Jason despertó y consultó su reloj; eran las cinco de la mañana, es decir, las ocho en Boston, hora en que por lo general partía hacia la clínica. Descorrió las cortinas y observó que el día era radiante. A lo lejos, un transbordador navegaba por Puget Sound en dirección a Seattle, dejando una estela refulgente.
Después de ducharse, llamó a la puerta que comunicaba con la habitación de Carol.
No hubo respuesta. Volvió a golpear. Finalmente la entreabrió, y un rayo de sol iluminó la habitación fresca y en penumbras. La muchacha estaba profundamente dormida, abrazada a la almohada. Jason la contempló un momento. La belleza de Carol era angelical. Cerró la puerta sigilosamente para no despertarla. Sentándose en la cama, telefoneó al servicio de habitaciones para pedir zumo de naranja fresco, café y cruasanes para dos. Luego llamó al PBS para hablar con Roger Wanamaker.
—¿Todo bien? —le preguntó.
—No del todo —reconoció Roger—. Marge Todd sufrió una embolia anoche. Entró en coma y murió; paro respiratorio.
—Dios mío —exclamó Jason.
—Siento comunicarte tan malas noticias —dijo Roger—. Procura divertirte.
—Te llamaré dentro de un par de días —anunció Jason.
Otra muerte. Jason comenzaba a pensar que, excepto en el caso de la joven con hepatitis, la única forma en que sus pacientes podían abandonar la clínica era con los pies por delante. Se planteó regresar a Boston en el primer vuelo. Sin embargo, no había nada que él pudiera hacer, de modo que valía más que siguiera con su investigación, aunque las perspectivas no eran muy halagüeñas.
Dos horas más tarde, Carol llamó a la puerta y entró con el cabello todavía mojado tras la ducha.
—Hacía tiempo que no dormía tan bien —aseguró con tono jovial.
Jason pidió más café.
—Parece que tenemos suerte —dijo, señalando el sol que entraba por la ventana.
—No estés tan seguro. Aquí el clima cambia bruscamente.
Mientras Carol desayunaba, Jason bebió una taza de café.
—Espero que no te aburriera con mi charla —dijo Carol.
—No seas tonta. Lamento haberme quedado dormido.
—¿Y qué me explica de usted, doctor? —preguntó Carol mientras untaba de mermelada un cruasán—. No me has contado mucho sobre ti. —No mencionó, por cierto, que Hayes sí le había hablado mucho de él.
—No hay mucho que decir.
Carol enarcó las cejas. Jason esbozó una sonrisa, y entonces ella echó a reír.
—Por un instante creí que hablabas en serio.
Jason le relató su infancia en Los Ángeles, sus estudios en Berkeley y la Facultad de Medicina de la Universidad de Harvard y su primer trabajo en el Hospital General de Massachusetts. Sin proponérselo, se encontró describiendo a Danielle y aquella espantosa noche de noviembre en que murió. Nunca nadie había logrado lo que Carol estaba consiguiendo; que Jason se sintiera cómodo hablando de su vida y sus sentimientos. Ni siquiera había experimentado esa sensación con Patrick, el psiquiatra a quien había visitado después de la muerte de Danielle. Llegó incluso a confiarle lo deprimido que se sentía por la creciente mortalidad de sus pacientes y la noticia que Roger le había comunicado esa misma mañana acerca del fallecimiento de Marge Todd.
—Me halaga que me hayas contado todo esto —dijo Carol con total sinceridad—. Has estado sometido a una fuerte tensión emocional.
—La vida es así —afirmó Jason con un suspiro—. No sé por qué te he aburrido con todo esto.
—No ha sido aburrido —repuso Carol—. Creo que ya te has recuperado del golpe sufrido. Opino que fue muy difícil, pero muy positivo para ti, tras la muerte de tu esposa, cambiar de trabajo y entorno.
—¿Lo dices en serio? —preguntó Jason.
No recordaba haber mencionado eso. No había esperado entablar una conversación tan personal con Carol, pero tras haberlo hecho se sentía mucho mejor.
Disfrutando de cada minuto que pasaban juntos, sólo a las diez y media salieron por fin de sus respectivas habitaciones. Jason pidió al botones que llevara su coche a la entrada principal del hotel, y ambos bajaron al vestíbulo en el ascensor. Como había anunciado Carol, cuando salieron a la calle el cielo se había oscurecido y llovía.
Con la ayuda de un mapa proporcionado por Avis y la memoria de Carol, se dirigieron a la Facultad de Medicina de la Universidad de Washington. Carol señaló el edificio que Hayes había visitado. Entraron por la puerta principal, y enseguida les detuvo un agente uniformado porque no llevaban identificaciones de la universidad.
—Soy médico de Boston —dijo Jason, mientras extraía su billetera para mostrarle su documento de identidad.
—No me importa de dónde es usted. Sin identificación, no pueden pasar. Es así de simple. Si quieren entrar, tienen que ir primero a la administración central.
Al comprender que de nada servía discutir se encaminaron hacia la administración central, y Jason preguntó a Carol cómo había solucionado Hayes el asunto de la seguridad.
—Llamó a su amigo antes —explicó Carol— y nos encontramos con él antes de entrar.
La mujer de la administración central se mostró tan amable y servicial que incluso enseñó a Carol un libro con fotografías de los profesores de la facultad para ver si reconocía al amigo de Hayes. Sin embargo la joven no logró identificarle. Pertrechados ya con los distintivos de seguridad, regresaron al edificio de investigaciones.
Carol condujo a Jason al quinto piso. El pasillo estaba atestado de equipos de repuesto, y las paredes necesitaban una mano de pintura. Se percibía un olor penetrante muy similar al del formaldehído.
—Aquí está el laboratorio —anunció Carol, deteniéndose ante una puerta abierta.
En un rótulo figuraban los nombres de los doctores Duncan Scheler y Rhett Shannon. El departamento era, como ya había adivinado Jason, el de genética molecular.
—¿Cuál de los dos nombres es? —preguntó Jason.
—No lo sé. Tal vez esté en la sala de animales.
La puerta de dicha sala tenía un gran panel de vidrio. En el interior dos hombres con batas blancas extraían sangre de un mono.
—Es el alto de pelo gris —dijo Carol, señalándolo. Jason se acercó al cristal. El hombre indicado por Carol era apuesto, de complexión atlética y aproximadamente de la misma edad que Jason. El cabello plateado le confería un aire distinguido. En cambio el otro doctor era prácticamente calvo y peinaba el escaso cabello que le quedaba en un vano intento por disimularlo.
—¿Crees que te recordará?
—Es posible. Sólo estuvimos un momento juntos, y luego yo me fui al Departamento de Psicología.
Esperaron a que los médicos terminaran su tarea y salieran de la sala de animales.
El hombre alto y de cabello cano llevaba un frasquito con sangre.
—Perdón —dijo Jason—, ¿podría concederme unos minutos?
El hombre miró la identificación que Jason llevaba en la solapa.
—¿Pertenece usted a un laboratorio farmacológico?
—Cielos, no —respondió Jason con una sonrisa—. Soy el doctor Jason Howard, y esta es la señorita Carol Donner.
—¿Qué puedo hacer por ustedes?
—Te veré dentro de un rato, Duncan —interrumpió el hombre calvo.
—De acuerdo —dijo Duncan—. Yo haré la prueba con esta sangre. —Luego, volviéndose hacia Jason, añadió—: Lo siento.
—No importa. Quería hablar con usted de un viejo amigo.
—¿Quién?
—Alvin Hayes. ¿Recuerda que le visitó?
—Por supuesto —contestó Duncan. Miró a Carol y preguntó—: ¿Usted no estaba con él?
Carol asintió.
—Tiene usted buena memoria.
—Quedé muy impresionado al enterarme de su muerte. Fue una gran pérdida.
—Carol me comentó que Hayes vino para preguntarle algo importante —explicó Jason—. ¿Podría decirme de qué se trataba?
Duncan se mostró molesto y miró nerviosamente a los técnicos.
—No estoy seguro de querer hablar de eso.
—Lo lamento muchísimo. ¿Se trataba de un negocio o una cuestión personal?
—Será mejor que vayamos a mi despacho.
A Jason le costó contener su excitación. Por fin parecía haber dado con algo importante.
Una vez en el despacho, Duncan cerró la puerta. Había dos sillas con respaldo metálico. El hombre quitó las pilas de publicaciones que descansaban sobre ellas e indicó a Jason y Carol que tomaran asiento.
—Contestaré ahora a su pregunta —dijo—. Hayes me visitó por un asunto personal, no por negocios.
—Hemos recorrido casi cinco mil kilómetros sólo para hablar con usted —dijo Jason.
No estaba dispuesto a darse por vencido tan pronto, aunque la situación no parecía alentadora.
—Si me hubiera telefoneando, podría haberse ahorrado el viaje. —Parte de la cordialidad de Duncan había desaparecido de su voz.
—Tal vez debería explicarle por qué nos interesa tanto su respuesta. —Jason relató el misterio del posible descubrimiento de Hayes y sus propios e inútiles intentos por averiguar de qué se trataba.
—¿Y usted cree que Hayes acudió aquí para que le ayudara en su investigación? —informó Duncan.
—Eso esperaba.
El hombre lanzó una carcajada Miró a Jason con el rabillo del ojo.
—No será drogadicto, ¿verdad?
Jason quedó perplejo.
—Muy bien, le contaré qué quería Hayes; un lugar para comprar marihuana.
Comentó que le aterraba la idea de llevar la droga en un vuelo y que, por consiguiente, no tenía nada. Como favor especial, le arreglé un encuentro con un muchacho de la universidad.
Jason estaba pasmado. Su excitación desapareció como el aire que escapa de un globo.
—Lamento haberle hecho perder el tiempo…
—No se preocupe.
Carol y Jason abandonaron el edificio de investigación y entregaron las identificaciones al guarda de seguridad. La joven sonreía con expresión burlona.
—No es nada gracioso —aseguró Jason cuando subían al coche.
—Sí lo es —replicó Carol—. Lo que sucede es que ahora no te das cuenta.
—Más vale que regresemos.
—¡Ah, no! Me convenciste de que viniera, y no pienso irme hasta que hayas visto las montañas.
—Ya lo pensaré —repuso Jason malhumorado.
Carol ganó la partida. Regresaron al hotel, recogieron sus pertenencias y, antes de que Jason se diera cuenta, circulaban por una autopista, alejándose de la ciudad. Ella insistió en conducir. Muy pronto los suburbios dieron paso a un bosque verde y brumoso, y las colinas se transformaron en montañas. La lluvia cesó, y Jason divisó a lo lejos picos nevados. El paisaje era tan hermoso que olvidó su decepción.
—Será aún más hermoso —vaticinó Carol cuando salieron de la autopista en dirección a Cedar Falls.
Recordaba bien el camino y, alegre, señaló los puntos más pintorescos. Enfiló un estrecho camino que corría junto al río Cedar.
Era como un escenario de cuento de hadas, con vastos bosques, rocas escarpadas, montañas distantes y ríos caudalosos. Cuando empezó a oscurecer, Carol viró, salió del camino, se internó en un sendero de guijarros y por último detuvo el coche ante una pintoresca posada de montaña, construida a semejanza de una cabaña de troncos, pero de cinco pisos. Una gran chimenea de piedra expulsaba con pereza un hilo de humo.
Un letrero en el porche rezaba:
SALMÓN INN.
—¿Tú y Alvin os hospedasteis aquí? —preguntó Jason, mirando por el parabrisas del amplio porche, con muebles rústicos de pino.
—Sí —respondió Carol, volviéndose para coger su bolso del asiento trasero.
Descendieron del automóvil. El aire era fresco y llevaba un penetrante olor a leña ardiendo. Jason oyó el sonido distante del agua que corría.
—El río está al otro lado de la posada —explicó Carol mientras ascendía por los peldaños—. Un poco más allá hay una hermosa cascada. La veremos mañana.
Jason la siguió, preguntándose de pronto qué demonios hacía allí. El viaje había sido un tremendo error; debería haberse quedado en Boston, junto a sus pacientes. Y sin embargo allí estaba, en las Cascades Mountains, con una chica a quien no debería admirar tanto.
El interior de la posada era tan encantador como su aspecto exterior. El salón central, espacioso, de dos pisos, estaba dominado por un hogar gigantesco, y decorado con tapices, cabezas de animales y pieles de oso. Varias personas leían ante el fuego, y una familia jugaba al Scrabble. Algunas cabezas se volvieron cuando Jason y Carol se acercaron al mostrador de recepción.
—¿Han hecho reserva? —inquirió el recepcionista.
Jason se preguntó si el hombre bromeaba. El establecimiento era muy grande, se encontraba perdido en el bosque, se hallaban a principios de noviembre y ni siquiera era fin de semana. Sospechaba, pues, que la demanda de habitaciones no sería muy alta.
—No; no hemos hecho reserva —respondió—. ¿Es eso un problema?
—Esperen un momento —pidió el hombre, volviéndose para consultar el libro.
—¿Cuántas habitaciones tiene el hotel? —preguntó Jason, todavía pensativo.
—Cuarenta y dos y seis suites —contestó el recepcionista sin levantar la vista.
—¿Se celebra alguna convención en el pueblo?
El hombre se echó a reír.
—La posada siempre está completa en esta época del año. Es la temporada del salmón.
Jason había oído hablar de los salmones del Pacífico y cómo misteriosamente regresaban a las aguas frescas de donde procedían. Sin embargo siempre había creído que ese fenómeno tenía lugar en primavera.
—Tienen suerte —dijo el recepcionista—. Disponemos de una habitación, pero es posible que mañana hayan de cambiarse a otra. ¿Cuántas noches piensan quedarse?
Carol miró a Jason. Este se mostraba preocupado; ¡sólo una habitación! Sin saber qué decir, empezó a tartamudear.
—Tres noches —contestó Carol.
—Muy bien. ¿Y cómo pagarán la cuenta?
Se produjo un silencio.
—Con tarjeta de crédito —respondió Jason, buscando con torpeza su cartera. No podía creer lo que estaba sucediendo.
Mientras seguían al botones por el pasillo del segundo piso, Jason se preguntó cómo se había metido en semejante apuro. Contaba en que al menos la habitación contara con dos camas. Por mucho que admirara el físico de Carol, no estaba preparado para tener una aventura con una bailarina exótica que sólo Dios sabía a qué otras actividades paralelas se dedicaba.
—Gozarán de una vista maravillosa —anunció el botones.
Jason entró en la habitación, pero lo primero en que se fijó no fue en las ventanas; quedó muy aliviado al observar que había dos camas separadas.
Cuando el hombre se hubo retirado, Jason se acercó a la ventana para admirar la espectacular panorámica. El río Cedar, que en ese punto se ensanchaba y formaba lo que semejaba un pequeño lago, estaba bordeado de enormes coníferas que reflejaban el color púrpura del atardecer. Bajo los árboles se extendía un césped que descendía hasta la ribera. En la orilla aparecían diversos embarcaderos que albergaban entre veinte y treinta botes de remo. Fuera del agua había una serie de canoas. Cuatro grandes botes de goma con motores fuera borda estaban amarrados al extremo de un embarcadero. Jason advirtió la fuerza de la corriente pese al aspecto plácido del río, pues los cuatro botes de goma tenían las amarras muy tirantes.
—Bien, ¿qué te parece? —preguntó Carol, dando una palmada—. ¿No es un lugar acogedor?
La habitación estaba empapelada con un diseño floral. El piso era de tablas gruesas de pino con algunas alfombras diseminadas. Las camas lucían cobertores estampados.
—Es una maravilla —reconoció Jason, mirando hacia el cuarto de baño con la esperanza de que hubiera batas—. Tú pareces un guía turístico. ¿Qué hacemos ahora?
—Propongo que cenemos enseguida. Estoy muerta de hambre. Y creo que la cena se sirve sólo hasta las siete. Aquí la gente se acuesta muy temprano.
El restaurante tenía una pared curva con ventanales que daban al río. Y en el centro se alzaban puertas dobles que conducían a un amplio porche. Jason conjeturó que en verano la cena se serviría allí. Varios escalones comunicaban el porche con el césped, y en los embarcaderos brillaban luces que iluminaban el agua.
Unas veinte mesas estaban ocupadas. La mayoría de la gente ya estaba tomando el café. Jason tuvo la sensación de que todos habían dejado de hablar en cuanto ellos aparecieron en el comedor.
—¿Por qué tengo la impresión de estar en un escaparate? —susurró Jason.
—Porque te preocupa compartir la habitación con una mujer joven a quien apenas conoces —murmuró Carol—. Estás a la defensiva y te sientes un poco culpable e inseguro con respecto a lo que se espera de ti.
Jason quedó boquiabierto. Escudriñó los ojos de Carol para captar qué reflejaban.
Sabía que se había ruborizado. ¿Cómo era posible que una muchacha que bailaba casi desnuda se mostrara tan perspicaz? Jason siempre se había jactado de su capacidad para evaluar a la gente; al fin y al cabo era su trabajo. Como médico, debía intuir qué les ocurría a sus pacientes. Entonces ¿por qué tenía la impresión de que había algo que no encajaba?
Al ver el rostro encendido de Jason, la joven se echó a reír.
—¿Por qué no te relajas y disfrutas? Abandona tus reservas, doctor… No pienso morderte.
—Muy bien. Lo haré.
Estudiaron la carta que ofrecía una sorprendente variedad de platos de salmón.
Después de largas deliberaciones, decidieron pedir salmón al horno cubierto con una fina capa de hojaldre. Para completar el festín, bebieron un Chardonnay Washington State que Jason encontró delicioso. Enseguida se sorprendió riendo feliz. Hacía mucho que no se sentía tan libre. De pronto ambos se percataron de que se hallaban solos en el comedor.
Más tarde, tendido ya en la cama, la mirada fija en el techo, Jason se sintió confuso.
La ceremonia previa a acostarse había resultado casi cómica, haciendo malabarismos con las toallas para cubrirse, tirando una moneda al aire para decidir quién usaba el cuarto de baño primero. Jason no recordaba haberse sentido nunca tan consciente de su propio cuerpo. Se tumbó de lado. En la oscuridad, apenas si distinguía la silueta de Carol, que también estaba echada de costado. Oía el suave sonido de su respiración sobre el ruido de la cascada distante. Era obvio que Carol dormía. Jason envidió su sincera aceptación de sí misma y su facilidad para conciliar el sueño. Sin embargo lo que le desconcertaba no era tanto la impredecible personalidad de la muchacha como lo mucho que él se divertía. Y Carol era la responsable de ello.