de las hojas tiernas y de las conversaciones del parque.

Mari tenía un buen día y Encarna la había sacado a pasear. Eso también significaba que no tenía que ocuparse de los platos ni de la cena, ni del polvo ni de la lavadora, ni de la ropa ni de la plancha, ni del suelo ni de la cocina… durante casi media hora tendría un rato para ella. Sólo para ella. Y hacía un precioso día para disfrutarlo.

Mari permanecía a su lado, callada, observando las palomas que se entregaban a un baile o a una disputa, en el que nunca había reparado. Dos bichos de patas deformadas se agarraban por el pico y luchaban por demostrar quién era más fuerte.

Encarna dejó a su pensamiento volar libre como las evoluciones de las palomas mutiladas.

Se recreaba en el sencillo placer que le producía el calorcillo de la primavera y estaba disfrutando de su tibieza, cuando los gritos de unos chavales, al otro extremo del parque, la devolvieron a la realidad.

Estaban encaramados sobre el respaldo de un banco y sus forzadas carcajadas atraían la atención de los jubilados que se sentaban junto a ellos.

Lo primero que se le pasó a Encarna por la cabeza es qué estaban haciendo a aquellas horas esos chicos cuando se suponía que deberían estar en el instituto. Después, su mirada mariposeó hasta posarse en el centro del grupo, en una figura envuelta en una cazadora granate y negra.

Y esa cazadora granate y negra, como un rayo que rasgase el cielo en una tormenta, acabó con su tibio remanso de paz en un solo segundo.

Porque esa era la ropa de su hijo.

Y esos brazos delgados y esas piernas largas y ese cabello rizado formaban parte de un todo que resultaba ser su Álex. El mismo que debería estar en clase. Y que ahora estaba allí, y además ¡fumando!

Encarna se levantó en un impulso.

Pero Mari continuaba a su lado, contemplando las palomas. No podía dejarla sola.

Y, allí en pie, miró a su hijo, a Mari, y de nuevo a su Álex fumando y riendo, y otra vez a Mari con la mirada perdida… Y de pronto decidió que era mucho mejor quedarse ahí donde estaba, observando las actividades de los jóvenes, igual que antes había observado las de las aves. Sólo que ahora su corazón ya no nadaba en la paz sino que una rabia oscura se le había agolpado en la garganta y le daban ganas de gritar y hasta de golpear el banco de madera en el que volvió a sentarse.

Encarna bufó y después inspiró lentamente.

Se fijó en la única chica del grupo que era delgada como un espectro y fumaba del mismo cigarro que su Álex. Parecía un poco más mayor que Sandra, su hija. Vestía toda de negro y llevaba esos pelos tan de moda que parecían pegados a la cara como si una vaca se los hubiera lamido.

Los otros parecían chavales normales, muy modernos. Con ganas de presumir de unas chupas de cuero que ya sobraban con este calor.

Encogida, acechó a su Álex, que sacó de la cazadora un par de bolsitas para entregárselas a los otros chicos. Después vio que ellos le pasaban algunos billetes.

Encarna contempló cómo reían y gesticulaban con exageración, y cómo luego todos, excepto Álex y la chica de negro, se marchaban.

Pasaron ante ella. Uno de los chicos se guardó en el bolsillo un paquetito que parecía contener algo de color pardo.

A Encarna la consumió una ola de calor y se levantó como una exhalación. Tomó del brazo a Mari con tanta brusquedad que la anciana se balanceó y casi se cayó. Los rápidos reflejos de Encarna hicieron que no terminara en el suelo; la sujetó con fuerza y después prácticamente la arrastró del brazo para alejarse del parque.

—Mujer… —Apenas podía escucharse la vocecilla—. Si no hay prisa…

Sólo cuando llegó a la casa y dejó a la anciana sentada en su silla se permitió un descanso.

Se refugió en la cocina y dejó escapar su ira. Golpeó la encimera con tanta fuerza que su propio anillo le hizo polvo el dedo.

—¡Mierda! ¡Mierda!, y ¡mierda!