Entresuelo 2.ª

Gabriela

La mujer que huele a flores, a especias, a maderas, plantas y frutas se llama Laia pero eso casi nadie lo sabe. Todo el mundo la llama Gabriela, y unos pocos elegidos, Gabi.

Por la mañana consiguió despegarse de esa sensual atracción de las sábanas tan propia de la primavera y salió a hacer algunos recados y a depilarse. Después, la cera ha dejado sobre su piel una untuosa y suave pátina.

Gabriela cierra la puerta con doble vuelta, desliza el pasador de seguridad y deposita el bolso de Loewe sobre la repisa de la entrada. Allá queda, abierto y expuesto, mostrando sus tesoros a un improbable observador. Luego se desprende de la chaqueta y la cuelga con cuidado en el perchero.

Mientras atraviesa el pasillo, se quita la camiseta y los tejanos. Y en ropa interior, frente al espejo del lavabo, observa si le ha quedado algún pelito entre las cejas que pudiera romper con su perfecta simetría.

Gabriela es preciosa y lo sabe. Y todos sus gestos lo demuestran. Aprendió a caminar con voluptuosidad y ha convertido cada uno de sus movimientos en una nota afinada que acaba configurando una armoniosa sinfonía.

La cera ha dejado unas sombras sospechosas en el sujetador blanco, un modelo sencillo que no suele ponerse a menudo. Cada copa tiene un poco de relleno y algún ingeniero consiguió diseñar un patrón cómodo y natural capaz de levantar y colocar el pecho de forma que acabe mostrando un profundo y apetitoso canalillo.

Gabriela deja la ropa interior en una cesta, se rasca las marcas que ha dejado sobre su piel con un gesto que rompe con su dulce coreografía, y abre el grifo de la ducha.

Le gusta el agua muy caliente y frotarse con el guante de crin con mucha energía, desde los pies hasta las caderas, tanto que su piel termina tan roja como un cangrejo cocido.

Cuando acaba, pone mucho cuidado en no pisar el suelo con los pies húmedos y se deja envolver por una mullida toalla.

Frente al espejo empapa su cabello en crema y la reparte sintiendo su suave resistencia entre las yemas de los dedos. Acopla un difusor al secador y deja que el aire caliente dé forma a sus rizos.

Después llega el momento en el que el cuerpo bebe ansioso de la crema hidratante y de la anticelulítica y de la reafirmante para el pecho, y de la del cuello y del sérum para la cara, y de un cosmético específico destinado al contorno de ojos y otro para los labios… Y al final, como un viejo nigromante que conoce el secreto de cada una de sus pócimas, emerge una piel brillante y tan deslumbradora como su ego.

A continuación, Gabriela observa sus pies y sus manos y decide que hoy no necesita repasarlos.

Abre el mueble y aparta las decenas de cremas, potingues, aceites y perfumes en busca de la caja de herramientas en la que guarda los productos de maquillaje.

Echa un rápido vistazo al reloj y decide que tiene tiempo de sobra. Así que se demora en el ritual de dibujar su máscara. Una careta casi invisible pero perfecta, tan natural como puede ser ese disfraz que uno se ha puesto tantas veces que hasta le ha hecho olvidar su verdadero yo.

Por último, y a pesar de que comienza a hacer calor, busca las medias. Porque han de ser medias. Nada de pantis. Las desliza por sus piernas y siente el chasquido eléctrico del nailon al acariciar su piel recién depilada. Después, busca el liguero azul oscuro, el favorito de Marc, y deja que abrace su cintura y ciña las medias. Y luego se pone el sostén azul, el de encajes y lacitos, ese que sólo puede combinar con camisas oscuras para que no se transparente. Y cuando por fin acaba, contempla ante el espejo el efecto que produce el conjunto.

Satisfecha, sonríe y mientras se pone la camisa de raso que se le pega al cuerpo, se pregunta si no debería guardarla ya hasta la próxima temporada porque las temperaturas están subiendo demasiado y sudar es tan vulgar y tan zafio…

Completa su atuendo con una falda y una chaqueta a juego, un cinturón muy ancho y un pañuelo un poco pasado de moda que ella considera muy clásico. Y por fin, se calza unos zapatos de tacón, tan altos y tan finos que se diría que es imposible caminar sobre ellos.

Recoge del fondo del armario su maletín, que parece más de médico que de ejecutiva, repasa meticulosamente su contenido, taconea sobre el parquet; toma el bolso de Loewe de la repisa y abre la puerta.

Apenas dirige una mirada a la mujer de pelo estropajoso con la que se cruza en el rellano porque está demasiado absorta pensando en Marc. Él es su cliente más fiel, el único con el que se permite sonreír y con quien se atreve a convertir los movimientos fríos de autómata en algo más. También es el único que respeta los mismos precios de hace ocho años, cuando empezó en la profesión. Porque las cosas ya no son lo que eran, y desde que llegaron las chicas del Este sus sueños y sus proyectos se han ido a freír espárragos. Nunca más podrá permitirse los lujos y la vida de hace años. Ser puta ya no es lo mismo.

Gabriela suspira, atraviesa el portal, deja atrás el zumbido de las moscas que disfrutan de la sombra y del fresco, y sale a la calle a buscar un taxi.