Entresuelo 1.ª

Gustavo Adolfo

Gustavo Adolfo acaba de llegar a la finca. Vive en el entresuelo, el de Paqui. En cuanto sus hijos la ingresaron en la residencia, vendieron el piso y una inmobiliaria lo rehabilitó. Lo han dejado monísimo, todo tan blanco y deslumbrante que hasta parece que su luminosidad se te clave en los ojos.

Gustavo Adolfo lo ha alquilado y aún vive rodeado de un montón de cajas y unos pocos muebles de Ikea tan claros y limpios como el resto del piso.

Está solo. No tiene mujer, ni hijos, ni familia. Se levanta tarde, ve mucho la televisión, pierde el tiempo, sale a menudo… Le urge que le instalen una línea de ADSL para poder conectarse a internet y esas cosas. Le he oído pelearse con Telefónica varias veces.

Algunos días se marcha a la hora de comer y no vuelve hasta que amanece. Entonces se arrastra hasta la cama y se deja caer en ella sin desvestirse siquiera.

Esta mañana ha montado una mesa de Ikea y dos sillas. Los cartones de las cajas eran enormes y los ha plegado cuidadosamente antes de bajarlos a la calle.

Creo que aún conserva viejas costumbres, como esa de fumar en la calle. Ahora puede fumar en su casa siempre que quiera, pero no puede evitarlo: es salir a la calle y sentir ganas de fumar. Un estímulo y una respuesta que a base de repetirse han terminado por marcarse a fuego en su cerebro.

Gustavo Adolfo disfruta despacio de cada calada. Y mientras fuma contempla la calle y la nueva ciudad que a partir de ahora será la suya. El año que ha pasado en Madrid es un insignificante episodio que ni siquiera vale la pena recordar.

Le gusta Barcelona.

Le gustan sus calles rectas y amplias. El tono brillante de la luz, los cielos azules, los edificios de colores, las personas elegantes que siempre parecen ir corriendo a algún sitio. Le agradan los ancianos que pasean sin dirigirse a ningún lugar en particular y que en esta época del año invaden los parques.

Gustavo Adolfo mantiene una máscara de indiferencia sobre su rostro; bajo ella su mirada escapa y recorre la calle. La luz amarilla del Mediterráneo confiere un aura dorada a las fachadas. La zapatería, la panadería, los autobuses que pasan parecen estar rodeados por ese halo que a él se le antoja casi mágico.

Se fija en el hombre que le mira desde la acera de enfrente, sentado en la parada del autobús, y que de improviso saca una libreta y se pone a escribir algo.

Eso no le gusta. Nunca le ha gustado que le observen. Le da la impresión de que aquel tipo escribe sobre él. Y Gustavo Adolfo ha sobrevivido aprendiendo a confiar en sus instintos.

Aparta la mirada pero continúa vigilando al hombre con el rabillo del ojo.

Fingiendo una tranquilidad que no siente, da una profunda calada al cigarrillo y se encamina despacio hacia la seguridad del portal.

Cuando entra, le sorprende un intenso frescor y un olor a humedad y a alcantarilla. Eso debe de gustar a las moscas que revolotean en el interior cerca de la verja que rodea el vetusto ascensor.

Son pocos los peldaños que le separan de su puerta, por eso Gustavo Adolfo sólo usa el ascensor cuando tiene que cargar con bultos pesados.

Justo cuando está a punto de entrar en su piso, oye que alguien ha seguido sus pasos.

Dilata sus gestos hasta descubrir que ese alguien trastea en la puerta de enfrente. Un aroma a flores y vainilla le abraza y le golpea en menos de un segundo.

Se vuelve y se encuentra con una mujer joven que le parece tan atractiva que hasta le cuesta comportarse como un vecino educado.

—Buenos días —farfulla al fin.

Ella murmura un saludo que también resulta ininteligible y cierra la puerta con varias vueltas de llave. Gustavo Adolfo ha tenido tiempo suficiente como para dar un buen repaso a su figura.

Tiene un culo precioso y unas piernas largas que aún parecen más largas con esos vaqueros rectos que se ajustan solamente en los lugares que ella ha decidido que lo hagan. Es delgada… pero ¡qué digo!, delgada es una vulgaridad; más que delgada es esbelta. Alta y esbelta.

Una chaqueta corta no le deja distinguir cómo son sus tetas. Pero se las imagina: ni grandes ni pequeñas, lo justo para rellenar la camiseta blanca que le parece que lleva debajo.

Se recoge el pelo con una sencilla coleta. Es un precioso pelo negro, largo y rizado, como el de las mujeres de su tierra.

Justo antes de que desaparezca, rodeada por una nube de flores y vainilla, se fija en su bolso. Luce un modelo grande con el logotipo de Loewe.

Él sabe que es un Amazona, una nueva versión del clásico que lanzó la marca para conmemorar el no sé cuántos aniversario del bolso. Lo sabe bien porque es exactamente igual al de la última mujer que mató.