Gustavo Adolfo
La perezosa luz del día se arrastraba entre los taburetes de escay.
Las sombras de la noche camuflaban las manchas, los desconchones, una moqueta tan grasienta como un churro de feria… Pero el sol del día mostraba otra realidad, una realidad en la que las motas de polvo flotaban en el espacio como diminutos copos de nieve extraviados en un día de primavera.
El club amanecía cargado de legañas y parecía que le sentara mal el aire que dejaban entrar para ventilar la atmósfera que se había cargado durante la tarde y la noche anterior.
Gustavo Adolfo apuró los últimos sorbos de un carajillo.
—¿Quieres agua oxigenada?
Él negó con un gesto.
Detrás de la barra una chica morena observaba sus nudillos despellejados. Evitó preguntarle cómo había terminado la pelea.
—¿Te apetece un bocadillo de salchichas con pimientos?
Los ojos de Gustavo Adolfo se iluminaron por un instante. Ella sabía lo que le gustaba de verdad.
—No hay nada mejor para empezar el día que un desayuno contundente.
Él asintió en silencio y empezó a liar un cigarrillo.
La chica desapareció en la cocina y pegó unos cuantos gritos. Después regresó hacia su puesto en la barra sin dejar de parlotear.
—Mi abuela ya lo decía: desayunar como un rey, comer como un príncipe y cenar como un mendigo… Siempre nos lo decía por las noches, que era cuando…
Su cháchara era un murmullo de fondo al que Gustavo Adolfo apenas prestaba atención. Las palabras, como el humo de la noche, se escapaban por los ventanucos abiertos y su mente divagaba alejándose de la charla, de la chica y su significado terrenal.
Como cada día, se preguntaba cuánto tiempo tardaría el Mariscal en regresar. Su vida, su auténtica vida, estaba junto al Mariscal. Y hasta que contactase con él, tendría que contentarse con estas pequeñas chapuzas y con una vida gris difuminada en la oscuridad.
Sus recuerdos flotaron alrededor de un sol brillante y amarillo, un cielo azul y un mar tan turquesa como el de los anuncios de las agencias de viajes. Una música repetitiva y machacona constituía la banda sonora y los olores que asaltaban su mente pertenecían a las mujeres del Mariscal.
—Ponme también una Coca-Cola; anda, guapa.
Llevaba meses esperando. Primero en Madrid, tal y como le habían ordenado, y una vez hubo pasado el tiempo que acordaron, se marchó a Barcelona. A seguir esperándolo acá. Porque el Mariscal lo llamaría. En cuanto llegase, contactaría con él.
El bocadillo se materializó junto a la Coca-Cola sin que Gustavo Adolfo se hubiese dado cuenta de cómo había llegado hasta allí.
Se había comido la mitad y tenía las manos pringosas de aceite, cuando una sombra se recortó contra la puerta del local.
El hombre que entró era tan común como el más corriente de todos los hombres. Ni muy alto ni muy bajo, ni gordo ni flaco, vestido como un dependiente, un camarero, un administrativo de una pequeña empresa, un funcionario, un hombre al que nunca te pararías a mirar. Lo único llamativo era su cabello: una potente mata de pelo negro, tan negro, que cabía sospechar que era teñido.
El hombre clavó su mirada en Gustavo Adolfo, que rápidamente dejó el bocadillo en el plato y se limpió las manos con una minúscula servilletita de papel.
—¿Gustavo?
El hombre le tendió distraído la mano y no disimuló un gesto de disgusto cuando la encontró ligeramente grasienta.
—Me han hablado bien de ti, Gustavo.
Cuando se enfrentó a su mirada comprendió que él no era uno de esos que le haría la broma que había escuchado de boca de tantos españoles: «El reportero más dicharachero de Barrio Sésamo». Cuando estaban nerviosos, todos aquellos bolas comenzaban a hablar sin saber cuándo parar y le contaban cosas de ese Gustavo que él siempre había conocido como Kermit.
Este hombre era como él: un tipo de pocas palabras y mirada afilada y oscura. Un hombre que jamás haría un chiste sobre la rana Gustavo.
—Soy Juan. Tengo un trabajo para ti.
El resto del bocadillo se quedó frío sobre la barra.