1.° 1.ª
Encarna, Sandra y Álex
Encarna arrastra los pies por las escaleras, se cruza en el principal con la vecina esa tan mona que va tan bien vestida y la saluda con un «buenos días» dicho entre dientes. La otra ni la ve ni le contesta.
Encarna carga con tres bolsas del Lidl que pesan más de lo que pensaba. Tendría que haber subido en ascensor, pero alguien se ha dejado la puerta abierta en alguno de los pisos o quizás, como ocurre a menudo, se ha atascado. A saber lo que puede tardar, y no dispone de mucho tiempo. Tiene que recoger la ropa tendida, la bata lo primero de todo, y salir corriendo hasta la casa de Mari y luego a la de la calle Urgell y a la de Rosselló. Qué suerte tiene este año que todos los pisos se encuentran tan cerca.
«¡Cómo pesa la compra!»
Cuando Encarna llega al primero, le parece que el habitual olor a alcantarilla de la finca resulta hoy más intenso. Pone en el suelo las bolsas que han dejado en su piel unas marcas rojizas que parecen cicatrices y rebusca las llaves en el bolso. Sus dedos gordezuelos y encallecidos juegan al «pilla-pilla» con el llavero, y por fin le vencen.
Se extraña cuando introduce las llaves en la cerradura y no puede abrirla. Entonces aguza los sentidos y le parece oír una música que se camufla bajo unos agudos ladridos.
Encarna llama y tiene que repetir varias veces el timbrazo hasta que un chaval delgado, casi esquelético, le abre la puerta.
—¿Qué coño haces aquí que no estás en el cole?
—Hoy sólo había una clase de inglés.
Encarna clava los ojos en su hijo Álex y se encuentra con una mirada dorada igualita a la suya. Un chucho negro con patitas blancas le sale al paso meneando la cola.
—Haz algo de provecho y coloca la compra. Hola, Bonito —termina con otro tono de voz que va dirigido al perro.
Deja las bolsas en la encimera de la cocina y se abren como vientres de animales que desparraman sus tripas de colorines sobre el pálido mármol.
Encarna entra en el balconcillo para recoger la ropa tendida, la va metiendo con cuidado en una jofaina y la traslada después a la galería. Aparta la bata, la dobla y la plancha con las manos; luego, busca una bolsa…
—Te he dicho que coloques la compra —recuerda a su hijo sin mirarlo.
… guarda la bata, mira el reloj, se fija en el ordenador encendido y en lo que hay en la pantalla.
—¿No deberías estar estudiando?
Álex se encoge de hombros y continúa observando la pantalla.
Encarna cierra el ordenador de un manotazo.
—¡Te he dicho que hagas algo de provecho y guardes la compra! —le grita.
Álex salta como un resorte y aferra la muñeca de su madre.
—No toques mis cosas —exclama con una voz que de pronto suena como la de los ladridos del perro.
—No son tus cosas —le dice ella apretando los dientes—. Las he pagado yo. Así que más bien son mías. ¡Y respeta a tu madre!
Se libra de la garra de su hijo y vuelve a fijar la mirada en su propio reflejo.
—El ordenador es mío… Y te respetaré cuando tú me respetes a mí…
Encarna se muerde la lengua. Su memoria hace un triple salto mental sobre la imagen de Alfredo, el padre de Álex, y se vuelve a morder la lengua. Recuerda la hora que marcaba el reloj hace unos minutos. Agarra el bolso cosido y recosido mil veces, introduce en él la bolsa con la bata y sale disparada por la puerta.
—Dile a tu hermana que friegue los cacharros —grita sin darse cuenta de que nadie la ha oído.
El chucho ladra de nuevo. La puerta se cierra con un estampido y Encarna suspira ruidosamente.
Está a punto de bajar por las escaleras, pero en el último momento decide esperar el ascensor que de nuevo señala, con una luz roja, que está ocupado.
Mientras espera, se le ocurre abrir la ventana del rellano, y un aire fétido que le recuerda a las alcantarillas, al mar podrido y al pescado seco, se cuela en el descansillo. El estrecho patio interior apesta.
Encarna empieza a forcejear con el viejo marco de madera que se niega a cerrarse, hasta que, aburrida de la inútil lucha, se asoma al patio interior. Mira hacia arriba y escucha, como siempre, como una cantinela, el monótono runrún de una máquina de aire acondicionado. También se oye la tele del tercero. En la ventana, sobre los cristales opacos, una sombra se recorta sobre la luz de la pantalla.
«María Eugenia», piensa.
Encarna chasquea los labios y cuando está pensando si dejar la ventana abierta o bien continuar batallando contra ella, el ruido del ascensor cesa y el elevador se detiene en su piso.
Encarna abre la puerta y se encuentra con la señora Luisa, que le sonríe.
—Bon dia.
—Buenos días, Luisa.
La anciana sale muy lentamente del ascensor y Encarna se queda contemplando sus andares bamboleantes.
—¿Cómo va todo? ¿Y esa pierna?
—Cambiará el tiempo. Va a llover.
Encarna olisquea el aire y piensa que su vecina tiene razón.
—Sí, seguramente. ¿Y el marido?
—Hoy, mejor, gracias.
Encarna se dirige al ascensor y una vez en el interior comprueba de nuevo la hora que es y vuelve a resoplar.
El «Adéu» que le ha dedicado la anciana se confunde con el bramido del motor del ascensor que la conduce hacia las profundidades.