Gabriela

—Te he traído algo… —Marc se agachó hasta alcanzar su maletín. Era un maletín moderno, de un material que le recordaba a las escamas de los peces, que había sido diseñado para transportar un ordenador portátil y que él usaba como bolsa portatodo. Se la colgaba siempre en bandolera, como los chicos jóvenes, y eso, junto a su atuendo, su cuidada barba canosa y su cabello blanco bien peinado, le daba un aire de arquitecto, diseñador o artista moderno, profesiones, todas ellas, que estaba lejos de practicar.

Gabi asistió expectante a los tejemanejes de Marc por debajo de la mesa. Cuando descubrió que simplemente sacaba una bolsa marrón, dejó escapar un suspiro.

«¡Otro libro!»

Por un momento había dudado si se trataría de una joya, quizás una cosa sencilla, como las de Tous, una de las piezas de esas nuevas colecciones que tanto se había molestado en recordarle que le gustaban, o incluso algo más goloso. Marc había estado el lunes en Madrid y quizás se habría pasado por Tiffany, como el año pasado.

—He estado en la Fnac por la mañana y no he podido evitar comprártelo, querida. —Marc compraba libros. Demasiados. Para él mismo, para ella y para todo bicho viviente—. Me han dicho que está muy bien. Creo que te gustará.

Le tendió el paquete y ella lo recogió sin dejar de sonreír.

«La crisis —pensó—. Nada de joyas. Voy a tener cultura por una buena temporada». Sacó el libro de la bolsa y apareció un título cuya portada le sonaba lejanamente. Una tormenta se desencadenaba sobre las ruinas de un castillo.

—Va de una mujer en el siglo XIV. Vive muchas aventuras.

Gabi leyó atentamente el resumen de las solapas.

—Gracias, Marc.

—Se desarrolla en Toledo… Hace tiempo me dijiste que te interesaba esa época, la peste negra… y cuando lo he visto me he dicho, ¡para Gabi!

Ella lo depositó sobre la mesa.

—Me atrae la Edad Media…

—¿No has pensado en volver a estudiar? —Marc no solía interrumpirla, pero esta vez lo hizo.

Gabi se mordió los labios. Hacía años había tenido la debilidad de contarle que le gustaría estudiar Historia o, quizás, Historia del Arte. Pero para entrar en la universidad tendría que hacer el examen para mayores de veinticinco años y… le entraba una tremenda vaguería.

De vez en cuando fantaseaba con la idea de ser universitaria. Se veía en clase con compañeros jóvenes de esos moderniquis con los que se cruzaba por la calle, o con esos otros pijihippies. Se imaginaba yendo al centro a pie, o en coche, o en bici; con una coleta y gafas, una imagen nada habitual en ella. Y le gustaba la imagen de esa otra Gabi intelectual que visualizaba estudiando en una biblioteca, tomando notas, eso sí, con una pluma Montblanc.

—A veces sí que me gustaría —confesó en un susurro.

—Sería estupendo para ti.

Ya estaba otra vez en plan paternal. En ocasiones le gustaba cuando Marc adoptaba el rol de padre y le aconsejaba hacer tal o cual cosa. Como cuando le recomendaba comprar o vender determinadas acciones, o le hablaba de los nuevos modelos de coches y motos. Pero cuando se metía en lo que ella consideraba su vida privada, no le hacía ni pizca de gracia.

—Supongo… Pero sería muy duro. Después de tantos años se pierde el hábito de estudiar, y volver a hacerlo… creo que se me haría muy cuesta arriba.

Había escuchado esas palabras y otras parecidas tantas veces que sabía que nadie se atrevería a refutarlas.

—Tú puedes hacerlo, Gabi. Eso y mucho más.

—Supongo… —repitió.

Ella hundió la mirada en la copa limpia que acababan de traer y por una vez permitió que sus ojos no se enfrentasen a todo lo que tuvieran por delante. Los hundió mansamente en el cristal y allí los dejó hasta que Marc escanció el vino y tiñó de dorado sus pensamientos.

—Un vino excelente, Marc.

—Tú me lo descubriste, querida.

Ella sonrió. Lo recordaba a la perfección. Le gustaba sorprenderlo con lo que aprendía de otros clientes. Y ese vino casi desconocido del Montsant lo había descubierto gracias a Mike, un judío americano.

—Por la vida.

—¡Por la vida!

Gabi dejó que el líquido excitase sus papilas gustativas y saboreó matices que le recordaron a frutas y a la pizarra húmeda de las tierras del Montsant.

Marc se llevó la copa a la boca y ella se fijó en las manchas de sus manos. Unas manchas que no recordaba que tuviera cuando lo conoció. Sus pensamientos se enredaron en las arrugas y, sin querer, dirigió la mirada a su propio maletín, y se preguntó por centésima vez por qué narices lo había traído, si desde hacía meses Marc no quería usar ninguno de los cachivaches que portaba en él y se conformaba con un sexo tradicional y tan rutinario como el que podría disfrutar con su mujer.

Gabi dejó la copa y pensó que aquella tarde le acariciaría la espalda muy suavemente. Y dejaría que se durmiese junto a ella. Y que antes de irse le daría un casto beso en el cuello, en el lugar donde sabía que más le gustaba.