Después de que Jerome se hubiera marchado, Jason se dirigió al escritorio central para planear la reunión del cuerpo médico. Sabía que para algunas personas representaría más horas de trabajo, y agradeció a la Providencia la existencia de ordenadores. Hubo algunas protestas cuando explicó lo que se proponía, pues la reunión exigía que se cambiara la hora de visita a todos los pacientes externos de la tarde. Por fortuna Claudia asumió el papel de organizadora, lo que aseguró a Jason que todo estaría listo en su momento. A las cinco y media, después de atender a su último paciente, Jason marcó el número telefónico particular de Helene; tampoco esta vez respondieron a la llamada. Movido por un impulso, decidió pasar por el apartamento de la joven camino de su casa. Leyó la dirección que había obtenido del Departamento de Personal y advirtió que Helene vivía en Cambridge, en la avenida Concord. Entonces reconoció la dirección; era el edificio Craigie Arms.
«Qué coincidencia», pensó. Antes de conocer a Danielle había salido un tiempo con una muchacha que vivía precisamente allí.
Subió a su coche y condujo hacia Cambridge. Había un tráfico endiablado, pero gracias a su familiaridad con esa zona no tuvo ningún problema en localizar la dirección. Aparcó y se dirigió a la entrada del edificio. Después de recorrer con la vista la lista de nombres, encontró el de Brennquivist y pulsó el botón. Cabía la posibilidad de que Helene hubiera decidido no contestar al teléfono, pero sí el timbre del portero electrónico. No obtuvo respuesta. Jason examinó la lista de los inquilinos; el nombre de Lucy Hagen, su antigua novia, ya no figuraba. Al fin y al cabo habían transcurrido quince años.
Decidió buscar el timbre del encargado y pulsarlo. Del interfono brotó la voz ronca del señor Gratz:
—No se permite la entrada a los vendedores ni a los pedigüeños.
Jason se identificó, dando por sentado que el señor Gratz no le recordaría después de tanto tiempo. Le explicó que estaba preocupado por una colega suya que era inquilina de uno de los apartamentos. El señor Gratz no contestó, pero se oyó el zumbido de la puerta de la calle al abrirse. Una vez dentro, Jason volvió a percibir algo que se le había quedado grabado quince años atrás; el olor inequívoco a cebolla frita.
En el vestíbulo se abrió una puerta metálica, y apareció el señor Gratz luciendo, como siempre, una camiseta, un par de tejanos sucios y una barba de dos días. Observó el rostro de Jason y, tras preguntarle de nuevo su nombre, inquirió:
—¿No salía usted con la chica Hagen del segundo J?
Jason quedó impresionado. Sin duda el individuo jamás ganaría un concurso de belleza, pero era evidente que poseía una memoria prodigiosa. Jason lo había conocido porque Lucy siempre tenía problemas con el desagüe del fregadero, y Larry Gratz pasaba los días entrando y saliendo de su apartamento.
—¿En qué puedo servirle?
Jason le explicó que Helene Brennquivist no se había presentado en el trabajo y que tampoco contestaba el teléfono, y comentó que eso le preocupaba.
—Yo no puedo permitirle entrar en su apartamento.
—Por supuesto —dijo Jason—. Sólo quisiera asegurarme de que todo está bien.
Gratz se quedó mirándolo un momento, lanzó un gruñido y luego se echó a andar hacia el ascensor. Extrajo de un bolsillo un aro con tantas llaves que sin duda podrían franquearle la entrada a la mitad de los apartamentos de Cambridge. Subieron en el ascensor en silencio.
El apartamento de Helene se hallaba al final de un largo pasillo. Aun antes de llegar a la puerta, oyeron con toda claridad música rock a todo volumen.
—Parece que está de fiesta —comentó Gratz. Pulsó el timbre durante un minuto entero, pero no recibió respuesta. Gratz apoyó la oreja contra la puerta y volvió a llamar—. Ni siquiera oye el timbre. Qué raro que nadie se haya quejado del volumen de la música.
Levantó un puño peludo y comenzó a golpear la puerta. Por último seleccionó una llave y la hizo girar en la cerradura.
—Mierda —exclamó Gratz. Luego exclamó—: ¡Hola! Nadie contestó.
En el pequeño vestíbulo, con una arcada a la izquierda, Jason reconoció el inequívoco olor a muerte. Se disponía a hablar cuando Gratz exclamó:
—Será mejor que espere aquí. —Y avanzó en dirección a la sala—. ¡Dios Santo! —aulló un segundo después.
Sus ojos se abrieron de par en par, y su rostro se deformó en una mueca de horror.
Jason miró a través de la arcada; la habitación era una pesadilla.
El encargado corrió hacia la cocina, cubriéndose la boca con las manos. Jason, pese a su experiencia médica, también sintió náuseas. Helene y otra mujer estaban en el sofá, una al lado de la otra, desnudas, con las manos atadas a la espalda. Sus cuerpos habían sido mutilados de forma indescriptible. En la mesa había clavado un enorme cuchillo de cocina, manchado de sangre.
Jason volvió la cabeza y miró hacia la cocina. Larry estaba inclinado sobre el fregadero, vomitando. La primera reacción de Jason fue ir a ayudarle, pero lo pensó mejor y decidió abrir la puerta para que se disipara el hedor. Algunos minutos después Larry se acercó a él tambaleándose.
—¿Por qué no llama a la policía? —sugirió Jason, permitiendo que la puerta se cerrara a sus espaldas.
Agradecido por tener algo que hacer, Larry bajó corriendo por las escaleras. Jason se apoyó contra la pared, tembloroso, tratando de no pensar.
Dos policías llegaron poco después. Eran jóvenes y palidecieron cuando miraron hacia la sala. Cerraron herméticamente la habitación y procedieron a interrogar a Jason y Gratz. Procuraron no tocar nada, pero sí desconectaron la cadena musical. Al cabo de unos minutos acudieron más agentes uniformados y algunos detectives de civil. Jason sugirió que tal vez al detective Curran le interesaría el caso, y alguien le telefoneó. Se presentó un fotógrafo de la policía que se enfrascó en su tarea, y poco después apareció el médico forense.
Jason se encontraba en el vestíbulo cuando Curran irrumpió en el apartamento de Helene.
Al ver a Jason, se detuvo un momento y vociferó:
—¿Qué demonios hace usted aquí?
Jason se abstuvo de contestar, y Curran se dirigió al agente apostado junto a la puerta.
—¿Dónde está el detective encargado del caso? —inquirió, mostrándole su insignia.
El policía movió el pulgar en dirección a la sala. Curran entró, dejando a Jason en el vestíbulo.
Más tarde se presentaron los miembros de la prensa, con su habitual cargamento de cámaras y cuadernos. Trataron de entrar en el apartamento de Helene, pero el agente uniformado apostado a la puerta se lo impidió. Así pues, se conformaron con entrevistar al primero que encontraban, Jason incluido.
Este afirmó que no sabía nada sobre lo ocurrido y lo dejaron en paz.
Al cabo de un momento reapareció Curran. Incluso él presentaba un leve color verdoso en la cara. Se acercó a Jason, extrajo un cigarrillo de una cajetilla arrugada y durante un rato buscó las cerillas. Por último miró al doctor.
—No me diga «Ya se lo advertí».
—No ha sido solo un crimen con violación, ¿verdad? —preguntó Jason en un susurro.
—Yo no soy quién para dictaminarlo. Pero sí, hubo violación. ¿Qué le hace pensar que existió algo más?
—La mutilación fue llevada a cabo después de la muerte.
—¿Ah, sí? ¿Por qué lo sabe, doctor?
—Ausencia de sangre. Si las mujeres hubieran estado con vida habría mucha sangre.
—Me impresiona usted. Y he de reconocer que no creo que el autor fuera un chiflado cualquiera. Hay pruebas. No me está permitido dar más detalles, pero parece el trabajo de un profesional. Se utilizó un arma de calibre pequeño.
—Entonces estará de acuerdo conmigo en que la muerte de Helene está relacionada con la de Hayes.
—Es posible —dijo Curran—. Me han informado de que fue usted quien encontró los cuerpos.
—Con la ayuda del encargado.
—¿Qué le impulsó a venir aquí, doctor?
Jason reflexionó unos segundos antes de contestar:
—No estoy seguro. Como le expliqué, al enterarme de que Helene no había acudido a la clínica tuve un desagradable presentimiento.
Rascándose la cabeza, Curran recorrió con la vista el vestíbulo, dio una larga calada al cigarrillo y expulsó el humo por la nariz. Se había congregado una multitud de policías, periodistas e inquilinos curiosos. Contra la pared había dos camillas, preparadas para retirar los cuerpos de las mujeres.
—Tal vez no pasaré el caso al Departamento de Narcóticos —declaró por fin y se alejó.
Jason se acercó al agente que montaba guardia junto a la puerta del apartamento.
—¿Puedo marcharme ya?
—¡Eh, Rosati! —exclamó el policía. El detective encargado del caso, un hombre delgado, de cara macilenta y cabello oscuro despeinado, apareció casi de inmediato—. Quiere irse —dijo el agente, señalando a Jason.
—¿Tenemos su nombre y dirección? —preguntó Rosati.
—Nombre, dirección, teléfono, número de cuenta bancaria, de permiso de conducir… todo.
—Entonces supongo que no hay problema —dijo Rosati—. Nos mantendremos en contacto.
Jason asintió y echó a andar por el pasillo con piernas temblorosas. Cuando salió a la avenida Concord, le sorprendió observar que ya había oscurecido. El fresco aire de la tarde estaba impregnado de gases de los tubos de escape de los automóviles. Encontró una multa debajo del limpiaparabrisas. Irritado, la arrancó al comprender que había aparcado en una zona que requería tener en el parabrisas una pegatina que indicara que se residía en el barrio.
Tardó mucho más en regresar al PBS de lo que le había costado llegar al apartamento de Helene. Había un atasco en la salida a Fenway, de modo que ya eran las siete y media de la tarde cuando finalmente logró aparcar y entrar en el edificio. Ya en su consultorio, encontró en el escritorio un enorme listado de computadora con todas las personas que se habían sometido a un chequeo en el curso del último año, junto con una anotación acerca del estado físico actual de cada una de ellas. Las secretarias han hecho un buen trabajo, pensó Jason mientras guardaba el material en el maletín.
Luego subió al piso de los pacientes internados para efectuar su ronda. Una enfermera le entregó los resultados de la arteriografía de Madeline Krammer. Las arterias coronarias mostraban una invasión difusa, no focalizada. Al comparar los resultados con un estudio similar realizado seis meses antes, detectó un deterioro significativo. Harry Sarnoff, el cardiólogo consultado, opinaba que la paciente no era candidata a una intervención quirúrgica y, dados los bajos índices de colesterol y ácidos grasos, era poco lo que podía sugerir en cuanto al tratamiento. Para estar absolutamente seguro Jason solicitó una consulta cardioquirúrgica antes de entrar en la habitación de la mujer.
Como de costumbre, Madeline estaba de muy buen humor y concedía poca importancia a sus síntomas. Jason le comunicó que había pedido que la examinara un cirujano y prometió visitarla al día siguiente. Tenía la espantosa sensación de que esa mujer no duraría mucho en el mundo de los vivos. Cuando le examinó los tobillos para ver si había edema, notó algunas escoriaciones.
—¿Ha estado rascándose? —preguntó.
—Un poco —reconoció Madeline, tirando de la sábana como si se sintiera avergonzada.
—¿Le pican los tobillos?
—Creo que es por el calor que hace aquí dentro. Es un calor muy seco.
Jason no compartía su opinión. El sistema de aire acondicionado de la clínica mantenía la humedad a un nivel constante.
Con una horrible sensación de haber vivido antes esa misma situación, regresó al puesto de enfermeras y ordenó una consulta dermatológica, así como unos análisis que incluían alrededor de cuarenta pruebas. Sin duda había pasado algo por alto.
El resto de su recorrido resultó igualmente deprimente. Todos sus pacientes habían empeorado. Cuando abandonó la clínica decidió visitar a Shirley. Necesitaba conversar, y ella había manifestado que disfrutaba de su compañía.
Pensó además que debía comunicarle la novedad del asesinato de Helene antes de que se enterara por los periódicos u otros medios de comunicación. Era consciente de que la noticia tendría sobre ella un efecto devastador.
Veinte minutos después enfilaba el sendero de grava que conducía a la casa. Se alegró al observar que las luces estaban encendidas.
—¡Jason! ¡Qué sorpresa más agradable! —exclamó Shirley al abrir la puerta. Llevaba unas mallas negras y una cinta blanca alrededor de la cabeza—. En este momento salía para asistir a mi sesión de aeróbic.
—Debería haberte telefoneado para avisarte.
—Tonterías —replicó Shirley y, cogiéndolo de la mano, le obligó a entrar—. Siempre busco alguna excusa para no hacer gimnasia.
Lo condujo a la cocina, cuya mesa estaba cubierta por una montaña de informes y memorandos. Al verla Jason recordó el enorme trabajo que implicaba dirigir una organización como el PBS.
Después de que ella le sirviera una copa, Jason le preguntó si estaba al tanto de las novedades.
—No lo sé —respondió Shirley, que se quitó la cinta y sacudió su abundante cabellera
—¿A qué novedades te refieres?
—A Helene Brennquivist —murmuró Jason.
—¿Son buenas noticias? —inquirió Shirley mientras levantaba la copa.
—No. Ella y su compañera de apartamento han sido asesinadas.
Shirley dejó caer la copa en el sillón y luego, mecánicamente, se dedicó a limpiar los estragos causados por la bebida.
—¿Cómo ocurrió? —le preguntó tras un largo silencio.
—Fue un asesinato con violación. Por lo menos, todo parecía indicarlo. —Jason sintió repugnancia al recordar la escena.
—Qué espanto —dijo Shirley, llevándose la mano al pecho.
—Fue horrible.
—Es la pesadilla más truculenta que nos atormenta a las mujeres. ¿Cuándo sucedió?
—Suponen que anoche.
La mirada de Shirley se perdió a lo lejos.
—Más vale que avise a Bob Walthrow. Este problema se suma a los que ya tenemos.
Poniéndose en pie se encaminó vacilante hacia el teléfono. Jason percibió la emoción en su voz mientras explicaba a Walthrow lo sucedido.
—No envidio tu tarea —dijo cuando ella cortó la comunicación. Los ojos de Shirley brillaban por las lágrimas que no había vertido.
—Ni yo la tuya. Cada vez que te veo después de la muerte de un paciente, me alegro de no haber elegido la carrera de medicina.
Aunque no tenían demasiado apetito, se prepararon un plato de espaguetis. Shirley trató de convencerle de que pasara la noche con ella, pero Jason rechazó la invitación.
Si bien la compañía de su amiga le había hecho mucho bien y lo había ayudado a soportar el horror de la muerte de Helene, debía regresar a su apartamento para recibir la llamada de Carol. Alegando que tenía mucho trabajo, subió al coche y regresó a su casa.
Después de la carrera y la ducha habituales, Jason se instaló ante el escritorio con los listados de todos los pacientes que se habían sometido a un chequeo en el último año. Con los pies sobre la mesa repasó la lista con atención y observó que las revisiones estaban repartidas por igual entre todos los médicos internos. Puesto que la lista estaba impresa en orden alfabético, no cronológico, tardó un buen rato en caer en la cuenta de que los errores en los resultados eran mucho más frecuentes en los últimos seis meses que a comienzos de año. De hecho, aun sin realizar los gráficos con los datos, era obvio que en los últimos meses se había producido un considerable aumento de muertes inesperadas.
Jason cogió un lápiz y comenzó a anotar los fallecimientos recientes. La cifra resultante le alarmó. Entonces llamó a la operadora central del PBS para pedir que le pusiera en comunicación con la sección de registros. Cuando estuvo al habla con una secretaria, le dio el número de cada uno de esos casos y solicitó que le dejaran las carpetas con los historiales clínicos en su escritorio. La secretaria dijo que no había ningún problema.
Después de devolver el listado al maletín, tomó el Manual de endocrinología de Williams y buscó el capítulo dedicado a la hormona del crecimiento. Tal y como le sucedía con muchos otros temas, cuanto más leía, menos entendía. La relación de esta hormona con el crecimiento y la maduración sexual era algo sumamente complicado.
Tan complicado que quedó dormido, con el pesado volumen apoyado sobre el abdomen.
El sonido del teléfono le despertó de pronto. Sobresaltado, el libro le cayó al suelo, y descolgó el auricular. Tardó unos instantes en comprender que quien llamaba era Carol Donner. Jason consultó su reloj; eran las tres menos diez de la madrugada.
—Espero no haberte despertado.
—¡Nada de eso! —mintió Jason. Tenía las piernas acalambradas después de haberlas tenido tanto tiempo apoyadas sobre el escritorio—. Estaba esperando tu llamada.
¿Dónde estás?
—En casa.
—¿Puedo ir a buscar el paquete?
—No está aquí —contestó Carol—. Para evitar problemas, se lo he entregado a una compañera de trabajo. Se llama Melody Andrews y vive en la calle Revere 9, en Beacon Hill —explicó Carol, que a continuación le dio el número de teléfono—. Debe de estar a punto de llegar a su casa. Ya me contarás qué te ha parecido el material y, si surge algún problema, llámame —dijo ella antes de darle su número.
—Gracias —dijo Jason tras tomar nota. Para su sorpresa, se sintió decepcionado por no poder verla.
—Cuídate —dijo Carol a modo de despedida.
Jason permaneció ante el escritorio, tratando de despejarse. De pronto se dio cuenta de que no había mencionado a Carol la muerte de Helene. Bueno, tal vez sea una excusa para llamarla, se dijo mientras marcaba el número de la amiga.
Melody Andrews contestó al teléfono. Con un marcado acento del sur de Boston, le dijo que tenía el paquete y que podía ir a buscarlo cuando quisiera. Le aclaró que dentro de media hora se acostaría.
Jason se puso un jersey y una cazadora, salió de su casa y caminó por la calle Pinckney y a lo largo de West Cedar, hasta Revere. El edificio de Melody se hallaba a la izquierda. Pulsó el timbre, y ella apareció en la puerta con los rulos puestos. Su rostro, tenso, denotaba cansancio.
Jason se presentó. Melody se limitó a asentir y entregarle un paquete envuelto en papel vegetal y atado con cordón. Pesaba aproximadamente medio kilo. Cuando Jason le dio las gracias, ella se encogió de hombros y dijo «De nada».
De nuevo en su casa, Jason se quitó la cazadora y el jersey. Mirando con ansiedad el paquete, buscó una tijera en la cocina y cortó el cordón. Luego lo llevó al despacho y lo depositó sobre el escritorio. En el interior encontró dos cuadernos de tapa dura llenos de instrucciones, diagramas y datos de experimentos todos manuscritos. Uno de ellos llevaba impreso en la tapa Propiedad de Gene Inc.; el otro, simplemente Cuaderno de Anotaciones.
Además, el paquete contenía un gran sobre de papel, manila lleno de correspondencia.
En las primeras cartas que Jason leyó remitidas por Gene Inc., se exigía a Hayes que cumpliera con los acuerdos concertados con ellos y devolviera el protocolo de Somatomedín y la cepa de bacilos coli del tipo E que se había llevado ilegalmente del laboratorio de la empresa. Jason no tardó en deducir que Hayes había discrepado con esa compañía en lo relativo a la propiedad del procedimiento y la cepa, y de que tramitaba la patente.
Encontró además una serie de cartas de un abogado llamado Samuel Schwartz, la mitad de las cuales se referían a la solicitud de patente del Somatomedín productor de baci los coli del tipo E; el resto tenía que ver con la creación de una corporación. Todo parecía indicar que Alvin Hayes poseía el 51 % de las acciones, mientras que sus hijos compartían el otro 49 % con Samuel Schwartz.
Tras introducir las cartas en el sobre de papel manila, Jason cogió los cuadernos. El que llevaba la inscripción «Gene Inc.» en la tapa parecía contener el protocolo a que se aludía en la correspondencia. A medida que lo hojeaba, cayó en la cuenta de que detallaba la creación de la cepa recombinante de bacterias para producir la hormona Somatomedín. Por lo que había leído, sabía que esas hormonas eran factores de desarrollo producidos por las células hepáticas en respuesta a la hormona del crecimiento.
Jason colocó a un lado el primer cuaderno y tomó el segundo. La descripción de los experimentos era incompleta pero resultaba evidente que guardaban relación con la producción de un anticuerpo monoclonal para una proteína específica; no se precisaba de qué proteína se trataba pero Jason encontró un diagrama de su secuencia de aminoácidos. La mayor parte del material escapaba a su comprensión, pero a juzgar por las numerosas tachaduras y las múltiples anotaciones en los márgenes, dedujo que la investigación no progresaba de forma satisfactoria y que, en el momento de incluir la última nota, Hayes aún no había logrado producir el anticuerpo deseado.
Jason se estiró y se puso en pie. Se sentía decepcionado. Había esperado que el paquete de Carol ofreciera un cuadro más cabal del descubrimiento de Hayes, pero, salvo por la documentación de la controversia entre Hayes y Gene Inc., apenas había descubierto nada interesante. En todo caso tenía el protocolo para la producción de la cepa Somatomedín de bacilos coli del tipo E, lo que difícilmente constituía un hallazgo trascendental, y las anotaciones no aclaraban nada sobre el asunto.
Agotado, apagó las luces y se acostó. Había sido un día largo y terrible.
Las pesadillas que reproducían la truculenta escena en el apartamento de Helene hicieron que Jason se levantara antes de amanecer. Encendió la cafetera eléctrica y, mientras esperaba que el agua se filtrara, cogió el diario del suelo y empezó a leer la noticia acerca del doble asesinato; no revelaba nada nuevo. Tal como suponía, se hacía hincapié en la violación. Jason guardó la carpeta de Gene Inc. en el maletín y salió hacia la clínica.
A esa hora había poco tránsito y, ya en el PBS, eligió el lugar que quiso en el aparcamiento. Ni siquiera habían llegado todavía los cirujanos, que solían estar en la clínica a horas cruelmente tempranas.
Cuando entró en el edificio, se dirigió directamente a su consultorio. Tal como había solicitado, sobre el escritorio descansaban numerosas carpetas con historiales clínicos.
Se quitó la chaqueta y comenzó a revisarlas. Teniendo en cuenta que se trataba de pacientes que habían fallecido poco después de recibir un informe positivo por parte de los médicos que habían llevado a cabo los estudios más completos que ofrecía el PBS, Jason buscó puntos en común, sin encontrar ninguno. Comparó los electrocardiogramas y los índices de colesterol, ácidos grasos e inmunoglobulinas.
Ningún grupo común de compuestos, elementos o enzimas revelaba nada anormal. El único rasgo que compartían aquellos casos era que la muerte de la mayoría de los pacientes se había producido en el mes en que se había realizado el chequeo. Lo que resultaba aún más alarmante era que en los últimos tres meses el número de fallecimientos se había incrementado de manera espectacular.
Al leer el historial clínico número 26, a Jason se le ocurrió una correlación posible.
Si bien los pacientes no compartían los síntomas físicos, sus historias reflejaban un predominio de hábitos de alto riesgo. Estaban obesos, fumaban en exceso, consumían drogas, bebían demasiado o no realizaban ejercicio, o bien combinaban todas o algunas de esas prácticas poco sanas; en definitiva, eran hombres y mujeres destinados con el tiempo a presentar graves problemas médicos. Sin embargo resultaba pavoroso que su organismo se hubiera deteriorado tan rápidamente. ¿Y por qué ese repentino incremento en las muertes? No se le ocurría ninguna explicación satisfactoria. Jason no era experto en estadísticas, de modo que decidió pedir a alguien que dominara las matemáticas que revisara las cifras.
Cuando consideró que sus pacientes ya estarían despiertos, salió del consultorio para iniciar su ronda. No se habían producido novedades. De vuelta en su consultorio, y antes de recibir al primer paciente citado, llamó a Patología para preguntar por los animales muertos del laboratorio de Hayes. Aguardó unos minutos mientras la técnica buscaba el informe.
—Aquí está —dijo la mujer—. Todos murieron por envenenamiento con estricnina.
A continuación telefoneó al depósito de cadáveres para hablar con Margaret Danforth. Le atendió una secretaria que le comunicó que Margaret estaba ocupada realizando una autopsia. Jason preguntó si los estudios toxicológicos de Gerald Farr habían revelado algo de interés.
—La toxicología fue negativa —respondió la mujer.
—Una pregunta más. De haber habido estricnina, ¿habría aparecido?
—Un momento. Jason alcanzó a oír cómo la mujer se lo preguntaba a gritos a la forense. —La doctora Danforth dice que sí, que, si hubiera habido estricnina, habría aparecido.
—Muchas gracias.
Colgó el auricular y se puso en pie. Miró por la ventana y observó cómo se despertaba el día. Vislumbró un embotellamiento en el Riverway. El cielo estaba cubierto en parte. Acababa de empezar noviembre, un mes no muy agradable en Boston. Jason se sentía inquieto, ansioso y desconsolado. Recordó el paquete de Carol y se preguntó si debería entregarlo a Curran. Pero ¿con qué finalidad? Ni siquiera investigaban a Hayes, salvo como narcotraficante.
Se acercó al escritorio para coger la guía telefónica y buscar el número de Gene Inc.
Descubrió que la compañía tenía su sede en la calle Pioneer, en el sector este de Cambridge, junto al campus de la MIT. Atendió la llamada una recepcionista con acento británico. Jason pidió hablar con el directivo máximo de la compañía.
—¿Se refiere al doctor Leonard Dawen, el presidente?
—Sí, el doctor Dawen —dijo Jason.
Al cabo de unos segundos una secretaria dijo:
—Oficina del doctor Dawen.
—Quisiera hablar con el doctor Dawen.
—¿Quién desea hablar con él?
—El doctor Jason Howard.
—¿Puedo preguntarle de qué asunto se trata?
—Tengo un cuaderno de laboratorio en mi poder. Dígale al doctor Dawen que pertenezco al PBS y fui amigo del difunto Alvin Hayes.
—Un momento, por favor —dijo la secretaria con una voz que parecía una grabación.
Jason abrió un cajón del escritorio y comenzó a juguetear con la colección de lápices.
Se oyó un clic en la línea telefónica, seguida de una voz potente:
—¡Leonard Dawen al habla!
Jason se presentó y luego describió el cuaderno de laboratorio.
—¿Puedo preguntarle cómo llegó a su poder, señor?
—No creo que eso sea importante. Lo cierto es que lo tengo. —Jason no estaba dispuesto a implicar a Carol.
—Ese cuaderno es de nuestra propiedad —afirmó el doctor Dawen. Su voz era tranquila, pero en ella se adivinaba cierto matiz autoritario y amenazador.
—Tendré mucho gusto en entregárselo a cambio de cierta información acerca del doctor Hayes. ¿Podríamos entrevistarnos?
—¿Cuándo?
—Tan pronto como sea posible —respondió Jason—. Podría reunirme con usted antes del mediodía.
—¿Traerá el cuaderno?
—Por supuesto.
Durante el resto de la mañana a Jason le costó concentrarse en la atención a sus pacientes. Se alegró de que Sally no hubiera concertado citas para el mediodía. En cuanto hubo terminado el último examen físico, se dirigió deprisa a su automóvil.
Al llegar a Cambridge, circuló ante el MIT y por entre los nuevos rascacielos de East Cambridge, algunos con un estilo arquitectónico espectacularmente moderno que contrastaba con las construcciones de ladrillo más antiguas y tradicionales de Nueva Inglaterra. Después de enfilar la calle Pioneer, detuvo el coche cerca de la sede de Gene Inc., instalada en un edificio muy moderno de granito negro pulido. Sus ventanas eran rendijas estrechas que se alternaban con círculos de cristal espejado. Ofrecía un aspecto sólido y poderoso, como un castillo de una película de ciencia ficción.
Jason se apeó del vehículo con el maletín y observó la imponente fachada del edificio. Después de haber leído tanto acerca del ADN recombinante y haber visto el monstruoso zoológico de Hayes, temía estar a punto de internarse en un lugar de pesadilla. La entrada principal era circular, definida por ejes radiales de granito, que creaban la ilusión de un ojo gigante, en que las puertas negras constituían la pupila.
El vestíbulo también era de granito negro, tanto las paredes como el suelo y el techo.
En el centro del sector de recepción se alzaba una escultura moderna iluminada que representaba la doble hélice de una molécula de ADN que se abría como una cremallera.
Jason se acercó a la atractiva mujer coreana sentada detrás de un panel de cristal, y ante un tablero de control que parecía pertenecer a una aeronave espacial. Llevaba puesto un diminuto auricular con un pequeño micrófono suspendido ante los labios.
Saludó a Jason y le comunicó que lo esperaban en la sala de reuniones del cuarto piso; a través del micrófono, su voz poseía un matiz metálico. Acto seguido un panel de granito se abrió para dejar a la vista un ascensor. Mientras le daba las gracias, Jason pensó por un momento que la muchacha actuaba como un robot humano. Sonriendo, entró en el ascensor y buscó el tablero de botones, pero no lo encontró. La puerta se cerró a sus espaldas y el ascensor comenzó a subir.
Cuando las puertas volvieron a abrirse, Jason se encontró en un vestíbulo. Supuso que todo el edificio estaba controlado desde un único lugar, tal vez por la recepcionista de la planta baja. A su izquierda se abrió un panel de granito, y apareció un hombre de rasgos toscos, impecablemente vestido con un traje oscuro de rayas finas, camisa blanca y corbata de lana roja.
—Doctor Howard, soy Leonard Dawen —dijo el hombre, indicándole que entrara en la sala.
No le tendió la mano. Su voz tenía el mismo tono autoritario que Jason recordaba de la conversación telefónica. Comparada con la austeridad casi sepulcral del edificio, la sala de reuniones semejaba una biblioteca con revestimiento de madera y resultaba muy acogedora hasta que la vista se topaba con una pared de vidrio que daba a lo que semejaba un amplio laboratorio ultramoderno. En la sala había otro hombre, un oriental, ataviado con un mono blanco con cremallera. Dawen se lo presentó como el señor Hong, un ingeniero de Gene Inc. Cuando todos estuvieron sentados alrededor de una pequeña mesa, Dawen dijo:
—Doy por sentado que usted tiene el cuaderno de laboratorio…
Jason abrió el maletín y entregó el cuaderno a Dawen, quien lo pasó a Hong. El ingeniero lo examinó página por página.
Un pesado silencio se instaló en el recinto.
Jason miró alternativamente a ambos hombres. Había esperado que el encuentro se desarrollara de forma más cordial. Al fin y al cabo, estaba haciéndoles un favor.
Volvió la cabeza hacia la pared de cristal. El piso de la habitación contigua estaba en un nivel más bajo. Gran parte de la estancia albergaba depósitos de acero inoxidables, lo que le recordó una visita que había realizado a una fábrica de cerveza.
Supuso que se trataba de incubadoras para el cultivo de bacterias recombinantes.
También había otros aparatos modernos y complicadas tuberías. Gente vestida con monos con capucha deambulaban de un lado a otro verificando manómetros y efectuando ajustes.
Hong cerró el cuaderno de laboratorio con un chasquido.
—Parece completo.
—Qué sorpresa más agradable —dijo el doctor Dawen. Volviéndose hacia Jason, añadió—: Espero que comprenda que el contenido de este cuaderno es confidencial.
—No se preocupe —replicó Jason, obligándose a sonreír—. Yo no entiendo mucho de eso. Solo me interesa el doctor Hayes. Antes de morir me explicó que había hecho un descubrimiento de gran importancia, y siento curiosidad por saber si lo que se describe en esas páginas puede ser considerado en esos términos.
Dawen y Hong intercambiaron miradas.
—En realidad diría que se trata más bien de un hallazgo de tipo comercial —afirmó Hong—. No hay aquí ninguna tecnología nueva.
—Es lo que sospechaba. Hayes estaba tan perturbado que dudaba de la veracidad de sus palabras. Sin embargo, si realmente realizó un descubrimiento trascendental, sería una tragedia que la Humanidad no pudiera aprovecharlo.
Por primera vez desde la llegada de Jason, las facciones toscas de Dawen se suavizaron.
Dirigiéndose al ingeniero, Jason preguntó:
—¿Tiene alguna idea acerca de a qué se refería Hayes?
—Lamentablemente, no. Era un individuo muy reservado. —Entrelazó las manos sobre la mesa y miró a Jason directamente a los ojos—. Temíamos que usted nos chantajeara con este material… que nos obligara a pagarle para que nos lo devolviera —dijo, tocando la tapa del cuaderno de laboratorio—. No sé si sabe que, en los últimos tiempos, el doctor Hayes nos estaba dando mucho trabajo.
—¿Cuál era la misión del doctor Hayes aquí? —preguntó Jason.
—Lo contratamos para que produjera una cepa de bacterias recombinantes —explicó Dawen—. Deseábamos producir cierto factor de crecimiento en cantidades suficientes para su comercialización.
Jason supuso que eso era el Somatomedín.
—Convinimos en pagarle una suma global por el proyecto, además de facilitarle las instalaciones de Gene Inc. para sus investigaciones privadas. Disponemos de equipos muy sofisticados.
—¿Saben en qué consistían sus investigaciones privadas? —preguntó Jason.
—Pasaba gran parte del tiempo aislando proteínas relacionadas con el factor de crecimiento —respondió Hong—. Algunas de ellas existen en cantidades tan ínfimas que se requieren equipos muy sofisticados para lograr aislarlas.
—¿El aislamiento de uno de esos factores de crecimiento podría ser considerado un importante descubrimiento científico? —inquirió Jason.
—No lo creo —contestó Hong—. Si bien nunca se ha conseguido aislarlos, conocemos sus efectos.
«Otro callejón sin salida», pensó Jason, abatido.
—Recuerdo algo que podría ser significativo —agregó Hong mientras se pellizcaba el puente de la nariz—. Hace aproximadamente tres meses, Hayes se sintió muy excitado por un efecto secundario que había encontrado. Comentó que era algo así como una ironía.
Jason se irguió, sorprendido. Otra vez esa dichosa palabra.
—¿Tiene idea de qué le provocó esa excitación?
Hong meneó la cabeza.
—No; después de eso no lo vimos durante un tiempo. Cuando reapareció, dijo que había estado en la costa. A continuación se dedicó a elaborar un complejo proceso de extracción sobre algún material que había traído consigo. No sé si la cosa funcionó, pero lo cierto es que de repente centró su trabajo en la tecnología monoclonal de los anticuerpos. Para entonces su excitación se había desvanecido.
Las palabras «anticuerpo monoclonal» recordaron a Jason el segundo cuaderno de laboratorio, y se preguntó si habría sido acertado llevarlo también. Tal vez el señor Hong habría sacado algo en limpio de las anotaciones.
—¿El doctor Hayes dejó aquí algún otro material de investigación? —preguntó Jason.
—Nada relevante —respondió Leonard Dawen—. Y hemos verificado todo con mucha atención, porque Hayes se había trasladado a otro departamento con nuestro cuaderno de laboratorio y los cultivos. De hecho, le habíamos demandado. Nunca supusimos que él litigaría alegando que las cepas que nosotros le habíamos encargado producir eran de su propiedad.
—¿Lograron recuperar los cultivos? —inquirió Jason.
—Así es.
—¿Dónde los encontraron?
—Digamos que buscamos en el lugar adecuado —dijo evasivamente Dawen—. Aunque tengamos las cepas, igualmente apreciamos haber recuperado el protocolo. Quisiera expresarle mi agradecimiento en nombre de la compañía. Espero que le hayamos ayudado en alguna medida.
—Es posible —dijo Jason con cierta vaguedad.
Se le ocurrió que de forma accidental había descubierto a los autores del registro del laboratorio y el apartamento de Hayes. Pero ¿qué motivo tendrían los científicos de Gene Inc. para matar a los animales? Tal vez esos animales monstruosos habían sido tratados con Somatomedín, de Gene Inc.
—Gracias por el tiempo que me han dedicado —dijo a Dawen—. Las instalaciones de la empresa son realmente imponentes.
—Gracias. Las cosas marchan bien. Esperamos tener muy pronto cepas recombinantes de animales de granja.
—¿Se refiere a cerdos y vacas?
—Correcto. Genéticamente podemos crear cerdos con menos grasa, vacas que produzcan más leche y pollos que tengan más proteínas, sólo por ponerle algunos ejemplos.
—Fascinante —dijo Jason sin mucho entusiasmo.
¿Cuánto tardaría la ingeniería genética en centrar sus investigaciones en los humanos? Volvió a estremecerse al recordar las ratas y ratones gigantescos, sobre todo aquellos que tenían ojos suplementarios.
De vuelta en el coche, Jason consultó su reloj. Todavía disponía de media hora antes de la reunión del cuerpo médico para examinar las muertes recientes, de modo que decidió visitar a Samuel Schwartz, el abogado de Hayes.
Encendió el motor del coche, salió del aparcamiento de Gene Inc. y se dirigió al Memorial Drive. Cruzó el río Charles y se detuvo ante una farmacia donde entró para buscar en el listín telefónico la dirección de Schwartz. Diez minutos más tarde se encontraba en la sala de espera del despacho del abogado, hojeando un ejemplar viejo del Newsweek.
Samuel Schwartz era un individuo obeso y calvo. Indicó a Jason que entrara en su oficina como si estuviera dirigiendo el tráfico. Después de instalarse en el sillón y colocarse las gafas de montura metálica, observó con atención a su visitante, que se había sentado ante el imponente escritorio de caoba.
—De modo que usted es amigo del difunto Alvin Hayes…
—Más que amigos, éramos colegas.
—Da lo mismo —replicó Schwartz, haciendo un gesto con su regordeta mano—. ¿En qué puedo servirle?
Jason relató de nuevo la historia del supuesto hallazgo científico de Hayes. Explicó que trataba de averiguar cuál era la línea de investigación de Hayes, y había encontrado correspondencia entre él y Samuel Schwartz.
—Era cliente mío. ¿Qué hay de malo?
—No tiene por qué ponerse a la defensiva.
—No me pongo a la defensiva; estoy fastidiado. Trabajé mucho para ese pobre diablo y ahora resulta que todo fue en balde.
—¿No le pagó?
—Jamás. Me embaucó. Me convenció de que me pagaría con acciones de su nueva compañía.
—¿Acciones?
Samuel Schwartz lanzó una risotada burlona.
—Lamentablemente, ahora que Hayes está muerto, las acciones carecen de valor.
Tal vez habría ocurrido lo mismo aunque siguiera vivo. Debería hacer que me examinaran la cabeza por dentro.
—¿La compañía de Hayes pensaba vender un servicio o un producto?
—Un producto. Hayes afirmó que estaba a punto de desarrollar el producto más valioso para la salud conocido hasta ahora. Y yo le creí. Supuse que un tipo que había aparecido en la portada de Time debía tener algo en la cabeza.
—¿Tiene alguna idea de en qué consistía ese producto? —preguntó Jason, intentando que su voz no delatara la excitación que sentía.
—Ni la menor idea. Hayes no quiso decírmelo.
—¿Sabe si tenía que ver con anticuerpos monoclonales? —preguntó Jason, decidido a no darse por vencido. Schwartz volvió a lanzar una carcajada.
—No reconocería un anticuerpo monoclonal aunque tropezara con uno.
—¿O tumores malignos? —Jason formulaba preguntas al azar con intención de refrescar la memoria al abogado—. ¿El producto podía estar relacionado con un tratamiento para curar el cáncer?
Schwartz se encogió de hombros.
—No lo sé. Es posible.
—Hayes comentó a alguien que su descubrimiento contribuiría a realzar la belleza de la persona. ¿Le sugiere algo?
—Escuche, doctor Howard, Hayes no me dijo nada sobre el producto. Mi misión consistía únicamente en formar la sociedad anónima.
—También solicitaba una patente.
—La patente no tenía nada que ver con la sociedad. Debía estar a nombre de Hayes.
El sonido del mensáfono de Jason sorprendió a los dos hombres. El doctor observó la pequeña pantalla, en que apareció dos veces, de forma intermitente, la palabra «urgente», seguida de un número de la clínica PBS.
—¿Podría usar su teléfono? —preguntó.
Schwartz se lo acercó desde el otro lado del escritorio.
—Adelante, es todo suyo, doctor.
La llamada procedía de la planta donde estaba internada Madeline Krammer. La mujer había sufrido un paro cardíaco, y estaban aplicándole técnicas de reanimación.
Jason anunció que partiría hacia allí al instante. Después de dar las gracias a Samuel Schwartz, salió deprisa de la oficina del abogado y aguardó con impaciencia la llegada del ascensor.
Cuando entró en la habitación de Madeline, encontró una escena que ya se había vuelto familiar. La paciente no respondía al tratamiento, su corazón no reaccionaba ante ningún estímulo, incluyendo un marcapasos externo. Jason insistió en que la mantuvieran con vida, mientras se esforzaba por recordar diversas drogas y tratamientos, pero al cabo de una hora de frenética actividad se vio obligado a darse por vencido y ordenó que cesaran las técnicas de reanimación.
Jason permaneció junto al lecho de Madeline después de que todos se hubieran marchado de la habitación. Era una vieja amiga, una de las primeras pacientes que había tenido en su consultorio privado. Una enfermera le había cubierto el rostro con una sábana, y la nariz levantaba la tela y la hacía parecer una montaña en miniatura con un pico nevado. Con infinito cuidado, Jason apartó la sábana. Aunque Madeline contaba poco más de sesenta años, quedó impresionado por lo vieja que parecía en ese momento.
Desde su ingreso en la clínica, su rostro había perdido su alegre aspecto regordete y adquirido el aspecto esquelético de quienes están próximos a la muerte.
Como necesitaba un rato de soledad, Jason se recluyó en su consultorio eludiendo a Claudia y Sally, quienes tenían numerosas preguntas que formularle acerca de la reunión que estaba a punto de celebrarse y los problemas que implicaba el cambio de turno de tantos pacientes. Cerrando con llave la puerta, Jason se sentó a su escritorio.
Puesto que se trataba de una paciente tan antigua, la muerte de Madeline fue como si le seccionaran un vínculo más con su vida anterior. Se sintió lastimosamente solo y angustiado, pero al mismo tiempo aliviado porque el recuerdo de Danielle comenzaba a desvanecerse.
Sonó el teléfono, pero no lo atendió. Observó el escritorio, cubierto por una pila de carpetas con historiales clínicos de pacientes fallecidos, incluida la de Hayes. De forma involuntaria sus pensamientos volvieron a centrarse en su colega. Había representado una gran frustración que el paquete que le había entregado Carol, y en el que había depositado tantas esperanzas, hubiera aportado tan poca información. Sólo daba cierto crédito a su afirmación de que había hecho un hallazgo que por lo menos él consideraba prodigioso. Jason maldijo la reserva de Hayes.
Arrellanado en el sillón, entrelazó las manos detrás de la nuca y clavó la vista en el techo. Ya no se le ocurrían más ideas para desentrañar el misterio de Hayes, hasta que recordó el comentario del ingeniero oriental sobre el material que Hayes había portado consigo de su viaje a la costa, presumiblemente a Seattle. Debía ser una muestra o algo por el estilo, porque Hayes lo había sometido a un complicado proceso de extracción. De los comentarios de Hong dedujo que probablemente Hayes había aislado alguna clase de factor que estimulara el crecimiento, la diferenciación, la maduración o las tres cosas a la vez.
Jason se irguió en su asiento. Al recordar que Carol había afirmado que Hayes había visitado a un colega en la Universidad de Washington, concluyó que tal vez aquel había obtenido la muestra de manos de ese individuo.
De repente decidió que viajaría a Seattle, por supuesto siempre y cuando Carol pudiera acompañarlo. Tal vez la joven accedería. Después de todo sólo ella podría ayudarle a localizar a ese amigo. Además, la perspectiva de alejarse por unos días de la clínica se le antojó una medida sumamente terapéutica. Puesto que faltaba muy poco tiempo para la reunión con el cuerpo médico, decidió entrevistarse con Shirley.
La secretaria de Shirley insistió en que su jefa estaba demasiado ocupada para atenderlo, pero él la convenció de que al menos lo anunciara. Un momento después, lo hicieron pasar. Shirley estaba hablando por teléfono. Jason tomó asiento y poco a poco se enteró de qué trataba la conversación. Ella hablaba con un dirigente sindical y manejaba la situación con impresionante serenidad. Con aire ausente, Shirley se mesó el cabello, un gesto maravillosamente femenino que recordó a Jason que, bajo esa fachada profesional, había una mujer muy atractiva, complicada, pero hermosa.
Shirley cortó la comunicación y sonrió.
—Qué sorpresa más agradable. Últimamente estás lleno de sorpresas, Jason.
Supongo que has venido para disculparte por no haber pasado más tiempo conmigo anoche.
Jason se echó a reír. La actitud directa de Shirley siempre lo desarmaba.
—Tal vez, pero hay algo más. Estoy planteándome pedir unos días de permiso. Esta mañana he perdido a otro paciente y creo que necesito alejarme de aquí.
Shirley chasqueó la lengua.
—¿Esperabas que eso ocurriera?
—Supongo que sí, dados los últimos acontecimientos. De todos modos cuando la interné en la clínica no tenía la menor idea de que era una paciente terminal.
Shirley lanzó un suspiro.
—No sé cómo te las arreglas para asimilar esa clase de hechos.
—No resulta fácil —convino Jason—, y mucho menos aceptar que muertes como esa se producen con demasiada frecuencia últimamente.
Sonó el teléfono, pero Shirley pulsó la tecla del intercomunicador para que su secretaria tomara el mensaje.
—Sea como fuere —añadió Jason—, he decidido tomarme algunos días de vacaciones.
—Me parece una buena idea —dijo Shirley—. A mí no me vendría mal hacer otro tanto cuando estas malditas negociaciones con el sindicato lleguen a su fin. ¿Adónde planeas ir?
—No estoy seguro —mintió Jason.
El viaje a Seattle representaba una posibilidad tan remota de descubrir algo que le dio vergüenza mencionarlo.
—Unos amigos míos poseen una casa en las islas Vírgenes. Podría llamarlos por teléfono —ofreció Shirley.
—No, gracias. No me gusta el sol. ¿Qué ocurrió con respecto a la tragedia de Brennquivist? ¿Muchos problemas?
—No me lo recuerdes —dijo Shirley—. Si quieres que te diga la verdad, no me sentí en condiciones de afrontar ese asunto, de modo que Bob Walthrow se ocupa de ello.
—Yo he tenido pesadillas toda la noche —reconoció Jason.
—No me sorprende.
—Bueno, he de acudir a la reunión —dijo Jason, y se puso en pie.
—¿Quieres que cenemos juntos esta noche? —preguntó Shirley—. Tal vez podamos levantarnos el ánimo mutuamente.
—Por supuesto. ¿A qué hora?
—Digamos que alrededor de las ocho.
—A las ocho, entonces —dijo Jason y echó a andar hacia la puerta.
Cuando estaba a punto de cruzarla Shirley habló:
—De verdad siento lo de tu paciente.
En la reunión del cuerpo médico hubo más asistencia de la que Jason esperaba, dada la poca antelación con que se había organizado. Catorce de los dieciséis médicos internos se hallaban presentes, varios de ellos acompañados de sus enfermeras. Era evidente que todos reconocían la gravedad del problema.
Jason inició la reunión presentando las estadísticas extraídas del listado de todos los pacientes muertos al poco de haberse sometido a un chequeo clínico completo.
Señaló que el número de fallecimientos se había incrementado en los últimos tres meses y anunció que estaba tratando de comprobar el estado de salud de todos los clientes del PBS que se habían realizado un chequeo en los últimos sesenta días.
—¿Los chequeos estaban distribuidos por igual entre todos nosotros? —preguntó Roger Wanamaker.
Jason asintió.
Varios médicos manifestaron su temor de que se tratara del brote de una epidemia que podía extenderse por todo el país. Nadie lograba entender qué relación existía entre las muertes y los chequeos y por qué no era posible preverlas. La jefa del Departamento de Cardiología, la doctora Judith Rolander, trató de asumir parte de la responsabilidad al reconocer que, en muchos de los casos revisados por ella, el electrocardiograma realizado durante el chequeo no había revelado problemas inminentes, ni siquiera con la ventaja que suponía poseer una visión retrospectiva de los hechos.
La conversación derivó hacia las pruebas de esfuerzo o ergometrías como elemento clave para predecir problemas cardíacos. Se presentaron varias opciones, y todas fueron analizadas con detenimiento. Se decidió crear una comisión que estudiara modificaciones específicas de las pruebas de esfuerzos con la esperanza de incrementar el valor de su diagnóstico.
A continuación tomó la palabra Jerome Washington, quien se puso pesadamente de pie y declaró:
—Creo que estamos pasando por alto la importancia de un estilo de vida poco saludable. Se trata de un factor que todos los pacientes implicados parecían compartir.
Hubo algunas bromas acerca de la obesidad de Jerome y su adicción al tabaco.
—Está bien, muchachos —replicó este—. Todos sabemos que los pacientes han de hacer lo que les decimos, no lo que nosotros hacemos. —Este comentario provocó risas en todos los presentes—. Bromas aparte —añadió—, conocemos bien los peligros que entrañan una dieta inadecuada, el tabaquismo, el exceso de alcohol y la falta de ejercicio. Tales factores poseen un valor predictivo mucho mayor que una leve anormalidad en el electrocardiograma.
—Jerome tiene razón —intervino Jason—. Los hábitos poco saludables fueron el único elemento negativo en común que pude encontrar.
Mediante una votación se decidió crear una segunda comisión cuya tarea consistiría en investigar la influencia de los factores de riesgo en el problema a que se enfrentaban en ese momento y presentar luego recomendaciones específicas.
Harry Sarnoff, el cardiólogo consultor de ese mes, levantó la mano, y Jason le dio la palabra. Poniéndose en pie, afirmó haber advertido un aumento en la morbilidad y mortalidad de sus pacientes internados. Jason lo interrumpió:
—Perdóname, Harry; entiendo tu preocupación y reconozco que he tenido una experiencia similar a la tuya. Sin embargo, esta reunión tiene como objeto el análisis del problema planteado con los chequeos para ejecutivos y demás pacientes externos.
Si el cuerpo médico así lo desea, programaremos otra reunión para estudiar cualquier problema potencial con los pacientes internados. Es posible que ambos temas presenten alguna relación.
Harry levantó los brazos en un gesto de impotencia y volvió a tomar asiento con expresión ceñuda.
A continuación Jason aconsejó a los médicos que realizaran la autopsia a cualquier paciente que falleciera de forma inesperada, aunque el forense no lo exigiera. Luego les informó de que los resultados provenientes del despacho de la forense sugerían que las personas muertas recientemente habían padecido una enfermedad en que muchos sistemas resultaban afectados y que incluía problemas cardiovasculares extendidos.
Desde luego, ese dato no hacía más que aumentar la preocupación respecto al hecho de que trastornos de semejante naturaleza no hubieran sido detectados en los electrocardiogramas. Jason agregó que el Departamento de Patología sospechaba que existía un elemento relacionado con la autoinmunidad.
Una vez finalizada la reunión, los médicos se congregaron en grupos más reducidos para seguir charlando del problema. Jason tomó los listados y buscó a Roger Wanamaker, a quien encontró en animada conversación con Jerome.
—¿Puedo interrumpir? —preguntó. Los dos hombres se separaron para permitir que Jason se instalara junto a ellos—. He decidido tomarme un par de días de vacaciones.
Roger y Jerome intercambiaron miradas.
—No me parece un buen momento —opinó Roger.
—Las necesito —aseguró Jason sin entrar en detalles—. El caso es que tengo cinco pacientes internados. ¿Alguno de vosotros dos estaría dispuesto a reemplazarme? Debo reconocer que están bastante enfermos.
—No te preocupes —contestó Roger—. Estoy aquí día y noche tratando de mantener vivos a mis seis pacientes internados. Te sustituiré con mucho gusto.
Solucionado ese problema, Jason fue a su consultorio y telefoneó a Carol Donner, pensando que en las últimas horas de la tarde podría encontrarla. El teléfono sonó un buen rato, y Jason estaba a punto de colgar cuando ella contestó, casi sin aliento, y le dijo que estaba bañándose.
—Me gustaría que nos viéramos esta noche —dijo Jason.
—Oh. —Carol vaciló un momento—. Tal vez no me resulte posible. —Luego agregó con enojo—: ¿Por qué no me comentaste anoche lo de Helen Brennquivist? Leí en el diario que fuiste tú quien encontró los cuerpos.
—Lo lamento —replicó Jason, un poco a la defensiva—. Si quieres que te diga la verdad, cuando me llamaste anoche estaba profundamente dormido y sólo pensaba en conseguir el paquete.
—¿Lo recogiste? —preguntó Carol, menos enfadada.
—Sí. Muchísimas gracias.
—¿Y…?
—El material no era tan esclarecedor como suponía.
—Me sorprende —afirmó Carol—. Los cuadernos debían ser importantes porque de lo contrario Alvin no me habría pedido que se los guardara. Pero esa es otra cuestión.
¡Qué horror lo de Helene! Mi jefe quedó tan impresionado con la noticia que ahora no me deja ir a ninguna parte sin que me acompañe un matón del club. Ahora mismo está a la puerta del edificio.
—Necesito verte a solas —dijo Jason.
—No sé si eso será posible. Este gorila recibe órdenes de mi jefe, no de mí. Y no quiero meterme en líos.
—Bueno, entonces llámame en cuanto regreses a casa —pidió Jason—. ¡Prométeme que lo harás! Ya se nos ocurrirá alguna triquiñuela.
—Esta noche también volveré tarde —le advirtió Carol.
—No te preocupes. Es importante.
—De acuerdo —convino Carol.
Jason telefoneó a continuación a la United Airlines para averiguar qué vuelos había de Boston a Seattle. Le informaron de que había uno diario a las cuatro de la tarde.
Cogiendo el estetoscopio, salió de su consultorio y se dirigió al sector de enfermos internados para realizar sus rondas. Tenía que poner al día las carpetas e historiales clínicos para el momento en que Roger le reemplazara. Ninguno de sus pacientes evolucionaba bien, y Jason se sintió preocupado al descubrir que otro enfermo había desarrollado cataratas, razón por la cual solicitó una consulta oftalmológica. Esta vez estaba seguro de que el problema no existía cuando el paciente había ingresado.
¿Cómo era posible que las cataratas hubieran progresado tanto en tan poco tiempo?
Una vez en casa, se vistió con el chándal y salió a correr durante una hora, tratando de poner sus ideas en orden. Cuando volvió, se duchó y cambió de ropa. Unos minutos después, mientras conducía hacia la casa de Shirley, ya se sentía más animado.
Shirley se esmeró con la cena, y Jason empezó a pensar que se merecía figurar en la categoría de supermujer. Después de haber trabajado todo el día dirigiendo una gran empresa y presidiendo negociaciones sindicales de importancia crucial, había preparado un festín fabuloso a base de pato asado con alcachofas. Además, lucía un vestido holgado de seda negra que habría sido apropiado para asistir a la ópera. Jason se sintió avergonzado de su atuendo; un par de tejanos y una camiseta de rugby sobre un jersey de cuello alto.
—Te has vestido como te apetecía, igual que yo —le tranquilizó Shirley sonriendo.
Le dio un Kir Royale y le pidió que lavara la lechuga para la ensalada. Abrió el horno para comprobar la cocción del pato y anunció que ya estaba casi listo. A Jason le pareció que olía de maravilla.
Cenaron en el comedor, sentados frente a frente en la mesa larga, con seis sillas vacías a cada lado. Cada vez que servía más vino a Shirley, Jason tenía que ponerse en pie y caminar un trecho. A ella le resultaba muy divertido.
Mientras comían, Jason relató lo sucedido en la reunión del cuerpo médico y agregó que todos los profesionales se proponían aumentar la calidad de las ergometrías. La decisión complació a Shirley, que le recordó que el chequeo para ejecutivos constituía una parte importante de la promoción del PBS para atraer a las grandes corporaciones. Afirmó que debía hacerse especial hincapié en la medicina preventiva para ejecutivos.
Más tarde, ante sendas tazas de café, ella comentó:
—Michel Curran vino a verme esta tarde.
—¿Ah, sí? Estoy seguro de que no fue una visita agradable. ¿Qué quería?
—Información sobre Helene Brennquivist. Por supuesto, se la facilitamos. Llegó incluso a entrevistarse con la secretaria del Departamento de Personal que la había contratado.
—¿Mencionó si tenía algún sospechoso?
—No —contestó Shirley—. Espero que toda esta pesadilla haya acabado.
—No sabes cómo desearía haber tenido la oportunidad de hablar nuevamente con Helene. Sigo convencido de que ocultaba la verdad para proteger a Hayes.
—¿Todavía crees que realmente descubrió algo?
—Decididamente sí —afirmó Jason, que procedió a describir los cuadernos de laboratorio y su visita a Gene Inc. y Samuel Schwartz. Explicó que este había asesorado a Hayes en la creación de una sociedad anónima cuya finalidad consistía en lanzar al mercado el nuevo descubrimiento.
—¿El abogado no sabía de qué producto se trataba?
—No. Al parecer Hayes no confiaba en nadie.
—Pero sin duda Hayes necesitaba un capital inicial y para conseguirlo tendría que confiar en alguien.
—Es posible —reconoció Jason—. Pero no he encontrado a nadie en quien confiar… por lo menos de momento. Lamentablemente, Helene era mi apuesta más segura.
—¿Sigues investigando?
—Supongo que sí —admitió Jason—. ¿Te parece una decisión estúpida?
—No, estúpida no. Un poco inquietante. Aunque realmente sería una tragedia que un hallazgo importante se perdiera, considero que deberíamos olvidar todo este asunto de Hayes. Quiero creer que has decidido tomarte unos días libres para descansar, no para continuar con esa empresa quimérica.
—¿Por qué se te ha ocurrido semejante idea? —preguntó Jason, asombrado de que ella hubiera adivinado sus intenciones.
—Porque te conozco y sé que no te das por vencido con facilidad. —Shirley se acercó y le puso una mano en el hombro—. ¿Por qué no te vas al Caribe? Quizá pueda reunirme contigo el fin de semana…
Jason experimentó una excitación que no sentía desde la muerte de Danielle.
Disfrutar del sol y el agua fresca y transparente le resultaba una perspectiva maravillosa, sobre todo si Shirley le acompañaba. Sin embargo vaciló. No sabía si estaba preparado para asumir el compromiso emocional que eso entrañaría. Y, más importante aún, se había prometido viajar a Seattle.
—Quiero ir a la Costa Oeste —dijo—. Un viejo amigo vive allí, y me gustaría visitarle.
—Suena bastante inocente. De todos modos el Caribe me resulta mucho más tentador.
—Tal vez muy pronto —dijo Jason, apretándole el brazo—. ¿Qué tal si tomamos un coñac?
Shirley se puso en pie para buscar la botella de Courvoisier, y Jason la observó.
Cuando Carol telefoneó a las dos y media de la madrugada, Jason estaba totalmente despierto. Le preocupaba tanto la posibilidad de que ella olvidara llamarlo que le resultó imposible conciliar el sueño.
—Estoy exhausta, Jason —anunció Carol, en lugar de decir «Hola».
—Lo lamento, pero debo verte. Puedo estar allí en diez minutos.
—No creo que sea una buena idea. Como te expliqué esta tarde, no estoy sola. Hay alguien apostado a la puerta de mi edificio. ¿Por qué necesitas verme esta noche? Tal vez mañana podamos encontrar la manera de reunirnos.
Jason se planteó la idea de pedirle por teléfono que lo acompañara a Seattle, pero decidió que tendría más posibilidades de convencerla si lo hacía personalmente. No era muy ortodoxo que un hombre pidiera a una joven que viajara con él después de solo dos encuentros.
—¿Tu guardaespaldas está solo?
—Sí. ¿Y qué importa eso? Parece un gorila.
—Hay un callejón en la parte posterior de tu edificio. Podría subir por la escalera de incendios.
—¡La escalera de incendios! ¡Qué locura! ¿Qué demonios es eso tan urgente que no puede esperar a mañana?
—Si te lo dijera, no necesitaría verte.
—Bueno, reconozco que no me entusiasma la idea de que un hombre venga a mi apartamento a estas horas.
«Sí, claro», pensó Jason.
—Mira, te diré algo. He tratado de averiguar qué descubrió Hayes y me encuentro ante la última posibilidad que se me ocurre. Pero necesito tu ayuda.
—Vaya frase, doctor Jason Howard.
—Es verdad. Tú eres la única que puede ayudarme.
Carol echó a reír.
—Dicho de esa forma, ¿quién podría rehusar? Está bien, ven a casa. Pero atente a las consecuencias. Debo advertirte que no tengo demasiado control sobre el Mr. Atlas apostado en la calle.
—Tengo un seguro por incapacidad.
—Vivo en…
—Ya sé dónde vives —interrumpió Jason—. En realidad ya he tenido un encontronazo con Bruno, si ese es el encantador individuo que monta guardia ante tu puerta.
—¿Conoces a Bruno? —preguntó Carol con incredulidad.
—Un hombre muy cordial.
—Entonces déjame que te diga que ha sido Bruno quien me ha acompañado a casa esta noche.
—Por suerte resulta fácil localizarlo. Vigila la ventana trasera. No quisiera quedar atrapado en la escalera de incendios.
—Esto es una locura —afirmó Carol.
Jason se cambió de ropa y se puso pantalones y jersey negros; ya sería demasiado visible en la escalera de incendios sin usar colores claros. Se calzó las zapatillas de goma y se dirigió al coche. Al pasar por la calle Beacon, se mantuvo alerta para localizar a Bruno. Dobló a la izquierda en la calle Gloucester y nuevamente a la izquierda en Commonwealth. Al cruzar Marlborough, redujo la marcha. Sabía que no tendría posibilidad de encontrar un lugar para aparcar, de modo que lo hizo ante la primera boca de incendios que halló. Dejó las puertas abiertas, para que, caso de necesidad, los bomberos pudieran pasar las mangueras por el interior del coche.
Al apearse del automóvil, Jason escrutó el callejón que comunicaba las calles Beacon y Marlborough. Luces intermitentes formaban manchones de claridad. Había muchas zonas oscuras, y los árboles arrojaban sombras que semejaban telarañas.
Jason recordó cómo le había perseguido Bruno a lo largo de ese mismo callejón.
Haciendo acopio de coraje, echó a andar hacia el callejón, tan tenso como un atleta a la espera de la señal de salida. Al percibir un súbito movimiento a su izquierda quedó sin aliento; se trataba de una rata del tamaño de un gato pequeño, y Jason sintió un escalofrío. Siguió caminando, feliz de no ver ni rastro de Bruno. El silencio era tan absoluto que oía su propia respiración.
Al llegar al edificio de Carol, echó un vistazo hacia la luz en la ventana de la cuarta planta antes de observar con atención la escalera de incendios. Por desgracia se iniciaba en el primer piso. Miró los alrededores en busca de algo para alcanzar el primer peldaño. Sólo encontró un cubo de basura, lo que significaba darle la vuelta y vaciarlo. Pese a que eso implicaría hacer bastante ruido, comprendió que no le quedaba otra alternativa. Se estremeció cuando el metal chocó contra el pavimento y un montón de latas de cerveza rodó ruidosamente por la calle.
Conteniendo la respiración miró hacia arriba. No se había encendido ninguna luz.
Satisfecho, se encaramó al cubo de basura y asió el primer peldaño.
—¡Eh! —exclamó alguien.
Jason volvió la cabeza y vio que una corpulenta figura familiar corría por el callejón, moviendo los brazos y bufando como una locomotora.
—¡Mierda! —masculló Jason.
Se izó sobre la escalera, aun temiendo que cediera bajo su peso. Por suerte eso no ocurrió. Agarrándose a los peldaños logró ascender hasta colocar un pie en el primero.
—¡Eh, maldito degenerado! —vociferaba Bruno—. ¡Baje de ahí!
Jason vaciló. Si el tipo intentaba subir, podía disuadirlo pisándole los dedos de la mano, pero eso no lograría ponerlo en contacto con Carol. Y si armaban alboroto, alguien avisaría a la policía. Jason decidió correr el riesgo. Subió deprisa por los siguientes dos tramos de la escalera de incendios y llegó a la ventana de Carol. Esta estaba mirando hacia fuera y en cuanto lo vio abrió la ventana. Jason dijo entre jadeos:
—Tu neonazi está en camino. ¿Crees que está armado?
Jason se encontró en el interior de una amplia cocina.
—No lo sé.
—Se presentará en cualquier momento —dijo Jason, bajando la hoja de la ventana con un golpe y echando el cerrojo. Eso lograría retener a Bruno sólo unos diez segundos.
—Tal vez debería hablar con él —sugirió Carol.
—¿Crees que te escuchará?
—No estoy segura. Es bastante obstinado…
—Sí, ya me he dado cuenta —dijo Jason—. Y sé que no me tiene simpatía. Creo que necesito un bate de béisbol.
—No puedes golpearlo, Jason.
—No quiero hacerlo, pero dudo que Bruno esté dispuesto a sentarse y solucionar este asunto con una conversación amigable. Necesito algo con que amenazarlo para que se mantenga lejos de mí.
—Tengo un atizador.
—Tráelo.
Jason apagó la luz de la cocina. Apretando la nariz contra el vidrio, alcanzó a ver a Bruno luchando por izarse hasta el primer tramo de la escalera. Carol regresó con el atizador. Jason lo sopesó. Con un poco de suerte tal vez lograría convencer al tipo de que lo escuchara.
—Sabía que no saldría bien —dijo Carol.
Jason paseó la mirada por la habitación y observó que el suelo era de linóleo anticuado. Miró la puerta que separaba la cocina del resto del apartamento; era gruesa y sólida, con cerradura y llave. En el pasado esa estancia había sido otra cosa, no una cocina.
—Carol, ¿te enfadarías si ensuciara esto un poco? Desde luego, me encargaré de pagar después para que lo limpien.
—¿Qué pretendes hacer?
—¿Tienes por casualidad una lata grande de aceite vegetal?
—Supongo que sí.
—¿Puedes dármela?
Perpleja, Carol abrió la puerta de la alacena y extrajo una lata de cuatro litros de aceite de oliva importado de Italia.
—Perfecto. —Después de mirar una vez más por la ventana, Jason sacó de la cocina las dos sillas y la mesa. Carol lo observaba con creciente desconcierto—. Muy bien, ahora sal de aquí —ordenó.
Carol se dirigió al vestíbulo.
Jason abrió la lata de aceite de oliva y empezó a verter su contenido sobre el piso. Al cerrar la puerta tras de sí y echar la llave, oyó golpes en la ventana de la cocina, seguidos de ruido de vidrios rotos.
Jason apoyó la mesa contra la puerta.
—Ven —dijo, tomando a Carol de la mano. En la otra todavía empuñaba el atizador.
La condujo hasta la puerta de entrada del apartamento, adecuadamente asegurada con dobles cerrojos y un pasador. Oyeron un tremendo estrépito en la cocina. Bruno había caído por primera vez.
—Eso sí ha sido ingenioso —dijo Carol tras una carcajada.
—Cuando uno sólo pesa setenta y dos kilos, debe encontrar la manera de compensar la falta de fuerza física —dijo Jason, cuyo corazón aún galopaba en el pecho.
—De todos modos, no sabemos cuánto tiempo seguirá Bruno entretenido en la cocina, de manera que esta conversación deberá ser rápida. Te necesito. Mi última oportunidad de conocer el descubrimiento de Alvin Hayes consiste en viajar a Seattle y tratar de averiguar qué hizo allí. Al parecer, él… Se oyó otro estruendo seguido de una ristra de maldiciones, algunas pronunciadas en italiano.
—Se pondrá de muy mal humor —dijo Jason mientras descorría los cerrojos de la puerta.
—De modo que quieres que vaya a Seattle contigo. ¿Es eso?
—Sabía que lo entenderías. Hayes trajo de allí una muestra biológica que procesó en Gene Inc. Tengo que averiguar de qué se trataba. Creo que el individuo a quien visitó en la Universidad de Washington nos dará alguna pista.
—No recuerdo el nombre de ese tipo.
—Pero lo viste. ¿Lo reconocerías?
—Es probable.
—Sé que es una insolencia que te pida que me acompañes —declaró Jason—, pero estoy seguro de que Hayes hizo un descubrimiento, y considerando sus antecedentes podría ser algo muy importante.
—¿Y de verdad crees que viajando a Seattle conseguirás solucionar ese misterio?
—Se trata sólo de una posibilidad muy remota, pero es la única.
La puerta de la cocina se sacudió cuando Bruno comenzó a aporrearla sin piedad.
—Creo que ya he permanecido aquí demasiado tiempo —dijo Jason—. Bruno no te hará daño, ¿verdad?
—Cielos, no. Mi jefe lo desollaría vivo. Por eso está tan furioso. Cree que corro peligro.
—Carol, ¿vendrás conmigo a Seattle? —preguntó Jason mientras descorría el pasador.
—¿Cuándo tienes pensado partir? —inquirió Carol, dubitativa.
—Hoy mismo, más tarde. No nos quedaremos mucho tiempo. ¿Podrías pedir permiso en tu trabajo con tan poca antelación?
—Lo he hecho otras veces. No tengo más que decir que quiero visitar a mi familia.
Además, después del asesinato de Helene, tal vez sea un alivio para mi jefe que yo abandone la ciudad.
—Entonces, ¿vendrás?
—De acuerdo —respondió Carol, brindándole una cálida sonrisa—. ¿Por qué no?
—Hay un vuelo hacia Seattle a las cuatro de la tarde. Nos encontraremos en la puerta de embarque. Yo compraré los pasajes. ¿Cómo te parece todo eso?
—Una locura —contestó Carol—, pero divertida.
—Nos veremos en el aeropuerto.
Jason bajó corriendo las escaleras y se encaminó hacia su automóvil, temeroso de que Bruno hubiera decidido salir por la ventana.