Jason ni siquiera fue a su apartamento. En cuanto Carol se hubo marchado, indicó al taxista que lo llevara donde tenía aparcado el coche y luego se dirigió al PBS, donde entró en el edificio de consultorios externos. Eran las siete de la tarde, y la amplia sala de espera se encontraba desierta. Jason se encaminó hacia su consultorio, se quitó la chaqueta y se sentó frente al ordenador. El PBS había invertido una fortuna en el sistema informático y se enorgullecía de él. Cada aparato tenía acceso al amplio banco de datos de todos los pacientes. Si bien las carpetas individuales aún constituían la mejor fuente de información sobre estos, gran parte del material podría obtenerse mediante el ordenador. La ventaja residía en que ese instrumental sofisticado podía registrar la totalidad del banco de datos de pacientes del PBS y presentar gráficamente los datos en la pantalla, analizado desde numerosas perspectivas.
Jason pidió primero las curvas de supervivencia actuales. El gráfico que trazó la computadora tenía la forma de la ladera escarpada de una montaña, que empezaba en lo alto, luego adquiría una forma redondeada y finalmente descendía. El gráfico comparaba la tasa de supervivencia de los clientes del PBS por edades. Como cabía esperar, a los de mayor edad les correspondía la tasa menor de supervivencia. En los últimos años, si bien la población de mediana edad del PBS había aumentado de forma gradual, las curvas de supervivencia permanecían estables.
A continuación Jason pidió al ordenador que imprimiera los gráficos correspondientes al último semestre. Como temía, el índice de mortalidad se incrementaba en los pacientes de edades comprendidas entre los cincuenta y cinco y sesenta y cinco años, en especial en los últimos meses.
Un repentino estrépito le sobresaltó. Al mirar hacia la sala de espera vio que se trataba del personal de limpieza. Aliviado, Jason volvió a concentrarse en su tarea.
Deseó poder separar los datos de los pacientes que se habían sometido a un chequeo para ejecutivos, pero no sabía hacerlo, de manera que se contentó con estudiar las tasas de mortalidad. Los gráficos comparaban los porcentajes de fallecimientos con cada edad. Esta vez, la curva tomaba una dirección opuesta; la línea empezaba en la parte inferior y a medida que aumentaba la edad, también se incrementaba el número de muertes. Jason pidió al ordenador que imprimera los gráficos de los últimos meses.
Los resultados fueron asombrosos; el índice de mortalidad ascendía claramente a partir de los cincuenta años.
Jason permaneció sentado otra media hora más, intentando que el ordenador separara a los pacientes a quienes se había realizado un chequeo para ejecutivos.
Esperaba encontrar un marcado incremento de la tasa de mortalidad en las personas de más de cincuenta que presentaban factores de alto riesgo como tabaquismo, consumo excesivo de alcohol, dietas inapropiadas y sedentarismo. Sin embargo esos datos no estaban disponibles, pues no se había programado a las computadoras para proporcionarlos. Jason tendría que haber tomado cada nombre y obtener los datos él mismo, pero no disponía de tiempo. Además, las curvas del índice de mortalidad bastaban para corroborar sus sospechas. Ahora sabía que estaba en lo cierto. Pero había otra manera de probarlo. Con gran desasosiego abandonó el consultorio y regresó a su coche.
Condujo por Riverway en dirección a Roslindale. A medida que se acercaba, su nerviosismo iba en aumento. Ignoraba a qué se enfrentaría, aunque sospechaba que no sería nada agradable. Su destino era el Instituto Hartford, para niños subnormales, dependiente del PBS. Si Alvin Hayes había acertado con respecto a su propio estado, sin duda no se había equivocado acerca del de su hijo.
El Instituto Hartford se encontraba detrás del Arnold Arboretum, un lugar idílico con colinas boscosas, campos y estanques. Jason apareció a unos quince metros de la entrada principal. El atractivo edificio de estilo colonial ofrecía un aspecto engañosamente sereno que contradecía las tragedias familiares y personales que en él tenían lugar. El retraso mental severo era una cuestión difícil de abordar, incluso para los profesionales. Jason conservaba vivo el recuerdo de cuando había examinado a algunos de los chicos en visitas previas al instituto. Muchos estaban físicamente bien formados, lo que contribuía a que su bajo coeficiente intelectual resultara mucho más perturbador.
La puerta principal estaba cerrada con llave, de modo que pulsó el timbre y aguardó. Abrió un obeso guardia de seguridad vestido con un sucio uniforme azul.
—¿En qué puedo servirle? —preguntó con un tono de voz que dejaba bien claro que no tenía ningún deseo de hacerlo.
—Soy médico —explicó Jason y trató de apartar de su camino al guardia, pero este le cerró el paso.
—Lo siento. No se reciben visitas después de las seis, doctor.
—No soy una visita —replicó Jason. Extrajo su cartera y sacó de ella su tarjeta de identificación del PBS.
El guardia ni se molestó en mirarla.
—No se aceptan visitas después de las seis —repitió—. No hay excepciones.
—Pero yo… Jason se interrumpió, pues la expresión del hombre le indicó que toda discusión sería inútil.
—Vuelva por la mañana, señor —dijo el guardia antes de cerrarle la puerta en las narices.
Jason descendió por los escalones y levantó la vista para observar el edificio de cinco pisos. No estaba dispuesto a darse por vencido. Suponiendo que el guardia estaría vigilándolo, regresó a su coche y tomó el sendero de salida. Unos cien metros más adelante, estacionó a un lado. Se apeó y, con cierta dificultad, se abrió camino por el Arboretum de regreso al instituto.
Rodeó el edificio, procurando ocultarse entre las sombras. En todos los costados, excepto en la fachada, había escaleras de incendio que ascendían hasta la azotea.
Lamentablemente, al igual que en el edificio de Carol, ninguna llegaba hasta el suelo, y no logró encontrar nada en que subirse para alcanzar el primer peldaño.
En el ala derecha del edificio divisó un tramo de escaleras que descendían hacia una puerta cerrada con llave. Cuando la palpó en la oscuridad, descubrió que tenía un panel central de vidrio. Subió por los peldaños y buscó en el suelo hasta hallar una piedra del tamaño de una pelota de tenis.
Conteniendo el aliento, regresó junto a la puerta y golpeó el vidrio con la piedra. En el silencio de la noche el ruido le pareció lo suficientemente estrepitoso para despertar a los muertos. Corrió hacia los árboles cercanos y se escondió, sin perder de vista el edificio. Al cabo de quince minutos, al ver que no aparecía nadie, se animó y se dirigió una vez más hacia la puerta. Con mucha cautela introdujo la mano en el hueco y descorrió el cerrojo. No sonó ninguna alarma.
Durante la siguiente media hora avanzó a tientas por el amplio sótano. Encontró una escalera de mano y consideró la posibilidad de sacarla y usarla para alcanzar la de incendio, pero, desechándola, siguió tanteando en busca de una luz. Sus manos finalmente tocaron un interruptor que accionó.
Se hallaba en una sala de mantenimiento llena de cortadoras de césped, palas y otras herramientas. Junto al interruptor de la luz había una puerta. La abrió despacio.
Comunicaba con una habitación mucho más grande, con una luz mortecina, que resultó ser la sala de calderas. Moviéndose con rapidez, la atravesó y ascendió por una empinada escalera de acero. Abrió la puerta que había en la parte superior y enseguida se percató de que se encontraba en el vestíbulo de entrada. Por sus visitas sabía que las escaleras que conducían a las salas se hallaban a la derecha. A su izquierda había una oficina donde una mujer de edad mediana, con uniforme blanco, leía sentada a un escritorio. Al mirar hacia la entrada principal, alcanzó a ver los pies del guardia apoyados sobre una silla. La cara del hombre estaba fuera de su campo de visión.
Con sumo sigilo cruzó la puerta del sótano y volvió a cerrarla. Por un momento quedó expuesto a que lo viera la mujer que estaba en la oficina, pero esta no levantó la vista del libro. Lentamente atravesó el vestíbulo en dirección a la escalera. Lanzó un suspiro de alivio cuando se halló completamente fuera de la vista de la mujer y el guardia. Subió de puntillas hasta el tercer piso, donde se alojaban los varones de entre cuatro y doce años.
La escalera era de mármol, de modo que, por mucho que se esforzara por evitarlo, sus pisadas resonaban en ese espacio vacío y cavernoso. Sobre su cabeza había una claraboya que en ese momento parecía un ónice negro incrustado en el techo.
Ya en la tercera planta, abrió con mucho cuidado la puerta que daba al pasillo al final del cual, recordó, a la derecha, había un puesto de enfermeras acristalado.
Vislumbró que este aún permanecía iluminado. Un enfermero estaba, como la mujer del vestíbulo, absorto en la lectura de un libro. Al otro lado se alzaba la puerta que comunicaba con la sala de internación; advirtió que tenía un panel central de vidrio bastante grande, protegido por tela metálica. Después de mirar una vez más hacia donde estaba el enfermero, Jason avanzó de puntillas hacia la sala. Enseguida percibió el olor a moho. Después de aguardar un momento para asegurarse de que el enfermero no lo había visto, empezó a buscar el interruptor. Para confirmar sus sospechas necesitaba encender la luz aunque eso implicara que lo descubrieran. El recinto en tinieblas de pronto se vio inundado por una descarnada luz fluorescente. De unos quince metros de largo, había una hilera de camas bajas de hierro a ambos lados de un estrecho pasillo. Las ventanas se hallaban muy altas, cerca del techo. En el otro extremo de la sala había instalaciones sanitarias azulejadas, con una manguera enrollada para la limpieza y una puerta con cerrojo que daba a la escalera de incendio.
Jason caminó por el pasillo central mirando las placas con apellidos sujetas a los pies de las camas: Harrison, Lyons, Gessner… Los chicos, perturbados por la luz, empezaron a incorporarse y mirar al intruso con los ojos muy abiertos e inexpresivos.
Jason se detuvo, presa de una espantosa sensación de repulsión y terror. Era mucho peor de lo que había supuesto. Su mirada recorría el rostro lastimero de esos seres no queridos. En lugar de tener el aspecto de las criaturas que eran, todos parecían centenarios ancianos en miniatura, con ojos pequeños como cuentas, piel seca y arrugada, pelo cano y ralo, debajo del cual se adivinaba un cuero cabelludo escamoso.
Jason encontró la placa con el apellido Hayes. Como los otros, el pequeño había envejecido prematuramente. Había perdido casi todas las pestañas, y los párpados inferiores le caían. En sus pupilas aparecía el reflejo blancuzco y vidrioso de las cataratas. Salvo por cierta percepción de la luz, el niño estaba ciego.
Algunos chicos se levantaron del lecho y se tambalearon sobre sus flacas extremidades. Luego, para espanto de Jason, comenzaron a avanzar hacia él. Uno de ellos murmuraba «por favor» una y otra vez, con voz aguda y áspera. Muy pronto los demás se le unieron en un coro aterrado y patético.
Jason retrocedió, temeroso de que lo tocaran. El hijo de Hayes se levantó de la cama y echó a andar mientras con los brazos, delgados y huesudos, describía círculos en el aire sin coordinación alguna.
Los chicos acorralaron a Jason contra la puerta de la sala y empezaron a tirarle de la ropa. Asustado y asqueado, abrió la puerta para salir del vestíbulo. Después de que la hubo cerrado, los muchachos apretaron sus caras de momia contra el vidrio, pronunciando todavía las palabras «por favor».
—¡Eh, usted! —exclamó una voz estridente detrás de Jason. Volvió la cabeza y vio al enfermero de pie, fuera de la oficina, blandiendo el libro abierto con expresión perpleja.
—¿Qué ocurre aquí? —vociferó el hombre.
Jason corrió por el vestíbulo en dirección a la escalera. Sólo había descendido por algunos peldaños cuando una segunda voz preguntó desde abajo:
—¿Kevin? ¿Qué sucede?
Al asomarse sobre el pasamanos, Jason vio al guardia en el rellano del primer piso.
—Maldito sea —masculló el guardia, precipitándose escaleras arriba con el bastón en la mano.
Jason tomó la dirección contraria y volvió al tercer piso donde el enfermero permanecía junto a la puerta de la oficina, al parecer demasiado atónito para moverse.
Atravesó el vestíbulo y volvió a entrar en la sala donde algunos chicos deambulaban mientras otros se habían tendido de nuevo en sus respectivas camas. Jason abrió la puerta, y cuando el enfermero y el guardia aparecieron fueron rodeados por un enjambre de muchachos.
Los dos individuos trataron de abrirse paso, pero las criaturas les agarraban, repitiendo su espectral y monótono «por favor».
Al llegar a la puerta de emergencia en el otro extremo de la sala, Jason bajó la palanca que, por razones de seguridad, estaba colocada a un metro ochenta del suelo.
Al principio la puerta no se abrió; era obvio que no había sido usada en años, pues la pintura la había sellado. Dando un golpe con el hombro, por fin consiguió abrirla. Salió entonces a la oscura noche y empujó a varios chicos que pretendían seguirle antes de cerrar la pesada puerta.
Bajó presuroso por la escalera de incendio. Ya no era necesario que actuara con sigilo. Se hallaba en el segundo piso cuando la puerta del tercero se abrió. Una vez más oyó los gritos de los chicos y luego el ruido de botas pesadas sobre la escalera de incendio.
Al retirar un pasador, el último tramo de la escalera descendió y con un golpe seco se apoyó sobre el asfalto aparcamiento. Esa pequeña demora permitió que el guardia que perseguía a Jason acortara la distancia que los separa Una vez abajo, sin embargo, la agilidad de Jason hizo que el guardia quedara muy rezagado, y cuando llegó a automóvil tuvo tiempo suficiente de arrancar y alejarse.
Por el espejo retrovisor vio cómo el hombre llegaba al borde del camino y agitaba el puño a la luz de una farola. Jason apenas si podía controlar su furia y su repugnancia por lo que acababa de ver. Se dirigió directamente Departamento de Policía de Boston y, con todo descaro dejó su coche en una zona de estacionamiento prohibido ante el edificio.
—Quiero ver al detective Curran —dijo al oficial de guardia antes de identificarse.
Tras consultar su reloj el hombre llamó a Homicidios. Habló un minuto y luego cubrió el auricular con la mano.
—¿No podría ser otra persona?
—No. Necesito entrevistarme con Curran. Y ahora mismo, por favor.
El policía habló por teléfono unos minutos más y luego colgó.
—El detective Curran no está disponible.
—Creo que hablará conmigo aunque no esté de servicio.
—Ese no es el problema —replicó el agente—. El detective Curran está en Revere por un doble homicidio. Llamará dentro de aproximadamente una hora. Si quiere, puede esperar o dejar su número de teléfono. Como usted prefiera, señor.
Jason reflexionó un momento. Había estado levantado casi toda la noche, tenía los nervios destrozados, y la perspectiva de tomar una ducha, cambiarse de ropa y comer algo le resultaba muy atractiva. Además, en cuanto se pusiera en contacto con Curran, estaría ocupado algún tiempo. Así pues decidió dejar su número y pidió que Curran lo llamara lo antes posible.
El vuelo de la United procedente de Seattle llegó con considerable retraso, de modo que, cuando finalmente aterrizó en Logan, Juan Díaz estaba de muy mal humor. Esta era la primera vez que fallaba desde que en una ocasión mató a un hombre que no era la víctima indicada, en Nueva York. Aquel fracaso era excusable, pero este no. Había estado a punto de liquidar al médico, y esa puta de cabaré, cuando Jason, un aficionado, actuó con más astucia que él y le ganó la partida. Juan no tenía excusas y así se lo había dicho a su contacto. Sabía que debía subsanar ese fracaso y esperaba con impaciencia el momento de hacerlo, pues de lo contrario… En cuanto bajó del avión buscó un teléfono. Enseguida atendieron la llamada.
Jason condujo el corto trayecto que separaba la comisaría de Louisburg Square tratando de borrar de su mente la imagen de las criaturas prematuramente envejecidas del instituto. No quería pensar en Hayes y su descubrimiento hasta haber hablado con Curran.
Cuando llegó a su edificio, rodeó varias veces la manzana para asegurarse de que nadie lo vigilaba. Por último, después de convencerse de que el guardia del instituto ni siquiera había mirado su tarjeta y, por consiguiente, ignoraba su identidad, aparcó, subió el equipaje a su apartamento y encendió las luces. Observó aliviado que el lugar estaba exactamente como lo había dejado. A continuación miró hacia la plaza por la ventana: todo parecía estar tranquilo.
Estaba a punto de ducharse cuando recordó que además del detective, había otra persona con quien debía hablar. Marcó el número de Shirley, quien contestó a la octava llamada. Jason oyó voces de fondo.
—¡Jason! —exclamó ella—. ¿Cuándo has regresado de tus vacaciones?
—Esta noche.
—¿Te ocurre algo? —preguntó ella, detectando el cansancio y la preocupación en su voz.
—Hay problemas serios. Creo haber averiguado no sólo en qué consiste el descubrimiento de Hayes, sino también de qué manera ha sido utilizado. El PBS está implicado.
—Cuéntame todo.
—No por teléfono.
—Entonces ven aquí enseguida. Tengo visitas, pero las ingeniaré para librarme de ellas.
—Estoy esperando hablar con Curran, de Homicidios.
—Bien… ¿ya te has puesto en contacto con él?
—No. Ha salido para atender un caso, pero me llamará en cualquier momento.
—Entonces iré yo a tu apartamento. Me has dado un buen susto.
—Bienvenida al club —dijo Jason tras una carcajada de amargura—. Más vale que vengas. Creo que deberías estar presente cuando hable con Curran.
—Voy para allá.
—Ah, otra cosa. ¿Recuerdas quién es el director médico del Instituto Hartford?
—Creo que el doctor Peterson —contestó Shirley—. Mañana lo comprobaré.
—¿Peterson tuvo algo que ver con los estudios clínicos de Hayes? —preguntó Jason, recordando de pronto que Peterson era el médico que había realizado el chequeo a Hayes.
—Creo que sí. ¿Es importante?
—No estoy seguro —respondió Jason—. Ven cuanto antes. Curran llamará en cualquier momento.
Jason colgó y, cuando se disponía a ducharse, cayó en la cuenta de que también Carol podía correr peligro. Descolgó el auricular y marcó su número.
—Quería asegurarme de que estabas en casa —dijo en cuanto ella contestó—. No bromeo. No abras si alguien llama a tu puerta. Y no salgas.
—¿Y ahora qué sucede?
—La conspiración Hayes es mucho peor de lo que puedas sospechar.
—Pareces muy ansioso, Jason.
Este sonrió a su pesar. A veces Carol actuaba como un psiquiatra.
—No estoy ansioso, sino muerto de miedo. Dentro de poco hablaré con la policía.
—¿Me explicarás entonces qué ocurre?
—Te lo prometo.
Jason cortó la comunicación y finalmente entró en el cuarto de baño y abrió el grifo de la ducha.