Siguieron teniendo suerte con la climatología. Cuando por la mañana descorrieron las cortinas, el río refulgió con el brillo de un millón de piedras preciosas. No bien terminaron de desayunar, Carol anunció que saldrían a caminar.
Con el almuerzo preparado y guardado en cajas por el hotel, anduvieron junto al río Cedar por un sendero bien demarcado, lleno de aves y otros pequeños animales. A unos cuatrocientos metros de la posada encontraron la cascada mencionada por Carol.
Consistía en una serie de salientes rocosos, cada una de aproximadamente un metro y medio de alto. Se reunieron con otros turistas en un mirador de madera y contemplaron en un silencio reverencial el impresionante salto del agua. Debajo de ellos, un magnífico pez iridiscente, de alrededor de un metro de largo, surgió de las turbulentas aguas y, desafiando la gravedad, dio un salto hasta el primer saliente. En pocos segundos saltó nuevamente, superando con creces el segundo.
—Dios mío —exclamó Jason.
Recordaba haber leído que los salmones eran capaces de nadar contra la corriente en los rápidos, pero ignoraba que pudieran vencer el obstáculo que representaban cascadas de tanta altura. Jason y Carol permanecieron allí, como hipnotizados, mientras otros salmones repetían la hazaña del primero. Jason se maravilló de la energía física de esos peces. La necesidad genética de procrear era una fuerza poderosa.
—Es increíble —dijo, cuando un pez particularmente grande comenzó a realizar su prodigioso recorrido.
—También Alvin quedó fascinado —explicó Carol.
A Jason no le sorprendió, sobre todo dado el interés de Hayes por las hormonas del desarrollo y el crecimiento.
—Vamos —dijo Carol, tomando de la mano a Jason—. Hay más todavía.
Siguieron recorriendo el sendero, que se alejó de la orilla del río para internarse en un bosque y luego volvió a acercarse al Cedar, que en ese tramo se había ensanchado y formaba un pequeño lago similar al que se extendía frente a la Salmón Inn. De unos cuatrocientos metros de ancho y mil seiscientos de largo, bajo su superficie se percibía el reflejo de multitud de peces que aquí y allá saltaban fuera del agua.
Una cabaña que parecía una réplica en miniatura de la Salmón Inn aparecía cobijada entre enormes pinos. Ante ella, en la ribera, había un pequeño muelle con media docena de botes de remo. Carol condujo a Jason por el sendero que desembocaba en la casa, y ambos traspusieron la puerta.
La cabaña albergaba un concesionario de pesca administrado por la Salmón Inn. A la derecha había un largo mostrador de vidrio atendido por un hombre de espesa barba y vestido con camisa de lana de cuadros rojos, tirantes del mismo color, pantalones desteñidos y botas. Jason calculó que contaría poco más de sesenta años y pensó que habría podido encarnar a la perfección a Papá Noel en un gran almacén. Detrás de él, apoyadas contra la pared, había una gran variedad de cañas de pescar. El hombre se llamaba Stooky Griffiths, y Carol se lo presentó a Jason, comentando que Alvin había disfrutado de su charla con el viejo.
—Oye —exclamó Carol de pronto—, ¿qué te parecería si intentáramos pescar?
—Eso no es para mí —dijo Jason.
La caza y la pesca jamás le habían interesado.
—Creo que yo probaré.
—Muy bien —concedió.
—De acuerdo —replicó ella. Se dirigió a Stooky, alquiló una caña y compró un poco de carnada. Luego trató una vez más de convencer a Jason de que la acompañara, pero él negó con la cabeza.
—¿Es aquí donde tú y Alvis estuvisteis pescando? —preguntó él mirando hacia el río a través de la ventana.
—No —contestó Carol mientras cogía el equipo de pesca—. Alvin era como tú. No quiso acompañarme. Pero yo pesqué un ejemplar grande.
—¿Alvin no pescó? —inquirió Jason, sorprendido.
—No —respondió Carol—. Se limitaba a observar a los peces.
—Creí entender que Alvin había dicho a Sebastián Frahn que deseaba pescar.
—¿Qué quieres que te diga? Cuando llegamos aquí, Alvin se contentó con pasear y contemplar el paisaje. Ya sabes cómo son los científicos.
Perplejo, Jason meneó la cabeza.
—Estaré en el muelle —dijo Carol con voz animada—. Si cambias de opinión, ven a buscarme. Te aseguro que es muy divertido.
La observó correr por el sendero de grava, intrigado por el hecho de que Alvin hubiera pedido que le recomendaran un lugar donde pescar, para después ni siquiera arrojar el sedal.
Era extraño.
Dos hombres entraron en la cabaña, donde alquilaron el equipo, carnada y un bote.
Jason salió al porche. Había varias mecedoras. Stooky había colgado del alero un comedero para pájaros, y una multitud de estos volaba en círculos alrededor. Jason los contempló un momento antes de echar a andar para reunirse con Carol. El agua era tan transparente que se vislumbraban las rocas y hojas depositadas en el fondo. De pronto un gran salmón surgió del verde esmeralda de las aguas más profundas y saltó debajo del muelle, dirigiéndose a una zona más sombreada, a unos quince metros de distancia.
Observándolo con atención, Jason notó algo en la superficie del río. Curioso, siguió caminando por la orilla.
Cuando se acercó lo suficiente, vio que un imponente salmón yacía de lado a pocos centímetros del agua, moviendo la cola débilmente. Jason intentó empujarlo con un palo a aguas más profundas, pero no lo consiguió. Era obvio que el pez estaba enfermo.
Un poco más allá divisó otro salmón inmóvil, apenas cubierto por el agua y, más cerca de la orilla, un pez muerto que era comido por un ave.
Regresó al sendero de grava. Stooky había salido de la cabaña y estaba sentado en una mecedora con una pipa entre los dientes. Jason le preguntó por los peces enfermos, aventurando la teoría de que tal vez río arriba había algún problema de contaminación.
—No —respondió Stooky y dio varias chupadas a su pipa—. Aquí no hay contaminación. Esos peces acaban de procrear y ahora les ha llegado el momento de morir.
—Sí, claro —dijo Jason, recordando de pronto lo que había leído acerca del ciclo vital de los salmones.
Los peces reunían todas sus energías para regresar a su lugar de origen y una vez habían desovado y fertilizado los huevos, morían. Nadie sabía el motivo. Varias teorías se apuntaban a los problemas fisiológicos que entrañaba pasar del agua salada al agua dulce, pero nadie tenía certeza de la verdadera razón. Constituía uno de los misterios de la naturaleza.
Jason buscó a Carol con la mirada. Estaba atareada tratando de arrojar el sedal desde el muelle. Jason miró a Stooky y preguntó:
—¿Recuerda por casualidad haber hablado con un médico llamado Alvin Hayes?
—No.
—Era más o menos de mi misma estatura —describió Jason—. Cabello largo y piel muy blanca.
—Veo mucha gente aquí.
—Desde luego —replicó Jason—. El hombre a quien me refiero vino con esa chica —añadió señalando a Carol. Jason se percató de que Stooky no solía ver demasiadas mujeres como Carol Donner.
—¿La que está en el muelle?
—Sí. Es muy bonita.
De la boca de Stooky brotaron varias bocanadas cortas de humo… Entrecerró los ojos.
—¿El tipo de que me habla venía de Boston?
Jason asintió.
—Lo recuerdo —afirmó Stooky—. Pero no tenía pinta de médico.
—Se dedicaba a la investigación.
—Tal vez eso lo explique todo. Era muy raro. Me pagó cien dólares para que le consiguiera veinticinco cabezas de salmón.
—¿Sólo las cabezas?
—Sí. Me dio su número de teléfono de Boston y me pidió que lo llamara a cobro revertido cuando las tuviera.
—¿Y volvió para recogerlas? —inquirió Jason, recordando que Hayes y Carol habían realizado dos viajes a Seattle.
—Sí. Me ordenó que las limpiara bien y las cubriera con hielo.
—¿Por qué tardó tanto tiempo en conseguirlas? —preguntó Jason. Dada la cantidad de peces disponibles, consideraba que las veinticinco cabezas se podían reunir en una sola tarde.
—Sólo le interesaban determinados salmones —explicó Stooky—; aquellos que hubieran acabado de procrear… y en ese momento los salmones no comen carnada.
Hay que atraparlos con una red. Aquella gente de allí está pescando truchas.
—¿Alguna especie particular de salmón?
—No. La única condición es que hubiera procreado.
—¿Le comentó para qué necesitaba esas cabezas?
—No, y yo tampoco se lo pregunté —contestó Stooky—. Me pagaba bien y decidí que no sería asunto mío.
—Y solamente cabezas de peces… nada más.
—Sólo las cabezas.
Jason abandonó el porche, perplejo. Que Hayes hubiera recorrido unos cinco mil kilómetros para conseguir cabezas de salmón y marihuana le resultaba absurdo.
Carol lo divisó desde el extremo del muelle y agitó los brazos para indicarle que se acercara.
—Tienes que ver esto, Jason. He estado a punto de pescar un salmón.
—Los salmones no pican aquí —replicó Jason—. Debía de ser una trucha.
Carol se mostró decepcionada.
Jason contempló su hermoso rostro, de pómulos altos. Si la premisa original era correcta, las cabezas de salmones debían estar relacionadas con el intento de crear un anticuerpo monoclonal. Pero ¿de qué manera podía contribuir eso a la belleza de Carol, como Hayes había afirmado? Carecía de sentido.
—Supongo que no importa que fuera una trucha o un salmón —dijo Carol, concentrándose de nuevo en la pesca—. Estoy divirtiéndome mucho.
Un halcón que volaba en círculos se precipitó hacia la zona de aguas menos profundas y trató de atrapar con sus garras a un salmón agonizante, pero este era demasiado grande y el ave no tuvo más remedio que soltarlo y remontarse nuevamente hacia el cielo.
Mientras Jason lo observaba, el salmón dejó de estremecerse en el agua y murió.
—¡Tengo uno! —exclamó Carol mientras su caña se arqueaba.
El entusiasmo contribuyó a que Jason saliera de sus cavilaciones. Ayudó a Carol a sacar del agua una trucha de buen tamaño; un hermoso pez de acerados ojos negros.
Jason sintió lástima por el animal y, después de quitarle el anzuelo de la boca, convenció a Carol de que lo arrojara al río. Desapareció en un abrir y cerrar de ojos.
Caminaron por la orilla hasta un promontorio rocoso, donde comieron, contemplando no sólo el río, sino también los picos nevados de las Cascades Mountains. Era un espectáculo impresionante.
Ya era bien entrada la tarde cuando iniciaron el regreso a la Salmón Inn. Al pasar junto a la cabaña vieron otro enorme pez en los estertores de la muerte. Yacía de lado, con su vientre blanco y brillante bien visible.
—Qué triste —dijo Carol, aferrándose al brazo de Jason—. ¿Por qué han de morir?
Jason no tenía respuesta a esa pregunta. Por su mente cruzó el viejo aforismo de «la naturaleza es así», pero no lo dijo. Observaron al que había sido un magnífico salmón y cómo varios peces más pequeños nadaban hacia él para alimentarse de su carne todavía viva.
—¡Qué espanto! —exclamó Carol, tirando del brazo a Jason.
Siguieron caminando. Para cambiar de tema, Carol empezó a hablar de otra diversión que ofrecía el hotel; navegar en balsa por el agua espumosa de los rápidos.
Pero Jason no le prestó atención. La horripilante imagen de los diminutos depredadores que se alimentaban de la carne de ese pez agonizante había hecho surgir en la mente de Jason el germen de una idea. De pronto, como una revelación, intuyó lo que Hayes había descubierto. No era algo irónico; era aterrador. El color desapareció de su rostro, y se detuvo en seco.
—¿Qué ocurre? —preguntó Carol.
Jason tragó saliva. Tenía los ojos abiertos de par en par y no pestañeaba.
—Jason, ¿qué te ocurre?
—Hemos de regresar a Boston —anunció con tono apremiante. Reanudó la caminata a paso vivo, casi arrastrando a Carol tras de sí.
—¿De qué estás hablando? —protestó ella. Él no le respondió.
—¡Jason! ¿Qué pasa? —preguntó, deteniéndole.
—Lo siento —dijo él, como si estuviera en trance—. De pronto he tenido un atisbo de lo que pudo haber descubierto Alvin. Debemos regresar.
—¿Qué quieres decir? ¿Esta misma noche?
—Ahora mismo.
—Aguarda un minuto. Esta noche no hay vuelos hacia Boston. Recuerda que hay tres horas de diferencia. Podemos quedarnos esta noche y partir a primera hora de la mañana.
Jason no contestó.
—Por lo menos podríamos cenar —agregó Carol con irritación.
Jason esperó a que la joven se calmara. “Al fin y al cabo tal vez estoy equivocado.
¿Quién puede saberlo?”, pensó. Carol quería hablar del asunto, pero Jason afirmó que ella no lo entendería.
—No me gustan esos aires de superioridad.
—Lo siento. Te explicaré de qué se trata cuando lo sepa con certeza.
Cuando se hubieron duchado y vestido, Jason comprendió que Carol tenía razón. Si se hubieran dirigido en coche a Seattle, habrían llegado al aeropuerto alrededor de medianoche hora de Boston. Y no había ningún vuelo hasta la mañana.
Cuando bajaron al comedor, les condujeron a una mesa ubicada frente a las puertas que conducían al porche. Jason insistió en que Carol se sentara frente a ellas alegando que se merecía gozar de la estupenda vista. Después de que les hubieran entregado la carta, se disculpó por su comportamiento y reconoció que ella había tenido razón en lo referente a no partir enseguida.
—Me impresiona que estés dispuesto a admitirlo —dijo Carol.
Para variar, pidieron trucha en lugar del salmón y, en lugar de vino de Washington, bebieron un Chardonnay Napa Valley. En el exterior comenzaba a anochecer, y las luces se encendieron en los muelles.
A Jason le costó concentrarse en la comida. Empezaba a tomar conciencia de que, si su teoría era correcta, Hayes había sido asesinado, y Helene no había sido elegida como víctima por casualidad. Y si Hayes había estado en lo cierto respecto a que alguien utilizaba su accidental y aterrador descubrimiento, el resultado podía ser mucho más grave que una epidemia.
Mientras Jason cavilaba, Carol llevaba todo el peso de la conversación. Al percatarse de que él estaba distraído, le cogió del brazo y dijo:
—Ni siquiera has probado bocado.
Jason miró con expresión ausente la mano de Carol sobre su brazo, el plato de comida y luego a la muchacha.
—Estoy preocupado. Lo siento.
—No importa. Si no tienes apetito, tal vez deberíamos informarnos de los vuelos que parten hacia Boston por la mañana.
—Podemos esperar a que termines de cenar —dijo Jason. Carol arrojó la servilleta sobre la mesa.
—He comido más que suficiente, gracias.
Jason paseó la mirada por el comedor en busca del camarero y de pronto la posó en un hombre que acababa de entrar en el recinto y se hallaba junto al atril del maître. El individuo observaba la sala, mesa por mesa. Llevaba un traje azul oscuro con una camisa blanca. A pesar de la distancia, Jason distinguió que el hombre lucía en el cuello una gruesa cadena de oro que brillaba con las luces del techo.
Jason escrutó al recién llegado, que le resultaba familiar, aunque no acertaba a identificarlo. Era de raza hispana, cabello negro y tez muy morena. Tenía la apariencia de un hombre de negocios con éxito. De pronto Jason lo recordó. Había visto esa cara la espantosa noche de la muerte de Hayes. Ese individuo se encontraba en la acera del restaurante y luego en el exterior de la sala de urgencias del Hospital General de Massachusetts.
En ese preciso instante el hombre vio a Jason, que sintió un escalofrío. Era obvio que el tipo lo había reconocido, porque inmediatamente echó a andar, con la mano derecha hundida en el bolsillo de la chaqueta. Caminaba con una meta fija, acortando la distancia con rapidez. Como acababa de evocar el asesinato de Helene Brennquivist, Jason quedó paralizado de pánico. Su intuición le anunció lo que estaba a punto de ocurrir, pero le resultaba imposible moverse. Lo único que podía hacer era mirar a Carol. Habría deseado gritar, decirle que huyera, pero no podía; había enmudecido.
Con el rabillo del ojo vio que el hombre rodeaba una mesa próxima.
—¿Jason? —preguntó Carol, ladeando la cabeza.
El hombre se hallaba a solo unos pasos de distancia. Jason vio cómo su mano emergía del bolsillo y también el brillo del metal. La visión del revólver finalmente galvanizó a Jason y le permitió entrar en acción. Con un rápido movimiento arrancó el mantel de la mesa, arrojando al suelo platos, copas y fuentes. Carol se puso en pie de un salto y profirió un grito.
Jason arremetió contra el hombre, lanzándole el mantel sobre la cabeza, luego lo empujó de espaldas contra una mesa vecina, que cayó en un estruendo de porcelana y cristal. La gente sentada a ella chilló y trató de huir, pero algunas personas quedaron atrapadas en el laberinto de sillas volcadas.
Aprovechando la conmoción, Jason tomó a Carol de la mano y de un tirón la hizo cruzar las puertas que daban al porche. Después de haber logrado desprenderse de la parálisis provocada por el pánico, Jason era ahora un torrente de acción. Sabía quién era ese individuo hispano con aspecto de hombre de negocios; era el tipo que, según Hayes había afirmado, lo perseguía para matarlo. No le cabía ya ninguna duda de que sus próximos objetivos eran Carol y él mismo.
Arrastró a la joven por los escalones que conducían al césped con la intención de rodear el hotel y correr hacia el aparcamiento, pero comprendió que nunca lo lograrían.
Tendrían más posibilidades si se dirigían a uno de los botes amarrados en el muelle.
—¡Jason! —exclamó Carol cuando él cambió de dirección y la condujo por el césped—. ¿Qué demonios te pasa?
A sus espaldas, Jason oyó cómo se abrían las puertas del comedor y dio por sentado que los perseguían.
Cuando llegaron al muelle, Carol trató de detenerse.
—¡Vamos, maldita sea! —masculló Jason. Al mirar hacia la posada, vio una figura correr por el porche y luego bajar por los escalones.
Carol trató de liberarse, pero Jason la sujetó con más fuerza y tiró de ella hacia delante.
—¡Quiere matarnos! —exclamó él.
Dando tumbos, corrieron hacia el extremo del muelle, dejando atrás los botes de remo. Jason pidió a Carol que le ayudara a soltar tres botes de goma y empujarlos al río. Estos avanzaban ya corriente abajo cuando su perseguidor llegó al amarradero.
Jason ayudó a Carol a subir al cuarto bote y saltó a él, apartándolo del muelle con el pie. Se desplazaron río abajo, lentamente al principio, para luego adquirir más velocidad. Jason obligó a Carol a tumbarse y cubrió el cuerpo de la muchacha con el suyo.
Un inocente «pop» fue seguido de un fuerte golpe sordo en alguna parte del bote.
Casi al mismo tiempo se oyó el sonido de aire que escapaba. Jason gruñó. El hombre disparaba contra ellos con un arma con silenciador. A continuación sonó un ruido metálico cuando la bala rebotó contra el motor fuera borda, y otra golpeó el agua.
Jason observó aliviado que el bote de goma estaba dividido en compartimentos estancos. Aunque una bala hubiera desinflado una sección, el bote no se hundiría.
Algunos tiros más se quedaron cortos. Al oír un golpe contra la madera del embarcadero, Jason levantó la cabeza con precaución y miró hacia atrás. El individuo había bajado una de las canoas del soporte y la empujaba hacia el agua.
El miedo volvió a apoderarse de él; ese hombre podía remar mucho más rápido de lo que la corriente los hacía avanzar a ellos. Su única posibilidad de escapar consistía en encender el motor, un antiguo fuera borda con cuerda de arranque. Jason colocó la palanca en posición de «encendido» y tiró de la cuerda. Nada. El asesino ya había subido a la canoa y empezaba a avanzar hacia ellos. Jason volvió a tirar de la cuerda con el mismo resultado. Carol alzó la cabeza y dijo con tono nervioso:
—Está acercándose.
Durante los siguientes quince segundos Jason tiró frenéticamente de la cuerda una y otra vez. Alcanzaba a distinguir la silueta de la canoa que se desplazaba silenciosamente por el agua. Tras cerciorarse de que la palanca se hallaba en posición de «encendido», realizó un nuevo intento, sin éxito. Su mirada se posó en el depósito de combustible, que rogó estuviera lleno. Como la tapa negra parecía estar suelta, la ajustó. A un costado vio un botón que supuso servía para incrementar la presión en el depósito. Lo pulsó una media docena de veces y notó que cada vez ofrecía más resistencia. Levantó de nuevo la vista y observó que la canoa ya estaba muy cerca de ellos.
Tomando una vez más la cuerda de arranque, tiró de ella con todas sus fuerzas. El motor se puso en marcha con un gruñido. Entonces colocó la palanca en posición de marcha atrás, pues la corriente los arrastraba río abajo. Empujó a fondo el acelerador y volvió a tenderse en el bote, sosteniendo a Carol para que no se levantara. Tal como esperaba, se produjeron varios disparos, dos de los cuales impactaron en la goma.
Cuando Jason se atrevió a mirar de nuevo, la distancia había aumentado. En la oscuridad apenas divisaba la canoa.
—Quédate quieta —ordenó a Carol, mientras revisaba el alcance de los daños sufridos por el bote.
Un sector del lado derecho de la proa estaba deshinchado, al igual que una porción del costado izquierdo. Por lo demás, el bote estaba intacto. Acercándose al motor fuera borda lo puso en «marcha hacia delante» y a continuación colocó en ángulo la caña del timón para enfilar la embarcación hacia el centro del río y así evitar chocar contra las rocas.
—Muy bien —exclamó a Carol—. Ya puedes incorporarte.
La muchacha emergió con cautela del fondo del bote y se mesó el cabello.
—No puedo creer lo que está ocurriendo —vociferó por encima del rugido del motor—. ¿Qué demonios vamos a hacer?
—Seguiremos río abajo hasta que veamos luces. Tiene que haber muchos sitios habitados por esta zona.
Mientras continuaban avanzando, Jason se cuestionó si sería seguro detenerse en otro muelle. Después de todo, el perseguidor podría subir a su automóvil y bordear el río. «Tal vez haya una luz en la otra orilla», pensó.
Por la silueta de los árboles que flanqueaban el río, Jason calculó la velocidad a que navegaban. Aproximadamente la que se adquiría caminando a paso vivo. Tenía la sensación de que el río se estrechaba gradualmente. Al cabo de media hora todavía no se divisaba ninguna luz, solo un bosque tupido y oscuro bajo un cielo salpicado de estrellas pero sin luna.
—No veo nada —exclamó Carol.
—Todo va bien —tranquilizó Jason.
Al cabo de un cuarto de hora los árboles que bordeaban el río se cerraron de forma abrupta sobre él indicando que la zona ancha como un lago llegaba a su fin. Cuando tuvo los árboles más cerca, Jason comprobó que había calculado mal la velocidad; avanzaban más deprisa de lo que había supuesto. Extendió el brazo hacia atrás para soltar el acelerador. El pequeño motor fuera borda lanzó un gemido, y en cuanto su ruido cesó Jason oyó otro sonido mucho más ominoso; el profundo rugido del agua revuelta y espumosa.
—¡Cielo santo! —exclamó, recordando las cascadas.
Tras hacer girar el bote, empujó el acelerador a fondo. Para su sorpresa y consternación, la velocidad disminuyó, pero no logró detener el apresurado avance río abajo. A continuación intentó dirigir la balsa hacia la orilla; lentamente, se desplazó hacia allí. Pero de pronto de desató un verdadero infierno; el río se estrechó hasta convertirse en una garganta rocosa que absorbió a Jason y Carol.
Alrededor de la borda había una soga fijada por una serie de ojales. Jason se aferró a la cuerda a ambos lados del bote, abarcando la totalidad de la embarcación con sus brazos extendidos. Ordenó a Carol que hiciera lo mismo. Ella no lo oyó por el rugido del agua, pero al verlo intentó imitarlo. Por desgracia, no lo logró; agarrándose a un lado, trabó una pierna debajo de los asientos de madera. En ese momento encontraron la primera turbulencia real, y la balsa fue arrojada al aire como si se tratase de un corcho. El agua entró a raudales. Jason apenas podía ver; la oscuridad y el agua en los ojos se lo impedían. Sintió que el cuerpo de Carol golpeaba contra el suyo y trató de sujetarla con la pierna. El bote chocó contra una roca y empezó a girar en dirección inversa a las agujas del reloj. Durante todo ese tiempo de violenta actividad Jason seguía teniendo en mente la imagen de los saltos de agua, consciente de que en cualquier momento podían precipitarse hacia la muerte.
Jason y Carol continuaron aferrados a las sogas. El bote daba giros vertiginosos, golpeando contra las rocas, completamente a merced de la corriente. La pareja temía que la embarcación volcase.
Después de lo que les pareció una eternidad en el infierno, el agua se tranquilizó.
La balsa seguía girando y tambaleándose río abajo, pero ya sin las violentas sacudidas.
Jason miró hacia fuera. Vio rocas a ambos lados y supo que el tormento no había terminado.
Con un tremendo salto de la balsa, ingresaron de nuevo en el infierno. A Jason empezaron a dolerle los dedos, entumecidos por el frío y la tensión. Aferrado a las sogas, trató de sujetar mejor a Carol con las piernas. El dolor en las manos era tan intenso que por un instante creyó que no tendría más remedio que soltar la cuerda.
Luego, con la misma celeridad con que se había iniciado, la pesadilla terminó.
Todavía girando, el bote avanzaba por aguas relativamente serenas. El atronador ruido de los rápidos disminuyó. Las márgenes del río se abrieron y permitieron observar un cielo estrellado. Dentro del bote comprobó que el motor funcionaba como si nada hubiese ocurrido.
Con manos temblorosas, enderezó el bote y detuvo su desagradable rotación. Sus dedos rozaron un botón en el yugo de popa. Se arriesgó pulsando y el agua del interior comenzó a descender lentamente.
Observó las siluetas de los árboles de la orilla. Más adelante, el río describía una curva cerrada hacia la izquierda, y al virar divisaron luces. Por fin Jason dirigió la balsa hacia la orilla.
A medida que se acercaban, vio varios edificios muy iluminados, muelles y una serie de botes de goma como el suyo. Todavía temía que el asesino hubiera decidido interceptarlos en su automóvil, pero era preciso que desembarcaran. Llevó el bote junto al segundo muelle y detuvo el motor.
—¡Vaya forma de entretener a una chica! —exclamó Carol mientras los dientes le castañeteaban.
—Me alegro de que conserves tu sentido del humor —replicó Jason.
—No confíes en que me dure demasiado. Quiero saber qué está sucediendo.
Jason se incorporó con dificultad, ayudó a Carol a salir del bote, luego lo hizo él y ató la soga a un pilar. De uno de los edificios llegaba el sonido de música country.
—Debe de ser un bar —dijo Jason, tomando a Carol de la mano—. Tenemos que calentarnos un poco si no queremos pillar una pulmonía.
Jason echó a andar por el sendero de grava y, en lugar de entrar en el edificio, se dirigió al aparcamiento y empezó a mirar dentro de los vehículos.
—Un momento —dijo Carol irritada—, ¿qué estás haciendo?
—Busco llaves —respondió Jason—. Necesitamos un coche.
—No puedo creerlo —exclamó Carol, levantando los brazos en un gesto de impotencia
—Pensé que queríamos entrar en calor. No sé qué harás tú, pero yo pienso entrar en ese local.
Sin esperar una respuesta, se encaminó hacia la puerta. Jason corrió tras ella y la cogió del brazo.
—Temo que el hombre que nos disparó esté dentro.
—Entonces llamaremos a la policía —sugirió Carol, soltándose de Jason para entrar en el establecimiento.
El hispano no se hallaba en el restaurante, de modo que, siguiendo la propuesta de Carol, telefonearon a la policía. El sheriff local anunció que acudiría enseguida. El propietario del restaurante se negó a creer que Jason y Carol hubieran navegado por la Garganta del Diablo en la oscuridad.
—Nadie ha hecho eso antes —sentenció.
Buscó esmóquines de los camareros y pantalones de cuadros blancos y negros para que se cambiaran. Insistió además en que bebieran un ron caliente, con lo que finalmente logró que dejaran de temblar.
—Jason, tienes que explicarme qué está ocurriendo —pidió Carol mientras esperaban al sheriff sentados a una mesa bastante alejada de un tocadiscos automático donde sonaba música de los cincuenta.
—No estoy muy seguro —dijo Jason—. El caso es que el hombre que nos disparó estaba en la acera del restaurante cuando Alvin murió. Mi teoría es que Alvin fue víctima de su propio descubrimiento y que, si no hubiese muerto esa noche, ese tipo lo habría matado. Así pues, decía la verdad cuando aseguró que alguien quería acabar con él.
—Parece increíble —repuso Carol, tratando de alisarse el cabello, que al secarse formaba rizos enredados.
—Ya lo sé. Lo mismo ocurre con casi todas las conspiraciones.
—¿Y qué me dices del descubrimiento de Hayes?
—No estoy seguro, pero me temo que es algo terrible. Por eso quiero regresar a Boston.
En ese momento se abrió la puerta, y entró el sheriff, Marvin Arnold, un hombre alto y corpulento, ataviado con un arrugado uniforme caqui con más hebillas y correas de las que Jason había visto jamás. Sin embargo lo que más impresionó a este fue el Magnum 357 junto al robusto muslo. Esa era la clase de arma que habría deseado tener en la Salmón Inn.
Marvin ya se había enterado del incidente ocurrido en la Salmón Inn y había acudido allí. En cambio desconocía la existencia de un hombre armado, puesto que nadie había oído ningún disparo. Mientras describía lo sucedido, Jason notó que Marvin lo observaba con bastante escepticismo. No obstante el sheriff quedó sorprendido e impresionado cuando le informó de que él y Carol habían descendido por la Garganta del Diablo en plena noche.
—Me temo que poca gente lo creerá —dijo, sacudiendo la cabeza con admiración.
Marvin los llevó a la Salmón Inn donde Jason descubrió asombrado que habían presentado varios cargos contra él, pues le responsabilizaban de los daños producidos en el comedor. Nadie había visto armas y, aún más sorprendente, nadie recordaba a un hombre de rostro atezado y traje azul oscuro. Sin embargo la gerencia de la posada decidió finalmente retirar los cargos, aduciendo que dejarían que el seguro se hiciera cargo de los daños. Solucionado ese problema, Marvin se tocó la gorra y se dispuso a partir.
—¿Y qué me dice de nuestra protección? —preguntó Jason.
—¿Protección contra qué? —preguntó a su vez Marvin—. ¿No le extraña que nadie haya confirmado su historia? Mire, creo que ustedes ya han armado bastante alboroto esta noche, de modo que será mejor que suban a su habitación y duerman como es debido.
—Necesitamos protección —insistió Jason, tratando de adoptar un tono autoritario—. ¿Qué haremos si el asesino vuelve?
—Mire, amigo, no puedo quedarme aquí toda la noche, sentado a su lado. Soy el único policía de servicio y he de vigilar todo el maldito condado. Enciérrese en su habitación y duerma un rato.
Con una inclinación de la cabeza dirigida al gerente, Marvin salió de la posada.
El gerente dedicó a Jason una sonrisa condescendiente y se encaminó hacia su oficina.
—Parece mentira —dijo Jason con una mezcla de miedo e irritación—. No puedo creer que nadie se fijara en el hispano.
Avanzó hacia la cabina del teléfono y buscó en el listín la sección de agencias de detectives privados. Encontró varias en Seattle, pero cuando marcó los números sólo le respondieron contestadores automáticos. Dejó su nombre y el número del hotel, aunque había perdido la esperanza de contactar con alguno esa misma noche.
Cuando salió de la cabina, anunció a Carol que partirían inmediatamente. Ella lo siguió por la escalera.
—Son las nueve y media de la noche —protestó ella al entrar en el dormitorio.
—No me importa. Nos marcharemos tan pronto como podamos. Guarda tus cosas.
—¿Yo no tengo derecho a opinar?
—No. Tú decidiste que nos quedáramos esta noche y también que llamáramos a la policía local. Ahora me toca a mí. Nos vamos de aquí ahora mismo.
Carol permaneció inmóvil en el centro de la habitación, observando cómo Jason introducía sus pertenencias en el bolso, finalmente decidió que tal vez tenía razón.
Diez minutos más tarde, vestidos ya con sus propias ropas, bajaron el equipaje y fueron a pagar la cuenta.
—Tengo que cobrarles esta noche —les informó el conserje. Jason no se molestó en discutir. En cambio le pidió que por favor dejara su coche ante la entrada principal y le entregó cinco dólares de propina, de manera que el empleado aceptó gustoso.
Una vez en el automóvil, Jason supuso que se sentiría menos ansioso y vulnerable.
Se equivocaba. Al enfilar el oscuro camino de montaña comprendió cuán aislados estaban. Quince minutos más tarde vio un par de faros reflejados en el espejo retrovisor. Al principio trató de separarlos, hasta que se percató de que el vehículo se acercaba cada vez más, pese a que él también aceleraba.
—Alguien nos sigue —anunció Jason.
Carol volvió la cabeza hacia atrás. Al tomar una curva los faros desaparecieron, pero en la siguiente recta volvieron a aparecer. Se hallaban más cerca. Carol miró hacia delante.
—Te dije que deberíamos habernos quedado en la posada.
—¡Vaya ayuda! —exclamó Jason con sarcasmo.
Pisó a fondo el acelerador. Circulaban a noventa y cinco kilómetros por hora en un camino lleno de curvas. Jason aferró con fuerza el volante y miró por el espejo retrovisor. El otro automóvil estaba cerca, y sus faros semejaban los ojos de un monstruo. Trató de pensar qué podía hacer, pero no se le ocurrió otra cosa que intentar avanzar más deprisa que el coche que los seguía. Llegaron a otra curva. Jason hizo girar el volante. Vio que la boca de Carol se abría en un grito silencioso. Al notar que perdía el control, frenó y el coche patinó hacia un lado, y luego hacia el otro. Carol se sujetó al salpicadero, y Jason sintió que el cinturón de seguridad se le incrustaba en el pecho.
Luchando por recuperar el control del vehículo, Jason consiguió mantenerlo sobre el camino. Detrás de él, el coche que los perseguía acortó la distancia que los separaba.
Se hallaba muy cerca, y la luz de sus faros llenaba el coche de la pareja de una luz espectral. Preso del pánico, Jason pisó el acelerador a fondo, y descendieron a toda velocidad por una pequeña colina. Sin embargo el otro vehículo continuaba la persecución.
De pronto, para sorpresa de Jason y Carol, el coche quedó inundado de una luz roja intermitente. Tardaron unos segundos en darse cuenta de que la luz provenía del techo del otro automóvil. Cuando Jason reconoció lo que era, aminoró la marcha sin dejar de mirar por el espejo retrovisor. El otro conductor hizo lo mismo. Un poco más adelante, en una salida del camino, Jason se arrimó al arcén. Tenía la frente cubierta de sudor, y los brazos le temblaban por la fuerza con que se había aferrado al volante.
El otro automóvil también se detuvo, y la luz destellante alumbró los árboles. Por el espejo retrovisor Jason vio que la portezuela se abría y bajaba Marvin Arnold, quien había retirado la correa de seguridad a la Magnum 3 57.
—Bueno, menuda sorpresa —dijo, cuando enfocó con la linterna la cara de Jason—. Si no es otro que nuestro pobre perseguido.
Furioso, Jason exclamó:
—¿Por qué no encendió la luz destellante al principio?
—Quería atrapar a uno de esos locos que conducen a toda velocidad por los caminos —replicó Marvin y echó a reír—. No sabía que estaba persiguiendo a mi lunático favorito.
Después del consabido sermón y una multa por exceso de velocidad, permitió que Jason y Carol prosiguieran su camino. Jason estaba demasiado enojado para hablar, de modo que avanzaron en silencio en dirección a la autopista. Por fin Jason habló:
—Creo que deberíamos seguir con el coche hasta Portland. Solo Dios sabe quién puede estar esperándonos en el aeropuerto de Seattle.
—Yo no tengo inconveniente —declaró Carol, demasiado cansada para discutir.
Se detuvieron en un motel cercano a Portland para dormir un par de horas y, con las primeras luces del amanecer, se dirigieron al aeropuerto, donde tomaron un vuelo hacia Chicago. De Chicago partieron hacia Boston, donde aterrizaron poco después de las cinco y media de la tarde del sábado.
En el taxi, ya frente al apartamento de Carol, Jason se echó a reír de repente.
—Ni siquiera sé cómo disculparme por lo que te he hecho pasar.
Carol cogió su bolso.
—Bueno, por lo menos no me he aburrido. Mira, Jason, no quisiera incordiarte pero, por favor, dime qué está pasando.
—Te lo explicaré cuando esté seguro —afirmó Jason—. Te lo prometo, en serio. Sólo te pido un favor; no salgas de casa esta noche ni hables con nadie. Supongo que nadie sabe que hemos vuelto, pero puede desatarse un verdadero infierno cuando lo descubran.
—Te juro que no saldré, doctor —aseguró Carol con un suspiro—. Ya he tenido más que suficiente.