El lunes por la mañana Jason llegó a la clínica muy temprano y sufrió al realizar las rondas. Ninguno de sus pacientes había mejorado. Ya en su consultorio, telefoneó a Helene cada vez que disponía de unos momentos libres, pero ella no contestaba. A media mañana subió al laboratorio del sexto piso y lo encontró desierto y a oscuras.
Volvió a su consultorio muy irritado. Tenía la sensación de que Helene había ocultado datos desde el principio, y ahora su ausencia complicaba más el problema.
Llamó a la oficina de personal para pedir la dirección y el número de teléfono particular de Helene. Lo marcó enseguida. Después de diez timbrazos colgó el auricular con un golpe, furioso. A continuación volvió a llamar a la oficina de personal para hablar con Jean Clarkson, la directora. Cuando esta lo atendió, Jason le formuló algunas preguntas sobre Helene Brennquivist.
—¿Ha llamado para avisar que está enferma? He tratado de localizarla varias veces.
—Eso me sorprende mucho —replicó la señorita Clarkson—, pues no hemos tenido noticias suyas. Y eso es raro, porque siempre ha sido muy responsable. Creo que no ha faltado ni un día en el año y medio que lleva trabajando aquí.
—Supongo que si estuviera enferma, llamaría para avisar, ¿verdad? —comentó Jason.
—Por supuesto.
Jason cortó la comunicación. Su irritación se trocó en inquietud. Tenía un mal presentimiento con respecto a la ausencia de Helene.
La puerta de su consultorio se abrió, y asomó la cabeza de Claudia.
—La doctora Danforth está en la línea dos. ¿Quiere hablar con ella?
Jason asintió.
—¿Necesita alguna carpeta con historiales clínicos? —preguntó Claudia.
—No, gracias —respondió Jason, descolgando el auricular. Desde el otro extremo de la línea resonó la voz de la doctora Danforth:
—Me parece que el Plan de Buena Salud debería empezar a seleccionar a sus clientes. Nunca había visto cadáveres en un estado tan deplorable. Gerald Farr estaba tan mal como los demás. ¡Todos sus órganos parecían pertenecer a un hombre de más de cien años!
Jason no contestó.
—¿Hola? —dijo Margaret.
—Estoy aquí —respondió Jason. Una vez más le dio vergüenza explicar que hacía menos de un mes había sometido a un chequeo clínico a Farr sin encontrar ningún problema, salvo su estilo de vida poco saludable.
—Me sorprende que no sufriera un ataque cerebral hace varios años —afirmó Margaret—. Todas sus arterias presentaban ateromas. Y las carótidas también estaban dañadas.
—¿Y qué me dice del paciente de Roger Wanamaker? —preguntó Jason.
—¿Cómo se llamaba?
—No lo sé. El hombre falleció el viernes de un derrame cerebral. Roger me comentó que usted se encargaría del caso.
—Ah, sí. También él presentaba una degeneración casi total. Siempre pensé que los planes de salud se ocupaban primordialmente de la medicina preventiva, pero no creo que ganen mucho dinero si buscan clientes tan enfermos. —Margaret se echó a reír—. Bromas aparte, se trata de otro caso en que muchos sistemas están afectados.
—¿Ustedes efectúan exámenes toxicológicos? —inquirió Jason.
—Desde luego. Sobre todo hoy en día. Realizamos pruebas para detectar la presencia de cocaína u otras sustancias.
—¿Qué tal si practican esas pruebas a Gerald Farr? ¿Sería factible?
—Creo que todavía nos quedan un poco de sangre y orina —dijo Margaret—. ¿Qué desea que busquemos?
—De todo un poco. Es sólo un presentimiento; de hecho no tengo una idea muy precisa de hacia dónde orientar la investigación.
—Llevaré a cabo esas pruebas con mucho gusto —dijo Margaret—, pero Gerald Farr no fue envenenado, puedo asegurárselo. Simplemente expiró su plazo. Es como si hubiera tenido treinta años más de su verdadera edad. Sé que esta afirmación no resulta muy científica, pero refleja la realidad.
—De todos modos le agradecería que realizara esas pruebas de toxicología.
—Así lo haremos —repuso Margaret—. Además les enviaremos algunas muestras para que las procesen en la clínica. Lamento que nuestros exámenes microscópicos tarden tanto.
Jason colgó el auricular y volvió a concentrarse en su trabajo. Por un lado empezaba a dudar de su capacidad profesional; por otro experimentaba la sensación de que estaba ocurriendo algo que escapaba a su comprensión. Cada vez que se le presentaba la oportunidad, marcaba el número del laboratorio de Hayes, pero seguía sin obtener respuesta. Volvió a hablar con Jean Clarkson, quien le aseguró que le avisaría si tenía noticias de la señorita Brennquivist y le pidió que, por favor, dejara de importunarla.
Jason colgó furibundo y recordó con nostalgia las épocas en que inspiraba más respeto al personal de la clínica.
Después de atender al último paciente de la mañana, se sentó al escritorio y empezó a tamborilear los dedos nerviosamente. De pronto tuvo la certeza de que la ausencia de Helene no sólo era extraña, sino también un hecho muy grave; tan grave que decidió informar enseguida a la policía.
Cambiándose la bata blanca por la chaqueta del traje, se dirigió a su automóvil.
Consideró que lo mejor sería ver al detective Curran. Después de su último encuentro con él, no creía que Curran tomara demasiado en serio sus palabras si lo llamaba por teléfono.
Enseguida localizó la oficina de Curran y, echando una ojeada a aquella austera habitación, vio al detective ocupado en la tarea de llenar un formulario sobre su escritorio metálico.
—Curran —dijo Jason, con la esperanza de que el hombre estuviera de mejor talante que la última vez que se vieron.
El detective levantó la vista con fastidio.
—¡Oh, no! —exclamó, arrojando el lápiz sobre el formulario—: ¡Mi médico favorito! —Tras hacer un gesto de exasperación, le indicó que entrara.
Jason acercó una silla con respaldo metálico al escritorio. El detective lo miró con evidente recelo.
—Se han producido novedades —anunció Jason—. Pensé que debía conocerlas.
—Tenía entendido que usted volvería a dedicarse exclusivamente a la medicina.
Pasando por alto el comentario sarcástico, Jason prosiguió:
—Helene Brennquivist no ha aparecido por la clínica en todo el día.
—Tal vez está enferma. O cansada. O quizá se ha hartado de los interrogatorios a que usted la somete.
Jason trató de conservar la calma.
—En la oficina de personal aseguran que es muy cumplidora y que jamás se le ocurriría tomarse un día libre sin avisar. Y cuando traté de comunicarme con ella en su apartamento, nadie atendió las llamadas.
El detective Curran le miró con desdén.
—¿Ha considerado la posibilidad de que esa jovencita atractiva haya decidido pasar un largo fin de semana con algún amigo?
—No lo creo. Me he enterado de que había tenido una aventura con Hayes.
Curran se irguió en su asiento y por primera vez prestó atención a las palabras de Jason.
—Siempre tuve la impresión de que estaba protegiendo a Hayes —añadió el doctor—. Ahora sé por qué. Y sospecho que conoce perfectamente el trabajo que realizaba Hayes y la razón por la que registraron su apartamento. Estoy convencido de que Hayes hizo un descubrimiento muy importante y que alguien trata de apoderarse de sus cuadernos de notas.
—Si realmente se produjo tal descubrimiento.
—Estoy seguro de que sí —replicó Jason—. Y eso aumenta mi desconfianza con respecto a la muerte de Hayes. Fue una desaparición demasiado conveniente.
—Saca usted conclusiones apresuradas.
—Hayes me comentó que alguien intentaba matarlo —afirmó Jason—. Creo que realizó un descubrimiento trascendental y que por eso fue asesinado.
—¡Un momento! —exclamó Curran, descargando el puño contra el escritorio—. La forense determinó que el doctor Alvin Hayes había muerto por causas naturales.
—Un aneurisma, para ser exacto. Pero eso no significa que no estuvieran siguiéndolo.
—Creía que lo seguían —corrigió Curran, cuya voz denotaba cada vez mayor irritación.
—Yo también lo creo —repuso Jason con vehemencia—. Eso explicaría por qué saquearon su apartamento y su…
—Sabemos por qué registraron su apartamento —interrumpió Curran—. ¡Sólo que nosotros encontramos las drogas y el dinero primero!
—Es posible que Hayes consumiera cocaína —exclamó Jason—, ¡pero no era un narcotraficante! Y estoy convencido de que esas drogas fueron colocadas allí con el fin de comprometerlo y… —Estuvo a punto de mencionar su conversación con Carol, pero se contuvo. No juzgaba conveniente reconocer que había visto a la bailarina—. Sea como fuere —agregó algo más calmado—, opino que el laboratorio fue destrozado porque alguien buscaba sus cuadernos de notas.
—¿Qué ocurrió en el laboratorio? —Los ojos de Curran se abrieron de par en par, y su rostro se encendió.
Jason tragó saliva.
—¡Maldito sea! —vociferó Curran—. ¿De modo que el laboratorio de Hayes fue registrado y destrozado, y nadie me informó? ¿Qué creen ustedes que están haciendo?
—A la clínica le preocupaban las consecuencias de una publicidad negativa —admitió Jason, obligado a defender una decisión que no compartía.
—¿Cuándo sucedió eso?
—El viernes por la noche.
—¿Qué se llevaron?
—Varios cuadernos de datos y algunos cultivos de bacterias, pero ningún equipo valioso. —Jason escrutó el rostro de sabueso de Curran en busca de algún indicio de que su preocupación por Helene estaba justificada.
—¿Algún daño o acto vandálico? —inquirió el detective.
—Bien, el laboratorio quedó convertido en un caos. Y mataron a los animales.
—Espléndido. Esos monstruos merecían ser destruidos. Me producían náuseas.
¿Cómo los mataron?
—Probablemente los envenenaron. El Departamento de Patología está comprobándolo.
El detective Curran se mesó su escasa cabellera pelirroja.
—¿Sabe una cosa? Después de la cooperación que he recibido de ustedes, los intelectuales, me alegro de haber trasladado el caso al Departamento de Narcóticos y Prostitución. Que ellos se las arreglen. Tal vez desee usted atravesar el vestíbulo y charlar un rato con ellos. Quizá saquen alguna conclusión de la historia de ese científico chiflado que copulaba con su asistenta de laboratorio, además de con esa bailarina exótica…
—Hayes y la bailarina ya no eran amantes.
—¿Ah, no? —preguntó Curran tras una carcajada breve y hueca que se transformó en eructo—. ¿Por qué no se larga de una vez y me deja en paz, doctor? Ya tengo demasiados homicidios auténticos entre las manos.
Curran tomó el lápiz y volvió a enfrascarse en el formulario. Furioso, Jason regresó a la planta baja, mostró su pase de visitante y se encaminó hacia su coche. Sólo empezó a tranquilizarse mientras circulaba junto al río Charles, que fluía perezosamente a la derecha de la autopista. Seguía convencido de que algo malo le había ocurrido a Helene, pero decidió que, si a la policía no le preocupaba, él no podía hacer nada al respecto.
Entró en el aparcamiento del PBS y regresó a su consultorio. Claudia y Sally todavía no habían vuelto de almorzar, y ya aguardaban algunos pacientes. Jason se puso la bata blanca y telefoneó para informarse del resultado de la consulta cardiológica de Madeline Krammer. Harry Sarnoff había coincidido con el diagnóstico de Jason, y en ese momento realizaban una angiografía a la mujer.
En cuanto Sally regresó, Jason empezó a atender a los pacientes citados. Estaba con el tercero de la tarde cuando Claudia asomó la cabeza en el gabinete de examen.
—Tiene una visita —anunció.
—¿Quién? —preguntó Jason mientras arrancaba una receta del talonario.
—Nuestra intrépida directora. Y considero oportuno advertirle que está furiosa.
Jason entregó la receta al paciente, se quitó el estetoscopio del cuello y echó a andar por el pasillo hacia su oficina. Shirley estaba de pie junto a la ventana. En cuanto oyó que Jason se acercaba, se volvió hacia él. No cabía duda de que estaba furiosa.
—Espero que tengas una buena explicación que ofrecerme, doctor Howard. Acabo de recibir una llamada de la policía. Viene hacia aquí para preguntarnos por qué no denunciamos el asalto al laboratorio de Hayes. Afirmaron que se enteraron por ti y nos acusan de obstruir la labor de la justicia.
—Lo siento. Fue un error. Acudí a la comisaría. No pensaba mencionarlo…
—¿Y se puede saber qué demonios hacías allí?
—Quería ver a Curran —respondió Jason con tono contrito.
—¿Para qué?
—Había cierta información que consideré debía conocer.
—¿Acerca del asalto?
—No —contestó Jason, dejando caer los brazos—. Helene Brennquivist no se ha presentado en todo el día. Me enteré de que ella y Hayes habían estado liados, y supongo que me apresuré a sacar conclusiones. Lo del laboratorio se me escapó.
—Creo que deberías limitarte a la práctica de la medicina —afirmó Shirley, menos agresiva.
—Eso mismo me dijo Curran —explicó Jason tras un suspiro.
—Bien —dijo Shirley, y cogiéndolo del brazo—, al menos no lo hiciste a propósito. Por un momento me pregunté de qué lado estabas. Te aseguro que este asunto de Hayes tiene vida propia. Cada vez que creo que el problema está controlado, surge una nueva complicación.
—Lo lamento —dijo Jason con sinceridad—. No pretendía empeorar la situación.
—Está bien. Recuerda que la muerte de Hayes ya ha perjudicado bastante a esta institución; no compliquemos las cosas. —Le apretó la mano y se dirigió a la puerta.
Jason volvió a dedicarse a sus pacientes, decidido a dejar la investigación en manos de la policía. Eran cerca de las cuatro de la tarde cuando Claudia volvió a interrumpirlo.
—Tiene una llamada —susurró.
—¿Quién es? —preguntó Jason con cierto nerviosismo. Lo habitual era que Claudia tomara los recados para que él devolviera las llamadas al final del día, a menos, desde luego, que se tratara de una emergencia. Pero cuando una de estas surgía, Claudia no hablaba en voz baja.
—Carol Donner —respondió la secretaria.
Jason vaciló un momento antes de decir que atendería la llamada en su oficina.
Claudia lo siguió y le preguntó en un susurro:
—¿Es esa Carol Donner?
—¿Quién es esa Carol Donner?
—La bailarina de la Combat Zone —respondió Claudia.
—No sabría decirlo —replicó Jason. Entró en su oficina, cerró la puerta a Claudia en las narices y descolgó el auricular—. Habla el doctor Howard.
—Jason, soy Carol Donner. Siento molestarte.
—No es ninguna molestia. —La voz de Carol le evocó la agradable imagen de la joven sentada en Hampshire House. Oyó un clic—. Un momento, por favor, Carol.
Colocó el auricular sobre la mesa, abrió la puerta y miró hacia donde se encontraba Claudia. Con expresión de enojo, le hizo señas de que colgara el auricular.
—Lo lamento —dijo Jason cuando regresó junto al teléfono.
—No te llamaría si no pensara que puede ser importante —dijo Carol—. En el armario del lugar en que trabajo he encontrado un paquete. De paso te informo de que bailo en el Club Cabaré…
—Ajá.
—Hoy tenía que ir al club y lo encontré. Alvin me había pedido que lo guardara en mi armario hace varias semanas, y me había olvidado por completo del asunto.
—¿Qué contiene?
—Cuadernos de notas, papeles y correspondencia. No había drogas, por si te lo preguntabas.
—No, no me preguntaba eso. Me alegro de que hayas llamado. Los cuadernos pueden ser importantes. Me gustaría verlos.
—Muy bien —dijo Carol—, estaré en el club esta noche. Tendré que pensar en la manera de hacértelos llegar. Mi jefe me crea muchos problemas en su afán por protegerme. Está sucediendo algo raro que se niegan a explicarme, pero lo cierto es que estoy harta de ese estúpido que no me deja ni a sol ni a sombra. Y no quisiera mezclarte en eso.
—¿No podría ir a buscarte?
—No. No me parece una buena idea. Te diré qué haremos; si me das tu número de teléfono, te llamaré cuando regrese a casa esta noche.
Jason se lo dio.
—Algo más —agregó Carol—. Anoche me di cuenta de que había olvidado comentarte algo. Hace aproximadamente un mes Alvin anunció que pensaba romper con Helene.
Aseguró que quería que ella se concentrara en el trabajo que hacían juntos.
—¿Crees que se lo dijo?
—No tengo la menor idea.
—Helene no ha venido a trabajar en todo el día.
—¿En serio? Qué extraño. Por lo que sé de ella, siempre ha cumplido con sus obligaciones laborales. Quizá ella es el motivo por el que mi jefe actúa de manera tan extraña.
—¿Acaso tu jefe sabe algo acerca de Helene Brennquivist?
—Tiene una red de información impresionante. Se entera de todo cuanto ocurre en la ciudad.
Después de colgar Jason reflexionó sobre las incongruencias entre el trabajo de Carol y su capacidad intelectual. «Red de información» era un término perteneciente al ámbito de los ordenadores… y le sorprendía que lo utilizara una bailarina de danzas exóticas.
Cuando volvió a dedicarse a atender a sus pacientes, procuró evitar la mirada intrigada de Claudia.
Hacia el final de la tarde el doctor Jerome Washington, un musculoso médico negro especializado en trastornos gastrointestinales, interrumpió a Jason para solicitarle una consulta rápida.
—Por supuesto —accedió este, invitándole a pasar a su consultorio.
—Roger Wanamaker me sugirió que conversara contigo sobre este caso. —Dejó sobre el escritorio una gruesa carpeta que llevaba bajo el brazo—. Si se me presentan más casos como este, juro que buscaré un empleo en la industria del aluminio.
Jason abrió la carpeta. El paciente era de sexo masculino y tenía sesenta años.
—Realicé un chequeo al señor Lamborn hace veintitrés días —explicó Jerome—. El tipo tenía algunos kilos de más, nada preocupante. Por lo demás estaba muy bien, y así se lo dije. Hace unas semanas se presentó aquí con cara de muerto y diez kilos menos. Decidí internarlo enseguida, temiendo que tuviera un tumor maligno que no había detectado. Le hice todos los análisis y pruebas que figuran en los libros. Nada.
Hace tres días murió. Presioné a la familia para que nos permitiera practicarle la autopsia. ¿A que no sabes cuál fue el resultado?
—Ningún tumor maligno.
—Correcto —dijo Jerome—. Ningún tumor maligno… En cambio todos los órganos se encontraban completamente deteriorados. Se lo comenté a Roger, quien me aconsejó que hablara contigo porque tú comprenderías la situación.
—Bien, he tenido algunos problemas similares —admitió Jason—. Y también Roger.
Para serte franco, me preocupa la posibilidad de que nos enfrentemos a una epidemia desconocida.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Jerome—. No me creo capaz de soportar esta clase de tensión emocional.
—Tampoco yo. Después de que varios de mis pacientes hayan fallecido, yo también me he planteado cambiar de profesión. No entiendo por qué no detectamos ningún síntoma en los chequeos clínicos. Comuniqué a Roger que convocaría una reunión la semana próxima, pero ahora considero que no podemos permitirnos el lujo de esperar tanto. —La imagen de la sangre de Hayes brotando a borbotones y cubriendo la mesa donde cenaban pasó fugazmente por la mente de Jason—. Reunámonos mañana por la tarde. Pediré a Claudia que lo organice todo, ordenaré a las secretarias que confeccionen una lista de todos los chequeos que hemos efectuado en el último año y averiguaremos qué ha sido de los pacientes.
—Me parece una buena idea —dijo Jerome—. Casos como estos no contribuyen a afianzar la confianza de un médico.