Jason despertó temprano y llamó a Roger para informarse del estado de sus pacientes porque no pensaba ir a la clínica ese día. Había decidido emprender otro viaje antes de encontrarse con Carol para tomar el avión de las cuatro de la tarde hacia Seattle. Preparó su bolso deprisa, sin olvidar llevar ropa especial para el tiempo frío y lluvioso, y pidió por teléfono un taxi que lo llevó al aeropuerto. Una vez allí, dejó su equipaje en consigna y embarcó en el vuelo de las diez de la mañana desde Eastern hasta La Guardia, donde alquiló un automóvil y se dirigió a Leonia, Nueva Jersey.
Quería hablar con la exesposa de Hayes, aunque probablemente esta no aportaría ningún dato interesante. No estaba dispuesto a pasar por alto ningún detalle.
Leonia era un pueblo pequeño y tranquilo. Diez minutos después de cruzar el puente George Washington, Jason circulaba por Broad Avenue, una calle ancha bordeada de comercios ante los cuales se podía aparcar en batería. Había una farmacia, una ferretería, una panadería e incluso un pequeño restaurante. Parecía un decorado cinematográfico de la década de los cincuenta. Jason entró en el restaurante, pidió un batido de vainilla y consultó el listín telefónico. Había una Louise Hayes en Park Avenue. Mientras bebía el batido, dudó entre llamar por teléfono o presentarse directamente. Optó por lo segundo.
Park Avenue dividía Broad Avenue en dos y ascendía por la colina que bordeaba Leonia por el este. Pasado el Pauline Boulevard, describía un arco hacia el norte. En ese lugar Jason encontró la casa de Louise Hayes, una construcción modesta de color marrón oscuro, con tejado de madera que pedía a gritos una reparación. El césped del jardín de la entrada estaba tan crecido que había producido semilla. Jason pulsó el timbre. Abrió la puerta una mujer sonriente, de mediana edad y cabello castaño que vestía una bata roja desteñida a la que se asía una niña de cinco o seis años con el pulgar metido en la boca.
—¿La señora Hayes? —preguntó Jason.
La mujer que se hallaba ante él no se parecía nada a las dos amantes de Hayes.
—Sí.
—Soy el doctor Jason Howard, colega de su difunto esposo. —Jason no había preparado lo que iba a decir.
—¿Sí? —repitió la señora Hayes, empujando a la pequeña detrás de ella.
—Me gustaría hablar con usted, si dispone de unos minutos. —Jason extrajo su cartera y mostró a la mujer su permiso de conducir con su fotografía y un carné que lo acreditaba como integrante del cuerpo médico del PBS—. Estudié en la Facultad de Medicina con su marido —agregó.
Louise examinó los documentos y se los devolvió.
—¿Quiere pasar?
—Gracias.
El interior de la casa también daba la impresión de necesitar arreglos. Los muebles eran viejos, y la alfombra estaba raída. Había juguetes diseminados por el suelo.
Louise despejó un sillón e indicó a Jason que se sentara.
—¿Puedo ofrecerle algo de beber? ¿Café, té?
—Un café me sentaría muy bien —dijo.
La mujer se mostraba nerviosa, y Jason pensó que un poco de actividad contribuiría a serenarla. La señora Hayes desapareció tras la puerta de la cocina, y enseguida se oyó un ruido de agua que corría. La pequeña, que se había quedado en la salita, miraba al recién llegado con sus enormes ojos castaños. Cuando Jason le sonrió, la chica se precipitó hacia la cocina.
Jason paseó la mirada por la estancia. Era oscura y triste. Louise regresó seguida de su hija. Tendió a Jason una taza de café y colocó recipientes con azúcar y leche sobre una pequeña mesa frente al sillón.
Jason se sirvió ambas cosas. Louise se acomodó frente a él.
—Lamento no haberme mostrado muy hospitalaria al principio —dijo—. No suele venir mucha gente para preguntarme por Alvin.
—Comprendo. —Jason la miró con más atención. Bajo su aspecto descuidado, se advertía la sombra de una mujer atractiva. Hayes tenía buen gusto, no cabía duda—. Siento haberme presentado sin avisar. El caso es que Alvin me había hablado de usted, y como pasaba por esta zona decidí visitarla. —Jason consideró que unas mentiras piadosas no vendrían mal.
—¿Conque le habló de mí? —preguntó Louise con indiferencia.
Jason decidió proceder con cautela. No estaba allí para avivar sentimientos desagradables.
—El motivo por el que quería conversar con usted es que su marido me comentó que había realizado un importante descubrimiento científico.
Explicó las circunstancias de la muerte de Alvin Hayes y cómo él había asumido una suerte de cruzada personal para tratar de averiguar si realmente existía ese hallazgo científico trascendental. Aseguró que sería una tragedia que Alvin hubiera descubierto algo que representara una ayuda para la humanidad y que se perdiera.
Louise asintió. Cuando Jason le preguntó si conocía la naturaleza del descubrimiento, ella respondió que no.
—Usted y Alvin no hablaban mucho, ¿verdad?
—No. Solo acerca de los niños y cuestiones económicas.
—¿Cómo están sus hijos? —preguntó Jason al recordar la preocupación de Hayes con respecto a su vástago.
—Los dos están muy bien, gracias.
—¿Los dos?
—Sí —respondió Louise—. Lucy, que es esta —dijo, acariciando la cabeza de la niña—, y John, que está en la escuela.
—Creí que tenían tres hijos.
Jason advirtió que los ojos de la mujer se nublaban. Tras un incómodo silencio ella reconoció:
—Bueno… sí, hay otro. Alvin junior. Es subnormal profundo y está internado en un colegio de Boston.
—Lo lamento.
—Está bien. A estas alturas no tendría que afectarme tanto, pero creo que nunca me acostumbraré. Supongo que ese fue el motivo por el que Alvin y yo nos divorciamos; porque me sentí incapaz de hacer frente a ese problema.
—¿Dónde está Alvin junior exactamente? —preguntó Jason, consciente de estar hurgando en un punto doloroso.
—En el instituto Hartford.
—¿Y cómo le va?
Jason conocía el instituto Hartford, un establecimiento adquirido por el PBS cuando la corporación compró un hospital privado para enfermos agudos. También sabía que el instituto se hallaba en venta, ya que producía pérdidas.
—Supongo que bien —respondió Louise—. No suelo visitarle porque se me parte el corazón.
—Lo comprendo —dijo Jason, mientras se preguntaba si Hayes se había referido a ese hijo la noche en que murió—. ¿Podríamos telefonear para preguntar cómo se encuentra el muchachito?
—Supongo que sí —contestó Louise, sin mostrar sorpresa por la insólita pregunta. Se puso en pie y, todavía con su hija agarrada a la bata, se acercó al teléfono, llamó al instituto y preguntó cómo estaba su hijo. Después de colgar, dijo—: Opinan que su estado es más o menos el que cabe esperar. El único problema nuevo que se ha presentado es un poco de artritis, que ha dificultado la fisioterapia.
—¿Hace mucho que está internado allí?
—Desde que Alvin comenzó a trabajar para el PBS. La posibilidad de internar a Alvin Junior en Hartford fue una de las razones que le animaron a aceptar el puesto.
—¿Y su otro hijo? Usted dice que está muy bien.
—No podría estar mejor —afirmó Louise con evidente orgullo—. Cursa tercero, y le consideran uno de los alumnos más brillantes de la clase.
—Eso es estupendo —dijo Jason, tratando de recordar la noche en que murió Hayes.
Este había asegurado que alguien deseaba su muerte y la de su hijo, que era demasiado tarde para él, pero tal vez no para su hijo. ¿Qué diablos significaba eso?
Jason había dado por sentado que algún chico padecía una enfermedad física, pero por lo visto no era así.
—¿Más café? —preguntó Louise.
—No, gracias —respondió Jason—. Quisiera preguntarle solo una última cosa. Antes de fallecer, Alvin tramitaba la formación de una sociedad anónima, cuyos accionistas serían sus hijos. ¿Estaba usted al corriente?
—No.
—Bien —dijo Jason—, muchísimas gracias por el café. Si hay algo que pueda hacer por usted en Boston, como por ejemplo visitar a Alvin junior, no dude en llamarme.
Cuando él se puso en pie, la chiquilla escondió la cabeza tras la falda de Louise.
—Espero que Alvin no sufriera mucho.
—No; no sufrió —mintió Jason, recordando la expresión de dolor y tormento en el rostro del hombre.
Se encaminaban hacia la puerta cuando Louise dijo:
—Ahora recuerdo que después de la muerte de Alvin alguien entró en esta casa por la fuerza. Por suerte habíamos salido.
—¿Se llevaron algo? —preguntó Jason, pensando que podría ser obra de Gene Inc.
—No —respondió Louise—. Probablemente al ver el desorden reinante decidieran robar en otra casa. —Sonrió—. Pero lo que sí hicieron fue registrar todo, incluso la biblioteca de los niños.
Mientras conducía en dirección al puente George Washington, Jason reflexionaba sobre su entrevista con Louise Hayes. Pensó que debía sentirse más descorazonado de lo que estaba. Al fin y al cabo no había averiguado nada de importancia que justificara el viaje. Sin embargo había otro elemento que había influido en su decisión de visitar a la mujer; una genuina curiosidad con respecto a la esposa de Hayes. Después de haber perdido a su esposa de manera tan trágica, a Jason le costaba entender por qué alguien como Hayes había decidido separarse de la suya. En todo caso él no había vivido la experiencia de tener un hijo subnormal.
Jason logró embarcar en el vuelo de las dos de la tarde con destino a Boston. En el avión intentó leer, pero le resultaba imposible concentrarse. Empezó a preocuparle la idea de que Carol no pudiera reunirse con él en el aeropuerto de Boston o, peor aún, que se presentara con Bruno.
Lamentablemente su vuelo, que debía aterrizar en Boston a las dos cuarenta, despegó de La Guardia a las dos y media. Así pues, cuando finalmente Jason descendió del avión, ya eran las tres y cuarto. Retirando su equipaje de la consigna, corrió de la terminal de Eastern a la de United. Había una larga cola ante la ventanilla de venta de pasajes; Jason no entendía por qué ese trámite era tan largo y complicado. Ya eran las cuatro menos veinte, y ni rastro de Carol Donner.
Por fin llegó el turno a Jason, quien entregó su tarjeta de American Express y pidió dos pasajes de ida y vuelta a Seattle para el vuelo que partía a las cuatro, con fecha abierta de regreso.
El empleado se mostró eficiente. En menos de tres minutos, Jason ya había conseguido los pasajes y las tarjetas de embarque y corría hacia la puerta 19. Eran las cuatro menos cinco. Una vez allí inquirió si alguien había preguntado por él. Cuando la muchacha situada detrás del mostrador contestó que no, Jason describió someramente a Carol y preguntó al empleado de la compañía aérea si la había visto.
—Es muy atractiva —agregó.
—Estoy seguro de que lo es —replicó el hombre, sonriendo—. Por desgracia, no la he visto. Pero si se propone ir a Seattle, más vale que suba al avión.
Jason observó cómo el minutero recorría la totalidad del cuadrante del reloj de pared ubicado detrás del mostrador de control.
El empleado estaba atareado contando los pasajes. Otro empleado anunció que el avión con rumbo a Seattle pronto partiría. Faltaban dos minutos para las cuatro.
Con el bolso colgado del hombro, Jason dirigió la mirada hacia la entrada de la terminal. Cuando ya casi había perdido toda esperanza, la vio. Corría hacia él. Jason debería haberse sentido encantado. El único problema era que, unos pasos detrás de ella, atisbó el imponente corpachón de Bruno. Un poco más allá, junto al lugar donde un equipo de detección por rayos X registraba las maletas, estaba apostado un policía.
Jason se dijo que se encaminaría hacia allí si era preciso huir.
A Carol le costaba correr con el bolso colgado del hombro, y Bruno no hacía nada por ayudarla. La joven se acercó a Jason, quien vio cómo la expresión de Bruno pasaba de la sorpresa a la confusión y la furia.
—¿He llegado a tiempo? —preguntó ella, jadeando.
El empleado se había situado junto a la puerta que comunicaba con el avión para retirar el tope que la mantenía abierta.
—¿Qué demonios hace usted aquí, degenerado? —exclamó Bruno al tiempo que observaba el cartel que anunciaba el destino del vuelo. Luego miró a Carol con gesto acusador—. Me dijiste que ibas a tu casa, Carol.
—Vamos —urgió la muchacha, tomando del brazo a Jason y empujándolo hacia la puerta de embarque.
Jason se tambaleó, la mirada fija en el rostro regordete de Bruno, que de pronto había adquirido un tono morado nada atractivo; las venas de sus sienes tenían ya el tamaño de cigarrillos.
—¡Un momento, por favor! —exclamó Carol al empleado, quien asintió y vociferó algo en dirección a la manga. Jason siguió observando a Bruno hasta el último instante y lo vio correr hacia un teléfono público.
—Al parecer ustedes disfrutan llegando en el último momento —dijo el empleado, desgarrando la mitad de cada tarjeta de embarque.
Jason volvió por fin la cabeza, convencido de que Bruno había decidido no armar un escándalo. Carol seguía asiéndole del brazo mientras avanzaban por los accesos.
Tuvieron que esperar a que el operador de la manga golpeara el costado del avión para que el asistente que estaba en el interior del aparato volviera a abrir la puerta.
Una vez sentados, Carol se disculpó por el retraso.
—Estoy furiosa —declaró mientras colocaba el bolso debajo del asiento que tenía delante—. Agradezco que Arthur se preocupe por mi bienestar, pero esto es ridículo.
—¿Quién es Arthur?
—Mi jefe —respondió Carol, enfadada—. Amenazó con despedirme si me marchaba.
Creo que cuando vuelva dejaré el trabajo.
—¿Podrías hacerlo? —preguntó Jason, curioso con respecto a qué más implicaría el empleo de Carol, además de bailar. Por lo que él sabía, las mujeres como ella perdían el control de sus vidas.
—De todas formas pensaba hacerlo muy pronto —aseguró la joven.
El avión dio una sacudida al ser remolcado hacia atrás en dirección a la pista.
—¿Sabes en qué consiste mi trabajo? —preguntó Carol.
—Sí, más o menos.
—Nunca lo has mencionado —dijo Carol—. Casi todo el mundo saca a relucir el tema.
—Creo que no es asunto mío —afirmó Jason—. ¿Quién soy para juzgarte?
—Eres un poco raro. Adorable, pero raro.
—Siempre creí ser bastante normal —replicó.
—¡Ja! —exclamó Carol con aire juguetón.
Había mucho movimiento de aviones, de modo que tardaron unos veinte minutos en despegar.
—Creí que nunca lo lograríamos —dijo Jason, quien finalmente comenzaba a relajarse.
—Lo siento. Traté de desembarazarme de Bruno, pero se pegó a mí como una lapa.
No quería que se enterara de que no viajaba a Indiana. En fin, ¿qué podía hacer yo?
—No tiene importancia —repuso Jason, aunque en el fondo le inquietaba un poco que alguien además de Shirley supiera cuál era su destino. Había planeado mantenerlo en secreto. De todos modos, pensó, ¿qué más daba que lo supiera otra persona?
Tomando notas en un bloc amarillo, interrogó a Carol con respecto a los movimientos de Hayes en cada uno de sus dos viajes a Seattle. La primera visita era la más interesante. Se habían alojado en el hotel Mayfair y, entre otros lugares, habían visitado un club llamado Tótem, similar al Cabaré de Boston. Jason preguntó qué tal era.
—Bueno —respondió ella—, pero nada del otro mundo. Carecía de la excitación que flota en el Club Cabaré. Me parece que Seattle es una ciudad bastante conservadora.
Jason asintió intrigado por el hecho de que Hayes hubiera acudido a un lugar semejante cuando viajaba con Carol.
—¿Alvin habló con alguien allí? —preguntó.
—Sí. Arthur le concertó una cita con el dueño del local.
—¿Tu jefe hizo eso? Entonces, ¿Alvin conocía a tu jefe?
—Eran amigos. Así fue como conocí a Alvin.
Jason recordó los rumores acerca de la afición de Alvin por las discotecas y lugares afines. Al parecer, eran ciertos. No obstante la mera idea de que un biólogo molecular de fama internacional fuera amigo de un hombre que regentaba un bar topless le resultaba absurda.
—¿Sabes de qué habló Alvin con ese hombre?
—No —respondió Carol—. No conversaron mucho tiempo. Yo estaba concentrada observando a las bailarinas. Eran bastante buenas.
—Y también visitasteis la Universidad de Washington.
—Así es. El primer día.
—¿Crees que reconocerás al hombre con quien Alvin se entrevistó allí?
—Creo que sí. Era un tipo alto y bien parecido.
—Y después, ¿qué hicisteis?
—Fuimos a las montañas.
—¿Era época de vacaciones?
—Supongo que sí.
—¿Alvin se encontró con alguien allí?
—No, con nadie en particular, pero habló con mucha gente.
Jason se arrellanó en el asiento después de que le sirvieran un cóctel. Reflexionó sobre lo que Carol le había contado y decidió que el hecho más crucial era la visita a la Universidad de Washington. De todos modos la visita al club era extraña y merecía algunas pesquisas.
—Otra cosa —dijo Carol—. En el segundo viaje perdimos bastante tiempo buscando hielo seco.
—¿Hielo seco? ¿Para qué?
—No me lo dijo. Alvin tenía una nevera y quería llenarla de hielo seco.
Tal vez para transportar el espécimen, pensó Jason. Cuando aterrizaron en Seattle, cambiaron la hora de sus relojes a la de la costa del Pacífico. Jason miró por la ventanilla del avión. Como cabía esperar, llovía. Alcanzaba a ver los charcos de agua en la pista. Pronto aparecieron rastros de humedad en el cristal.
Alquilaron un coche y, una vez lejos del tráfico del aeropuerto, Jason dijo:
—He pensado que será mejor que nos alojemos en el mismo hotel en que os hospedasteis la última vez, por si eso contribuye a refrescarte la memoria. En habitaciones separadas, por supuesto.
Carol volvió la cabeza para mirarlo en la penumbra del automóvil. Jason quería que quedara bien claro que ese viaje era exclusivamente de negocios.
Dos coches detrás del de Jason y Carol avanzaba un Ford Taunus azul oscuro. Al volante iba un hombre de edad mediana, vestido con jersey de cuello alto, cazadora de ante y pantalones de cuadros. Aproximadamente cinco horas antes había recibido una llamada para ordenarle que estuviera en el aeropuerto en el momento en que aterrizara el avión de la United procedente de Boston. Debía localizar a un médico de alrededor de cuarenta y cinco años que llegaría con una hermosa joven. Los apellidos eran Howard y Donner. Debía vigilar a la pareja. La operación había sido más sencilla de lo que suponía. Había confirmado su identidad colocándose detrás de ellos en el mostrador de Avis.
Ahora debía evitar perderlos de vista. Supuestamente, contactaría con él alguien proveniente de Miami. Por ese trabajo le pagarían los habituales cincuenta dólares por hora más gastos. Se preguntó si se trataría de algún asunto de carácter doméstico.
El hotel era elegante. Teniendo en cuenta el habitual desaliño de Hayes, a Jason le sorprendió que hubiera tenido gustos tan caros. Consiguieron habitaciones separadas pero contiguas, y Carol insistió en que abrieran la puerta de comunicación.
—No seamos mojigatos —declaró, y Jason no supo cómo reaccionar.
Puesto que apenas habían probado la comida del avión, Jason sugirió que cenaran antes de ir al Tótem Club. Carol se cambió de ropa y, al entrar en el comedor del hotel, Jason quedó complacido por su aspecto juvenil y atractivo. Incluso el maître quiso ver su documento de identidad cuando Jason pidió una botella Chardonnay California. El episodio divirtió muchísimo a Carol.
A las diez de la noche, una de la madrugada hora de la Costa Este, se disponían a partir hacia el Tótem Club. Jason ya comenzaba a tener sueño, pero Carol estaba muy animada. Para evitar cualquier posible problema de aparcamiento, dejaron el coche alquilado en el hotel y tomaron un taxi. Carol reconoció que cuando estuvo con Hayes le había costado bastante localizar el lugar.
El Tótem Club se hallaba en las afueras de Seattle, en el límite de un agradable barrio residencial. No existía allí la sordidez propia de la Combat Zone de Boston. El club estaba rodeado de un amplio aparcamiento asfaltado, donde no había basura ni mendigos. Tenía el aspecto de cualquier restaurante o bar, excepto por varios falsos tótems que flanqueaban la entrada. Cuando Jason bajó del taxi, oyó compases de rock.
Ambos corrieron bajo la lluvia hacia la entrada.
El local parecía mucho más conservador que el Cabaré. Lo primero en que Jason reparó fue en que el público estaba compuesto en su mayoría por parejas, no por los bebedores que se instalaban junto a la pasarela en Boston. Había incluso una pequeña pista de baile. La única similitud evidente entre ambos establecimientos era la disposición de la sala, con una pasarela en el centro para las bailarinas.
—Aquí no hay chicas en topless —susurró Carol.
Ambos fueron conducidos a un reservado en el primer nivel, lejos del bar. Había otro nivel detrás de ellos. Una camarera colocó dos posavasos de cartón en la mesa y preguntó qué deseaban tomar.
Después de que les hubieran servido las bebidas, Jason preguntó a Carol si había localizado al propietario del lugar. Al principio no lo veía, pero al cabo de un cuarto de hora cogió a Jason del brazo y se inclinó sobre la mesa.
—Allí está —dijo, señalando a un hombre joven, de poco más de treinta años, vestido con esmoquin, corbata roja y faja ancha del mismo color. Su tez era morena, y su cabello oscuro.
—¿Recuerdas cómo se llama?
Ella negó con la cabeza.
Jason se puso en pie y caminó hacia el propietario, que tenía un rostro afable y juvenil. Cuando Jason se acercó, el individuo reía y daba palmadas en la espalda de un hombre sentado a la barra.
—Disculpe —dijo Jason—, soy el doctor Jason Howard, de Boston.
El hombre volvió la cabeza y lo miró. Su sonrisa parecía de plástico.
—Yo soy Sebastián Frahn —dijo el propietario—. Bienvenido al Tótem.
—¿Podría hablar un momento con usted?
La sonrisa se desvaneció del rostro del hombre.
—¿Cuál es el problema?
—Le agradecería que me concediera un par de minutos.
—Estoy muy ocupado. Tal vez más tarde.
Sorprendido por el desaire, Jason observó cómo Frahn avanzaba entre los parroquianos. Su sonrisa había reaparecido.
—¿Has tenido suerte? —preguntó Carol cuando Jason volvió al reservado y se sentó.
—No. Después de haber recorrido casi cinco mil kilómetros, el tipo se niega a hablar conmigo.
—En este negocio hay que actuar con cautela. Lo intentaré yo.
Sin esperar la respuesta de Jason, salió del reservado. Él la observó avanzar con soltura y garbo hacia donde se hallaba el dueño del local. Le rozó el brazo e intercambió unas palabras con él. Jason lo vio asentir y luego mirar hacia dónde él estaba. El hombre volvió a asentir y se alejó. Carol regresó.
—Vendrá enseguida.
—¿Qué le has dicho?
—Me recordaba —dijo simplemente Carol. Jason se preguntó qué significaba eso.
—¿Recordaba también a Hayes?
—Sí, claro.
Diez minutos más tarde, Sebastián Frahn recorrió el local y se detuvo junto a la mesa que ocupaba la pareja.
—Lamento haberme mostrado tan rudo. Ignoraba que ustedes eran amigos.
—No importa —dijo Jason. No sabía exactamente qué quería decir el hombre, pero se mostraba cordial.
—¿En qué puedo servirle?
—Carol me ha comentado que usted recuerda al doctor Hayes.
Sebastián miró a la joven.
—¿Se refiere al hombre con quien estuvo usted aquí la última vez?
Carol asintió con la cabeza.
—Por supuesto que lo recuerdo. Era amigo de Arthur Koehler.
—¿Tendría inconveniente en explicarme de qué hablaron? Puede ser importante.
—Jason trabajaba con Alvin —precisó Carol.
—No tengo ningún inconveniente en decirle de qué hablamos. Él quería ir a pescar salmones.
—¡A pescar! —exclamó Jason.
—En efecto. Afirmó que deseaba conseguir algunos ejemplares grandes sin necesidad de ir muy lejos. Le aconsejé que fuera a Cedar Falls.
—¿Eso fue todo? —preguntó Jason, desanimado.
—También charlamos un poco sobre los Seattle Supersonics.
—Gracias —dijo Jason— por el tiempo que me ha dedicado.
—De nada —replicó Sebastián con una sonrisa—. Bien, debo atender a mis clientes. —Se puso en pie, les estrechó la mano y le invitó a volver. Luego se alejó.
—No puedo creerlo —masculló Jason—. Cada vez que creo tener una pista, termina por ser una tontería. ¡Pescar!
A petición de Carol, permanecieron otra media hora para presenciar el espectáculo.
Cuando regresaron al hotel, Jason se sentía agotado. En la Costa Este eran las cuatro de la mañana del jueves. Jason se acostó con una sensación de alivio. El resultado de su visita al Tótem Club le había decepcionado, pero todavía le quedaba la Universidad de Washington. Estaba a punto de conciliar el sueño cuando oyó un golpe suave en la puerta de comunicación. Era Carol. Dijo que estaba muerta de hambre y que no podía dormir, y preguntó si podían pedir que les subieran algo a la habitación. Sintiéndose obligado a mostrarse cortés, Jason asintió. Pidieron champán y un plato de salmón ahumado.
Envuelta en un albornoz, Carol se sentó en el borde de la cama de Jason, y comió salmón y galletas. Describió su niñez en las afueras de Bloomington, Indiana. Jason nunca la había oído hablar tanto. Había vivido en una granja, donde ordeñaba las vacas antes de ir a la escuela por la mañana. Jason la imaginó haciéndolo. La joven poseía la frescura que sugería esa clase de vida. Lo que le costó más fue vincular esa vida con la que la muchacha llevaba en la actualidad. Deseaba saber por qué su existencia había dado ese giro equivocado, pero temía preguntar. Además, el cansancio lo venció, y por mucho que lo intentó no consiguió mantener los ojos abiertos. Quedó dormido, y Carol, después de arroparlo, regresó a su propia habitación.