Cuando sonó el timbre, Jason bajó presuroso por la escalera y vio a Shirley sonreír, a través del panel lateral de vidrio de la puerta de la calle. Se apartó para dejarla pasar y admiró su impecable atuendo; esa noche vestía minifalda de cuero negro y una chaqueta roja de ante.
—¿Curran ha llamado ya? —preguntó ella mientras subían por la escalera.
—Todavía no —respondió Jason, al tiempo que hacía girar la llave en la cerradura de la puerta de su apartamento.
—Ahora cuéntame todo —pidió Shirley, quitándose la chaqueta.
Debajo llevaba un jersey de cachemir. Se sentó en el borde del sofá, con las manos entrelazadas sobre el regazo, y aguardó.
—Esto no te gustará nada —avisó Jason, tomando asiento junto a ella.
—He tratado de venir preparada para lo peor. Habla.
—Primero quiero ponerte en antecedentes. Si no conoces las investigaciones actuales sobre el envejecimiento, lo que voy a explicarte carecerá de sentido para ti.
“En los últimos años, algunos científicos como Hayes se han dedicado a tratar de encontrar la forma de retrasar el proceso de envejecimiento. Gran parte de sus investigaciones se ha centrado en cultivos celulares, aunque también se ha trabajado con ratas y cobayas. La mayoría de los científicos ha llegado a la conclusión de que el envejecimiento es un proceso natural con base genética, regulado por factores neuroendocrinos, inmunológicos y humorales.
—Ya me he perdido —reconoció Shirley, levantando las manos.
—Entonces ¿qué tal si tomamos un trago? —sugirió Jason poniéndose en pie.
—¿Qué tomarás tú?
—Una cerveza. Además tengo lo que quieras.
—Prefiero una cerveza también.
Jason fue a la cocina, abrió la nevera y sacó dos latas Coors frías.
—Los médicos sois todos iguales —se quejó Shirley mien tras bebía un sorbo—. Hacéis que todo parezca complicado.
—Es complicado —aseguró Jason, arrellanándose en el sofá—. La investigación en este campo es un poco alarmante, no solo porque es posible que los científicos creen por error una bacteria o un virus mortal. Y aun cuando las cosas salgan bien, el resultado puede ser pavoroso, porque juegan con la vida misma. La tragedia de Hayes no se produjo porque fracasara, sino porque tuvo éxito.
—¿Qué descubrió?
—Te lo explicaré dentro de un momento —dijo Jason. Tomó un largo trago de cerveza y se secó los labios con mano—. Te lo contaré de otra manera. Todos alcanzamos la pubertad más o menos a la misma edad y, si no interviene ninguna enfermedad o accidente, envejecemos y morimos en un lapso similar.
Shirley asintió con la cabeza.
—Muy bien —prosiguió Jason, inclinándose hacia ella—. Esto ocurre porque nuestros cuerpos siguen un programa genético interno. A medida que nos desarrollamos, diferentes genes comienzan a funcionar, al tiempo que otros dejan de hacerlo. Esto fascinó a Hayes. Había estudiado la forma en que las señales hormonales del cerebro controlan el crecimiento y la maduración sexual. Al aislar las proteínas humorales, descubrió qué efecto ejercían sobre los tejidos periféricos. Confiaba en descubrir también qué provocaba que las células comenzaran a dividirse o dejaran de hacerlo.
—Hasta ahí entiendo —dijo Shirley—. Una de las razones por las que lo contratamos fue que esperábamos que realizara un descubrimiento importante en el tratamiento del cáncer.
—Ahora permíteme una digresión —dijo Jason—. Otro investigador llamado Denckla investigó la forma de retrasar el proceso de envejecimiento. Extrajo las hipófisis a unas ratas y, después de reemplazar las hormonas necesarias, descubrió que los animales gozaban de una vida más larga.
Jason se interrumpió y miró a Shirley con expresión expectante.
—¿Se supone que debo decir algo? —preguntó ella.
—¿El experimento de Denckla no te sugiere nada?
—No.
—Denckla dedujo que la hipófisis no solo segrega hormonas para el crecimiento y la pubertad, sino también la del envejecimiento. La denominó «hormona de la muerte».
Shirley rio nerviosamente.
—Qué descubrimiento más alentador.
—Bien, lo cierto es que creo que, mientras investigaba los factores de crecimiento, Hayes encontró lo que Denckla llamó «hormona de la muerte» —explicó Jason—. Por eso afirmó que había algo irónico en su descubrimiento; había hallado la hormona que acelera el envejecimiento y produce la muerte.
—¿Qué sucedería si se administrara esa hormona a alguien? —preguntó Shirley.
—Probablemente no mucho si la recibiera de forma aislada. Quizá el sujeto experimentaría algunos síntomas de envejecimiento, pero también es probable que la hormona fuera metabolizada y su efecto resultara limitado. El caso es que Hayes no estudiaba esa hormona de forma aislada. Comprendió que, de la misma manera en que se activa la secreción de la hormona sexual y del crecimiento, debía existir un factor liberador de la hormona de la muerte. Inmediatamente se interesó por el ciclo vital del salmón, que muere horas después de procrear. Consiguió varias cabezas de salmón y aisló el factor liberador de la hormona de muerte que se encontraba en sus cerebros.
En esto consistió el trabajo que realizó para Gene Inc. Una vez aísla ese factor, Helene lo reprodujo en grandes cantidades mediante técnicas recombinantes de ADN en el laboratorio del PBS.
—¿Por qué quería Hayes producirlo?
—Creo que esperaba desarrollar un anticuerpo monoclonal capaz de impedir la secreción de la hormona de la muerte y detener así el proceso de envejecimiento. —En ese momento Jason comprendió el significado de la afirmación que Hayes había hecho a Carol acerca de que su descubrimiento contribuiría a la belleza.
—¿Qué ocurriría si se inoculara a alguien el factor liberador?
—El gen de la muerte se activaría, liberando la hormona del envejecimiento, tal como sucede en el salmón y casi con el mismo resultado. El sujeto envejecería y fallecería cabo de tres o cuatro semanas. Y nadie sabría por qué.
»Y ahora viene lo peor de todo. Creo que alguien obtuvo la hormona producida artificialmente por Helene nuestro laboratorio y empezó a administrarla a nuestros pacientes. No cabe duda de que quienquiera que lo hiciera es un loco. Hayes lo averiguó probablemente cuando visitó a su hijo y entonces él también recibió el factor liberador. Sospecho que, si no hubiese muerto esa noche, lo habrían matado de alguna otra forma —aseguró Jason con un estremecimiento.
—¿Cómo has descubierto todo eso? —preguntó Shirley en un susurro.
—Seguí el rastro de Hayes. Cuando Helene fue asesinada, supuse que él había dicho la verdad acerca de su descubrimiento y estaba en lo cierto al pensar que querían matarlo.
—Pero Helene fue violada por un desconocido.
—Sí, claro. Lo hicieron de ese modo, para despistar a la policía sobre el móvil del asesinato. Siempre tuve la sensación de que ella ocultaba datos con respecto al trabajo de Hayes. Cuando me enteré de que había tenido una aventura con él, mis dudas se disiparon.
—Pero ¿quién querría matar a nuestros pacientes? —preguntó Shirley con desesperación.
—Un psicópata. La misma clase de chiflado capaz de introducir cianuro en el Tylenol. Esta noche he conseguido mediante el ordenador diversos gráficos de los índices de supervivencia y mortalidad. Los resultados fueron increíbles. Se ha producido un incremento significativo de la tasa de mortalidad en pacientes de más de cincuenta años con enfermedades crónicas o un estilo de vida de alto riesgo. —De pronto Jason se interrumpió—. ¡Maldición!
—¿Qué pasa? —inquirió Shirley, mirando nerviosamente en todas direcciones, como si el peligro se ocultara en algún rincón—. Olvidé algo. Hice imprimir los gráficos de todos los meses, pero no se me ocurrió obtenerla de cada médico por separado.
—¿Crees que un médico está detrás de esto? —preguntó Shirley con incredulidad.
—Seguramente. Un médico o una enfermera. El factor liberador sería un polipéptido, que tendría que ser inyectado, porque, si fuera administrado por vía oral, los jugos gástricos lo degradarían.
—Dios Santo —exclamó Shirley, hundiendo la cabeza en las manos—. Y yo pensaba que teníamos graves problemas antes de esto. —Tomó aliento y levantó la vista—. ¿No hay ninguna posibilidad de que estés equivocado, Jason? Tal vez la computadora cometió un error. Los procesadores de datos fallan con bastante frecuencia.
Jason le puso una mano en el hombro. Sabía que el imperio que a ella tanto le había costado construir estaba a punto de derrumbarse estrepitosamente.
—No estoy equivocado —afirmó con mucha suavidad—. Esta noche hice algo más. Fui a ver al hijo de Hayes en Hartford.
—¿Y…?
—Horroroso. Sin duda todos los chicos de su sala han recibido el factor liberador. Al parecer actúa con mayor lentitud en sujetos prepubescentes, de modo que todavía están vivos. Seguramente existe alguna clase de competencia entre el factor liberador y la hormona del crecimiento. Pero todos parecen centenarios.
Shirley se estremeció.
—Por eso quería conocer el nombre del director médico del centro —añadió Jason.
—¿Crees que Peterson es responsable de eso?
—Opino que es el principal sospechoso.
—Quizá deberíamos ir a la clínica y comprobar el funcionamiento de la computadora.
También podríamos imprimir los gráficos de supervivencia de cada médico.
Antes de que Jason pudiera replicar, el timbre de la puerta quebró el silencio, y ambos se sobresaltaron. Jason se puso en pie; el corazón le latía deprisa.
Shirley depositó su copa sobre la mesa.
—¿Quién será?
—No lo sé. —Jason había recomendado a Carol que no saliera de su apartamento, y Curran habría telefoneado antes de presentarse.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Shirley, asustada.
—Bajaré para echar un vistazo.
—¿Te parece buena idea?
—¿Se te ocurre otra mejor? Shirley negó con la cabeza. —Pero no abras la puerta.
—¿Crees que estoy loco? Ah, he olvidado contarte otra cosa. Alguien trató de matarme.
—¡No! ¿Dónde?
—En un lugar remoto, al este de Seattle.
Jason abrió la puerta del apartamento.
—Tal vez no deberías bajar —se apresuró a decir Shirley.
—Tengo que averiguar quién es.
Jason salió al rellano de la escalera, se apoyó sobre el pasamanos y miró en dirección a la puerta de la calle. A través de los paneles se adivinaba una silueta.
—Ten cuidado —insistió Shirley.
Jason comenzó a bajar por los peldaños. A medida que se acercaba, aumentaba la figura en el vestíbulo. Quien quiera que fuera miraba los nombres junto a los timbres y pulsaba con furia uno. De pronto se volvió y apretó la cara contra el vidrio. Por un momento los rostros de Jason y el desconocido se hallaron a escasos centímetros de distancia. Al ver aquella cara enorme y aquellos ojos diminutos Jason reconoció a su visitante; era Bruno, el culturista. Dando media vuelta, subió corriendo por la escalera mientras el otro golpeaba la puerta con furia.
—¿Quién es?
—Un matón gigante que conozco —respondió Jason, mientras echaba la llave—, y la única persona que sabía que me dirigía a Seattle. —Esta última idea acababa de surgir en su mente con fuerza aterradora. Fue a su despacho y levantó el auricular del teléfono—. ¡Maldición! —masculló al cabo de un minuto. Colgó y probó con el teléfono del dormitorio—. La línea telefónica está cortada —anunció con incredulidad a Shirley, que lo había seguido al percibir su pánico.
—¿Qué vamos a hacer?
—Marcharnos. No pienso quedar atrapado aquí.
Jason hurgó en el armario del vestíbulo en busca de la llave de la reja que separaba su edificio del estrecho callejón que desembocaba en la calle Cedar Oeste. Abrió la ventana del dormitorio, saltó a la escalera de incendios y ayudó a Shirley a hacer otro tanto. Descendieron al pequeño jardín donde los abedules se erguían como fantasmas en la oscuridad. Una vez en el callejón, corrieron hacia la reja, donde Jason introdujo la llave en la cerradura. La angosta calle estaba en calma y desierta, y la penumbra apenas rota por la suave luz de las farolas de gas de Beacon Hill. No se veía a nadie.
—¡Vamos! —indicó Jason, echando a andar por Cedar Oeste hacia Charles.
—Tengo el coche en Louisbourg Square —dijo Shirley, jadeando, esforzándose por seguir el paso de Jason.
—Yo también. Pero es evidente que no podemos volver allí. Tengo un amigo cuyo coche puedo usar.
En la calle Charles había algunas personas a la pue del 7-Eleven. Jason pensó en llamar a la policía desde tienda, pero ahora que se hallaba fuera del apartamento sentía menos atrapado. Además, quería comprobar que la computadora del PBS funcionaba correctamente antes de hablar con Curran.
Caminaron por la calle Chesnut, flanqueada por viejo edificios. Varias personas paseaban con sus perros, y Jaso se sintió más seguro. Antes de llegar a la calle Brimmer, Jason entró en un garaje, dio al empleado diez dólares y pidió que le entregaran un coche que pertenecía a un amigo. Por, suerte el hombre lo reconoció y acercó un BMW azul.
—Creo que deberíamos ir a mi casa —propuso Shirley mientras se acomodaba en el asiento al lado del conductor—. Desde allí podrás llamar a Curran y decirle dónde estás.
—Primero quiero regresar a la clínica.
Como casi no había tráfico, llegaron al centro médico en menos de diez minutos.
—Tardaré solo un momento —anunció Jason—. ¿Quieres entrar o me esperas aquí?
—No seas tonto —replicó Shirley abriendo la portezuela—. Yo también quiero ver esos gráficos.
Mostraron sus tarjetas de identificación al guardia de seguridad y tomaron el ascensor, aunque tan sólo tenían que subir un piso.
El servicio de limpieza había dejado la clínica en un orden impecable; las revistas se hallaban en su lugar, las papeleras vacías, y el piso reluciente con cera fresca. Jason fue directamente a su consultorio, se sentó al escritorio y conectó el ordenador.
—Yo llamaré a Curran —anunció Shirley encaminándose hacia el puesto de secretarias.
Jason hizo un gesto con la mano para indicarle que lo había oído. Introdujo los datos en el ordenador y pidió el número de identificación de los diversos médicos. Le interesaba especialmente el de Peterson. Cuando hubo obtenido todos los números, indicó a la computadora que separara los pacientes del PBS por médico y luego presentara los gráficos de mortalidad de cada grupo de los últimos dos meses que era cuando se habían producido los cambios más significativos. Esperaba que el índice de mortalidad de los pacientes de Peterson difiriera de algún modo de los demás.
Shirley regresó al consultorio y lo observó trabajar.
—Tu amigo Curran no ha regresado todavía —explicó—. Llamó a la comisaría para avisar que probablemente el caso le retendría un par de horas más.
Jason asintió, atento a los datos que facilitaba el ordenador. Tardó unos quince minutos en conseguir todos los gráficos. Separó las hojas continuas y las alineó.
—Todos son similares —dijo Shirley, mirando por encima del hombro de Jason.
—Así es —reconoció él—, incluso el de Peterson. Esto no descarta su participación en los hechos, pero tampoco nos ayuda. —Jason clavó la vista en la computadora, mientras pensaba en qué otro dato podría resultarle útil. No se le ocurrió nada—. Bien, se me han agotado las ideas. A partir de ahora el asunto queda en manos de la policía.
—Entonces vámonos —propuso Shirley—. Pareces agotado.
—Lo estoy —admitió Jason. Tan solo levantarse del asiento le supuso un gran esfuerzo.
—¿Estos son los gráficos que conseguiste antes? —preguntó Shirley, señalando la pila de hojas.
Jason asintió.
—¿Qué te parece si nos los llevamos? Me gustaría que me explicaras su contenido.
Jason introdujo los papeles en un sobre de papel vegetal.
—Di mi número de teléfono a la policía —dijo Shirley—. Esperaremos la llamada de Curran en mi casa. ¿Has cenado algo?
—Esa espantosa comida del avión, pero parece que ha pasado siglos desde entonces.
—Yo tengo unas sobras de pollo frío.
—Estupendo.
Cuando llegaron al coche, Jason preguntó a Shirley si le importaba conducir para que él pudiera relajarse y reflexionar un poco.
—En absoluto —contestó ella cogiendo las llaves.
Jason se acomodó y arrojó el sobre al asiento trasero; Se ajustó el cinturón de seguridad, se recostó en el asiento y cerró los ojos, meditando sobre las distintas formas en que los pacientes podrían haber recibido el factor liberador. Puesto que no era posible administrarlo por vía orar debía averiguar de qué manera el asesino se las había ingeniado para inyectarlo en las personas que se sometían a chequeos clínicos.
Desde luego, se les extraía sangre para los análisis pero las jeringuillas desechables no permitían que se inyectara ninguna sustancia. Distinto era el caso de los pacientes internados, pues era normal que se les pusieran inyecciones.
Cuando Shirley detuvo el coche frente a su casa, aún no había llegado a ninguna conclusión satisfactoria. Jason se tambaleó y casi cayó al suelo cuando bajó del vehículo. Ese corto descanso había incrementado su fatiga. Estiró el brazo hacia atrás en busca del sobre.
—Ponte cómodo —dijo Shirley, acompañándole al salón.
—Primero comprueba si Curran ha llamado.
—Ahora mismo conectaré el contestador automático. ¿Por qué no te preparas una copa mientras preparo el pollo?
Demasiado cansado para discutir, Jason se dirigió al bar, se sirvió un poco de Dewar con hielo y por último se acomodó en el sofá. Mientras aguardaba a Shirley, volvió a reflexionar sobre las formas en que podía haber sido administrado el factor liberador. Las posibilidades no eran muchas. Si no era inyectado, debía administrarse en supositorios rectales o mediante otro contacto con una membrana mucosa. A la mayoría de los pacientes que se sometían a un chequeo para ejecutivos se le aplicaba un enema de bario, y Jason se planteó si esa era la respuesta al interrogante.
Acababa de beber un trago de whisky cuando Shirley apareció con el pollo frío y una ensalada.
—¿Te preparo una copa? —ofreció Jason. Shirley depositó la bandeja sobre la mesita.
—Yo me la serviré. No te muevas.
Al observar cómo la mujer agregaba una gota de vermut al vodka, recordó las gotas para los ojos. A todos los pacientes que se sometían a chequeos para ejecutivos se les realizaba un examen oftalmológico completo en el que se utilizaban colirios para dilatar las pupilas. Si alguien deseaba introducir el factor liberador del gen de la muerte, la membrana mucosa del ojo lo absorbería perfectamente. Este método presentaba la ventaja de que, puesto que el factor liberador podía mezclarse furtivamente con el colirio, cualquier médico o enfermera podría administrar las gotas fatales sin saberlo.
Jason sintió que la cabeza estaba a punto de estallarle. Hallar una explicación plausible a aquel misterio transformó en algo muy real la posibilidad de un asesinato en masa llevado a cabo por un psicópata. Jason decidió no revelar por el momento sus sospechas.
—¿Algún mensaje de Curran? —preguntó.
—Todavía no —contestó Shirley, mirándolo con expresión extraña. Por un momento Jason se preguntó si le había leído el pensamiento—. Tengo una pregunta —añadió ella con cierta vacilación—. Ese supuesto factor liberador de la hormona de la muerte, ¿no forma parte de un proceso natural?
—Sí —respondió Jason—. Por eso el Departamento de Patología no sirvió de mucha ayuda. Todas las víctimas, incluido Hayes, murieron de lo que suele denominarse «causas naturales». Lo único que hace el factor liberador es tomar el gen activado en la pubertad y potenciarlo.
—¿Quieres decir que comenzamos a envejecer en la pubertad? —preguntó Shirley.
—Esa es la teoría actual. De todos modos es evidente que se trata de un proceso gradual que solo incrementa su velocidad en el último tramo de la vida, a medida que los niveles de la hormona del crecimiento y la hormona sexual disminuyen. Al parecer el factor liberador estimula de forma inmediata al gen de la hormona de la muerte, lo que en un adulto, que carece de grandes cantidades de la hormona del crecimiento para contrarrestarlo, provoca un rápido envejecimiento, como en el caso del salmón.
Calculo que el proceso dura aproximadamente tres semanas. Afecta en primer lugar al sistema cardiovascular, pero podrían verse perjudicados otros sistemas.
—Pero el envejecimiento es un proceso natural —repitió ella.
—El envejecimiento forma parte de la vida —convino Jason—. En un sentido evolutivo, es tan importante como el crecimiento. Sí, es un proceso natural. —Jason lanzó una amarga carcajada—. Hayes tenía razón al calificar de «irónico» su descubrimiento. Después de tantos esfuerzos por encontrar la forma de retardar el envejecimiento, resulta que halló la manera de acelerarlo.
—Si el envejecimiento y la muerte tienen un valor evolutivo —replicó Shirley—, es posible que también posean un valor social.
Jason la miró un tanto alarmado. Deseó no sentirse tan cansado. Su cerebro le enviaba señales de peligro que el agotamiento le impedía descodificar. Interpretando su silencio como un asentimiento, Shirley prosiguió:
—Lo expresaré de otra forma. La medicina en general se enfrenta al desafío de brindar atención a los pacientes con un bajo costo. Sin embargo, debido al aumento de la longevidad, los hospitales están atestados de una población de ancianos que se mantienen con vida a un precio enorme, que no sólo agota sus recursos económicos sino también la energía del personal médico. El PBS, por ejemplo, funcionaba muy bien en sus comienzos porque la mayoría de sus clientes eran jóvenes sanos. Ahora, veinte años más tarde, son más viejos y por tanto requieren mayor atención médica. Si en determinadas circunstancias se acelerara el proceso de envejecimiento, tal vez tanto los pacientes como las clínicas resultarían beneficiados.
“Lo importante —enfatizó Shirley— es que los ancianos y los enfermos mueran con rapidez con el fin de evitar el sufrimiento y un costo excesivo para el hospital.
Cuando su cerebro adormecido comenzó a comprender el razonamiento de Shirley, Jason quedó paralizado de terror. Aunque deseaba declarar que lo que ella sugería representaba un asesinato legalizado, permaneció sentado en el borde del sofá, como un pájaro hipnotizado por una serpiente venenosa y atenazado por el pánico.
—Jason, ¿tienes idea de cuánto cuesta a una clínica mantener vivo a un enfermo terminal? —preguntó Shirley y, una vez más, interpretó su silencio como señal de aquiescencia—. ¿Lo sabes? Si la medicina no gastara tanto en los que agonizan, podría hacer mucho más por los otros. Si el PBS no estuviera atestado de pacientes de mediana edad condenados a enfermar debido a un estilo de vida poco saludable, piensa en lo que podríamos hacer por los jóvenes. Y, por otra parte, ¿no consideras que los pacientes que no se cuidan, como los fumadores y bebedores, o los que consumen drogas, están acelerando voluntariamente su propio fin? ¿Es tan censurable apresurar su muerte para que no se conviertan en un lastre para el resto de la sociedad?
Jason finalmente abrió la boca para expresar una protesta, pero no acertó a encontrar las palabras apropiadas para refutar a Shirley. Se limitó simplemente a menear la cabeza con incredulidad.
—Me cuesta creer que no aceptes el hecho de que la medicina no puede sobrevivir bajo el peso abrumador de los problemas crónicos de unas personas físicamente deterioradas tras haber pasado treinta o cuarenta años abusando de los cuerpos que Dios les ha dado.
—Ni tú ni yo somos quiénes para decidirlo —exclamó por fin Jason.
—¿Ni siquiera si el proceso de envejecimiento se acelera por medio de una sustancia natural?
—¡Eso es un asesinato! —vociferó Jason, levantándose trabajosamente.
También Shirley se puso en pie y avanzó presurosa hacia las puertas dobles que conducían al comedor.
—Ya puede entrar, señor Díaz —dijo, abriéndolas de par en par—. Yo ya he hecho todo cuanto estaba en mi mano.
A Jason se le secó la boca cuando, al volver la cabeza, se topó con el hombre que había visto por última vez en Salmón Inn. En el rostro oscuro y apuesto de Juan se advertía cierto entusiasmo. Empuñaba una automática pequeña de fabricación alemana, con un silenciador del tamaño de un puro.
Jason retrocedió tambaleándose hasta que su espalda dio contra la pared. Su mirada pasó del arma al atractivo rostro del asesino y luego al de Shirley, quien lo observaba con la misma calma con que solía presidir las reuniones la junta directiva.
—Esta vez no hay mantel —dijo Díaz, exhibiendo la perfecta sonrisa de dientes blanquísimos de una estrella cine. Se acercó y colocó el cañón de la pistola a quince centímetros de la cabeza de Jason—. Adiós —dijo con un cordial movimiento de la cabeza.