2.° 1.ª

Emilio Fernández Quesada

Emilio se contempla en el espejo mientras el sonido de una lavadora que ha comenzado el ciclo del centrifugado se cuela por el ventanuco que da a un diminuto y sucio patio interior. Debe de ser una máquina antigua porque suena como si fuese a estallar de un momento a otro.

Emilio recoloca con esmero su escaso cabello y contempla los pelos que se han quedado enganchados en el peine.

«Cada día pierdo más pelo». Observa las entradas que parecían haber quedado confinadas en la zona de las sienes hace un par de años y que ahora amenazan con conquistar más terreno.

«Me estoy quedando calvo del todo».

También se fija en sus ojeras. Esas sombras oscuras que rodean unos ojos de los que habían dicho que eran tan hermosos como los de una mujer.

Emilio se pesa y comprueba que ha vuelto a perder algún kilo. Toma nota mental de la cantidad para comentárselo después al médico. En el espejo contempla el pellejo vacío y fofo que cabalga sobre sus pantalones y que antaño era una feliz barriga cervecera.

Cierra los ojos cansado y el peso que registra la báscula parece desplazarse hasta sus párpados porque le cuesta abrirlos y enfrentarse de nuevo a su imagen.

Alarga el brazo hacia la corbata y se hace el nudo sin mirarlo. Sus manos revolotean entre la seda y el algodón, y por un momento vuelve a sentirse lleno de fuerzas y se le olvida la tristeza y el cansancio y el agotamiento y el alma podrida que arrastra desde hace meses.

En el salón se fija en el portátil que ha dejado encendido y lo apaga.

Cuando oye la musiquilla de Windows que le avisa del cierre definitivo, ya tiene puesta la chaqueta y el maletín preparado en la mano.

Mientras guarda el ordenador, se asegura de que lleva los análisis de sangre y suspira cansado.

La perpetua voz de la presentadora de ese programa insoportable de por las mañanas se desliza por la ventana del patio interior y lucha por hacerse oír frente al ruido de la lavadora centrifugando.

La vecina nunca apaga la tele. Ni de día ni de noche. Su sonido, junto al eterno runrún del maldito motor del aire acondicionado, se ha convertido en la banda sonora de su vida en el piso. Una musiquilla cansina y monótona que le acompaña a cada habitación y que él intenta acallar con la música de Spotify de su ordenador. Un ordenador que él tampoco apaga casi nunca.

Cuando sale de su piso y espera el ascensor en el rellano, oye aún más claramente la tele de los vecinos.

Suspira de nuevo y mientras entra en el elevador que comparte con un par de moscas enormes y zumbonas piensa en si sabrá explicar al médico lo que le pasa. Porque sus miedos son tan difusos y sutiles como las pelusas de polvo que se acumulan en los rincones del edificio y que Emilio no puede dejar de ver.

Cuando pisa la calle, la luz del sol le golpea, y algo debe de pasar en su mente agotada y somnolienta porque de pronto se encuentra sentado en la parada del autobús y no recuerda cómo ha llegado hasta allí ni qué ha estado pensando en los últimos minutos. El autobús para ante él y Emilio entonces se tropieza con la mirada de un tipo regordete que le contempla con ojos entornados mientras se guarda una libreta en el bolsillo. Al levantarse, descubre que el tío cojea.

Las puertas se abren con un bufido hidráulico, y Emilio, preso de un ataque de antigua educación, deja pasar al hombre antes que él.

—Usted estaba antes —le dice.

El cojo le mira extrañado.

—Gracias… Da igual —contesta clavándole la mirada.

El autobús arranca y se aleja de la parada y de la calle Berlín entre humos y bamboleos.