—Señor Díaz —dijo Shirley.
—Sí —contestó Juan, sin dejar de mirar a Jason.
—No le dispare a menos que él le obligue a hacerlo. Creo que será mejor que terminemos con él de la misma manera en que eliminamos al señor Hayes. Mañana traeré el material de la clínica.
Jason exhaló. No se había dado cuenta de que había estado conteniendo la respiración.
La sonrisa desapareció de los labios de Juan; estaba decepcionado y furioso.
—Creo que sería mucho más seguro que lo matara ahora mismo, señorita Montgomery.
—No me interesa su opinión… y no olvide que soy yo quien le pago. Le llevaremos al sótano. Y nada de violencia; sé lo que hago.
Juan adelantó la pistola para que el frío metal rozara la sien de Jason. Este sabía que el hombre esperaba la menor excusa para disparar, de modo que se mantuvo inmóvil, paralizado por el miedo.
—¡Vamos! —exclamó Shirley desde el vestíbulo.
—¡Adelante! ¡Camine! —ordenó Juan, apartando el arma de la cabeza de Jason.
Con los brazos pegados a los costados, Jason avanzó lentamente, seguido por Juan, que de vez en cuando le rozaba la espalda con el cañón del arma.
Shirley abrió una puerta situada debajo de la escalera que había frente a la entrada principal. Jason alcanzó a ver unos peldaños que conducían al sótano.
Cuando se acercó a la mujer, Jason trató de atraer su mirada, pero ella se apartó.
Él traspuso la puerta y comenzó a bajar, seguido de cerca por Juan.
—Los médicos me sorprenden —afirmó Shirley mientras encendía la luz y cerraba la puerta tras de sí—. Creen que la medicina consiste sólo en ayudar a los enfermos. Lo cierto es que, a menos que hagamos algo con aquellos que padecen enfermedades crónicas, no habrá dinero ni potencial humano suficiente para ayudar a quienes sí tienen posibilidades de recuperarse.
Al mirar ese rostro sereno y hermoso, esa ropa perfecta, Jason no pudo creer que se tratara de la misma mujer a quien él siempre había admirado.
Shirley condujo a Juan por un pasillo largo y angosto que desembocaba en una pesada puerta de madera de roble. Caminando junto a Juan y Jason, la abrió y encendió la luz, que alumbró una habitación amplia y cuadrada. Empujaron a Jason al interior, donde vio un pasillo a la izquierda, un banco de trabajo y otra puerta cerrada a la derecha. Por último, la luz se apagó, la puerta se cerró con un golpe, y una oscuridad total lo cercó.
Jason permaneció inmóvil, paralizado por la impresión y la imposibilidad de ver.
Oía sonidos casi imperceptibles; el agua que corría por las cañerías, el sistema de calefacción que se encendía, y pasos por encima de su cabeza. La oscuridad era absoluta, hasta el punto de que no notaba diferencia alguna cuando abría o cerraba los ojos.
Finalmente se acercó a la puerta por la que había entrado. Tiró de ella sin lograr abrirla. No cabía duda de que estaba sellada con un cerrojo. Deslizó las manos por el marco, buscando las bisagras. Desistió de su intento al recordar que la puerta se abría hacia el otro lado.
A continuación empezó a avanzar lentamente deslizando las manos con mucha cautela por la pared. Al llegar a un rincón continuó desplazándose con pasos cortos hasta alcanzar la arcada del pasillo. Palpó la pared en busca de un interruptor de luz.
A la izquierda, aproximadamente a la altura del pecho, encontró uno. Lo accionó, pero no ocurrió nada.
Avanzó por el pasillo, palpando las paredes, para tratar de calcular sus dimensiones. Sus dedos rozaron un objeto metálico con un vidrio en la parte delantera.
Siguió lentamente hasta que a la altura de la cintura tocó un lavabo. Hacia la derecha había un inodoro. El tamaño del cuarto era de apenas un metro y medio por dos.
Después de regresar a la habitación principal, prosiguió su lento recorrido. Un poco más allá del lavabo, encontró otro pequeño cubículo con la puerta cerrada. Cuando la abrió, su olfato le indicó que era un armario de cedro. Contenía varias bolsas llenas de ropa.
De nuevo en la habitación principal, llegó a otro rincón. Continuó avanzando hasta chocar contra el banco de trabajo, que sobresalía casi un metro de la pared. Jason se agachó para palpar debajo y encontró armarios. Calculó que el banco tendría entre tres y cuatro metros de largo. Lo dejó atrás y volvió a desplazarse junto a la pared, donde había unos estantes con lo que parecían latas de pintura. Después había otro rincón.
En la mitad de la cuarta pared, se alzaba otra puerta firmemente cerrada y asegurada. Halló una cerradura, pero sin llave. Y no tenía bisagras. Reanudando su recorrido, llegó al cuarto rincón. Al cabo de unos minutos, se encontraba de nuevo en el punto de partida.
Jason se agachó y palpó el suelo. Era de cemento. Se puso en pie y trató de pensar en qué más podía hacer. No se le ocurría ninguna idea. De pronto experimentó una sensación abrumadora de miedo y le pareció que se asfixiaba. Nunca había sufrido de claustrofobia, pero de pronto le desesperaba estar encerrado.
—¡Socorro! —exclamó, y el eco le devolvió su lamento. Avanzó a tientas hasta la puerta por donde había entrado y comenzó a aporrearla con los puños.
—¡Por favor! —vociferó.
Golpeó y golpeó hasta que sintió un intenso dolor en las manos. Se detuvo de forma abrupta con una mueca de dolor lastimera y apretó las manos contra el pecho. Luego se inclinó y apoyó la frente contra la pared. Entonces llegaron las lágrimas.
Jason no recordaba haber llorado desde que era niño. Ni siquiera lo hizo después de la muerte de Danielle. Y después de tantos años reprimiendo sus emociones, las lágrimas brotaron. En la tiniebla del sótano de Shirley, perdió por completo el control y se desplomó, acurrucándose frente a la puerta como un perro prisionero, casi ahogado por sus propias lágrimas.
La intensidad de su reacción lo sorprendió. Al cabo de diez minutos recuperó la calma. Se avergonzó de sí mismo, pues siempre había creído poseer más autocontrol.
Por último se incorporó y se sentó con la espalda apoyada contra la puerta. En la oscuridad se secó las lágrimas de las mejillas.
Para evitar sumirse en la desesperación, comenzó a analizar el lugar donde se encontraba. Trató de calcular las dimensiones y de representar mentalmente la ubicación de los diversos elementos que había hallado en su recorrido. Se preguntó si habría más interruptores de la luz. Poniéndose en pie, caminó despacio hacia la puerta cerrada que había a su derecha y palpó las paredes a ambos lados, pero no encontró ninguno.
Se dirigió entonces al lavabo. Accionó el interruptor que había allí varias veces, sin ningún resultado. Descorazonado, regresó a la habitación principal. Profirió un grito cuando chocó contra una columna y se golpeó la nariz contra una superficie metálica de unos quince centímetros de diámetro. Momentáneamente aturdido, sintió que su nariz comenzaba a hincharse. Se la tocó y descubrió un bulto óseo hacia la derecha; se la había roto. Una vez más las lágrimas acudieron a sus ojos, pero esta vez a causa del dolor, no de la emoción. Cuando se sintió suficientemente recuperado para seguir adelante, se percató de que estaba desorientado. De nuevo anduvo con pasos cortos hasta encontrar una pared. Solo entonces logró localizar el banco de trabajo.
Jason se agachó para abrir los armarios y palpar su interior. Cada uno tenía un metro veinte de ancho y contenía un único estante. Encontró más latas que suponía de pintura, pero ninguna herramienta. Poniéndose de pie, se inclinó sobre el banco de trabajo y deslizó las manos por la pared. A la derecha había unos pequeños estantes con frascos y cajas. Se desplazó hacia la parte central y volvió a palpar la pared con la esperanza de hallar un tablero o algo semejante con destornilladores, martillos y formones. En cambio tocó un recipiente cóncavo de vidrio. Sintió curiosidad por saber de qué se trataba y, al rodearlo con la mano, advirtió que estaba fijado a una caja metálica en la que entraban una serie de cables. Jason comprendió entonces que era el contador de electricidad.
Se dirigió al extremo izquierdo del banco de trabajo y volvió a palpar la pared.
Había más estantes con recipientes de plástico y cerámica, pero ninguna herramienta.
Desalentado, se preguntó qué más podía hacer. Se le ocurrió buscar algo a que encaramarse para explorar las paredes cerca del techo, por si hubiera alguna ventana tapiada. Luego sus pensamientos derivaron hacia el contador de electricidad. Subió al banco, lo localizó y siguió los cables hasta tocar otra caja metálica rectangular.
Recorrió la superficie con los dedos y enseguida encontró una perilla. Con un pequeño tirón, la caja se abrió.
En el interior se hallaba el panel de interruptores de la casa. Durante los siguientes cinco minutos Jason meditó sobre la mejor manera de aprovechar ese descubrimiento.
Saltó del banco de trabajo, abrió la puerta del armario que había debajo y lo vació de su contenido, que colocó en los dos contiguos. Luego retiró el estante y se introdujo en el armario; era lo bastante amplio para alojarlo.
Salió, volvió a encaramarse al banco de trabajo y, uno tras otro, accionó los interruptores. A continuación cerró la tapa de la caja metálica, bajó y se metió en el armario vacío, cerró la puerta y rezó. Si ya se habían acostado, no repararían en la falta de corriente eléctrica.
Al cabo de unos cinco minutos, oyó que una puerta se abría. Luego oyó voces, y por una rendija del armario vio una línea de luz titilante. Luego percibió el sonido de una llave que giraba en la cerradura de la puerta de entrada y que esta se abría de par en par. Con el ojo pegado a la rendija, atisbó dos figuras. Una sostenía una linterna con que lentamente enfocaba el recinto.
—Está escondido —dijo Juan.
—¡Qué descubrimiento! —replicó Shirley con irritación.
—¿Dónde está la caja con los fusibles? —preguntó Juan. El haz de luz se dirigió a la pared encima del banco de trabajo.
—Usted quédese aquí —indicó Juan, quien entró en la habitación y se interpuso entre Jason y la luz de la linterna que Shirley sostenía.
Jason sospechó que Juan empuñaba un arma. Apoyándose contra la pared posterior del armario, levantó los pies. En cuanto oyó el ruido que indicaba que los interruptores de la luz habían sido accionados pateó las puertas con toda sus fuerzas. Esa acción pilló desprevenido a Juan, y las puertas le golpearon la entrepierna. Gritó de dolor y se tambaleó hacia atrás, hasta chocar contra el armario de cedro.
Jason salió de su escondite y echó a correr hacia la puerta de la habitación, que logró agarrar antes de que Shirley tuviera tiempo de cerrarla. La empujó con todas sus fuerzas, tropezó con Shirley, y ambos cayeron al suelo. La mujer lanzó un grito de dolor cuando se golpeó la cabeza contra el piso de cemento y la linterna rodó de sus manos.
Jason se puso en pie de un salto, corrió por el pasillo hacia la escalera, agradecido de que esa parte de la casa estuviera iluminada. Se aferró al pasamanos con la intención de impulsarse para subir los primeros peldaños. En ese momento oyó un chasquido seco, sintió una punzada de dolor en el muslo, y su pierna derecha cedió bajo su peso. Logró ponerse en pie y subir el resto de la escalera. Ya casi había llegado al vestíbulo; no podía darse por vencido. Arrastrando la pierna derecha, avanzó trabajosamente hacia la puerta de la casa. Oyó que alguien empezaba a ascender por la escalera del sótano.
Descorrió el pestillo y salió tambaleándose hacia la cruda noche de noviembre.
Sabía que le habían herido. La sangre le resbalaba por la pierna y se le introducía en el zapato.
Había recorrido la mitad del sendero cuando Juan le alcanzó y lo derribó golpeándole con la culata de la pistola. Jason cayó de bruces. Antes de que tuviera tiempo de incorporarse, Juan le propinó patadas hasta conseguir que quedara tendido de espaldas. Una vez más el arma apuntaba directamente a la cabeza de Jason.
De pronto los dos hombres quedaron bañados por una luz cegadora. Sin dejar de apuntar a Jason, Juan trató de protegerse los ojos del resplandor de dos potentes reflectores. Un instante después se oyó el sonido de portezuelas de automóvil que se abrían seguido del ominoso chasquido de armas de fuego al ser amartilladas. Juan retrocedió varios pasos como un animal acorralado.
—Quieto, Díaz —exclamó una voz desconocida para Jason, con fuerte acento del sur de Boston—. No haga ninguna tontería. No queremos problemas con usted ni con Miami. Lo único que tiene que hacer es caminar muy despacio hasta su coche y marcharse. ¿Puede hacerlo?
Juan asintió mientras con la mano izquierda trataba en vano de protegerse los ojos de la luz.
—¡Entonces hágalo! —ordenó la voz.
Después de retroceder un poco con paso vacilante, Juan giró sobre sus talones y echó a correr hacia su automóvil. Puso en marchar el motor, aceleró y salió a toda velocidad por el sendero.
Jason rodó y quedó boca abajo. En cuanto Juan hubo partido, Carol Donner emergió corriendo del círculo de luz y se arrodilló junto a él.
—¡Por Dios! ¡Estás herido! —exclamó. En el muslo de Jason aparecía una enorme mancha de sangre.
—Supongo que sí —dijo vagamente Jason. Habían ocurrido demasiadas cosas en muy poco tiempo—. Pero no me duele mucho —agregó.
Del resplandor surgió otra figura; Bruno, con un fusil Winchester.
—¡Oh, no! —exclamó Jason, intentando incorporarse.
—No te preocupes —dijo Carol—. Ahora sabe que eres un amigo.
En ese momento Shirley apareció en el porche con la ropa destrozada y el cabello erizado como una punk. Enseguida comprendió qué sucedía. Entró en la casa y cerró dando un portazo. Se oyó el ruido de cerrojos que se corrían.
—Tenemos que llevarlo a un hospital —dijo Carol, señalando a Jason.
Apareció otro culturista, y con gran cuidado los dos hombres levantaron a Jason.
—No puedo creerlo —dijo este.
Lo trasladaron en andas hacia el resplandor de luces. El vehículo era un larguísimo Lincoln blanco con una antena de televisión en forma de «V» en la parte posterior. Los dos hombres musculosos colocaron a Jason en el asiento trasero, donde aguardaba otro individuo con gafas oscuras, cabello negro peinado hacia atrás y un cigarro apagado en los labios; era Arthur Koehler, el jefe de Carol. Carol entró en el coche y le realizó las presentaciones. Los gorilas se instalaron en el asiento delantero y pusieron en marcha la limusina.
—¡Cuánto me alegro de veras! —exclamó Jason—. Pero ¿se puede saber qué diablos os trajo hasta aquí? —preguntó, y en su rostro apareció una mueca de dolor cuando el automóvil dio una sacudida al salir del sendero.
—Tu voz —explicó Carol—. La última vez que llamaste tuve la certeza de que estabas otra vez en peligro.
—Pero ¿cómo supiste que estaba aquí, en Brooklin?
—Bruno te siguió —contestó Carol—. Después de hablar contigo, me puse en contacto con mi querido jefe —dijo Carol, dando una palmada en la pierna de Arthur.
—¡Basta de tonterías! —espetó este. Esa era la voz que había aterrorizado a Juan Díaz.
—Pedí a Arthur que te protegiera, y él accedió con una condición; continuaré en el club otros dos meses más o hasta que encuentre una bailarina que me reemplace.
—Es cierto, pero ella regateó hasta que convinimos en que fuera sólo un mes —matizó Arthur.
—Estoy muy agradecido —dijo Jason—. ¿De veras piensas dejar de bailar, Carol?
—Es una muchacha sensacional —afirmó Arthur.
—Estoy maravillado —dijo Jason—. No creí que las muchachas como tú pudieran dejar su actividad cuando quisieran.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Carol, indignada.
—Yo te lo explicaré —terció Arthur divertido, dando una palmada en el muslo de Carol—. Cree que eres una prostituta. —Prorrumpió en carcajadas que terminaron en un acceso de tos. Carol tuvo que golpearle la espalda varias veces para que el ataque cesara—. Solía tener muchos accesos como este cada vez que encendía una de estas cosas —dijo Arthur, blandiendo el cigarro—. ¿Cree que la habría dejado ir a Seattle si fuera una prostituta? Sea razonable.
—Lo lamento —dijo Jason—. Pensé que…
—Pensaste que, como bailaba en el club, era una puta —interrumpió Carol, un poco menos indignada—. Bueno, supongo que no es demasiado disparatado. Algunas lo son, pero no la mayoría. Para mí representaba una gran oportunidad. Mi apellido no es Donner, sino Kikonen. Mi familia es finlandesa y siempre hemos tenido una actitud más sana y natural hacia la desnudez que vosotros, los norteamericanos.
—Y es la hermana de mi esposa —explicó Arthur—. Por eso le ofrecí trabajo.
—¿Vosotros dos sois parientes? —preguntó Jason, sorprendido.
—No nos gusta reconocerlo —dijo Arthur y echó a reír nuevamente.
—Oh, vamos —repuso Carol.
—No nos gusta que uno de los nuestros estudie en Harvard —afirmó Arthur—. Destruye nuestra imagen.
—¿Tú estudias en Harvard? —informó Jason volviéndose hacia Carol.
—Estoy haciendo el doctorado. Gracias al baile pago la matrícula y los gastos de estudio.
—Supongo que debería haber adivinado que Alvin no habría vivido jamás con una bailarina común y corriente —dijo Jason—. Sea como fuere, estoy muy agradecido a ambos. Sólo Dios sabe qué habría ocurrido si no hubieseis aparecido. Sé que la policía se ocupará de Shirley Montgomery; pero desearía que no hubieseis dejado escapar a Juan.
—No se preocupe —replicó Arthur, moviendo el cigarro—. Carol me contó lo ocurrido en Seattle. A Juan no le queda mucho tiempo de libertad. Además, no quiero problemas con mi gente de Miami. Si lo desea le proporcionaré información sobre él para que se la dé a la policía de Miami y lo arresten. Créame, tendrá cargos más que suficientes para ponerlo entre rejas.
Jason miró a Carol.
—No sé qué hacer para compensarte por haber pensado mal de ti.
—Yo tengo alguna idea —repuso ella con picardía. Arthur tuvo otro ataque de risa.
Cuando finalmente se le pasó, Bruno bajó el vidrio que separaba la parte posterior del compartimento delantero.
—Eh, degenerado —dijo riendo entre dientes—, ¿adónde quiere que lo llevemos? ¿Al PBS?
—Diablos, no —contestó Jason—. Me temo que tengo un poco de alergia a la medicina privada. Llévenme al Hospital General.